Valor

Valor


Capítulo 5

Página 8 de 18

Capítulo 5

Nada más dijo entonces;

no movió ni una pluma.

Y entonces yo me dije, apenas murmurando:

«Otros amigos se han ido antes;

mañana él también me dejará,

como me abandonaron mis esperanzas».

Y entonces dijo el pájaro: «Nunca más».

EDGAR ALLAN POE, «EL CUERVO».

(Traducción de Julio Cortázar).

Las luces de la ciudad centelleaban, y las calles estaban atestadas de fumadores a la puerta de los bares y restaurantes cuando Val y Lolli salieron trastabillando del puente y llegaron al exterior.

Un hombre que dormía sobre un cartón roto giró el cuerpo y se recolocó el abrigo con el que estaba arropado. Val se sobresaltó con violencia ante ese movimiento, sus músculos se tensaron tan deprisa que le dolieron los hombros. Lolli sostuvo la bandolera sobre su pecho como si fuera un animal disecado, protegiéndolo con sus brazos.

Resulta curioso que, cuando sucede algo insólito, sea difícil seguir el rastro de motivos, impulsos y pensamientos que te han conducido hasta esa situación. Aunque Val quería hallar indicios sobre la existencia de los feéricos, la prueba real era imposible de asimilar. ¿Cuántos feéricos habría allí y que más cosas podría haber? En un mundo donde los feéricos existen, ¿puede haber demonios, vampiros o monstruos marinos? ¿Cómo podían existir esas cosas y no aparecer en la portada de todos los periódicos del mundo?

Val recordó a su padre leyendo Los tres cabritos cuando ella era pequeña. «Clip, clap, clip, clap, hacía el cabrito más pequeño de los tres». Ese trol no se parecía en nada al del cuento ilustrado… ¿Se parecería a alguno? «¿Quién está cruzando mi puente?».

—Mira mi dedo —dijo Lolli, sosteniéndolo sobre la otra mano ahuecada. Estaba hinchado y torcido en un ángulo extraño—. Me ha roto el maldito dedo.

—Puede que esté dislocado. A mí me ha pasado. —Val recordó una aparatosa caída sobre las manos en la pista de lacrosse, las caídas desde un árbol, las visitas al médico con su olor a yodo y cigarrillos—. Hay que alinearlo y entablillarlo.

—Oye, no te he pedido que seas mi caballero de la brillante armadura —replicó Lolli—. Puedo cuidarme sola. No tenías que prometerle nada a ese monstruo y tampoco tienes que jugar a los médicos conmigo.

—Tienes razón. —Val pateó una lata de refresco aplastada, la observó mientras rebotaba calle abajo, como haría una piedra sobre el agua—. No necesitas ayuda de nadie. Lo tienes todo bajo control.

Lolli miró fijamente hacia el escaparate de una tienda de electrodomésticos donde había unos televisores en los que se reflejaban sus rostros.

—No he dicho eso.

Val se mordió el labio, paladeando los restos de la poción del trol. Recordó sus ojos dorados y la rabia sonora e intensa que se percibía en su voz.

—Lo siento. Tendría que haberte creído sin más.

—Sí, eso habría sido lo mejor —dijo Lolli, pero sonrió.

—Oye, podemos buscar un palo para entablillarte el dedo. Lo ataremos con un cordón. —Val se agachó y empezó a desatarse una zapatilla.

—Tengo una idea mejor —dijo Lolli, que se giró hacia la entrada de un callejón—. ¿Qué tal si me olvido del dolor? —Se sentó con la espalda apoyada en los ladrillos mugrientos y sacó de su mochila la cuchara, la jeringuilla, el mechero y una bolsita con esa sustancia extraña—. De todos modos, dame el cordón.

Val pensó en las sombras que se movían y en la arena ambarina, no tenía ni idea de qué pasaría a continuación.

—¿Qué es eso?

—«Nuncamás» —respondió Lolli—. Así es como lo llama Luis, porque existen tres reglas: nunca más de una vez al día, nunca más que una pizca cada vez, y nunca más de dos días seguidos.

—¿Quién inventó esas reglas?

—Dave y Luis, supongo. Cuando acabaron viviendo en la calle, Luis empezó a trabajar como mensajero para más feéricos. Se ve que necesitan gente que les haga los recados. Y Dave se ocupó de algunas de esas entregas. En una ocasión probó una pizca de Nuncamás, lo disolvió en agua como hacen los feéricos y se lo bebió. Potencia el hechizo de los feéricos o algo así, para impedir que el hierro les afecte tanto, pero a nosotros nos coloca. Al principio bastó con bebérselo, pero es mucho mejor cuando te lo pinchas en el brazo o lo esnifas, como hace Dave.

Lolli escupió en la cuchara y encendió el mechero. La mezcla centelleó como si hubiera cobrado vida.

—¿Qué hechizo?

—La forma que tienen de aparentar ser diferentes, o de hacer que otras cosas parezcan diferentes. Magia, supongo.

—¿Qué se siente?

—¿Con el Nuncamás? Es como si el océano se abriera sobre tu cabeza y te arrastrase a mar abierto —dijo Lolli—. Ya no te afecta nada. Todo deja de importarte.

Lolli recogió la mezcla con la jeringuilla. Val se preguntó si alguna vez sería capaz de conseguir que nada la afectase. Eso se parecería mucho al olvido. Se parecería mucho a estar en paz.

—No —dijo Val, y Lolli interrumpió el proceso. Val sonrió—. Dame primero a mí.

—¿En serio? —Lolli sonrió—. ¿Quieres?

Val asintió, al tiempo que estiraba el brazo y lo extendía hacia ella.

Lolli le anudó el brazo, le dio unos golpecitos a la jeringuilla para quitar las burbujas e introdujo la aguja con tanta soltura como si la piel de Val hubiera sido diseñada para alojarla. El dolor fue muy leve, menor que el roce de una cuchilla.

—Verás —le explicó Lolli—, lo que tienen las drogas es que hacen que las cosas se desplacen, las inclinan hacia la izquierda, las ponen de lado o del revés, pero con el Nuncamás puedes voltear todo lo que te rodea. ¿Qué más podría conseguir ese efecto?

Val nunca se había parado a pensar en el hueco de su codo, pero ahora le pareció tan vulnerable como su muñeca, como su garganta. Se frotó el moratón que le dejó la aguja al salir. Apenas había sangre.

—No lo sé. Nada, supongo.

Lolli asintió, como si le satisficiera esa respuesta. Mientras preparaba otra dosis de Nuncamás, Val se distrajo con el sonido del cuerpo, con el ajetreo de sus venas, como si tuviera un nido de serpientes bajo la piel.

—Yo… —comenzó a decir, pero la euforia le derritió los huesos.

El mundo se volvió meloso: denso, lento y dulzón. Fue incapaz de expresar lo que quería decir, y por un momento pensó que había perdido el habla para siempre. ¿Y si ya nunca recordaba lo que quería decir?

—Tus venas están absorbiendo la magia —dijo Lolli, cuya voz resonó desde muy lejos—. Ahora podrás hacer que suceda cualquier cosa.

Un fuego embargó a Val, disipando el frío, desvaneciendo todos esos pequeños dolores: la ampolla en el dedo del pie, el dolor de estómago, la contractura muscular en los hombros. El miedo despareció, reemplazado por una sensación de poder. Un poder que palpitaba en su interior, ávido y embriagador, que la abrió como si fuera una caja puzle para revelar todo el dolor, la ira y la confusión que guardaba en secreto. Un poder que le susurraba con un tono iracundo, con promesas de triunfo.

—¿Lo ves? Ya no duele —dijo Lolli. Se agarró el dedo y lo retorció. Produjo un chasquido, como el crujir de unos nudillos, y lo recolocó en su sitio.

Todo parecía demasiado nítido, demasiado brillante. Val se perdió entre el estampado que trazaba la suciedad sobre la acera, la promesa de unos letreros de neón coloridos como caramelos, el olor lejano al humo de una cañería, a tubos de escape, a aceite de freír. Todo resultaba extraño, hermoso y repleto de posibilidades.

Lolli sonrió como un chacal y le dijo:

—Quiero enseñarte algo.

El fuego le estaba consumiendo el interior de los brazos; una sensación dolorosa, pero también plácida, como darse un baño de luz. Val se sintió volátil e imparable.

—¿Siempre es así? —preguntó, aunque una parte remota de su mente le dijo que era imposible que Lolli supiera lo que estaba sintiendo.

—Sí —respondió la otra—. Vaya que sí.

Lolli encabezó la comitiva por la calle y se aproximó a un hombre asiático con el pelo canoso y rapado que caminaba en dirección contraria. Al principio, el tipo retrocedió cuando se acercaron, pero entonces algo pareció tranquilizarlo.

—Me vendría bien un poco de dinero —dijo Lolli.

El tipo sonrió, se metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó su cartera. De ella extrajo varios billetes de veinte.

—¿Es suficiente? —preguntó. Su voz sonaba extraña, suave y deslumbrada.

Lolli se acercó para darle un beso en la mejilla.

—Gracias.

Val notó el azote del viento que soplaba desde el Hudson, pero el frío penetrante ya no le afectaba. Hasta la ventolera más fuerte parecía una caricia.

—¿Cómo le has obligado a hacer eso? —preguntó, pero con una voz cargada de asombro y no de aprensión.

—Él quiso hacerlo —repuso Lolli—. Todos quieren complacernos.

Durante el paseo, cada persona con la que se cruzaban les daba lo que le pedían. Una mujer con una falda de lentejuelas les dio su último cigarro, un joven con una gorra de béisbol les entregó su cazadora sin rechistar, una mujer con una gabardina de color bronce se quitó los centelleantes aros de oro que llevaba en las orejas.

Lolli se puso a hurgar en un cubo de basura y sacó cáscaras de plátano, papeles mojados, pan viscoso y unas tazas llenas de agua sucia.

—Mira esto —dijo.

En sus manos, esos desperdicios se convirtieron en unos cupcakes tan blancos y apetitosos que Val alargó la mano para coger uno.

—No —replicó Lolli—. Son para ellos.

Le entregó uno a un anciano que pasaba por allí, y el tipo lo engulló como un animal, para después coger otro y otro, como si fueran la comida más deliciosa del mundo.

Val se rio, en parte por el deleite de aquel hombre, y en parte por el poder que tenían sobre él. Cogió un guijarro y lo convirtió en una galletita salada. El anciano también se la comió, después le lamió las manos en busca de cualquier traza. Le hizo cosquillas con la lengua, lo que hizo que se riera con más fuerza todavía.

Recorrieron varias manzanas más; Val había perdido la cuenta. No dejó de ver cosas fascinantes que no había advertido hasta entonces: el lustre de las alas de una cucaracha mientras correteaba sobre una alcantarilla, la sonrisita de un rostro tallado en un dintel, los tallos partidos de las flores junto a la puerta de una tienda de alimentación.

—Ya hemos llegado —dijo Lolli, señalando hacia un local oscuro. En el escaparate había varios maniquíes que posaban con unas faldas de tubo que tenían estampadas escenas extraídas de los cómics, o que estaban recostados sobre unos canapés rojos y modernos, sosteniendo unas copas de Martini con puntitos—. Quiero entrar.

Val se acercó al escaparate y pateó el cristal. Se agrietó, pero no cedió. La alarma sonó dos veces y luego se desconectó.

—Prueba con esto —le indicó Lolli, mientras recogía una cajita de plástico. En su mano, se convirtió en una palanca fría y pesada.

Val sonrió con deleite y golpeó el escaparate con toda la agresividad acumulada contra Tom, contra su madre y contra sí misma, con toda la rabia que le produjo el trol de la torre y la furia que sentía contra todo el universo. Golpeó el cristal hasta que se combó como un metal deformado.

—Guay. —Lolli sonrió y se metió a través del escaparate. En cuanto Val entró, el cristal regresó a su sitio, intacto, como nuevo.

Dentro de la tienda, se encendieron las luces y empezó a sonar una música enlatada.

Cada nuevo hechizo parecía alimentar el poder que latía dentro de Val, en lugar de agotarlo. Con cada encantamiento se sentía más atolondrada, más desbocada. Ya ni siquiera sabía cuál de las dos estaba haciendo cada cosa.

Lolli se quitó los zapatos de un puntapié, en mitad de la tienda, y se probó un vestido verde de satén. Val se dio cuenta de que tenía los pies enrojecidos y repletos de ampollas.

—¿No te parece mono?

—Pues sí. —Val cogió ropa interior nueva y unos vaqueros, y colocó su ropa vieja sobre el brazo extendido de un maniquí—. Mira esta mierda, Lolli. Son unos vaqueros de ciento ochenta pavos y no tienen nada de especial. Son unos simples vaqueros.

—Pero son gratis —repuso la otra.

Val recopiló varias prendas y luego se sentó en una de esas butacas como de dibujos animados a ver cómo Lolli se probaba más cosas. Mientras danzaba por ahí con un chal con cuentas sobre la cabeza, Val se fijó en el decorado que había junto a su asiento.

—¿Ves esto? —preguntó, sosteniendo en alto una copa de vino de color aguacate—. ¿No te parece horrible? ¿Quién querría pagar por algo tan feo?

Lolli sonrió y cogió un sombrero con flecos confeccionados con plumas rosas.

—La gente compra lo que les dicen que deben comprar. Ellos no saben que es feo, o quizá sí, pero creen que están equivocados al pensar eso.

—En ese caso, necesitan que alguien los proteja de sí mismos —dijo Val, que arrojó la copa hacia el suelo de linóleo. La copa se hizo trizas y las esquirlas salieron disparadas en todas direcciones—. Cualquiera puede ver que estas cosas son feas. Feas, feas, feas.

Lolli se echó a reír, y lo siguió haciendo mientras Val rompía todas las copas.

Durante el camino de vuelta con Lolli hasta la estación de la calle Worth, Val se sintió desorientada, no estaba segura de lo que había ocurrido en realidad. Mientras se disipaban los efectos del Nuncamás, se sintió más y más desvanecida, como si el fuego del encantamiento hubiera consumido una parte tangible de su ser, como si la hubiera ajado.

Se acordaba de una tienda y de gente que comía de sus manos, recordaba haber caminado, pero no estaba segura de dónde había sacado la ropa que llevaba puesta. Tenía una imagen borrosa de rostros, regalos y sonrisas, tan difusa como el recuerdo de un monstruo en una torre antes de todo aquello.

Cuando se examinó el cuerpo, vio unas prendas que no recordaba haber cogido: unas aparatosas botas negras, ideales para patear culos, que sin duda eran más abrigadas que sus zapatillas; una camiseta estampada con un león heráldico, unos pantalones negros de camuflaje repletos de bolsillos con cremallera y un abrigo a juego que le quedaba grande. Le desconcertó pensar que su ropa había desaparecido, que se la había dejado en alguna parte. Las botas le apretaban al caminar, pero se alegró de tener ese abrigo. Al parecer, se habían adentrado mucho en el SoHo y, sin la magia dentro de su cuerpo, tenía mucho más frío que antes.

Cuando se colaron por la entrada de servicio y bajaron las escaleras, Val vio a varias personas en el túnel. El fulgor cambiante de las velas iluminó un pómulo, la curvatura de una mandíbula, la botella envuelta en una bolsa de papel que uno de ellos se estaba llevando a los labios. La chica del vientre hinchado estaba allí, envuelta en una manta, al lado de otro cuerpo.

—Ahí estáis —dijo Dave el Difuso.

Tenía la voz pastosa y, cuando la luz de las velas lo alcanzó, Val vio que tenía esa flojera en los labios propia de quien está muy borracho.

—Ven a sentarte conmigo, Lolli —dijo Dave—. Ven a sentarte aquí.

—No —repuso ella, que se dirigió hacia Luis—. No puedes decirme lo que debo hacer.

—No pretendo darte órdenes —replicó él, afligido—. ¿No sabes que te quiero, nena? Haría cualquier cosa por ti. Mira. —Sostuvo un brazo en alto. Se había grabado el nombre de Lolli en la piel con unas letras torcidas y sanguinolentas—. Mira lo que he hecho.

Val torció el gesto. Lolli se limitó a reírse.

Luis se encendió un cigarro y, por un momento, al prender la cerilla, se le iluminó el rostro entero. Parecía furioso.

—¿Por qué no me crees? —inquirió Dave.

—Te creo —repuso Lolli con voz chillona—. Pero me da igual. Eres un soso. ¡A lo mejor te querría si no fueras tan aburrido!

Luis se levantó de un salto y apuntó con el cigarro a Lolli, primero, y después, a Dave.

—Callaos de una puta vez.

Se giró y fulminó con la mirada a Val, como si aquello fuera culpa suya.

—¿Quiénes son esos? —preguntó ella, señalando hacia la pareja arropada bajo las mantas—. Creía que nadie podía bajar aquí.

—Se supone que nadie debería hacerlo —repuso Luis, que se sentó al lado de su hermano—. Ni tú, ni yo, ni ellos.

Val puso los ojos en blanco, pero supuso que el gesto había pasado desapercibido entre la penumbra. Se acercó a Lolli y le susurró:

—¿Es igual de gilipollas cuando yo no estoy?

—Es complicado —respondió Lolli con otro susurro—. Antes vivían aquí de okupas, pero a Derek le metieron en el talego por no sé qué movida, y Tanya se mudó a un edificio abandonado en Queens.

Luis se acercó un poco más a su hermano y le susurró algo. Dave el Difuso se levantó, apretando los puños.

—Siempre te quedas con todo —le gritó a Luis, moqueando y con las mejillas surcadas de lágrimas.

—¿Qué quieres que le haga? —inquirió Luis—. Nunca he tocado a esa chica. No es culpa mía que te dé calabazas.

—¡No soy una cosa! —les gritó, enardecida—. No habléis de mí como si fuera un objeto.

—¡Qué te jodan! —exclamó Dave—. ¿Dices que soy un soso? ¿Que soy un cobarde? Algún día, desearás no haberme hablado así.

La chica de la manta se incorporó, adormilada.

—¿Qué…?

—Venga —dijo Luis, mientras cogía a su hermano del brazo—. Salgamos de aquí, Dave. Estás borracho. Necesitas que te dé el aire.

Dave se revolvió para zafarse de él.

—Vete a tomar por culo.

Val se incorporó, los últimos rescoldos del Nuncamás hicieron que la oscuridad aterciopelada de los túneles se estremeciera. Le flaqueaban las piernas y le ardían las plantas de los pies, a causa de esa larga caminata que su cuerpo empezaba a ser consciente de haber acometido, pero lo último que quería era que le diera un ataque de claustrofobia.

—Olvídalo. Nos vamos de aquí.

Lolli la siguió escaleras arriba.

—¿Por qué te gusta tanto? —preguntó Val.

—No me gusta. —Lolli no se molestó en preguntar a quién se refería—. Tiene un ojo a la virulé. Esta escuálido y se comporta como si fuera un viejo.

Val se encogió de hombros e introdujo el pulgar por la pretina de sus pantalones nuevos. Observó el avance de sus botas sobre las grietas de la acera, dejando que su silencio hablara por ella. Lolli suspiró.

—Debería venir él a mí, arrastrándose.

—Debería —coincidió Val.

Atravesaron la calle Bayard, pasaron junto a varios supermercados donde vendían sacos de arroz, pilas de manzanas doradas, brotes de bambú en cuencos con agua y un enorme fruto con pinchos que colgaba del techo. Pasaron junto a tiendecitas donde vendían gafas de sol, lámparas de papel, fajos de bambú sujetos con lazos dorados, y unos dragones de plástico de color verde, moldeados de tal forma que semejaban jade tallado.

—Hagamos una parada —dijo Lolli—. Tengo hambre.

La simple mención a la comida arrancó un gruñido de la barriga de Val. El miedo le había cerrado el estómago, y se dio cuenta de que no había probado bocado desde la noche anterior.

—Está bien.

—Te voy a enseñar a comer de gorra.

Lolli eligió un restaurante donde había varios patos colgados, con un alambre enrollado al cuello, cubiertos por una capa rojiza de glaseado y con unos huecos vacíos donde antes estaban sus ojos. En el interior del local, la gente hacía cola para elegir su comida de un surtido de platos humeantes. Lolli pidió té recién hecho y rollitos de huevo para las dos. El tipo del mostrador no parecía tener ni papa de inglés, pero sirvió los productos apropiados en una bandeja, junto con casi una docena de paquetes de plástico.

Se sentaron a una mesa. Lolli miró a su alrededor, después abrió un paquete de salsa de pato y la vertió sobre su rollito, para luego coronarlo con mostaza caliente. Señalo con la cabeza en dirección a una mesa vacía donde aún quedaban varios platos.

—¿Ves esas sobras?

—Sí. —Val le pegó un mordisco a su rollito de huevo, la grasa le chorreó por los labios. Estaba delicioso.

—Espera y verás. —Lolli se levantó, se acercó hasta un plato de lo mein a medio comer, lo cogió y regresó a su mesa—. ¿Lo ves? Esto es comer de gorra.

Val soltó una risotada, ligeramente escandalizada.

—No puedo creer que hayas hecho eso.

Lolli sonrió, pero esa sonrisa dejó paso a una expresión extraña.

—A veces, acabas haciendo un montón de locuras de las que no te habrías creído capaz.

—Supongo que tienes razón —dijo Val, pensativa. Al fin y al cabo, ella no se habría creído capaz de pasar la noche en una estación de metro abandonada con un puñado de jóvenes vagabundos. Tampoco se habría creído que, en lugar de ponerse a gritar y a llorar cuando descubrió el lío de su madre con Tom, le diera por raparse la cabeza y asistir a un partido de hockey. Y tampoco podía creerse que estuviera sentada allí, comiéndose tranquilamente la cena de otra persona, cuando acababa de ver un monstruo.

—Me mudé con mi novio cuando tenía trece años —dijo Lolli.

—¿En serio? —preguntó Val.

La comida que había ingerido la fue serenando, le ayudó a creer que el mundo podía seguir su curso. Aunque existieran los feéricos y sus misteriosas drogas, también seguiría existiendo la comida china, que seguiría estando caliente, grasienta y deliciosa.

—Se llamaba Alex. —Lolli puso una mueca—. Tenía veintidós años. Mi madre creía que era un pervertido y me dijo que me alejara de él. Al final, me harté de esconderme y me largué.

—Joder. —Val no supo qué otra cosa decir. Cuando ella tenía trece años, los chicos eran tan misteriosos e inalcanzables como las estrellas del cielo—. ¿Y qué pasó?

Lolli dio un par de bocados rápidos de lo mein y los regó con un trago de té.

—Alex y yo nos pasábamos el día discutiendo. Él pasaba droga en el apartamento y no quería que yo me metiera nada, ni siquiera cuando él se pinchaba delante de mí. Era peor que mis padres. Finalmente, conoció a otra chica y me dijo que me largara.

—¿Volviste a casa? —preguntó Val.

Lolli negó con la cabeza.

—Imposible —dijo—. Una vez que cambias, ya no puedes volver.

—Yo sí puedo —replicó Val, sin pensar, pero entonces se acordó del trol y del trato que había hecho con él. Ahora le parecía algo irreal, bajo la luz y el calor de ese restaurante, pero en el fondo eso la estaba reconcomiendo.

Lolli se quedó callada un instante, como si estuviera sopesando esas palabras.

—¿Sabes lo que le hice a Alex? —preguntó, recuperando su sonrisa maliciosa—. Aún tenía las llaves. Un día volví, cuando no había nadie, y arrasé el piso. Lo arrojé todo por la ventana: su ropa, la ropa de ella, el televisor, sus drogas… Todas las mierdas que se me pusieron a tiro acabaron en la calle.

Val se rio con ganas. Se imaginó la cara que pondría Tom si ella le hiciera lo mismo. Se imaginó su ordenador nuevo reventado sobre la acera, el iPod roto en pedacitos blancos, sus prendas negras desperdigadas por el césped.

—Vaaaaya —dijo Lolli, poniendo cara de no haber roto un plato—. Te ha gustado tanto esta historia que seguro que tú también tienes experiencia con algún novio capullo.

Val abrió la boca, sin saber lo que iba a decir. Las palabras se le quedaron atascadas en la lengua.

—Mi novio se acostaba con mi madre —se obligó a decir al fin.

Lolli se rio hasta atragantarse, después se quedó mirando a Val con los ojos como platos, incrédula.

—¿En serio? —preguntó.

—En serio —repuso Val, que sintió una satisfacción extraña al haber logrado sorprender a alguien como Lolli—. Creían que me había ido en tren y se estaban dando el lote en el sofá. Mi madre le dejó la cara cubierta de pintalabios.

—¡Qué asco! ¡Qué asco! —Lolli esbozó una mueca jocosa y sincera de aversión.

Val también se rio, porque, de repente, aquello le resultó gracioso. Se rio tan fuerte que le dolió el estómago, se quedó sin respiración y se le saltaron las lágrimas. Era agotador reírse de esa manera, pero sintió como si estuviera despertando de un sueño extraño.

—¿De verdad vas a volver a casa después de eso? —le preguntó Lolli.

Val seguía un poco atolondrada de tanto reírse.

—No me queda otra, ¿no crees? Aunque me quedara aquí una temporada, no puedo vivir el resto de mi vida en un túnel.

Al darse cuenta de lo que había dicho, miró a Lolli, pensando que se sentiría ofendida, pero la otra se limitó a apoyar la cabeza sobre sus manos, con gesto pensativo.

—En ese caso, deberías llamar a tu madre —dijo al fin. Señaló hacia el vestíbulo—. Ahí fuera hay un teléfono público.

Val se quedó pasmada. Era el último consejo que esperaba recibir de ella.

—Tengo el móvil.

—Pues llámala de una vez.

Val sacó su móvil con una sensación de fatalidad y lo encendió. La pantalla se llenó con una lista creciente de llamadas perdidas. Paró cuando iba por la sesenta y siete. Solo había recibido un mensaje. Era de Ruth, decía: «dnd stás? tu madre está de los nervios».

Val respondió. «Aún sigo en la ciudad», escribió, pero entonces se quedó quieta, sin saber qué más poner. ¿Qué iba a hacer? ¿De verdad podría volver a casa?

Tomó aliento y abrió el buzón de voz. El primer mensaje era de su madre, que tenía una voz suave y entrecortada: «Valerie, ¿dónde estás? Solo quiero saber que estás bien. Es muy tarde y he llamado a Ruth. Supongo que te habrá frito el teléfono. N-n-no sé cómo explicar lo que ha ocurrido, ni cómo expresarte lo mucho que lo siento. —Hizo una larga pausa—. Sé que estas furiosa conmigo. Tienes todo el derecho del mundo a estarlo. Pero, por favor, confírmame que estás bien».

Resultó extraño escuchar la voz de su madre después de tanto tiempo. Le produjo un nudo en el estómago, fruto de la tristeza, la furia y un profundo bochorno. Haber compartido un chico con su madre la hacía sentir muy vulnerable. Borró el mensaje y pasó al siguiente. Era de su padre: «¿Valerie? Tu madre está muy preocupada. Me ha dicho que habéis discutido y que te fuiste de casa. Ya sé cómo es ella, pero pasarte toda la noche fuera no va a arreglar nada. Te consideraba más inteligente». De fondo, pudo oír los gritos de sus hermanastras, entre el sonido de los dibujos animados.

A continuación, se oyó la voz de un tipo al que no conocía. Parecía hastiado. «¿Valerie Russell? Soy el agente Montgomery. Tu madre ha informado de tu desaparición después de producirse un desencuentro entre vosotras. Nadie va a obligarte a hacer nada que no quieras hacer, pero necesito que me llames y me confirmes que no estás metida en ningún lío». Le dejó un número.

El siguiente mensaje era un silencio interrumpido por una serie de sollozos ahogados. Al cabo de un rato, se oyó la voz entrecortada de su madre: «¿Dónde estás?».

Val apagó el buzón de voz. Era horrible escuchar el mal trago que estaba pasando su madre. Debería volver a casa. Puede que todo se arreglase: si ella no volvía a traerse un novio a casa, y si su madre se quitaba de en medio durante una temporada. En menos de un año, Val terminaría el instituto. Entonces ya no tendría que volver a vivir allí.

Buscó el número de su casa en la agenda y pulsó el botón para llamar. Dio tono, mientras a Val se le congelaban los dedos. Lolli recolocó los tallarines que sobraron del lo mein para formar algo que bien podía ser el sol, una flor o un león cutre.

—¿Diga? —dijo la madre de Val, en voz baja—. ¿Cielo?

Val colgó. El móvil sonó casi de inmediato y ella lo apagó.

—Sabías que no podría hacerlo —acusó a Lolli—. ¿Verdad?

La otra se encogió de hombros.

—Mejor averiguarlo ahora. Jersey está muy lejos como para ir en vano.

Val asintió, presa de un miedo nuevo y agudo. Por primera vez, comprendió que quizá nunca estaría preparada para volver a casa.

Ir a la siguiente página

Report Page