Valor

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Capítulo 6

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Capítulo 6

La realidad es aquello que, incluso aunque dejes de creer en ello, no desaparece.

PHILIP K. DICK.

Val se despertó con el silbido de un tren que pasó a toda velocidad. A pesar del frío, el sudor hizo que el abrigo de lana se le quedara pegado a la piel. Le dolía la cabeza, le ardía la boca, y a pesar de todo lo que había comido la noche anterior, estaba hambrienta. Tiritando, se envolvió con más fuerza en la colcha y encogió las piernas para pegarlas a su cuerpo.

Intentó recordar lo ocurrido, aparte de la comida de gorra y de la llamada a casa. Había visto un monstruo y una espada hecha de cristal, después sintió un pinchazo en el brazo y una oleada de poder que todavía la llenaba de añoranza. Se incorporó a duras penas y contempló la ropa nueva, la prueba de que sus recuerdos no se habían formado a base de retazos de sueños medio olvidados. A Dave le sangró el brazo, varios desconocidos cumplieron todas sus órdenes, y la magia existía de verdad. Buscó su mochila a tientas, le alivió comprobar que no se la había dejado olvidada junto con el resto de su ropa.

Lolli era la única que seguía durmiendo, acurrucada en posición fetal, con un vestido nuevo dispuesto sobre una falda y unos vaqueros recién estrenados. Dave y Luis no estaban.

—¿Lolli? —Val se acercó a gatas y la zarandeó por el hombro.

La otra giró el cuerpo, se apartó un mechón azulado de la cara y soltó un quejido. Tenía aliento mañanero.

—Lárgate —masculló, mientras se cubría el rostro con la manta mugrienta.

Val se levantó, tambaleándose. Se le nubló la vista. Recogió su mochila y se obligó a caminar entre la oscuridad para subir hacia las calles nocturnas de Manhattan. El cielo estaba cubierto de nubes y el aire cargado de ozono, como si se aproximara una tormenta a toda velocidad.

Val se sintió reseca, frágil y quebradiza como una de las pocas hojas que revoloteaban por el parque. Al parecer, si le quitabas el deporte, el instituto y la vida normal, no quedaba gran cosa dentro de ella. Sentía el cuerpo magullado, como si algo hubiera estado merodeando bajo su piel la noche anterior, algo tan horrible e inmenso que la había consumido por dentro. Sin embargo, a pesar del miedo, también experimentó un sentimiento de satisfacción. «Esto me lo he hecho yo —pensó—. Yo soy la causante».

Inspiró unas hondas bocanadas de aire frío que le asentaron el estómago, pero el ardor en la boca aumentó.

Las palabras de aquella criatura regresaron a su mente sin previo aviso: «Me servirás durante un mes. Cada día, al anochecer, acudirás al parque Seward. Allí encontrarás una nota bajo la pezuña del lobo. Si no haces lo que se te indique, pagarás las consecuencias». Ya llegaba tarde.

Val pensó en ese líquido viscoso que el trol había extendido sobre su piel y la recorrió un escalofrío, una descarga eléctrica que le impulsó la mano hacia los labios. Los tenía secos e hinchados, pero no halló ningún corte ni herida que explicara la comezón.

Entró en una tienda y compró un vaso de agua helada con parte del dinero suelto que le quedaba en el fondo de la mochila, con la esperanza de refrescarse la boca. Una vez fuera de la tienda, se sentó en la acera y chupeteó un cubito de hielo. Le temblaba tanto la mano que no se atrevió a dar un sorbo.

Una mujer que salió de la licorería de al lado la miró y depositó unas monedas en su vaso de agua. Val la miró, sobresaltada, dispuesta a replicar, pero la mujer ya se había marchado.

Cuando Val extrajo el papelito doblado de debajo de la pezuña del lobo, tenía la boca tan dolorida como una llaga. Se acuclilló cerca de la fuente seca y apoyó la cabeza sobre la barra descascarillada de una verja metálica, mientras abría la nota con los dedos entumecidos.

Pensó que podría ser una hoja en blanco que tendría que estrujar y arrojar, como la que recibió Dave, pero esa nota contenía varias palabras, redactadas con la misma caligrafía repleta de filigranas que dejó anotada una dirección en la botella de arena ambarina:

«Ven bajo los pilares del puente de Manhattan y golpea tres veces sobre el árbol que se asienta donde no debería haber ninguno».

Val se guardó la nota en el bolsillo, pero al hacerlo, su mano topó con algo más. Lo sacó: era un clip para billetes plateado con una turquesa enorme en el centro. Sujetaba un billete de veinte, dos de cinco y al menos una docena de billetes de un dólar.

¿Se había llevado ella ese dinero? ¿Lo habría hecho Lolli? No se acordaba. Nunca había robado nada. En una ocasión, salió de un Spencers del centro comercial con un póster de los Rangers en la mano, sin darse cuenta de que no lo había pagado hasta que llegó a las escaleras mecánicas. Sus amigos se quedaron tan impresionados que ella actuó como si lo hubiera hecho aposta, pero después se sintió tan mal que nunca llegó a colgarlo en la pared.

Val intentó rememorar los sucesos de la noche anterior, pero fue como intentar recordar una historia que le hubiera contado otra persona. Era una maraña confusa que, a pesar de todo, le produjo el cosquilleo de querer volver a probar el Nuncamás.

Se puso en marcha, demasiado dolorida como para hacer otra cosa. Sintió un nudo desagradable en el estómago. Enfiló por la calle Market, pasó junto a varias tiendas asiáticas y un local donde vendían té de burbujas, con un grupo de adolescentes plantados frente a la puerta, charlando y riéndose a carcajadas. Val se sintió tan distanciada de ellos como si tuviera cien años. Echó mano de su mochila, nada le apetecía más que llamar a Ruth, escuchar a alguien que la conociera, alguien que le recordara cómo era su antiguo yo. Pero le dolía demasiado la boca.

Atajó por la calle Cherry, siguió caminando un poco más y se acercó lo suficiente al East River como para que ningún edificio le bloquease la panorámica. El agua centelleaba con el fulgor reflejado del puente y de la orilla contraria. Una barcaza estuvo a punto de convertirse en una masa de espacio negativo, de no ser por las lucecitas que relucían en la proa.

El puente se alzó directamente sobre su cabeza, los pilares parecían las torres de un castillo, ásperas columnas de piedra que se alzaban sobre la calle, enrojecidas por los restos de herrumbe que caían del armazón metálico del puente. La superficie de roca quedaba interrumpida por unas ventanas batientes situadas a mucha altura del suelo.

Varias esquirlas de cristal crujieron bajo sus botas cuando atravesó el elegante arco del paso subterráneo. La acera apestaba a orina. A un lado había una verja de alambre provisional, que bloqueaba el acceso a una zona en obras donde había un montículo de arena que esperaba a que alguien lo extendiera. Al otro lado, cerca del lugar por el que transitaba, había algo parecido a una entrada tapiada. Por debajo, Val vio el tocón de un árbol, cuyas raíces se introducían a fondo en el hormigón.

—El árbol. —Val le dio un suave puntapié al tocón. La madera estaba húmeda y renegrida, pero las raíces se adentraban en el suelo de hormigón, como si se extendieran más allá de los túneles y cañerías, zigzagueando hasta alcanzar algún terreno secreto y rico en nutrientes. Se preguntó si se trataría del mismo árbol que daba esos frutos pálidos.

Resultaba insólito ver allí un tocón, adosado a un edificio, como si fueran parientes. Pero quizá nada fuera tan insólito como la idea de haberse metido en un cuento de hadas. En un videojuego, se habría producido alguna tormenta pixelada de color, o puede que incluso apareciera un mensaje en la pantalla para advertirle que estaba dejando atrás el mundo real. «Portal hacia Faerieland. ¿Quieres continuar? S/N».

Val se agachó y dio tres golpes con la mano en el tocón. La corteza humedecida apenas profirió ruido alguno bajo sus nudillos. Una araña salió correteando hacia la calle.

Un crujido la sobresaltó. Apareció una grieta en la piedra, por encima del tocón, como si algo la hubiera golpeado. Val se levantó y alargó un brazo para deslizar el dedo sobre la fisura, pero cuando tocó la pared, varias porciones de piedra se resquebrajaron y se desprendieron, hasta formar una especie de puerta.

La atravesó y llegó al hueco de una escalera, con escalones que se extendían hacia arriba y hacia abajo desde el rellano. Cuando miro atrás, se topó con una pared maciza. Una repentina oleada de terror estuvo a punto de hacerle perder el sentido, y solo el dolor la mantuvo quieta en el sitio.

Clip, clap.

—¿Hola? —llamó desde el pie de los escalones. Le dolió la boca al moverla.

Clip, clap.

El trol apareció en el descansillo.

«¿Quién hace clip, clap por mi puente?».

—Cualquier otra persona habría venido antes. —Su voz grave y áspera resonó por el hueco de la escalera—. Debe de dolerte mucho la boca como para haberte decidido a venir por fin.

—No es para tanto —repuso Val, reprimiendo una mueca de dolor.

—Sígueme, mentirosilla. —Ravus se dio la vuelta y regresó a sus aposentos.

Val se apresuró a subir por las polvorientas escaleras.

Aquella estancia enorme y abierta estaba iluminada por unos gruesos cirios repartidos por el suelo, cuyo fulgor hacía brincar la sombra de Val por las paredes, inmensa y amenazante. Los trenes retumbaban sobre sus cabezas y entraban ráfagas de aire frío a través de las ventanas tapadas.

—Toma. —En la palma de una mano con seis dedos, Ravus sostuvo una piedra blanca y pequeña—. Chúpala.

Val cogió la piedra y se la metió en la boca, estaba demasiado dolorida como para cuestionar a Ravus. Tenía un tacto frío, y al principio le supo a sal, y después a nada. El dolor remitió poco a poco, y con él las últimas náuseas, pero entonces el cansancio ocupó su lugar.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó, tras impulsar la piedra hacía el carrillo con la lengua para poder hablar.

—De momento, puedes colocar unos cuantos libros en la estantería. —Ravus dio media vuelta, se acercó a su escritorio y comenzó a remover un líquido cargado de hojas y ramitas—. Puede que tengan un orden determinado, pero como lo he olvidado por completo, no espero que tú lo encuentres. Colócalos donde mejor encajen.

Val cogió un tomo de una pila polvorienta. Pesaba bastante, las pastas de piel estaban agrietadas y desgastadas. Lo abrió. Las páginas estaban escritas a mano, y en la mayoría de ellas había unas plantas dibujadas con tinta china o acuarelas.

«Amaranto —leyó mentalmente—. Entrelazarlo a modo de corona para acelerar la curación del portador. Si se lleva a modo de guirnalda, proporciona invisibilidad». Cerró el libro y lo puso en la estantería de ladrillo y contrachapado.

Val jugueteó con la piedra dentro de su boca, como si fuera un caramelo, mientras recogía los libros desperdigados del trol. Contempló el revoltijo de mantas militares roídas por las polillas, la alfombra mugrienta y las bolsas de basura desgarradas que cumplían la función de cortinas, unas que ni siquiera la luz de las farolas del exterior podía atravesar. Una delicada taza de flores, llena hasta la mitad con un líquido salobre, estaba apoyada al lado de una butaca de cuero desgarrada. Al imaginarse al trol sosteniendo esa taza tan delicada entre sus garras, Val soltó una risotada.

—Conocer el punto débil de tu objetivo, ese es el don natural de los grandes mentirosos —dijo el trol sin alzar la mirada. Empleó un tono seco—. Aunque los feéricos diferimos mucho unos de otros, y de unos lugares a otros, nos parecemos en una cosa: no podemos decir abiertamente algo que sea falso. Sin embargo, a mí me fascinan las mentiras, hasta el punto de que me gustaría creerlas.

Val no respondió.

—¿Te consideras una experta en el arte de mentir? —le preguntó Ravus.

—La verdad es que no —respondió ella—. Me considero más bien una ingenua.

Ravus no dijo nada al oír eso.

Tras recoger otro libro, Val se fijó en la espada de cristal que estaba colgada en la pared. Parecía que la habían limpiado hacía poco; a través de ella se podía ver la piedra, y cada hoyuelo en la roca se magnificaba y se distorsionaba, como si se encontrasen bajo el agua.

—¿Está hecha de hilo de azúcar? —La voz de Ravus resonó muy cerca, y Val comprendió que se había quedado mirando la espada durante mucho rato—. ¿De hielo? ¿De vidrio? ¿De cristal? Eso es lo que te estás preguntando, ¿verdad? ¿Cómo algo que parece tan frágil resulta tan difícil de romper?

—Estaba pensando en lo hermosa que es —dijo Val.

—Es un objeto maldito.

—¿Maldito? —repitió ella.

—Le falló a un buen amigo mío y le costó la vida. —Ravus deslizó una uña curva y afilada a lo largo de la espada—. Un arma mejor quizá habría frenado a su oponente.

—¿Quién era su… oponente? —preguntó Val.

—Yo —respondió el trol.

—Ah.

Val no supo qué más decir. Aunque Ravus parecía más tranquilo, incluso afable, percibió un tono de advertencia en sus palabras. Pensó en algo que le dijo su madre, cuando por fin rompió con uno de sus novios más disfuncionales: «Cuando un hombre te dice que va a hacerte daño, créetelo. Siempre te lo advierten y siempre aciertan». Val apartó esas palabras de su mente; no quería ninguno de los consejos de su madre.

El trol regresó a la mesa y cogió tres botellas de cerveza taponadas con cera. Val no alcanzó a ver el color de su contenido a través del cristal, pero la idea de que pudiera ser esa misma arena ambarina que corrió por sus venas la noche anterior le provocó un cosquilleo expectante en la piel.

—La primera entrega será en el parque de Washington Square, a un trío de feéricas que hay allí.

Ravus señaló con una uña afilada hacia un mapa que representaba los cinco distritos y la mayor parte de Nueva York y Nueva Jersey, que estaba pegado a la pared. Val se acercó y advirtió que había unos alfileres negros clavados en varios puntos, a lo largo de su superficie.

—La segunda entrega puedes depositarla aquí, delante de un edificio abandonado. Es posible que el… receptor no quiera dejarse ver. Quiero que lleves la tercera hasta un parque abandonado, aquí. —El trol parecía estar refiriéndose a una calle en Williamsburg—. Hay unas pequeñas colinas cubiertas de hierba, cerca de las rocas y del agua. La criatura a la que buscas te esperará junto a la orilla del río.

—¿Qué señalan esos alfileres? —preguntó Val.

Ravus miró de reojo hacia el mapa y pareció titubear antes de responder:

—Muertes. No es inusual que los feéricos mueran en las ciudades. Casi todos los que vivimos aquí estamos exiliados o nos escondemos de otros feéricos. Vivir tan cerca de tanto hierro es peligroso. Los feéricos solo lo harían por la protección que les aporta. Pero estas muertes son diferentes. Estoy intentando desentrañarlas.

—¿Qué voy a entregar?

—Una medicina —respondió—. Inservible para ti, pero mitiga el dolor de los feéricos expuestos a tanto hierro.

—¿Ellos tienen que darme algo a cambio?

—No te preocupes por eso —respondió el trol.

—Oye —añadió Val—, no pretendo ser pejiguera, pero nunca he vivido en Nueva York. Sí, he venido a hacer cosas y he paseado por el Village, pero no puedo localizar todos esos sitios con un simple vistazo a un mapa.

El trol se echó a reír.

—Por supuesto que no. Si tuvieras pelo, te haría tres nudos, uno por cada entrega, pero como no es así, dame la mano.

Val extendió la mano, con la palma hacia arriba, preparada para apartarla si Ravus sacaba algún instrumento afilado. El trol introdujo la mano en uno de los bolsillos de su abrigo y sacó un carrete de hilo verde.

—La mano izquierda —dijo.

Val le dio la mano contraria y Ravus le anudó el hilo alrededor de los dedos índice, corazón y anular, formando un nudo en cada uno de ellos.

—¿Y esto para que sirve? —preguntó.

—Te ayudará a realizar tus entregas.

Val asintió, mientras se examinaba los dedos. ¿Cómo podía ser magia algo así? Ella se esperaba algo que centelleara y reluciera, no algo tan mundano como un simple cordel. Quiso volver a preguntarlo, pero pensó que sería de mala educación, así que optó por preguntar otra cosa que la tenía intrigada:

—¿Por qué el hierro afecta a los feéricos?

—No lo tenemos presente en nuestra sangre, como vosotros. Aparte de eso, no lo sé. Hace poco envenenaron a un rey de la Corte Oscura con unas cuantas esquirlas de hierro. Se llamaba Nephamael y creía que podría convertir el hierro en su aliado: llevaba puesta una diadema de ese material, dejó que las quemaduras le produjeran unas cicatrices tan hondas en la carne como para endurecerla y que ya no le afectara más. Pero eso no le curtió la garganta. Murió asfixiado a causa del hierro.

—¿Cómo son esas cortes? —preguntó Val.

—Cuando hay un número suficiente de feéricos en una región, a menudo se organizan en grupos. Puedes considerarlos bandas, pero los feéricos suelen llamarlas cortes. Ocupan una porción de territorio y a menudo se pelean con otras cortes cercanas. Existen las Cortes Luminosas, a las que también llamamos Cortes Radiantes, y las Cortes Oscuras, también conocidas como Cortes Nocturnas. A priori, se puede considerar que las Cortes Radiantes son buenas y las Nocturnas son malas, pero estarías muy equivocada, aunque no del todo. Y luego está la Corte Suprema, pero cuanto menos digamos sobre ella y sobre la estirpe de los Greenbriar, mejor.

Val se estremeció.

—¿Tendré que hacer las entregas yo sola? ¿Alguno de los demás vendrá conmigo?

Los ojos dorados de Ravus centellearon bajo la luz de las velas.

—¿Los demás? Luis es el único mensajero humano que he tenido. ¿Estás pensando en alguien más?

Val negó con la cabeza, sin saber lo que debería responder.

—Te ruego que realices estas tareas sola y que no las comentes con ninguno de… los demás.

—De acuerdo —dijo Val.

—Estás bajo mi protección —añadió Ravus, dejando que cogiera la botella—. Aun así, hay ciertas cosas que quiero que sepas sobre los feéricos. No te entretengas con ellos y no aceptes nada de lo que te ofrezcan, sobre todo comida. —Val pensó en la piedra hechizada que le dio de comer a un anciano y asintió con gesto sombrío, sintiéndose culpable—. Métete esta flor de consuelda en la zapatilla. Te mantendrá a salvo y acelerará tu viaje. También las serbas. Y aquí tienes asperugo para protegerte de la hipnosis. Te lo puedes guardar en el bolsillo.

Val cogió las plantas, se quitó la zapatilla izquierda y metió dentro la flor de consuelda. Notó su presencia allí, apretujada junto a su calcetín, desde donde le reportó un sosiego desconcertante.

Cuando volvió a salir a la calle, notó un tirón en el hilo que llevaba anudado alrededor del índice. ¡Magia! Aquello le hizo sonreír, a pesar de todo, mientras ponía rumbo en la dirección indicada.

Aún no era tarde cuando llegó al parque de Washington Square. Había hecho una parada por el camino para invertir parte del dinero robado en un sándwich de jamón york que le costó digerir, a pesar del hambre, así que tuvo que tirarlo a la mitad. Incluso pudo lavarse la cara en una fuente helada, donde el agua tenía un regusto a monedas y óxido.

Las tres botellas con aquella sustancia extraña tintineaban entre sí dentro de su mochila, que parecía más pesada de lo normal a causa del cansancio. Anhelaba descorchar una y probar el contenido para traer de vuelta el poder y la intrepidez de la noche anterior, pero estaba tan escarmentada por el agotamiento que no lo hizo.

Mientras atravesaba el parque, junto a varios estudiantes de la Universidad de Nueva York con bufandas de colores, junto a gente que apretaba el paso para ir a cenar o que paseaba a unos perritos diminutos con jerséis, comprendió que no tenía ni idea de lo que estaba buscando. El hilo tiró de ella hacia un puñado de colegiales con ropa pija de skaters, que estaban encaramados a una de las verjas interiores. Un chico con melenita corta y pantalones caídos, con unas rodilleras con estampado de calaveras y unas Vans de cuadros, era el más estridente del grupo, plantado en lo alto de la verja, desde donde hablaba a voces con tres chicas que estaban apoyadas en el grueso tronco de un árbol. Las tres iban descalzas y tenían el pelo de color miel.

El hilo tiró de Val hasta esas chicas antes de desenredarse.

—Vaya, hola —dijo Val—. Me parece que tengo algo para vosotras.

—Percibo en ti el olor de un hechizo, denso y dulzón —dijo una de ellas. Tenía los ojos grises como el plomo—. Si no te andas con ojo, una chica como tú podría acabar conducida al interior de la colina. Dejaríamos un trozo de madera en tu lugar y todo el mundo lloraría ante él, porque serían demasiado idiotas como para notar la diferencia.

—No seas mala con ella —dijo otra, mientras se enrollaba un mechón de pelo alrededor de la mano—. No puede evitar estar ciega y ser ingenua.

—Aquí tenéis —dijo Val, que dejó la botella en manos de la chica que no había abierto la boca—. Sed buenas y tomaos la medicina.

—Vaaaayaaaa, pero si sabe hablar —dijo la chica de los ojos grises.

La tercera chica se limitó a sonreír y miró de reojo al chico de la verja. Una de las otras siguió la trayectoria de su mirada.

—Es muy guapo —dijo.

Val apenas podía distinguirlas. Todas tenían unas extremidades largas y estilizadas, y una melena que parecía agitarse hasta con la más mínima brisa. Deberían haber tenido frío, sin zapatos y con esa ropa tan fina, pero se dio cuenta de que no era así.

—¿Quieres bailar con nosotras? —le preguntó una de las feéricas.

—Él sí que quiere. —La feérica de los ojos grises le dedicó una sonrisa radiante al skater ruidoso.

—Baila con nosotras, mensajera —dijo la tercera, que habló por primera vez. Su voz recordaba al croar de una rana, y cuando abrió la boca, Val vio que tenía la lengua negra.

—No —respondió, pensando en las advertencias del trol y en el asperugo que llevaba en el bolsillo—.

Tengo que irme.

—Está bien —dijo la feérica de los ojos grises, mientras hincaba el dedo gordo del pie en el suelo—. Volverás a visitarnos cuando no estés tan cargada de hechizos. Al menos, eso espero. Eres casi tan guapa como él.

—No soy guapa —replicó Val.

—Eso lo dirás tú —repuso la feérica.

Val no supo a qué atenerse mientras pasaba junto a varios bloques de apartamentos clausurados y tiendas con el escaparate roto. El edificio hacia el que la impulsaba el hilo también estaba clausurado con tablones, pero se sorprendió al ver un jardín exuberante en la azotea. Largas lianas colgaban por un lateral, y lo que parecían los pimpollos de unos árboles brotaban de lo que debía de ser una fina capa de tierra, todo ello bajo una jaula de aluminio que cubría el edificio. Val se acercó a la entrada, que estaba cubierta de hiedra. En el segundo piso faltaban las ventanas, había unos boquetes enormes en la pared de ladrillo. Casi podía verse el interior de las habitaciones.

Cuando llegó a los agrietados escalones de la entrada, el hilo se desenredó de su dedo corazón y cayó sobre la hierba.

Val sacó la botella que llevaba en la mochila y la depositó en el suelo, siguiendo las indicaciones del trol.

Algo se movió rápidamente por la hierba y Val pegó un respingo, sobresaltada. De pronto, advirtió el extraño silencio que reinaba entonces. Los coches seguían circulando y los sonidos de la ciudad seguían presentes, pero por algún motivo se habían desvanecido. Una rata marrón asomó la cabeza entre la hierba, sus ojillos negros parecían guijarros pulidos, mientras meneaba su hocico rosado. Val se rio, aliviada.

—Hola, amiguita —dijo, agachándose—. He oído que puedes roer el cobre. Es impresionante.

La rata dio media vuelta y se alejó correteando entre la hierba, bajo la mirada de Val. Una figura emergió de entre las sombras para coger en vilo al roedor y posarlo sobre su hombro.

—¿Quién…? —preguntó Val, pero se interrumpió.

La criatura salió a la luz. Era casi tan alto y corpulento como el trol, con unos cuernos curvados hacia atrás, como los de un carnero, y una espesa barba castaña que se reverdecía en las puntas. Iba ataviado con un abrigo hecho de retales y unas botas confeccionadas a mano.

—Entra y caliéntate —dijo, mientras recogía la botella de cerveza cerrada—. Tengo que hacerte unas preguntas.

Val asintió, pero miró de reojo hacia la calle, preguntándose si podría alcanzarla corriendo. El feérico le apoyó una mano en el hombro con firmeza, zanjando la cuestión. La guio hacia la parte trasera del edificio y atravesaron una puerta que colgaba tan solo del gozne superior.

Dentro del edificio había un surtido de piezas de maniquí, apiladas de un modo inquietante a lo largo de las paredes, con una pirámide de cabezas en un rincón y un muro de brazos con múltiples tonalidades de piel en otro. En mitad de la estancia, había una pila de pelucas que semejaba un animal inmenso en reposo.

Una criatura diminuta con alas de polilla revoloteaba por el aire, sujetando una aguja, y se posó sobre un torso masculino para coser un chaleco al cuerpo.

Val miró a su alrededor, asustada, atenta a cualquier cosa que pudiera ser un arma, retrocediendo de tal modo que pudiera buscar algo a tientas para empuñarlo. No le gustaba la idea de tener que atacar a esa criatura con una pierna de plástico, pero si no le quedara otro remedio, lo haría, aunque no tuviera esperanzas de causarle demasiado daño. Pero cuando sus dedos se cerraron sobre lo que creyó que sería un brazo entero, la mano del maniquí se desprendió.

—¿Qué es todo esto? —preguntó en voz alta, confiando en que el feérico no advirtiera lo ocurrido.

—Confecciono reemplazos —dijo la criatura cornuda, mientras se sentaba sobre una caja que se combó bajo su peso—. Needlenix y yo somos los mejores que podrás encontrar a este lado del mar.

El feérico de las alas de polilla profirió un zumbido. Val intentó apoyar la mano en el estante que tenía detrás, pero lo hizo sin mirar, así que no encontró sitio donde apoyarla. Optó por introducirla en el bolsillo trasero, por debajo del abrigo.

—La reina de la Corte Luminosa, la mismísima Silarial, utiliza nuestras creaciones.

—Vaya —exclamó Val, pues era obvio que el feérico quería impresionarla. Después, cuando se hizo el silencio, se sintió obligada a preguntar—: ¿Reemplazos?

La criatura sonrió, y Val vio que tenía los dientes afilados y amarillentos.

—Cuando nos llevamos a alguien, es lo que dejamos en su lugar. Los leños, los palos y esas cosas funcionan bien, pero estos maniquíes son mejores en todos los sentidos. Resultan más convincentes, incluso para esos pocos humanos que disponen de un atisbo de magia gracias a la visión extrasensorial. Aunque supongo que eso no es un gran consuelo para vosotros.

—Supongo que no —coincidió Val. Pensó en las feéricas del parque, cuando le dijeron: «dejaríamos un trozo de madera en tu lugar». ¿Se estarían refiriendo a eso?

—Por supuesto, a veces dejamos a uno de los nuestros para que se haga pasar por un niño humano, pero esas tonterías no me conciernen. —El feérico la miró fijamente—. Podemos ser crueles con quienes nos hacen enfadar. Arrasamos cosechas, secamos la leche del pecho materno y atrofiamos extremidades ante el más mínimo agravio. Pero a veces pienso que nos portamos peor con aquellos que se han ganado nuestro favor.

—Dime una cosa —añadió, mientras se incorporaba y alargaba una mano hacia la botella. Bajo la luz de la hoguera, Val vio que tenía los ojos completamente negros, como los de su rata—. ¿Esto es un veneno?

—No sé lo que es —respondió Val—. No lo he preparado yo.

—Se han producido varias muertes entre los feéricos.

—Algo he oído.

La criatura soltó un gruñido.

—Todos ingerían el preparado de Ravus para prevenir la intoxicación por hierro. Todos recibieron la visita de un mensajero como tú poco antes de su muerte.

Val pensó en el vendedor de incienso con el que se topó unos días antes. ¿Qué fue lo que dijo? «Diles a tus amigos que elijan mejor a quién sirven».

—¿Crees que Ravus…? —Dejó que el nombre reverberase en su boca durante unos segundos—. ¿Crees que Ravus es el envenenador?

—No sé qué pensar —repuso el feérico cornudo—. En fin, ya puedes irte, mensajera. Volveré a buscarte si te necesito.

Val se largó de allí a toda prisa.

Al pasar junto a un viejo cine, Val se sintió atraída por el olor a palomitas y la posibilidad de entrar en un sitio caliente. Notó el peso del fajo de billetes que llevaba en el bolsillo del abrigo, dinero más que de sobra para poder pasar. Pero, aun así, la idea de ver una película le pareció inconcebible, como si tuviera que franquear una barrera dimensional entre su vida presente y pasada para sentarse delante de una pantalla.

Cuando era pequeña, Val y su madre iban al cine todos los domingos. Primero se metían en una película que quisiera ver ella, y después en una que eligiera su madre. Casi siempre acababa siendo una peli de zombis seguida de un dramón. Se sentaban a oscuras en la sala y se susurraban al oído: «Seguro que lo hizo él. Ella será la siguiente en morir. ¿Cómo se puede ser tan tonta?».

Se puso a caminar cerca de los carteles, solo por llevar la contraria. Casi todo lo que proyectaban eran películas de arte y ensayo de las que no había oído hablar, pero una que se titulaba Played llamó su atención. En el cartel aparecía un tipo atractivo, ataviado como la jota de corazones, con un tatuaje en el hombro que representaba esa misma carta. Sostenía en la mano la sota de copas.

Val pensó en Tom, mientras desplegaba las cartas del tarot siguiendo un patrón determinado sobre la encimera de la cocina.

—Esto es lo que te aguarda —le dijo Tom aquella vez, mientras giraba una carta con la imagen de una mujer con los ojos vendados y espadas en ambas manos—. El dos de espadas.

—Nadie puede predecir el futuro —le replicó Val—. Y menos con algo que se puede comprar en Barnes and Noble.

Su madre se acercó a ellos y le dirigió una sonrisa a Tom.

—¿Me echas las cartas? —le preguntó.

Tom le devolvió la sonrisa y se pusieron a hablar de espíritus, cristales y chorradas psíquicas. Val tendría que haberse olido algo entonces. Pero se sirvió un refresco, sentada en un taburete, y vio cómo Tom le leía a su madre un futuro en el que él habría de jugar un papel importante.

Val subió por las escaleras, compró una entrada para la sesión de medianoche y se dirigió a la cafetería. Estaba desierta. Había un puñado de mesitas metálicas con la cubierta de mármol, dispuestas alrededor de un par de sofás marrones de piel. Val se sentó en uno de ellos y alzó la mirada hacia la lámpara de araña que centelleaba en el centro de la estancia, colgada de un mural que representaba el cielo. Se quedó allí a descansar, contemplando el fulgor de la lámpara durante unos instantes y disfrutando del lujo de la calefacción hasta que se obligó a ir al baño. Quedaba media hora para que empezara la película y quería asearse.

Enrolló varias toallitas de papel y se aseó lo mejor que pudo, frotó su ropa interior con jabón antes de volver a ponérsela, todavía húmeda, e hizo gárgaras con el agua del grifo. Después, sentada en uno de los cubículos, apoyó la cabeza sobre la pared de metal pintado y cerró los ojos, sintiendo el roce del aire caliente de los conductos. «Solo será un momento —se dijo—. Me levantaré enseguida».

Una mujer con el rostro chupado se inclinó sobre ella.

—¿Disculpa?

Val se incorporó de golpe y la mujer de la limpieza retrocedió, sobresaltada, escudándose detrás de su fregona.

Avergonzada y tambaleante, Val agarró su mochila y corrió hacia la salida. Atravesó las puertas metálicas, mientras unos acomodadores trajeados se dirigían hacia ella.

Desorientada, comprobó que aún era de noche. ¿Se habría perdido la película? ¿Se habría quedado dormida durante apenas un instante?

—¿Qué hora es? —le preguntó a una pareja que intentaba parar un taxi.

La mujer miró el reloj con nerviosismo, como si creyera que Val fuera a arrancárselo de la muñeca.

—Son casi las tres.

—Gracias —murmuró ella.

Aunque había dormido menos de cuatro horas sentada en un retrete, al ponerse de nuevo en marcha comprobó que se sentía mucho mejor. Ya casi se le había pasado del todo el mareo, y el olor a comida asiática de un restaurante que abría toda la noche, a unas pocas manzanas de distancia, le abrió el apetito.

Empezó a caminar en dirección al origen de ese olor.

Un deportivo negro se detuvo junto a ella, con las ventanillas tintadas bajadas. Había dos tipos que ocupaban los asientos delanteros.

—Oye —dijo el que iba en el asiento del copiloto. Tenía el pelo engominado, con mechas rubias—. ¿Sabes dónde está la discoteca Bulgarian? Creíamos que estaba al final de la calle Canal, pero no la encontramos.

Val negó con la cabeza.

—En cualquier caso, a estas horas ya estará cerrada.

El conductor se inclinó hacia la ventanilla. Tenía el pelo oscuro, igual que la piel, y unos ojos grandes y acuosos.

—Estamos buscando un sitio donde salir de fiesta. ¿A ti te gusta la fiesta?

—No —respondió Val—. Solo voy a por algo de comer.

Señaló hacia la fachada del restaurante, que simulaba la de un local japonés, y se alegró de que no estuviera demasiado lejos, aunque era muy consciente de las calles desiertas que la separaban de él.

—No me importaría comerme un arroz frito —dijo el rubio. El coche siguió circulando, manteniéndose al ritmo de los pasos de Val—. Venga, somos buenos chicos. No somos peligrosos, ni nada de eso.

—No quiero irme de fiesta, ¿vale? —replicó Val—. Dejadme en paz.

—Vale, vale. —El rubio miró a su amigo, que se encogió de hombros—. Al menos, ¿podemos llevarte a algún sitio? Es peligroso que vayas sola por la calle.

—Gracias, pero me las apañaré.

Val se preguntó si podría dejarlos atrás, si debería echar a correr para partir con cierta ventaja. Pero siguió caminando, como si no tuviera miedo, como si solo fueran dos tipos amables y solícitos que intentaban convencerla para que se montara en su coche.

Llevaba una flor de consuelda en la zapatilla, asperugo en el bolsillo y una mano de plástico bajo la parte trasera de su camiseta, pero no tenía claro de qué podrían servirle esas cosas.

El coche se detuvo, sonó el pestillo de las puertas y Val tomó una decisión. Se giró hacia la ventanilla abierta, sonrió y dijo:

—¿Qué os hace pensar que no soy mala persona?

—Seguro que eres muy mala —repuso el conductor, con una sonrisa insinuante.

—¿Y si os dijera que acabo de cortarle la mano a una tía? —inquirió Val.

—¿Qué? —El rubio la miró desconcertado.

—No, en serio. ¿Lo veis? —Val arrojó la mano del maniquí a través de la ventanilla. Aterrizó sobre el regazo del conductor.

El conductor dio un volantazo y el rubio pegó un grito.

Val atravesó la calle a la carrera, en dirección al restaurante.

—¡Chiflada de mierda! —gritó el rubio, mientras se alejaban de la acera, quemando rueda.

Val se cobijó en el interior del restaurante, con el corazón latiendo a mil por hora. Sentada a una mesa, y tras suspirar con alivio, pidió un enorme cuenco humeante de sopa de miso, tallarines fríos de sésamo embadurnados con un glaseado de cacahuete y una ración de pollo frito con jengibre que se comió con las manos. Cuando terminó, le entraron ganas de echar otra cabezada, encima de la mesa.

Pero aún tenía que hacer una entrega.

La calle parecía desierta y las aceras estaban cubiertas de basura: cristales rotos, condones usados, unas medias desgarradas. Aun así, el olor del rocío sobre el pavimento, sobre la verja oxidada y la hierba rala, sumado a esas calles vacías, hacía que Williamsburg pareciera estar muy lejos de Manhattan.

Se agachó para pasar por debajo de una verja metálica. El solar estaba vacío, pero divisó una zanja entre el hormigón agrietado y las pequeñas colinas. Se adentró en ella y la siguió, a modo de sendero, hasta que llegó a un lugar donde unas rocas negras marcaban el límite entre la playa y el río.

Allí había algo. Al principio, Val pensó que era un puñado de algas secas, una bolsa de plástico abandonada, pero cuando se acercó, se dio cuenta de que era una mujer con el pelo verde, tendida boca abajo sobre las rocas, con la mitad del cuerpo sumergido en el agua. Cuando se acercó corriendo, vio unas moscas que zumbaban alrededor del torso de la mujer y una cola que se mecía con la corriente, cuyas escamas emitían destellos plateados bajo la luz de las farolas.

Era el cadáver de una sirena.

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