Valentina

Valentina


QUINTA PARTE

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QUINTA PARTE

 

A la intemperie

se va infiltrando el viento

hasta mi alma

 

*haiku del poeta Matsuo Basho.

 

V

«Corre, corre, en tus pies está la libertad. Aléjate de la carretera, de los caminos. Recuerda las palabras de Marcelino, el maquinista que te llevó a Aranjuez –se repetía una y otra vez pegando bocanadas de aire–. Donde primero buscan es ahí, en lo fácil. Para burlarlos hay que andar por donde ellos menos se lo piensan. Es duro pero es la diferencia entre vivir o morir, llegar a tu destino o quedar a mitad del camino.»

Avanzaba con dificultad por un terreno virgen, desconocido, pero era lo que menos le importaba. Como tampoco importaban los arañazos de los enebros, jarales con afilados anzuelos que se enroscaban en sus piernas desnudas, de las duras agujas de los pinos que chocaban contra la cara martirizando su piel con pequeños y molestos picotazos. ¡No importaba nada!, ¡sólo huir, huir lejos de allí!

Se detuvo a respirar y no muy lejos escuchó a su espalda voces airadas, maldiciones, juramentos. Alzó la cabeza para mirar entre las frondosas ramas de los robles y pinos buscando la luna. La localizó tras ella, lejos, a su derecha, clara y brillante. Era una buena señal, seguía la buena dirección. Reinició la marcha sorteando con esfuerzo la maleza con la idea fija de que cada paso que daba le alejaba de sus perseguidores.

Los gritos y voces de los soldados se oían cada vez más lejanas, las luces del tren no se veían por ninguna parte. Le dolían los pies. Aquellas botas viejas que aparecieron misteriosamente en la celda de aislamiento no eran de su número, los calcetines también eran grandes, y al pisar sentía pequeños pellizcos en los dedos. Durante mucho tiempo caminó sin parar con la luna cada vez más lejos, hasta que al trasponer un cerro bajo vio hacia el este como el azul oscuro del cielo aclaraba con la primera luz del amanecer.

Volvió a detenerse con la espalda inclinada y las manos apoyadas en las rodillas, sin fuerza apenas para mantenerse en pie, boqueando aire. No sabía cuánto tiempo llevaba huyendo, pero las piernas se negaban a dar un paso más. Extenuada buscó un lugar donde esconderse pero el bosque empezaba a aclarar. Allí era fácil descubrirla.

No muy lejos del lugar que se encontraba, vio un rocoso peñascal incrustado en la cima de una colina despejada de árboles. Sin pensarlo decidió refugiarse allí. Si ellos la buscaban en el bosque ella se ocultaría entre las piedras. Dolorida y dando traspiés inicio de nuevo la marcha. Conforme pasaban los minutos la luz era más intensa, los primeros rayos de sol de una mañana de agosto empezaron a filtrarse por entre las ramas de las pequeñas y esparcidas encinas. Dejó atrás el bosque y salió a campo abierto. Ahora veía con claridad por donde iba pero también la podían ver. Aceleró el paso con la vista puesta en el peñascal, rogando que ninguno de aquellos soldados apareciese ante ella.

Llegó a la falda de la colina y, apoyándose en piernas y manos, ascendió metro tras metro sin apercibirse de lo que hacía. Estaba al final de sus fuerzas, dispuesta a abandonar y dejarse caer allí mismo, en medio de la ladera, y dormir, dormir...

Con el cerebro embotado por el cansancio, sangrando por varios arañazos, siguió ladera arriba hasta que su mano rozó el frío y duro contacto del granito. Levantó los ojos y frente a ella se levantaba imponente la primera de las grandes piedras que parecía colgar de la tierra, a punto de rodar pendiente abajo. Gateando salvó las primeras rocas y se dejó caer en la sombra protectora que le ofrecían.

Sin apenas tiempo para acomodar el cuerpo en el duro suelo, se durmió hecha un ovillo.

Despertó con el sol sobre su cabeza y un grito a punto de brotar de su boca. ¡Libre! ¡Libre! Con temor, se desplazó entre las rocas apiñadas y fragmentadas, para escrutar a izquierda y derecha de la colina. No percibió ningún movimiento, ningún ser vivo. Estaba sola, completamente sola.

Le dolía todo el cuerpo, en especial la cadera y nalga derecha. Tocó por encima de la tela y su cara se contrajo de dolor. Esa, pensó, era la zona que había chocado con el suelo al saltar del tren. Conociendo de sobras lo que se iba a encontrar, alzó la falda de la bata hasta la cintura y la vio del color del arco iris. El aparatoso morado se extendía a lo largo y ancho de la nalga, pero por suerte no había fractura, sólo un hematoma producida por el golpe; el resto de arañazos en las piernas y manos eran superficiales, fruto de su alocado caminar en las primeras horas de su huida. Miró en derredor hasta que descubrió un refugio formado por varias rocas de mediano tamaño que en su entrechocar formaban una especie de angosto y estrecho túnel donde no llegaban los rayos del sol. Raptó sobre las rodillas y, una vez acomodada, se dedicó a observar los alrededores y los campos desiertos que tenía frente a ella. Respiró tranquila y por primera vez en mucho tiempo sintió los retortijones de los intestinos reclamando comida. Aquella necesidad tan elemental significaba mucho para ella. No tenía nada que llevarse a la boca, pero era un buen síntoma. La libertad, pensó, da hambre.

Pocos minutos más tarde volvía a estar dormida, arrebujada en la sombra fresca y confortable del precario refugio.

Abrió los ojos con el sol lejos, por el poniente, con las primeras sombras entremezcladas con el paisaje. Se incorporó con un dolor que le mordía el estómago. El hambre otra vez, pensó, pero ahora no tocaba comer, lo primordial era buscar un punto en el horizonte, una referencia, y caminar toda la noche. Huir, huir sin parar. Por la mañana ya se preocuparía de buscar algún alimento.

Descendió la falda de la colina hasta el campo llano. La última luz de un largo día de agosto se fue difuminando, el día dio paso a la noche y la encontró desplazándose por el interior de un bosque bajo de encina y matorral. Caminaba escrutando las sombras que la media rodaja de luna creciente reflejaba entre los árboles y que su imaginación, en ocasiones, convertía en fantasmales figuras humanas, emboscadas, que clavaban sus pies en tierra y aceleraban el ritmo de su corazón.

Sentía hambre, sed, y frío. A pesar de estar en pleno mes de agosto la noche era fría, pero peor que el frío y el hambre era la sed: un tormento que empezaba a minar su resistencia. Necesitaba beber con urgencia o acabaría deshidratada y las consecuencias fáciles de imaginar. Lejos, a la izquierda, contempló una mancha blanquecina que serpenteaba paralela al bosque. Aquello podía significar un camino, una carretera. Fuese lo que fuese tenía que arriesgarse y seguir aquella dirección hasta llegar a un pueblo. Los pueblos tenían fuentes, y más peligroso que los soldados y guardias era, sin duda, la deshidratación.

Durante más de una hora continuó por el lindero del bosque en tanto los primeros síntomas de la deshidratación empezaron a apoderarse de su organismo. Notaba la lengua hinchada, la boca sin saliva, la garganta reseca, lenta de reflejos y dando continuos traspiés. Valentina pensó que era el fin de su viaje. Vacilante se arrodilló y busco piedras pequeñas. Tomo un par y se las introdujo en la boca. Con visible esfuerzo consiguió levantarse y reiniciar la marcha. Notó la saliva en el paladar, pero sus conocimientos médicos le decían que por poco tiempo. Consciente del riesgo que corría, pero también que la única posibilidad de salvarse era la carretera, abandonó el bosque y la abordó poco antes de una curva. Apenas diez minutos más tarde se detuvo de golpe y abrió y cerró los ojos varias veces pensando que lo que veía era una alucinación.

¡No!, ¡no era una alucinación!, era la oscura figura de un pueblo recortado contra la noche a poco más de doscientos metros, allí mismo, frente a ella. La energía de la desesperación brotó en su cuerpo, escupió las piedras, salió de la carretera, y a través de los rastrojos de trigo recién segado llegó hasta las primeras casas.

Se detuvo a escuchar.

Los perros ladraban al otro lado de la luna tratando de ahuyentar su miedo con los aullidos. El pueblo era pequeño, pero como todos los pueblos tendría una plaza, y en la plaza una fuente. Caminó a lo largo de una calle oscura y estrecha con casas a ambos lados, rústicas, de sencillas paredes de adobe. Al girar en la primera esquina se dio de lleno con la plaza y la fuente. Corrió hacia ella y se precipitó bajo el chorrillo. A punto de atragantarse se detuvo, respiró, y volvió a beber a pequeños y seguidos sorbos.

Se atracó hasta que ya no pudo beber más. Una vez saciada la sed se resguardó en una zona sin luz y al instante formaba parte de las sombras de la plaza. Los reflejos comenzaron a funcionar. En un rápido balance llegó a la conclusión de que cuarenta y ocho horas sin comer no era, lo que se dice, un buen compañero de viaje. Acurrucada contra la pared y saciada la sed, ahora sólo pensaba en dar con algo que comer.

Salió de las sombras y caminó junto a las casas observando las puertas, empujando discretamente. Todas permanecían cerradas, sin un resquicio por donde intentar abrirlas. Al llegar a una de las últimas y a punto de abandonar, empujó sin convicción y la mano se fue tras el portillo. Aproximó la cabeza y del interior oscuro llegó el olor inconfundible de pan recién hecho. La saliva inundó su boca y tuvo que tragar un par de veces.

La entrada aparecía completamente oscura, la casa en el más completo silencio. Se encaramó sobre la puerta decidida a saltar y en el último momento pasó la cabeza para observar el cierre interior. Conforme trascurrían los segundos sus ojos se iban acostumbrando a la oscuridad y con sorpresa vio que el único cierre era un pestillo de madera. Tanteó con la mano y sin ningún esfuerzo lo levantó. Centímetro a centímetro la empujó esperando a cada segundo el ruido infernal de las bisagras pero nada sucedió. Segundos después traspuso la entrada, husmeando como un vulgar animal.

Al lado del arranque de una estrecha escalera, que presumiblemente subía al piso superior, vio un bulto cubierto con una manta y bajo la manta aquel olor que ella percibía con ansiedad. Levantó un extremo y más que ver intuyó las redondas formas del pan recién horneado que todavía guardaba la tibieza del fuego. El hambre se alió contra ella y perdió el poco control que le quedaba. Cogió uno y mordió con voracidad la masa crujiente, olorosa. Sin apenas masticar se disponía a engullir el bocado cuando le pareció oír ruido en el piso de arriba. A medio tragar se quedó inmóvil, escuchando. Los segundos transcurrían lentamente, el silencio también. Se desabrochó la bata a la altura del pecho y guardó otro pan sujetándolo con una mano mientras con la otra agarraba con fuerza el mordisqueado. A punto de cubrirlo se le ocurrió una idea. No tenía que dejar rastro; la loca no había pasado por allí.

Tiró la manta a tierra, mordisqueó un par de panes y salió a la calle para asegurarse que seguía más sola que el lucero del alba, cerró la puerta dejando el portillo completamente abierto y despareció tal cual había llegado.

Salió del pueblo dejando tras ella el ladrido de los perros y murmurando una bendición para aquella mujer que había dejado el pan en la entrada de la casa. Durante el resto de la noche, siguió caminando sin parar mientras saciaba el hambre con grandes bocados, dando la espalda a la luna cada vez más pequeña y lejana, hasta que los primeros rayos de sol la encontraron atravesando una zona de colinas bajas y escasa vegetación en cuya falda pequeños campos de trigo brillaban amarillos, dorados, con las espigas de grano listas para la recolección.

El sol de agosto caía a plomo; el polvo seco y blanco del camino crepitaba bajo sus pies como las vainas resecas del desierto al recibir las primeras gotas de agua; su lento caminar dejaba tras sus talones una huella zigzagueante, cansina. 

Pronto empezó a reconocer las señales de la tierra, a interpretar los caminos, la dirección a seguir, los pocos pero suficientes alimentos naturales que le ofrecía la naturaleza como las espigas llenas de granos de trigo que podría masticar, la forma de sobrevivir sin correr riesgos. Al igual que el día anterior, buscó un lugar donde poder dormir segura al resguardo del sol.

A escaso trecho de donde se encontraba, observó una barraca medio derrumbada y, tras pensarlo un instante, con una sonrisa irónica en los labios, se dijo a sí misma: «Mi residencia para pasar el día.» 

Con un último esfuerzo volvió a levantarse y contando los pasos en voz alta, escuchando su propia voz para darse ánimo, penetró entre los muros de piedra abandonados. Buscó protección en el fondo, bajo la parte del techo que seguía en pie y le ofrecía un poco de sombra. Se recostó contra la pared sujetando entre sus brazos el pan, negándose a pensar en otra cosa que no fuera llevar hasta el fin su libertad, cerró los ojos y pocos segundos después dormía profundamente.

Despertó inundada de sudor.

El sol caía dentro del rectángulo de la barraca sin dejar un rincón de sombra. Sin una brizna de viento, el calor era sofocante. Se incorporó dispuesta a abandonar el destartalado refugio cuando un bulto gris verdoso, enroscado en el extremo de la pared, llamó su atención.

El grito de espanto no llegó a salir de la garganta. Con asombrosa agilidad saltó entre las piedras y maderos aterrada por aquella serpiente que dormía a pocos metros de ella. Corrió ladera abajo como si la persiguiera el mismísimo diablo hasta que le faltó la respiración. Sin fuerzas para dar un paso más se detuvo jadeando junto a un campo de trigo. El miedo y repulsión por aquel reptil durmiendo a su lado estremeció su cuerpo. ¡De pronto recordó el pan! En su huida lo había olvidado. ¡No, no!, ¡ella no iba a regresar! Prefería morir de hambre que volver…, pero ¿y si aquella cosa continuaba durmiendo?

El hambre le dio el valor que necesitaba y, pensando en recuperarlo, volvió sobre sus pasos. Se aproximó procurando no hacer ruido por la parte exterior de la pared, cerca de donde había dormido y, sin respirar apenas, levantó la cabeza. El bendito pan continuaba en el mismo lugar. Miró en derredor y vio la puerta rota y varios de los travesaños astillados. Cogió uno largo, desgarrado en el extremo, y pasó el brazo con la circunstancial lanza por encima de la pared hasta que la punta quedó a pocos centímetros del centro del pan. Con un movimiento certero lo ensartó, lo levantó con cuidado, sin movimientos bruscos para no despertar aquel horrible bicho que con solo contemplarlo le erizaba el vello, y lo sacó felizmente fuera de la barraca. Una vez en sus manos soltó el palo, dio media vuelta, y se alejó de la barraca como alma que lleva el diablo.

Todavía quedaba mucha tarde por delante, pero la experiencia que acababa de pasar le quitó las ganas de dormir. Miró en todas direcciones y lo único que vio fue la figura borrosa de los bosques que había recorrido envueltos en la calima del mediodía. Ahora, ante ella, se extendía plana y sin relieve la tierra roja y amarilla de algún lugar que desconocía. Tierra seca, de escasa vegetación que se marchitaba en medio de un opresivo calor, con el sol convertido en amante cuyas caricias le quemaban la piel.

……..

López llamó a la puerta antes de entrar. Martín era un cargo importante en la Jefatura de los Servicios de Información y por el despacho situado en el Paseo del Generalísimo desfilaban personalidades del más alto rango. Los primeros en entender el cambio fueron sus propios camaradas que desde el primer instante respetaron con absoluta fidelidad su jerarquía aunque él, de puertas adentro, se comportaba con su peculiar brusquedad.

–¡Adelante!

Levantó los ojos de los informes que acababan de llegar y vio a López con un telegrama en la mano. Conocía a sus hombres y con solo mirarles la cara sabía de antemano si las noticias eran buenas o malas.

–No quería interrumpirte pero creo que esto es importante, camarada –se disculpó.

–Déjate de chorradas de camarada y toda esa memez, ¡joder! La guerra ya ha terminado. Vamos, dámelo de una vez –ordenó.

–Es de la Dirección General de Prisiones. En Zaragoza se ha montado una buena –dijo mientras alargaba el telegrama por encima de la mesa.

Los labios de Martín se movían lentamente. Conforme leía los músculos del cuello se dilataban y contraían. Terminó de leerlo y miró a López como si le viera por primera vez, se incorporó, fue hasta la ventana y vuelto de espaldas preguntó:

–¿Cuándo ha llegado?

–Lo acaban de traer.

–¿Lo has leído?

–Sí.

–¡Maldita zorra! –escupió con los dientes apretados–. Se ha burlado de todos.

–Eso parece. Ha sido muy hábil y decidida. Todavía no la han encontrado.

–Alguien de dentro está implicado en su huida –inquirió–. Esa niña de papá, cursi y tonta, es incapaz de hacer nada sola ¿A quién tenemos allí?

–La cárcel la dirige un militar con pocas luces, pero las celadoras son camaradas; al mando está una tal Soledad.

– Ve a Secretaria y habla con la Regidora. Que te de su historial ¿Dónde para Nogales?

–Interrogando. Ha llegado una nueva remesa de piraos.

–Que lo deje todo y venga inmediatamente. Llégate a la Dirección General de Prisiones y que te den una copia del expediente –mientras hablaba, extendió una orden de su puño y letra en la que exigía la entrega inmediata de todos los documentos relacionados con la reclusa Valentina Arias de Tablada y en especial de la huida y desaparición–. No te muevas de allí hasta que te lo den. Si el de turno te pone algún inconveniente amenázalo, haz lo que quieras, pero no vuelvas con las manos vacías.

Apenas transcurridos cinco minutos, Nogales golpeó la puerta y entro sin esperar autorización. Martín, vuelto de espaldas, miraba absorto por el gran ventanal que daba al desierto Paseo del Generalísimo. En el despacho hacía calor. Los dos ventiladores no podían con el sol de agosto.

La noticia era una burla, un insulto personal. Casi sentía cierto placer en el desafío de darle caza de nuevo, y una vez en su poder no se conformaría con violarla una vez. Con esta lasciva idea señaló uno de los sillones:

–Siéntate ¿Estás al corriente?

–Lo básico. López tenía prisa.

–Lo he enviado a recoger el expediente y a Secretaría con la orden de que a averigüe todo lo que pueda del personal que tenemos allí.

–Necesitamos el historial del comandante de la prisión, del cura, de las monjas, y en especial la del médico.

–Deja los interrogatorios y monta un equipo especial. Hay que encontrarla y traerla aquí sin pasar por Prisiones.

Inmutable, Nogales observó a su jefe y en pocos segundos se formó una idea de lo que pretendía.

–¿Dónde se fugó?

–Pasado Medinaceli –Martín le pasó el telegrama–. Como siempre, los militares no tienen idea de nada.

Tras una rápida lectura, permaneció en silencio. Ambos eran buenos en el oficio y sabían de antemano que cualquier comentario sin previo razonamiento era perder el tiempo. Finalmente Martín preguntó:

–¿Me pierdo algo?

–¿La velocidad del tren y el lugar escogido para saltar, quizás? –sugirió Nogales.

–No. Eso fue lo primero que pensé.

–Creo que debe ser nuestro punto de partida. Alguien sabía cuándo y cómo el tren reduciría la velocidad. El lugar, el sitio exacto. Por ahí hay que empezar.

–¿Topos?

–No lo creo. En la zona de Medinaceli y Guadalajara no tenemos noticias de que opere nadie. Sería diferente en Zaragoza, Calatayud. Algo me dice que el hilo del ovillo está en la misma prisión –concluyó Nogales.

–Tienes que ir y si es necesario remueve toda la mierda hasta saber quién estaba con ella.

–Voy a formar dos equipos. Uno vendrá conmigo a Zaragoza, y otro al mando de López y el Vasco rastreará la zona de Medinaceli. Con este calor, no puede haber ido muy lejos. Tiene que estar escondida por allí.

–¿Sabes una cosa? –Nogales negó con la cabeza en tanto se incorporaba–. Me gustaría salir de caza; dar con ella.

–¿Sólo dar con ella o…hay algo más?

–No. No es lo que piensas –mintió con la imagen de Valentina fija en su retina–. En ocasiones tengo la sensación de que pierdo el tiempo en este despacho. Me siento encerrado. Es como estar metido dentro de una jaula.

–Es el precio que tienes que pagar por el cargo que ocupas.

–Ya lo sé, pero me jode. Echo de menos la acción. En los despachos te oxidas. Todo son papeles, reuniones de mandos y toda esa mierda.

–Cuando acaba la guerra el músculo se relaja –observó Nogales dando a entender que ahora era el cerebro el que mandaba.

–Sí, es un cambio que me cuesta asimilar. Si por mí fuera, saldría contigo hacia Zaragoza –mientras hablaba caminaban hacia la puerta–. Mantenme informado. Utiliza todos los medios y espera mis órdenes.

–¿Sería conveniente disponer de la ayuda de la Guardia Civil y algún avión que rastree la zona? –sugirió Nogales.

–La Guardia Civil ya está informada. En cuanto al avión, hablaré con esos niños bonitos del Ministerio del Aire –dijo Martín en tono despectivo.

Dos horas más tarde el timbre del teléfono empezó a repicar. Lo dejó sonar varias veces y finalmente descolgó.

–Martín al habla. ¿Quién es?

–Nogales. López ha llegado con los expedientes. Dentro de media hora salimos para Zaragoza.

–¿Algún problema?

–Todos han colaborado. ¿Qué sabes del avión?

–Preséntate en el aeródromo de Guadalajara. Capitán Escalé. Tiene órdenes de poner a tu disposición todos sus aviones para rastrear el terreno.

–Hay un par de datos en el informe militar según el cual…

Martín le cortó con su habitual brusquedad:

–No pierdas el tiempo hablándome de cosas que ya sé. Resultados. Quiero resultados y un informe diario –sin esperar respuesta colgó para atender con extrema amabilidad al hombre joven, pasado de kilos, enfundado en un elegante uniforme de pantalón negro, camisa azul, y entallada chaqueta negra que acababa de transponer la puerta sin llamar.

–¡Camarada! –exclamó con una sonrisa exagerada, saliendo a recibirle–, que honor verte en mi despacho. 

El recién llegado le miró sonriente, adulado por sus palabras.

–¡El joven mastín de nuestra Falange! El día que te canses de perseguir criminales, tengo un puesto importante que ofrecerte. Piensa querido amigo que el futuro pasa por la política. Felizmente la guerra ha terminado, la violencia pertenece al pasado, el futuro está en los sindicatos controlados por nosotros; esos son realmente los que tendrán el poder.

–Estoy convencido, pero por el momento aquí estamos desbordados. Las ratas continúan saliendo de las cloacas y hay que cazarlas, eliminarlas.

–¡Qué asco!–exclamó con repugnancia, moviendo las manos de forma amanerada–. No sé cómo puedes soportar este trabajo.

–No tengo tu inteligencia para un estar en la Dirección General. Por el momento tengo que conformarme con este cargo.

–Padrinos. Eso es lo que necesitas.

–Mi trabajo es ingrato. No tengo amigos. Vivo en tensión, desconfiando de todo, siempre alerta. Hay días que me siento agotado –se lamentó con gesto cansado.

–Me tienes a mí.

–Lo sé y agradezco tu amistad; pero por favor siéntate. Voy a ordenar que nos traigan café.

–No tengo tiempo. Dentro de media hora me espera nuestro flamante Consejero Nacional. ¡Ah!, por cierto. Tengo que pedirte un pequeño favor. Y te ruego la máxima discreción; algo personal entre tú y yo. No puedo explicarte más.

–Estoy a tu disposición. Todo lo que pueda hacer por el futuro de nuestro querido país…–dijo con cautela.

–¡Muy político! –exclamó sonriente y le tomaba familiarmente del brazo–. Tu futuro, créeme, no está aquí persiguiendo a esos ácratas y comunistas de mierda –bajó la voz y prosiguió con total naturalidad–. Necesito la lista de afeminados que tenemos fichados.

–¿Maricones? –repitió siguiéndole el juego.

–Que bruto eres. A veces hablas con una vulgaridad enfermiza, chabacana. Tienes que refinar tu lenguaje, hablar con más delicadeza –le reprochó de forma amistosa.

–Sí, es otro de los defectos de mi trabajo. Tratamos con gentuza y acabas hablando como ellos. Por cierto, supongo que quieres la lista de los que todavía están libres y los que tenemos en cuarentena.

–Sí, pero tiene que ser confidencial; ya me entiendes. Un favor entre camaradas. Si se llegase a descubrir yo lo negaría, ¿comprendes?

–Por supuesto –asintió Martín con su peculiar sonrisa–.  Hay asuntos que requieren la máxima discreción. Mañana a esta misma hora la tendrás en tu despacho.

–Fantástico, fantástico. Te invito a comer. Conozco un pequeño restaurante en la Cava Baja que es una preciosidad, y la comida… –se llevó los dedos en forma de piñón a los labios–, riquísima. Te recojo a las dos. Iremos en mi coche. Ah, por cierto, te van a llamar de Puerta del Sol.

–¿De la Jefatura Central? —preguntó extrañado

–Sí. Parece ser que hay cambios importantes —dijo sin poder reprimir una amanerada sonrisa—. He oído por ahí que el cargo de Jefe Provincial te viene pequeño.

–Adelántame algo.

–Sólo puedo decirte que tu nombre suena con fuerza.

–Estaré preparado, Juan Luis.

–Espero que no lo olvides.

Una vez solo, prendió fuego a uno de aquellos cigarrillos negros, infumables, y entre las densas volutas quedó pensativo:

Por un lado la noticia de su posible ascenso a la Jefatura Central y por otro la lista de maricones. ¿Quién estaba interesado? ¿Un cargo intocable en el Consejo? Tenía que ser muy importante y estar muy seguro de lo que hacía para exponerse con un tema que odiaba el mismo Franco. Fuese quien fuese, Juan Luis era el correo, y ¿a cambio...?

Tal vez tenía razón. El futuro estaba en la política. Lo de perseguir comunistas, maricones, locos anarquistas, putas como Valentina podía ser una de las últimas misiones.

……..

Los dos coches negros, ocupado cada uno por tres hombres, dejaron atrás el indicador de Guadalajara, cinco kilómetros, y torcieron a la izquierda por una carretera de tierra en dirección al cercano aeródromo militar. Al cabo de poco más de quinientos metros se detuvieron frente a una barrera controlada por un cabo y dos soldados. López sacó la mano por la ventanilla mostrando un documento. El cabo se aproximó, saludó, y tras leer la identificación ordenó elevar la barrera para dejar pasar los coches. Antes de continuar Nogales preguntó:

–¿Dónde podemos encontrar al capitán Escalé*?

–Sigan todo recto hasta aquel hangar –señaló con la mano a la izquierda de la pista‒. Allí les informarán.

Los dos coches recorrieron la distancia indicada hasta detenerse frente a las puertas abiertas del hangar.

Descendieron los seis ocupantes maldiciendo el calor que parecía brotar de la tierra seca, polvorienta. Nogales, escoltado por López, entró dentro del hangar donde dos biplanos Bücker Jungman de color gris con la escarapela nacional y la cubierta del motor levantada estaban siendo revisados. Un robusto sargento con un poblado bigote salió a su encuentro:

–Buenos tardes –saludó–. ¿Qué desean?

–Hablar con el capitán Escalé –contestó López sin mirarle a la cara, con la vista puesta en los dos biplanos.

–Está volando.

–¿Cuándo llegará?

El sargento le miró entre burlón e indiferente. Los falangistas le caían mal.

–Querrá decir cuándo aterrizará.

–Déjate de chorradas y contesta a la pregunta –le espetó López.

–No creo que tarde. Lleva volando cerca de dos horas.

–No tenemos tiempo que perder –intervino Nogales de nuevo fijando sus ojillos en el sargento–. ¿Quién es el siguiente en el mando?

–El teniente Rubira. Está en aquel barracón –señaló a unos cincuenta metros un pequeño cobertizo expuesto a pleno sol. 

Sin despedirse dieron media vuelta y al trasponer la puerta del hangar escucharon el sonido de un motor. Todos los ojos siguieron la dirección del ruido hasta dar con el avión.

Descendiendo a toda velocidad, atravesaba el campo un biplano idéntico a los que estaban dentro del hangar. Volaba a un par de metros por encima del suelo y parecía que iba directo a estrellarse contra ellos. Los seis hombres, con los pies clavados a tierra y la vista fija en aquel loco, vieron la cabeza del piloto cubierta por un gorro y unas gafas que sobresalía en el asiento hundido en medio del fuselaje. A punto de arrojarse a tierra, el piloto tiró a fondo de la palanca de mando, el biplano levantó el morro y pasó rugiendo a pocos metros sobre ellos y el tejado del hangar.

–¡La madre que lo parió! –exclamó el Vasco–. ¡Ese tío está loco!

–Es el capitán Escalé. Va a aterrizar –dijo el sargento sonriendo ante el canguelo de aquellos fachas.

Seguido por dos mecánicos se dirigió hacia la pista. Vieron el biplano girando en busca de la cabecera, como reducía la potencia del motor y con el morro ligeramente elevado se deslizaba en una equilibrada aproximación hasta posar suavemente las tres ruedas en tierra. Lo dejó rodar con ligeros golpes del timón para mantenerlo en el centro de la pista hasta que lo detuvo frente a ellos. Cortó motor, la hélice dio un par de vueltas, se detuvo y los dos asistentes bloquearon las ruedas con calzas de madera.  El piloto se quitó el gorro de piel y las gafas, se desató el atalaje de seguridad y saltó a tierra. El sargento cruzó unas palabras con él mientras señalaba a los hombres que le esperaban. Caminó hacia ellos y al llegar a su altura se presentó:

–Capitán Escalé ¿En qué puedo servirles?

–Tenemos que hablar con usted en privado. Soy Nogales de la Brigada Política. 

–De acuerdo; síganme. Tengo mi despacho allá –señaló el barracón–. Aunque me temo que no podremos aguantar el calor. A esta hora es un horno.

–No importa. Vamos dentro.

El capitán Escalé no había exagerado. En el interior del barracón el calor era sofocante.

–¿Dónde está el personal de vuelo? –preguntó Nogales observando una serie de fotografías de aviones y pilotos y los mapas colgados de la pared.

–La patrulla que está de guardia en el hangar de vuelo, el resto imagino que en los barracones. Con este calor, los motores se calientan. Volamos a primera hora de la mañana y a última hora de la tarde. ¿Quieren sentarse? –les ofreció señalando dos sillas frente a su mesa.

Nogales y López tomaron asiento mientras el capitán Escalé, con la camisa de vuelo sudada, pegada a la espalda, se preguntaba qué clase de ‘lagartos’ eran aquellos dos tipos que soportaban el calor sin inmutarse.

López sacó de la cartera de mano un despacho con más firmas y sellos que texto y se lo dio a leer. El capitán Escalé lo examinó con rapidez, afirmó con la cabeza y se lo devolvió.

–Hemos recibido la orden de Comandancia. Llevamos volando varias horas sin rastro de esa mujer. Si se oculta en los bosques no daremos con ella.

–Hay que encontrarla.

–Volamos todo lo bajo que nos permite la térmica.

–¿Qué quiere decir?

–Que con este calor los aviones vuelan mal. No puedes volar a poca altura sin peligro de estrellarte.

Impasible, Nogales seguía las explicaciones con visible malestar. No soportaba a los aviadores, tipos engreídos, héroes de pacotilla que se dedicaban a chulear con sus avioncitos como si ellos solos hubieran ganado la guerra.

–O sea, que los famosos pilotos del ejército español sólo tienen huevos para exhibiciones inútiles –siseó despectivo, con aquel tono de voz aflautado, hiriente.

–Alto ahí amigo; si quiere métase conmigo, pero a mis hombres déjeles en paz. Ninguno de ustedes tiene la mitad de los ‘huevos’ –repitió con ironía– que mis hombres.

–Pues si de verdad los tienen, se van a poner en marcha ahora mismo o le abro un expediente que lo único que volará los próximos años será las mesas de los despachos. ¿He hablado claro? –continuó sin levantar la voz.

El capitán Escalé se incorporó con intención de aplastar a aquella viscosa cucaracha sin pensar en las consecuencias que su acción podía desencadenar en el momento que se abrió la puerta y apareció el Vasco.

–Me ha parecido oír ruido ¿Pasa algo? —preguntó con gesto amenazador.

–Tranquilo, todo controlado. El calor ha afectado los nervios del capitán –el Vasco salió tras dedicarle una mirada poco amistosa–. Vuelva a sentarse y no haga otro numerito.

–Y usted no me haga perder tiempo. Diga de una vez qué quiere y lárguese de mi campo.

–Que cumpla con su deber; que vuelen todos sus aviones mañana y tarde hasta dar con esa mujer. Si la localizan llame inmediatamente a este número de Zaragoza –le tendió una hoja mecanografiada con el número, su nombre y cargo –. Y no olvide que le llamaré cada día y usted me dará un informe detallado.  Ah, dígales a sus pilotos que yo veo donde ellos no ven.

–No entiendo.

–Que no pasen por alto ningún detalle por insignificante que les parezca.

El capitán Escalé aspiró profunda y lentamente el aire caliente del despacho tratando de calmarse. En los pocos minutos que llevaba con aquel tipo, había conseguido irritarlo. Maldiciendo por dentro, respondió con desgana:

–Todo claro. Volaremos desde el amanecer hasta la puesta del sol.

López y Nogales se incorporaron dando por finalizada la reunión. En la misma puerta, López, silencioso hasta aquel momento, dijo con sorna:

–Muy espectacular su pasada, capitán. Si vuelan tan bajo, verán hasta como mean las lagartijas.

……..

 

Al quinto día de fuga, decidió poner un poco de orden en aquel alocado caminar sin descanso. Si huir era importante, más lo era alimentarse con cualquier cosa que la naturaleza le ofreciera y buscar agua para evitar el peligro de una deshidratación mortal. Era el momento de recurrir a los conocimientos médicos que tenía para sobrevivir durante el día y antes de caer la noche buscar refugio donde descansar y protegerse del brusco descenso de la temperatura.

Aquella mañana andaba con dificultad por un polvoriento camino atenta al menor movimiento. Constantemente miraba a su espalda para comprobar que tras ella sólo había tierra y soledad.

Sentía la piel de la cara seca, requemada por sol, el pelo, trasquilado a tijeretazos a su paso por la celda de las locas, sucio y pegajoso al igual que el resto del cuerpo. Lo único que permanecía inalterable era la mirada y la decisión que surgía de aquel pozo oscuro que un día fueron unos hermosos ojos. No miraban abatidos, derrotados; estaban alertas.

Le dolían los pies. Aquellas botas le habían llagado los tobillos, los dedos, y una de las suelas tenía un agujero por donde se metía la tierra y diminutas piedras que se clavan en la planta del pie.

El camino subía empinado hacia un alto que no parecía acabar nunca. Maldijo en voz baja aquel regalito que pretendía acabar con las pocas fuerzas que le quedaban e inició la subida. Al llegar arriba, el camino giraba hacia la derecha, en sentido contrario a donde pretendía ir. Se detuvo indecisa, pensando:

«Dos días atrás la sed y el hambre no significaron ningún problema para ella. Atravesó un riachuelo con poca agua y por una vez la suerte se alió con ella. En la orilla, prendida en la rama de un jaral, el agua llevaba y traía un trozo de tela de color verdoso que resultó ser los restos de una camisa militar. A toda prisa la recogió y ayudándose de los dientes la desgarró en un par de tiras que, tras anudarlas en forma de precario turbante, le sirvieron para protegerse la cabeza del sol.

«En los huertos cercanos al río encontró manzanas silvestres, duras y verdes; una especie de ciruela roja y áspera; unas higueras colmadas de brevas negras, jugosas y dulces que comió hasta no poder más; almendros con los gajos ya formados, blancos y tiernos; nogueras con la corteza de la nuez verde que teñía la piel de los dedos pero que compensaba con la delicia de comer los sabrosos gajos. Pero conforme se alejó del río, la vegetación y el agua desaparecieron para dar paso a un terreno seco y fragoso, un feo secarral donde lo único que crecía eran pequeñas carrascas con amargas y ásperas bellotas que al masticarlas se pegaban al paladar.»

Ahora lo único que tenía ante ella era aquel páramo desértico y llano donde sobrevivían punzantes aliagas, cardos con una llamativa flor amarilla, hierbajos amarillos y secos como la misma tierra y solitarias matas de hinojo y romero.

Se detuvo respirando el aire caliente, dirigió la mirada hacia el este buscando alguna referencia y lo único que vio fue un mar de escamas plateadas con lejanas y ondulantes olas que se movían en la densa calima. Sin proponérselo estaba presenciando uno de los pocos fenómenos en los que el aire caliente se refleja sobre la tierra en vibraciones acuosas y el ojo humano puede ver su etérea transparencia…pero sinceramente, en aquella situación el maldito espejismo le pareció una burla de mal gusto.

–Agua es lo que necesito y no espejismos– murmuró absorta, respirando con la boca abierta.

Sin otra alternativa a la vista, dejó que la suerte decidiera por ella y reemprendió la marcha soportando con desesperada calma la sed y el hambre. Seguía una senda estrecha y con la lógica del superviviente se dijo que los caminos y los ríos siempre llevan a algún lugar poblado. Tenía que ser paciente y dosificar las fuerzas. El problema eran aquellas ampollas en los pies y la sed. Las ampollas porque ya eran unas peligrosas llagas que cada día que pasaba eran más dolorosas y la obligaban a caminar despacio, apoyando todo el peso en los talones, y la sed, la maldita y asesina sed, que podía producirle una deshidratación y acabar con su vida.

Por segunda vez en su huida comenzaba a percibir los primeros síntomas en fase de ligeros mareos, la garganta seca y la lengua hinchada que la obligaba a respirar con la boca abierta. Alejó de sus pensamientos aquel fatalismo pensando en resistir otro día más, sin ningún lugar donde cobijarse, tiritando de frío por la noche y con el pensamiento puesto en aquella viscosa y repelente serpiente cuando de pronto…

El perro lanudo y feo venía recto hacia ella aullando amenazador. Valentina quedó petrificada, horrorizada ante aquel animal dispuesto a atacarla. No tenía nada con que defenderse, ni una piedra, ni un simple palo. Con el perro peligrosamente cerca, un agudo silbido le detuvo en seco. Tras la cresta por donde había surgido, apareció un hombre joven, delgado, con una gruesa vara en la mano y un zurrón de piel colgado a la espalda. Se aproximó lentamente, mirando con extrañeza aquel esperpento plantado en medio del camino. Al llegar a su altura, se detuvo. A pesar de su delgadez y el aspecto de vagabunda sucia, la expresión decidida y alerta de sus ojos le llamó la atención.

Por fin preguntó.

–¿Quién eres?

–Nadie.

–¿Andas perdida?

–Sí.

–¿De quién huyes?

–De nadie y de todos.

–¿Qué buscas?

–Paz, y si puedes un poco de agua y comida.

……..

La barraca olía a humo y a oveja. Alejada un buen trecho del corral del ganado, era un cuadrado de tres metros de altura construida con gruesos muros de adobe de arcilla rojiza de aspecto tosco, terroso, cubierta por un tejado de cañas y barro con un agujero abierto en una esquina que hacía la función de chimenea.

La entrada era una abertura estrecha, baja y rectangular cerrada con una puerta que se sostenía sobre dos herrumbrosas bisagras. En el interior el único mobiliario era una silla con el asiento cordado con soguilla de cáñamo que apenas se sostenía sobre las patas, una sencilla mesa de apenas cincuenta centímetros de altura cubierta con un trozo de hule, y cerca del hogar de piedras planas y ennegrecidas, un garrafón con agua y una pila de leña. En la pared colgaba una sartén, una olla de tamaño mediano, una especie de parrilla para asar carne, una repisa de madera con dos platos, un jarro, y al lado una especie de jaula cerrada con tela mosquitera donde el pastor guardaba y protegía de las moscas y los pequeños ratones de campo medio pan y un cacho de carne seca de aspecto rojizo.

En el otro extremo, junto a la pared, los únicos muebles si como tal se podían considerar, eran un camastro con dos mantas cuidadosamente dobladas, un perchero con tres herraduras del que colgaba una toalla, un chaleco de piel, y una vieja escopeta de un solo cañón. La sencillez en el interior era desconcertante, pero a la vez el orden y la limpieza imperaban en cada utensilio, en cada rincón.

Pero los ojos de Valentina, fijos en las llamas y el crepitar de la madera, no veían ninguno de aquellos objetos, toda la atención estaba en el fuego y la sensación de protección que le daban aquellas cuatro paredes. Se inclinó y con un palo removió las ramas que ardían. A prudente distancia, el pastor la observaba en silencio, temeroso de espantar la sombra de aquella chica que como un animal famélico, desamparado, miraba el fuego en una noche de verano. Tras largos minutos contemplando el crepitar de las llamas, Valentina volvió la cabeza y sonrió.

–A pesar del calor, el fuego es agradable.

–¿Agradable? –repitió el pastor mientras ponía la olla con agua directamente encima de las brasas–. El fuego siempre es igual. En invierno se agradece más; ahora en verano lo que sobra es calor –se detuvo indeciso–. Solamente me quedan patatas, pan negro, y cecina. Es carne seca de oveja. Es buena –dijo al tiempo que la depositaba en la mesa junto con el pan.

De nuevo callaron mientras él echaba dentro de la olla varias patatas sin pelar. Se incorporó y con un gesto la invitó a sentarse. Las llamas iluminaban débilmente el interior. Sentados uno frente al otro, sin hablar, el único sonido dentro de la barraca era el crepitar de la leña y el ruido de la navaja del pastor al cortar el pan y la dura cecina. El brazo izquierdo y la mano del joven se apoyaban rígidos sobre el trozo de carne, sin apenas movimiento.

–No hace mucho tiempo la comí –afirmó sin apartar la vista de la comida.

–En tanto se cuecen las patatas come esto. Tus tripas hablan por ti –dijo con una tímida sonrisa.

Con la última palabra, Valentina ya había cogido el trozo más grande de pan y cecina. Dio varios bocados seguidos masticando con fuerza aquella carne dura, de sabor fuerte y salado.

Él miraba intrigado el pelo trasquilado, la bata sucia, sudada, los brazos y manos llenas de arañazos, pensando quién demonios era aquella chica. Sus pensamientos se esfumaron al observar que se atragantaba con el primer bocado. Señaló la bota y el garrafón con agua:

–¿Qué prefieres, agua o vino?

–Agua.

Llenó el jarro hasta el borde y se lo alargó. Por un instante ella olvidó la comida y bebió con ansiedad mientras él cortaba el resto de la cecina en tacos pequeños.

–Así es mejor. Los trozos grandes son difíciles de tragar.

Durante todo el tiempo que estuvo comiendo, ninguno de los dos habló. Valentina alargó la mano para tomar el último trozo que quedaba cuando reparó en la mirada del pastor. La retiró excusándose:

–Lo…lo siento. No me he dado cuenta. Es tu comida.

–No te preocupes. Come lo que quieras –dijo a punto de echar un trago de vino.

–Sí, pero no está bien; hay que compartir.

El pastor le ofreció la bota. Ella le miró dudando y finalmente la rechazó.

–Prefiero agua.

–Toma un poco de vino. Con la cecina va bien. Estás débil; el vino te dará fuerzas.

Aquellas palabras las había oído antes, pensó Valentina recordando su huida a Aranjuez.

–No sé beber –señaló la bota.

–¿Lo has intentado alguna vez?

–Sí. En una ocasión.

–Ten, chupa aquí –señaló el gollete– No tengas manía. Nadie bebe ahí. Tú serás la primera, y quizás la última.

Colocó los labios chupando la boquilla y levantó los brazos. Conforme tragaba notó en la garganta el fuerte sabor del tinto aragonés, pero al mismo tiempo un agradable calor dentro del cuerpo. Le devolvió la bota y el pastor señaló el resto de pan y cecina.

–Acábalo.

–¿Y tú?

–He comido unos higos a media tarde, y todavía quedan patatas.

Una vez acabó con el último trozo de pan y las migas sueltas que quedaban en el fondo del plato dijo con timidez:

–Tengo llagas en los pies.

–Quítate las botas ¿Cuántos días llevas vagando por estos montes?

–Cinco o seis, no recuerdo –respondió mientras, con un gesto de dolor, se quitaba las botas y los calcetines agujereados por los dedos y talones.

Al ver los dedos llagados y uno de los tobillos con un costurón de piel abierta y sanguinolenta exclamó.

–¡Madre de Dios! ¿Pero dónde vas así? Te va a coger gangrena.

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