Vagina

Vagina


PARTE IV: LAS JOYAS DE LA DIOSA » CONCLUSIÓN: RECUPERAR A LA DIOSA

Página 29 de 33

CONCLUSIÓN: RECUPERAR A LA DIOSA

«Es como estar en casa».

MADONNA, Like a Prayer

No esperaba que se operase un cambio así en mi propia visión solamente por haber explorado dimensiones de la vagina que desconocía. Pero del mismo modo que me sentí atraída por el tema porque sospechaba que un libro sobre la vagina sería un libro acerca de algo mucho más grande y diferente que un “mero” órgano sexual, el cambio producido en mi forma de ver las cosas no afecta solo a la vagina, sino que incluye al parecer un cambio en mi visión del mundo.

Para terminar el libro, mis hijos y yo y otra familia alquilamos una casa cerca de la ciudad griega de Eressos, situada en lo que habían sido las islas minoicas. Íbamos a pasar allí una semana, a principios de verano. Habían pasado dos años desde que comencé mi viaje.

Físicamente, a pesar de una espectacular cicatriz que recorre toda la parte baja de mi espalda, estaba completamente curada en todos los sentidos. Podía nadar y caminar de nuevo, aunque por desgracia nunca más podré girar la espalda por completo, por lo que he tenido que despedirme de algunos deportes como el tenis y algunos tipos de baile. Aunque esto a veces me resulta un poco doloroso, estoy muy agradecida por no tener que llevar un corsé ortopédico —y también igualmente importante, estoy indeciblemente agradecida por tener funcionando otra vez mis sistemas neurales, por haber recuperado mi consciencia en todos sus aspectos y dimensiones—, y solo se trata de destellos momentáneos, puesto que me soprepasa la alegría de saber que he recuperado lo que pude haber perdido para siempre. Mi agradecimiento sin límites a la doctora Coady, al doctor Cole, al doctor Babu, y a los otros médicos que me han ayudado.

Psicológicamente, creo que he descubierto, a través de la investigación que hice para este libro, algo que para mí también es una especie de tesoro. Me sorprende ver cómo se manifiesta, ya que sigo descubriendo aspectos de la realidad que antes para mí estaban ocultos.

El día en que iba a escribir las últimas páginas del libro, metí mi ordenador en una bolsa y me dirigí hacia el pueblo que había cerca de la casa donde nos alojábamos. El día antes salí a navergar en un pequeño catamarán blanco; una muchacha británica, que trabajaba en el pueblo durante las vacaciones de verano, nos llevó, a mí y a mi amiga de la otra familia, a dar un paseo en barco. Era una mañana clara y brillante, y el calor daba a la luz un tono blanquecino. El agua tenía esa cualidad que solo posee el Egeo: un color púrpura bajo la superficie azul que Homero describió con palabras que no llegué a comprender nunca hasta que lo vi, “el mar color de vino”. Riquezas ocultas, tesoros ocultos, profundidad y más profundidad.

La joven sabía lo que se llevaba entre manos: maniobró con seguridad aprovechando el viento. Al cabo de pocos minu­tos estábamos en medio de la bahía con forma de arpa, mirando hacia la costa y el pueblo. En nuestro primer día en la casa, cansadas y con jet-lag, ocupadas en instalar a los niños y asegurarnos de que todo el mundo tenía lo que necesitaba, no tuvimos tiempo de familiarizarnos con el hecho de estar culturalmente, y también físicamente, en Grecia. Ni siquiera me di cuenta de que la sencilla casa donde nos alojábamos estaba construida en una cavidad en la falda de unas colinas doradas, tras las que se alzaban otras montañas aún más altas y por detrás de estas, más montañas redondeadas y, de un color gris dorado. Miré el paisaje sobresaltada: estábamos rodeadas de majestuosidad, y soplaba una brisa suave y constante. Las colinas se ondulaban y curvaban como si la tierra fuera un cuerpo femenino.

Mirando aquel paisaje grandioso y suave, noté como si una mancha oscureciese mi visión: una mancha que había estado allí durante toda mi vida adulta consciente, desapareció por un momento, y de repente todo resplandeció. Esa mancha sombría y oscura —me di cuenta en un instante— era la vergüenza y la falta de respeto con que se trata a lo femenino, un trato que no solo converge en la vagina, aunque esta sea su centro arquetípico, sino que se extiende por todo el mundo, oscureciendo y manchando nuestra percepción de él y nuestra relación con él. ¡Qué extraordinario parecía todo cuando por un segundo, por un instante, la mancha desaparecía! ¡Qué armónia me parecía ver impregnando nuestra relación con los demás, y con la Tierra, en esta suave luz matinal!

De repente, me di cuenta de que nos encontrábamos en el norte de Creta; acabábamos de empezar el viaje. La bahía, la isla estaban cerca del epicentro del culto a la diosa de las antiguas civilizaciones minoicas, las que precedieron al panteón de los dioses de la Grecia clásica, dominado por la masculina cultura aria, y que también precedieron a la patriarcal y severa adoración de los hebreos.

El paisaje que estaba viendo era del color de la arcilla con la que se habían modelado las decenas de serpientes minoicas que había visto, las diosas del sexo. Me di cuenta de que yo misma había registrado inconscientemente aspectos, pistas y rastros de esa diosa en toda la isla; una versión esquematizada de la serpiente-diosa minoica, sosteniendo serpientes enroscadas ante sus pechos, era el símbolo oficial de la isla y la vi en la oficina de correos y en el ayuntamiento. Me había fijado que en todas las casas y villas había una estatuilla de arcilla rojiza representando un rostro femenino, enmarcado en una forma de concha vulvar, muy parecida a la mandorla que enmarca la Virgen María en el manuscrito del New College. Las estatuillas, colocadas mirando hacia afuera en una u otra esquina del techo, eran invocaciones a la protección. Aquí, en esta isla, todavía quedaba algún vestigio del reconocimiento de las energías femeninas como algo sagrado y poderoso.

A principios de semana habíamos visitado Molyvos, un hermoso pueblo en las montañas. Mientras explorábamos un castillo bizantino construido en la cima de la colina, mi amiga dijo: «¡Mirad!». En el valle, enormes llamas rojas y naranjas se encaramaban cientos de metros hacia el cielo, y enormes columnas de humo blanco y gris acerado, fisuradas a veces por humo negro como el carbón, se enarbolaban por el cielo. Era un incendio forestal que amenazaba la vecina ciudad de Petra. Nos dirigimos de prisa hacia el puerto, donde vimos a los aviones verter agua sobre el muro de fuego que lo lamía y devoraba todo. La gente del pueblo nos dijo que los incendios se repetían todos los veranos, no era fácil controlarlos. Decenas de personas habían muerto en los incendios del verano anterior. Este año era muy peligroso, dijeron, porque era el verano más seco en años, a causa del clima extremo; el clima estaba cambiando.

En aquel instante me di cuenta de que, contrariamente a lo que nos dice la tradición judeocristiana, la sexualidad humana no era el origen del pecado original. El pecado original de nuestra especie era haberse desviado de nuestra tradición más antigua que reverenciaba lo femenino y la sexualidad femenina, y todo lo que ambas representaban para nosotros. Nuestro pecado original son 5.000 años de avergonzarlas, estigmatizarlas, controlarlas, dominarlas, separarlas de las mujeres y de los hombres, compartimentarlas, insultarlas y venderlas. De ese pecado original derivaron grandes dislocaciones y alienaciones en la civilización y en el desarrollo humano, y sus resultados se ven por todas partes a nuestro alrededor. En un instante vi oleadas de tragedia, para las mujeres, para los hombres y para la civilización, ahora desequilibrada y saqueada, que siguió a esta alienación inicial.

Todos estos momentos y circunstancias parecían conectados a mí.

Me acordé de Liz Topp, la educadora, que había descrito a las adolescentes del instituto de Manhattan. Estas chicas le contaron que estaban tan hartas de la falta de respeto con que se trataba su sexualidad, y de que sus propios deseos y su desarrollo no pudieran expresarse abiertamente, que un día se presentaron a la asamblea de la escuela en grupo y pidieron que las dejaran hablar. Entonces se pusieron de pie y gritaron al unísono: «¡Vagina, vagina, vagina!».

Sonreí al pensar en la anécdota y en la iniciativa de aquellas jóvenes: su propia fuerza y desarrollo dependían de esta afirmación, por muy impulsivo que fuera el gesto.

Tenían razón.

Para escribir las últimas páginas del libro, me escabullí sola al centro de Eressos, dejando atrás la bahía. Las cabras pacían calmadamente bajo los olivos y sus hijos jugaban golpeándose con los cuernos a la sombra. Seguí un camino paralelo al mar Egeo, que estaba a mi derecha; a la izquierda quedaban las grandes y redondeadas colinas. El sendero pasaba por un pequeño puente; en el verde río que corría por debajo nadaban decenas de peces y de tortugas. Junto al camino abundaban las flores de todos los colores: brillantes adelfas rosas, bignonias rojas, cardos violetas. Era como si cada flor tuviera su abeja trabajando en ella concienzudamente. Las flores, por supuesto, son los órganos sexuales de las plantas; me había comido su miel, para desayunar, todas las mañanas de nuestra estancia.

Sonreí. Allí donde mirara veía la energía femenina sin manchas, inmaculada, creando y ofreciendo. La sexualidad femenina estaba en todas partes, no hacía más que alimentar y mantener el mundo entero; no hacía más que alimentar y sostenernos a nosotros, a la humanidad.

Vagina vagina, vagina, pensé, sonriendo en mi interior.

Ir a la siguiente página

Report Page