Vagina

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PARTE II: HISTORIA: CONQUISTA Y CONTROL » 6. LA VAGINA TRAUMATIZADA » LA VIOLACIÓN PERMANECE EN LA VAGINA

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La violación suele considerarse e incluso castigarse —si no hay armas implicadas y si no se ha producido una agresión física adicional ni existen señales de golpes ni de sangre— como si fuera “exclusivamente” sexo a la fuerza, en lugar de un acto de una extrema violencia cuyas consecuencias pueden comportar un daño físico de larga duración. Pero los últimos hallazgos científicos nos dicen que el miedo “por sí solo” o la violación “por sí sola”, si se imponen por la fuerza a una víctima mediante una agresión sexual “no violenta”, incluso cuando se trata de una violación con cita, puede dejar huellas y daños medibles y de larga duración tanto en el cerebro como en el cuerpo de la mujer. Por su parte, la doctora Coady cree que las agresiones y los abusos sexuales pueden influir, más tarde en la vida, en la experiencia del dolor físico de las mujeres, y, efectivamente, nuevos datos relacionan los traumas sexuales con la posterior percepción de dolor crónico, aparentemente no relacionado con la experiencia traumática, por parte de algunas mujeres.

Es decir, si una mujer ha sido violada o ha sufrido abusos sexuales en su niñez, y más tarde en la vida tiene un problema de salud “no relacionado”, parece que para esa mujer sea más doloroso que para las mujeres del grupo de control sin ese tipo de antecedentes. La doctora Coady cree hasta tal punto en este resultado potencial que dice que: «se puede sustituir “violación” por “miedo”».

Seguramente, gracias a estos nuevos avances científicos, el apoyo que daremos a las víctimas de una violación para su curación consistirá en algo más que en consejos verbales y de carácter emocional. Quizás permitirá desarrollar unas prácticas estándar para tratar a las víctimas de violaciones “no violentas” que incluyan el asesoramiento ofrecido por personas formadas específicamente en la ciencia del TEPT y en tratamientos de base comportamental y neurológica, como los utilizados en el Centro para el Tratamiento del Trastorno de Estrés Postraumático del Hospital Bellevue en Nueva York, dedicado a la recuperación física del cerebro y del SNS dañado. Quizás también las demandas civiles realizadas por víctimas puedan basarse en pruebas de problemas de salud posteriores, o incluso en pruebas de reacción ante el estrés, cuando los tribunales no hayan llegado lo bastante lejos. Este tipo de trauma y sus consecuencias físicas se pueden tratar, pero el tratamiento debe incorporar la ciencia del TEPT.

Así entendidas, y teniendo en cuenta estas significativas pruebas, la violación y las agresiones sexuales, con su trauma concomitante, deberían considerarse no solo como una forma de sexo forzado; también deberían considerarse como una forma de injuria al cerebro y al cuerpo, e incluso como una variante de la castración.

VULVODINIA Y DESESPERACIÓN EXISTENCIAL

Para que mi tesis fuera válida necesitaba un grupo de control. Evidentemente, no sería ético dañar el nervio pélvico femenino o interferir en el orgasmo deliberadamente para compro­bar lo que ocurre en el cerebro femenino cuando no le llegan esas sustancias químicas a través de la red neural pélvica. No existe ningún estudio de este tipo, razón por la cual tiene que indagarse en lo que ocurre en las mujeres que han sufrido daños en su sistema mente-cuerpo debidos a una afección médica o en aquellas que han sufrido una violación. ¿Veríamos esos cambios, que yo investigaba, producidos en la confianza, en la creatividad, en el sentido de la conexión y en el optimismo de las mujeres? Me pareció conveniente hablar con Nancy Fish. Fish lo sabe todo sobre traumas vaginales, como paciente y también como asesora de las mujeres que sufren vulvodinia (que significa “dolor vaginal”) y daños en el nervio pélvico. Trabaja como terapeuta en SoHo Obstetrics and Gynecology, el consultorio de la doctora Deborah Coady, el más importante en los Estados Unidos entre los que tratan la vulvodinia. Fish es responsable del grupo de apoyo de SoHo OB/GYN de mujeres aquejadas de vulvodinia y es coautora, junto con la doctora Coady, del libro titulado Healing Painful Sex.

La vulvodinia es, en general, una dolencia muy mal entendida que afecta a una cantidad asombrosa de mujeres en un momento determinado de su vida —el 16% de las mujeres, según las investigaciones de la doctora Coady y Nancy Fish—. (En una encuesta publicada en Newsweek en la que las propias mujeres informaban sobre dolores sexuales, se mencionaba un índice de entre 8 y 23%, o sea, la cifra de Coady y Fish; entonces me pareció una cifra improbablemente alta, pero ahora se ha confirmado).

Cuando una mujer sufre vulvodinia, significa que una inflamación o una irritación en alguna parte de la red neural pélvica causa dolor en la vulva, en la vagina o incluso en el clítoris, lo cual hace que las relaciones sexuales sean dolorosas. Después de haber entrevistado a varias mujeres con vulvodinia, yo sabía que en esas mujeres “se apaga una luz” cuando su dolencia empeora, mientras que vuelven a recuperar el resplandor cuando su dolencia mejora. Desde luego se trata de una observación anecdótica y no científica, y por supuesto esas mujeres se sentían deprimidas por razones obvias cuando sufrían; pero yo tenía que saberlo: ¿su depresión era debida principalmente al dolor y a la tristeza consiguiente por no poder disfrutar de una intimidad sexual normal, o también era posible que tuviera algo que ver con aquel otro de­sarreglo neural, de mayor envergadura, en relación con el circuito de alimentación entre el cerebro y la vagina?

Un día de principios de primavera, en el mes de mayo de 2011, sentada a la sombra del porche de mi casa, entrevisté a Nancy Fish. Su voz sonaba apagada —se estaba recuperando de una operación quirúrgica en la que le habían liberado su propio y pellizcado nervio pélvico—, pero se esforzó todo lo que pudo para que su tono de voz fuera algo más que el murmullo que le permitía susurrar con comodidad su grado de energía para ayudarme a obtener las respuestas a mis preguntas.

Fish se formó como terapeuta en la Universidad de Co­lumbia y tiene su propia consulta privada en el condado de Bergen, Nueva Jersey, donde asesora a mujeres con vulvodinia, además de trabajar en SoHO OB/GYN.

—Atiendo a mujeres jóvenes, viejas, solteras, casadas, lesbianas, heterosexuales, bisexuales, de todo tipo de procedencias —me contó—. Es tanta la diversidad en mi consulta que precisamente por esto sé que se trata de una dolencia médica, y no generada psicológicamente.

Fish tiene una actitud muy abierta puesto que ella misma sufrió esta dolencia durante años. Me explicó que la vulvodinia es otra de las consecuencias de un nervio pélvico pellizcado, pero que en este caso en lugar de falta de sensación lo que ocurre es que la mujer con vulvodinia siente dolor. Yo le conté con todo detalle mi teoría de que el nervio pudendo ayuda a proporcionar sensaciones de bienestar al cerebro femenino, y así la vagina ayuda a que la mujer tenga un sentido más esencial de su yo.

—Según su experiencia, ¿cree que lo que digo tiene algún sentido? ¿O es una locura? —le pregunté.

—De ninguna manera —dijo—. Es totalmente razonable. Siempre que exista un problema, del tipo que sea, en la zona vulvovaginal, eso afectará a todo el sentido del yo. Muchas mujeres creen que están locas porque identifican todo su sentido del yo con la vagina, pero yo les digo que no es así. Tener dolores o molestias en esta parte del cuerpo no es lo mismo que tener dolor en otras partes del cuerpo. Hablamos del dolor que nos provoca la “ciática” o la “migraña” y lo hacemos con naturalidad. Pero a la mayoría de las mujeres les da vergüenza hablar de dolor en esa zona del cuerpo. Así que no solo vamos por el mundo con un dolor terrible, sino que encima ni siquiera podemos hablar de él.

—Durante las últimas décadas se ha “interpretado” que el dolor vulvovaginal tiene una causa psicológica, según he podido comprobar —le dije.

Fish asintió.

—A menudo se dice a las mujeres que todo está en su cabeza —continuó—. Es verdad que la ansiedad y la depresión pueden empeorar el dolor. Pero jamás hemos conocido a una mujer en la que este dolor tenga un origen psicológico. ¡Tiene una base física![92] La mayoría de médicos no tiene ninguna pista sobre qué es lo que no funciona en esas mujeres. Una paciente acude de promedio a siete médicos antes de conseguir un diagnóstico correcto y a menudo tiene que oír opiniones de lo más extravagantes. Yo misma acudí a una loca que trabaja en este campo y que se considera a sí misma una verdadera experta. Me dijo que lo que yo tenía era una grave deficiencia de vitamina D… ¡nunca me hizo un examen interno! ¡Nunca mencionó el suelo pélvico! Y esa doctora sigue ejerciendo, a pesar de que le puse una demanda a través del Consejo Estatal.

Me pregunté si ese sentido fundamental del yo en relación con el bienestar de la vagina era evolutivo o neurobiológico. Eran muchas las mujeres, procedentes de realidades económicas y culturales muy distintas, a las que había oído decir que se sentían como “objetos estropeados” cuando eran víctimas de un insulto o un trauma en la vagina.

—¿Cuántas veces ha oído la expresión “me siento como un objeto estropeado” a sus pacientes? —seguí insistiendo.

—Lo dicen casi todas ellas —me contestó—. En según qué momentos, es como si fuera casi imposible no decirlo.

—Me parece —especulé—, que hay algo en la sensación de una vagina sana e intacta que va directamente al sentido fundamental del yo femenino. ¿Le parece eso descabellado?

—No —me aseguró—. Cuando nos duele un pie quizás nos sentimos deprimidas, pero no nos afecta a nuestro sentido del yo más esencial como cuando lo que nos duele o lo que se nos ha dañado es la vagina.

—¿Tiene usted muchas pacientes que se sientan deprimidas? —la interrogué, porque me preguntaba si las vaginas que no funcionaban correctamente desde un punto de vista neurológico suministraban dopamina a los cerebros de las pacientes, lo cual parecía lógico.

Todas se sienten deprimidas. Todas tienen depresión —dijo remarcándolo.

—¿Cree usted que el daño en el nervio vaginal puede ser una causa fisiológica de la depresión? —seguí.

—Cuando la vagina duele, se resiente todo el sistema nervioso central. Estoy segura de que suceden cosas de orden biológico.

—¿Cómo se manifiesta la depresión en sus pacientes?

—Pues se preguntan: «Por qué a mí», «yo soy una buena persona».

—Se trata de una depresión existencial —añadí.

—Sí. Veo a chicas jóvenes con la vida destrozada. Puede ocurrir de golpe y porrazo. Pasan de la normalidad a un dolor intenso. Una de mis pacientes —continuó— era una mujer de negocios. Un día, antes de salir para la India en viaje de trabajo, tuvo un terrible dolor en el clítoris. Se le había inflamado el nervio pudendo. Aun así se fue a la India y lo pasó fatal durante todo el viaje. En las reuniones intentaba aguantar el dolor como podía. En el hotel se ponía hielo entre las piernas y empezaba a beber. Me dijo que si hubiera tenido que soportar aquel dolor el resto de su vida, se hubiera matado. La mayoría de mis pacientes han tenido ideas suicidas.

—Me está diciendo —confirmé— que este dolor es diferente entre sus pacientes con dolores agudos en otras partes del cuerpo. ¿Cree que hay algo más específico y exclusivo del dolor vaginal que pudiera hacer que las mujeres quisieran quitarse la vida?

—La imposibilidad de tener una vida íntima normal es de­sesperante para ellas, pero tengo que decir que he conocido a hombres magníficos e increíblemente comprensivos.

—¿Cómo se sienten las mujeres que nunca han podido utilizar su vagina de un modo sano?

—Sienten que no están completas.

—¿De una forma diferente a las personas que han sufrido una amputación? —yo seguía insistiendo en la pregunta porque quería estar segura de aislar la “tristeza vaginal” de la tristeza física en general.

—Sí —confirmó—. Cuando yo misma transité por la vida con vulvodinia, también tuve que someterme a una mastectomía. Fue pan comido en comparación. Te sientes poco atractiva, como si tu pareja no fuera a tocarte ya más. En determinados momentos le decía [a mi marido]: «¿Por qué no te buscas un ligue?». Me sentía fatal porque él no podía tener relaciones normales conmigo. Mis clientas me cuentan que han dicho lo mismo a sus parejas. Les preocupa que sus parejas las abandonen. No se sienten mujeres completas.

Le pregunté si quería transmitir a mis lectoras algún mensaje relacionado con sus vaginas.

—Si las mujeres saben tan poco sobre sus propios cuerpos… es porque falta ciencia, por lo que veo —me dijo—. Falta ciencia. Si tuviéramos mejores conocimientos sobre la biología de las mujeres, esta zona del cuerpo no estaría estigmatizada.

—¿Me está diciendo que la ciencia moderna no divulga ampliamente suficientes conocimientos sobre la vulva, la vagina y la pelvis de las mujeres y que por eso las mujeres no se comprenden a sí mismas?

—Sí —dijo Fish.

—Así que, en lo concerniente a la vagina, ¿la ciencia vive una Edad Media, lo mismo que las mujeres?

—Efectivamente. Estamos en plena Edad Media cuando se trata de atención médica y conocimientos sobre la zona vaginal.

—¡Yo ni siquiera sabía que teníamos un nervio pudendo! —le comenté.

—¡Ay, Dios mío! Cuando digo “nervio pudendo” nadie sabe de qué hablo. Dentro de la propia profesión médica, no saben de qué les hablo. Las mujeres tendrían que sentirse más cómodas con su vagina. Cuando una paciente acude por primera vez a la doctora Coady, no ha oído hablar jamás del nervio pudendo, ni sabe lo que son los músculos del suelo pélvico, o que estos nervios están conectados con su vagina y pueden afectar a su vida sexual… Algunas mujeres no saben exactamente dónde tienen los labios o el clítoris. Deb siempre les da un espejo.

—¿Qué pasa cuando las mujeres se curan y pueden volver a utilizar su vagina con normalidad? —le pregunté.

—Eso requiere tiempo —contestó—. Algunas mujeres son muy cautelosas en esa zona.

Fish me contó que algunas de sus clientas decían que incluso después de haberse recuperado se seguían sintiendo como si su “sexualidad estuviese amputada”.

—Tienen ansiedad —siguió Fish—. Tienen una actitud hipervigilante respecto a todo lo que hacen en esa zona.

—Entonces, la experiencia de dolor o trauma en la vagina, incluso después de haberse superado, ¿deja en las mujeres cicatrices psicológicas, como ansiedad, hipervigilancia, una sensación de “amputación” de un aspecto de su yo esencial, que son difíciles de ignorar incluso cuando la vagina mejora? —le pregunté.

Volví a pensar en todas aquellas mujeres de Sierra Leona moviéndose como fantasmas en un campamento de fantasmas; pensé en todas las mujeres que había conocido en la Europa oriental o en Norteamérica a las que habían violado y que todavía transitaban por la vida con “la luz apagada en sus ojos”, como había dicho Jimmie Briggs. Le pregunté si sus pacientes se referían a una pérdida general de intensidad en el entusiasmo o en la creatividad cuando su vagina estaba, por decirlo así…, desesperada.

—Sí, eso es —confirmó con un tono de seguridad en la voz—. Todo, todo pierde intensidad, todo se aplana: los sentimientos respecto al trabajo, los sentimientos respecto a las amistades, respecto a la pareja, respecto a los familiares. Cambia la percepción debido al sentimiento que tienen de sí mismas. Empiezan a sentirse dañadas, y eso lo proyectan en todos los demás. Sí, ellas hablan de desesperación: desánimo y desesperanza.

—¿Alguna vez le han hablado de pérdida de creatividad cuando se producen lesiones vaginales? ¿Quizás usted misma experimentó falta de creatividad? —le pregunté.

—Cuando me encuentro realmente mal… sí, todo me parece difícil —me dijo con tristeza—. Me siento menos creativa en todo: en la relación con mis hijos, con los amigos.

—¿Cree que las personas cuando se encuentran mejor re­cuperan la creatividad y la esperanza? —seguí presionándola.

—Sí… así es —dijo con un murmullo—. Como cualquier otra pérdida, el trauma se queda dentro de la persona a algún nivel, incluso cuando ya te encuentras mejor. Pero la esperanza, la confianza, la creatividad… sí. Cuando las mujeres empiezan a curarse, vuelven a ser capaces de apreciar las cosas a un nivel más profundo. —Se quedó callada, pensando—. Esperanza, creatividad, confianza… —dijo, casi para sí misma, como si volviera a reflexionar—. Su afecto es muy distinto —confirmó finalmente—. Vuelven a sentirse como personas completas, no como objetos estropeados. ¿Cómo si se sintieran más entusiasmadas, más esperanzadas? —se hizo esta pregunta a sí misma, relacionando mis preguntas, que para ella eran nuevas, también lo eran para mí, con su experiencia clínica.

»Sí, sin duda —dijo tras una larga pausa—. Pueden volver a tener relaciones sexuales. Recuperan la confianza. Cuando recuperan la sensación de ser seres humanos intactos… también recuperan un sentido de la vida más profundo. Todo lo que antes les parecía insignificante, mientras sufrían, vuelve a tener significado de nuevo: cosas buenas, el sentido de conexión con la familia y con los amigos.

—Y este sentido de conexión con la familia y con los amigos, ¿se pierde o se ve perjudicado cuando las mujeres sufren vaginalmente? —volví a repetir.

—Sí, así es.

—Lo que en realidad estoy tratando de averiguar es si su experiencia clínica confirma lo que ahora mismo es solo una intuición con elementos científicos que apuntan en esa dirección.

—Basándome en mi experiencia clínica, creo sin ningún género de dudas que lo que usted está diciendo es muy válido —dijo—. Uno de los tratamientos para el dolor crónico son los ISRS [inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina]. Está claro que el dolor afecta a la norepinefrina y a la serotonina. Si esas sustancias químicas no funcionan correctamente, qué duda cabe de que eso va afectar al humor. Psicológicamente, químicamente… sin duda: cuando existe cualquier problema en la zona de la vagina o de la vulva se produce una alteración química; tiene que producirse una alteración química en el cerebro femenino. Todo está conectado; nos duele esa zona, después nos puede doler el nervio periférico, y luego eso puede afectar al dolor del sistema nervioso central. Es una conexión integral mente-cuerpo, como un círculo vicioso.

—Nuestro cerebro está conectado con la vagina —repetí, contenta de que Fish hubiera confirmado, a partir de sus profundos conocimientos, el posible vínculo que yo estaba investigando.

—Sí, sin duda lo está —dijo.

—Bien, permítame ahora dar un salto de gigante —le dije—. Existen países donde a las mujeres se las somete sistemáticamente a un estado de dolor vulvovaginal debido a la mutilación genital femenina, que incluye la cliterodectomía y la infibulación. En su opinión y por su experiencia clínica, ¿cree que esto significa que la mayoría de esas mujeres están sometidas a un estado de permanente falta de afecto, anhedonia (poca capacidad para sentir placer en general) y depresión?

—No veo cómo podría ser de otro modo. Forzosamente tiene que producirse un daño permanente en el nervio pélvico. Forzosamente tiene que producirse un daño psicológico al amputar esta parte del cuerpo [Fish utiliza una metáfora: se provocará una tremenda cicatriz en el nervio pélvico]: supongo que es lo mismo que veo yo. Desesperación y de­sesperanza.

—¿Es una hipótesis razonable? —le pregunté.

—Absolutamente razonable.[93]

—Si pudiera demostrar las implicaciones del vínculo entre el cerebro y la vagina —murmuré—, bueno… parece que eso explicaría muchas otras cosas raras que se han hecho a la vagina a lo largo de la historia.

El nervio pélvico vaginal, al que a veces llamo “nervio pudendo” —a diferencia del nervio pélvico de los hombres, que termina en la próstata, el recto y el pene—, es tremendamente vulnerable a un nivel físico. Puede quedar lesionado o irritarse a causa del parto, la episiotomía u otras circunstancias no tan dramáticas. En las mujeres, el sistema neural pélvico está tan expuesto al entorno, tan ligeramente protegido por las finas membranas vaginales, que, en algunos casos, por el mero hecho de haber estado sentadas durante mucho rato en una mala postura, presionándolo, nuestro nervio pélvico puede lesionarse permanentemente. La doctora Coady hizo un importante descubrimiento: muchas mujeres sufren lesiones permanentes o graves en el nervio pélvico solo debido a los estiramientos de yoga o a las clases de baile.

Está claro que las diferencias en la anatomía masculina y femenina hacen que el nervio pélvico femenino sea mucho más fácil de atacar y lesionar intencionadamente que el nervio pélvico masculino. Para provocar en el hombre un daño similar al causado por una violación o por una lesión sexual en las mujeres habría que perforar, literalmente, al hombre a través del perineo.

Evidentemente, el suministro de hormonas opiáceas al cerebro de los hombres también se vería interrumpido si su nervio pélvico se lesionara. Y estas lesiones se producen, sobre todo entre la población de las cárceles, donde, merece la pena mencionarlo, la violación masculina con violencia está muy extendida y es aceptada de facto por las autoridades, y donde también se valora la pasividad de los internos. Pero este tipo de lesiones en los hombres, teniendo en cuenta que su anatomía pélvica está mucho más protegida, se dan con mucha menos frecuencia.

Esta información acerca de cómo el daño sufrido en el nervio pélvico afecta al cerebro femenino, ¿cambia completamente nuestra forma de ver lo que es una violación? Sí, sin duda. En las guerras, las mujeres son víctimas una vez tras otra de la inserción de objetos punzantes, botellas y bayonetas en su vagina. Las violaciones en grupo les desgarran la vagina y el espacio donde se ubica la próstata en los hombres, entre la vagina y el ano, dos de las tres terminaciones del nervio pélvico femenino. Además, en numerosas culturas se practica la cliterodectomía, en la que se corta y traumatiza la terminación del nervio pélvico femenino.

Durante mucho tiempo, esta práctica se ha entendido erróneamente considerándolo un delito sexual. En realidad, es una técnica.

LA VIOLACIÓN PERMANECE EN LA VAGINA

Mike Lousada es el mejor exinversor bancario del mundo convertido en sanador sexual masculino. Su misión, tal como él la describe, es curar dolencias sexuales de las mujeres y lo hace gracias a su extraordinaria formación como terapeuta y como practicante del tantra. Tiene una consulta, que goza de muy buena reputación, en Chalk Farm, Londres, donde ha curado, o mejorado, sexualmente la respuesta de cientos de mujeres mediante una combinación de miradas y toques tántricos y del masaje orgásmico “yoni” (yoni, el término hindi para vagina, que significa “lugar sagrado”). Lousada es uno entre el creciente número de profesionales de diferentes disciplinas convencidos de que la vagina interviene en las emociones y los pensamientos femeninos. Su índice de éxitos es tan notable que ha empezado a relacionarse con profesionales de la medicina convencional, tanto británicos como internacionales, especializados en tratamientos del deseo sexual bajo y las disfunciones sexuales en las mujeres. El doctor Barry Komisaruk, que investiga el orgasmo femenino a través de resonancias magnéticas, en Rutgers, se ha puesto en contacto con él para estudiar su práctica con aparatos de resonancia magnética.

Frente a una pequeña biblioteca de un college medieval, contacté a través de Skype con el hombre que empezaba a considerar como asesor permanente de todo lo relacionado con el yoni.

Conocí a Lousada un año antes, cuando lo entrevisté para un periódico de Londres sobre su trabajo con los masajes yoni. Ahora le quería preguntar cuál era su punto de vista sobre lo que el doctor Richmond me había contado y también sobre las preguntas planteadas en los recientes informes científicos acerca del efecto de la violación en el cuerpo de la mujer. Según su experiencia, ¿el trauma sexual permanecía en la vagina físicamente? Lousada había trabajado íntimamente con la vagina de una infinidad de mujeres, muchas de las cuales habían sufrido algún tipo de trauma sexual. ¿Cuál sería su opinión?

Me senté en una piedra que sobresalía de un antiguo muro en un rincón del patio cubierto de césped en el centro del colle­ge. Era a principios de junio: las rosas, de un rosa intenso, dispersaban su fragancia por el aire y sus pétalos se diseminaban por el camino que conducía a la pequeña biblioteca. En una de las esquinas del patio había un enorme cerezo de cuyas robustas ramas pendían montones de cerezas rosadas, sin madurar todavía. No eran las cerezas americanas, de color rojo intenso, a las que estaba acostumbrada, sino cerezas de Shakespeare, inglesas, de un rosado mantecoso (una metáfora corriente en la poesía isabelina para referirse a las mejillas o a los labios sonrosados, o a las delicias femeninas en general).

Iba por mi segundo gurú vaginal de aquel día y ni siquiera era la hora de comer: aquella misma mañana había ido a estudiar a la biblioteca de otra universidad, donde decenas de estudiantes se inclinaban concentradamente y en silencio sobre sus Swinburne o sus Lawrence. Al intentar abrir un documento en mi portátil, que sostenía abierto sobre mis rodillas, apreté sin darme cuenta la función de play sobre un archivo de audio que contenía una entrevista que realicé con Charles Muir, un gurú tántrico americano. Según Muir, fue él quien introdujo en la América de los años setenta la conciencia femenina sobre su “lugar sagrado”. De repente, en medio del silencio que reinaba en la biblioteca, una voz resonante, con acento de Queens, salió claramente de mi ordenador: «Una eyaculación contiene trillones de células. Un hombre corriente eyacula con tanta fuerza que…». Hileras de caras curiosas se giraron hacia mí todas a la vez. Intenté apretar el stop nerviosamente, pulsando una y otra vez sobre el cursor táctil, pero las firmes cadencias de Muir no hacían más que sonar más altas. «Y cada vez que eyacula…». Al final tomé mi portátil y, ruborizada, me llevé la voz de Charles Muir al otro lado de la doble puerta de la biblioteca.

Ahora lo que emitía mi ordenador era la voz pausada y de acento londinense de Lousada, contestando a mi pregunta de si, según su experiencia, él había visto indicadores físicos de traumas sexuales en sus clientas. El doctor Richmond y otros habían demostrado que los traumas en la vagina pueden dejar una huella en el cerebro y en el sistema nervioso. Ahora lo que me preguntaba era si, en el bucle de retroalimentación que caracterizaba a la conexión entre cerebro y vagina, la memoria del trauma podía dejar una huella física en la vagina.

—Según mi propia experiencia —dijo—, esa teoría es perfectamente lógica.

Sin embargo, antes de seguir adelante me advirtió:

—Cuando atiendo a una clienta para curarla sexualmente, la visito a dos niveles: físico y espiritual.

Le aseguré que eso lo entendía. Entonces me confirmó que lo que yo me preguntaba era sin duda cierto: que, de hecho, existían diferencias físicas entre las mujeres que no habían tenido ninguna experiencia de violencia sexual y las que tenían antecedentes de violación o de abusos sexuales.

—¿Cómo se explica? —le pregunté—. ¿Cuál es el mecanismo?

—La vagina está diseñada en parte para el placer. Luego llegan las experiencias de la vida. Es como si los tejidos de la vagina recibieran la emoción que se rocía sobre ellos. Con más experiencias, la emoción se vuelve compacta, especialmente si has tenido dolor. El dolor al final se convierte en insensibilidad vaginal, que, en realidad, es desensibilización, lo cual es muy corriente.

Le pedí que me explicara este proceso en términos más sencillos.

—Cuando realizo trabajo yoni, si los tejidos vaginales han llegado a cierto grado de insensibilidad, para ayudar a mi clienta a su propio proceso de curación, lo que he de hacer es sacarla de esa insensibilidad y llevarla al dolor, a la emoción, al placer.

También habló de algo que él mismo reconoció que era difícil de describir: una “desconexión energética” en el cuerpo de las mujeres víctimas de una violación o de abusos sexuales en su historia pasada; la vagina de estas mujeres parecía estar “energéticamente” desconectada del resto de su cuerpo, incluso si tenían orgasmos. (Un médico a quien le pedí que revisara el punto de vista de Lousada sobre las vaginas desensibilizadas señaló que los tejidos de la vagina no tienen una “única célula”, sino «una multitud de células distintas dispuestas en los diferentes tejidos que forman el órgano como un todo, exactamente igual que la faringe». Unas células que segregan mucus y son altamente sensibles forran la “cavidad”, se sitúan bajo los poderosos “músculos constrictores” que están en comunicación constante con la superficie mucosa, la columna vertebral y el cerebro. El flujo sanguíneo, la permeabilidad de la membrana celular, la secreción de fluido y feromonas y una serie de procesos biológicos “locales” interactúan entre sí y también con el sistema nervioso central. No me sorprende que Lousada, con su gran caudal de experiencia, sea sensible a los cambios en esta sinfonía, a las notas disonantes o a secciones de la orquesta que han enmudecido).

Le pregunté a Lousada hasta qué punto era común en nuestra cultura un estado de relativa desensibilización. Muy común, repitió.

—A algunas mujeres, el más leve roce de una pluma les puede provocar un orgasmo. Pero la mayoría de las mujeres en esta cultura necesitan mucha estimulación a base de fricción, lo cual sugiere que pueda existir una pérdida de sensibilidad.

Le recordé que las conexiones neurales femeninas pueden diferir mucho, pero él me clarificó que la disminución de la sensibilidad a la que él se refería puede darse cuando no hay nada especialmente problemático en las conexiones neurales de las mujeres. También dijo que la sensación vaginal en esas mujeres mejora tras el trabajo que hace con ellas (que consiste en dar masajes a la vagina y la vulva, a menudo en provocar orgasmos y en realizar otras prácticas como meditación y visualizaciones, todo ello con finalidades curativas). Lousada señaló que los estudios han demostrado que casi todas las mujeres, teóricamente, pueden tener orgasmos; por esta razón, él opina que la relativa insensibilidad o desensibilización de muchas de las vaginas que se encuentra en su trabajo son el resultado de la acumulación de experiencias negativas a lo largo de toda la vida de la mujer; esas experiencias pueden ir desde un sentimiento de ridículo acerca de su sexualidad en la niñez hasta el abuso sexual propiamente dicho.

¿Cómo hablaban estas mujeres de su situación?, me preguntaba yo. ¿Pensaban que tal vez sus sensaciones medio apagadas eran normales? ¿O hablaban de forma abierta de esa desensibilización como de un problema, sentadas tranquilamente en el sofá de casa?

—Lo que no acostumbran a decir es «yo no tengo mucha sensibilidad» —dijo Lousada haciendo hincapié en ello—. Puede que digan: «¿Sabe usted? Nunca he tenido un orgasmo». O «Tengo vaginismo» [una contracción dolorosa e involuntaria de los músculos vaginales antes o durante el coito]. O muchas veces me dicen: «Con el sexo no me lo paso bien».

Forcé un poco a Lousada para que concretara algo más respecto a las diferencias que él había observado en las vaginas emocionalmente traumatizadas.

—A algunas les falta lubrificación —dijo—. Otras están fí­sicamente tensas, pero no “tensas” como antes de dar a luz, más bien se trata de la calidad del tejido, que al tacto re­sulta más denso y prieto que el de las vaginas de otras mujeres. Cuando masajeas las paredes vaginales de esas mujeres, notas ahí los nudos musculares, en sus vaginas —repitió—. El vaginismo, según mi experiencia, casi siempre es consecuencia de un trauma sexual.

Hice un esfuerzo para procesar la explicación de Lousada: que muchas mujeres de nuestro país, quizás la mayoría, no sentían, vaginalmente, todo lo que podrían sentir debido a terribles experiencias de carácter emocional.

Por mi trabajo con supervivientes de violaciones y abusos sexuales sabía que muchas de esas mujeres tenían dificultades incluso en las relaciones sexuales, basadas en el amor y en la compenetración, que deseaban tener con su pareja, tierna y cariñosa. Una y otra vez chocaban contra una implacable y resistente pared que se interponía entre su voluntad y su placer sexual.

Esas mujeres tenían relaciones de pareja con hombres tiernos, fiables y comprensivos. Sin embargo, seguían luchando contra la resistencia y el rechazo sexual de su cuerpo, una lucha que a menudo duraba años, o incluso toda la vida. ¿Era posible que esa “pared” emocional fuera también para algunas mujeres una pared física, es decir, músculos tensos y nudosos?

Si resultaba que, efectivamente, algunos de esos efectos del trauma emocional en la vagina tenían un reflejo físico y no se trataban, lo normal era que esas secuelas físicas vaginales que dañaban la vida y las relaciones persistieran en el tiempo. Al pedirle que intentara restringir la definición de trauma sexual en el sentido más estricto que se entiende en general, le pregunté si podía calcular la frecuencia de este fenómeno: pérdida de sensibilidad en la vagina y el clítoris causada por agresiones sexuales, violación o abusos sexuales durante la infancia.

—Mire —dijo con tristeza—, entre un 25 y un 35% de mujeres reconocen haber experimentado algún trauma sexual. —Yo sabía por diferentes estudios que esas cifras eran correctas—. A menudo, la respuesta se manifiesta a través de la pérdida de sensibilidad vaginal: vaginismo, desconexión, debido al trauma. O también pueden ir al otro extremo: mujeres que se vuelven completamente orgásmicas, a pesar de tener un historial traumático claro. La actitud es: «A mi me encanta el sexo…». Pero cuando realizamos el trabajo yoni y les estimulo la vagina, entonces tienen uno o dos orgasmos y después tremendos estallidos de tristeza o de rabia. El cuerpo utiliza los orgasmos para ocultar la tristeza y el dolor.

Yo seguía sin entender el mecanismo biológico, más allá de la obviedad de la contracción muscular cuando tenemos miedo. ¿Cómo podía ser que aquellos efectos duraran tanto físicamente?

Lousada me explicó su teoría al respecto, que, según dijo, se basaba en el trabajo del doctor Stephen Porges.

—Porges nos proporcionó la base científica de este fenómeno —dijo Lousada.

El doctor Porges, profesor de psicología y bioingeniería en la Universidad de Illinois y director del Brain-Body Center de la misma universidad, desarrolló un análisis del trauma ampliamente utilizado, llamado “teoría polivagal”. Consulté esa teoría.

De acuerdo con la “teoría polivagal” del doctor Porges existe una conexión entre la evolución del sistema nervioso autónomo y la expresión emocional, incluidos los gestos faciales, la comunicación y el comportamiento social. Su argumento es que a través de la evolución el cerebro experimenta una conexión entre los nervios que controlan el corazón y la cara; esta conexión enlaza los sentimientos físicos con la expresión facial, la voz e incluso la gestualidad. En su clínica, los terapeutas aprenden a entender el impacto que puede ejercer “la neurocepción defectuosa” sobre la regulación autonómica y cómo pueden utilizarse en la práctica “los rasgos que dan lugar a diferentes estados neuroceptivos (seguridad, peligro y amenaza vital)”, como los usa Lousada, dentro del contexto del tratamiento: el objetivo del terapeuta es provocar en el cerebro del paciente “estados neuroceptivos de seguridad”.[94]

Si el doctor Porges estuviera en lo cierto, y su método de tratamiento tiene un considerable número de seguidores de renombre dentro de la comunidad de tratamiento de traumas, significaría que muchas de las mujeres que han experimentado abusos o agresiones sexuales durante la etapa formativa, entre un 17 y un 23%, tendrían la reacción de personalidad habitual en las mujeres de nuestra cultura: vivir en un estado de ansiedad continua, experimentando la incapacidad de “simplemente ser”, luchando por diferentes tipos de defensabilidad y temas de control, con la voz silenciada, todos ellos estados que no facilitan que las mujeres experimenten su sexualidad o su capacidad con plenitud.

Resumiendo, Lousada continuó, tenemos un “cerebro trino”: un cerebro reptil, la amígdala, que se encarga de temas de supervivencia; un cerebro mamífero, o emocional, y un cerebro neomamífero, la corteza frontal, donde se desarrollan las funciones sociales sofisticadas, entre otros procesos. Cuando nos sentimos amenazados, dijo, la parte más antigua del cerebro, la amígdala, se pone al frente. Muchos de nosotros estamos familiarizados con el “huye o lucha”, que es la respuesta de la amígdala ante las amenazas. Pero Porges identificó otras dos. La respuesta de “inmovilización”: a veces, cuando la presa permanece inmóvil, puede sobrevivir porque es posible que el predador crea que ya está muerta; y la respuesta de “cuidar y entablar amistad”: si hago algo que te gusta, a lo mejor no me matas.

Lousada añade a este conjunto de respuestas ante el trauma otra a la que llama “respuesta de separación”.

—Si un tigre hinca sus dientes en nosotros y no podemos hacer nada, nos salimos del cuerpo y nos metemos en la mente —dijo.

Esta reacción de “separación” está bien establecida en las investigaciones sobre el trauma. Gracias a mi propio trabajo con supervivientes de traumas, especialmente supervivientes de abusos sexuales durante la infancia, yo sabía lo común que era esta experiencia de “salir del cuerpo” durante la agresión. Muchas supervivientes de agresiones sexuales con las que había trabajado como voluntaria en un centro para crisis de violación describían haber presenciado las agresiones desapasionadamente, sobre todo si se trataba de episodios de abusos en la niñez, desde un estado descorporeizado, como si lo contemplaran desde otro lugar de la habitación. Al cabo de un rato, la niña sabe cómo abandonar su cuerpo si la agresión sigue.

La vagina se “paraliza”, casi le entendí decir, como en la común expresión “paralizarse de terror”, y además la mujer traumatizada “se separará” psicológicamente de “la escena del crimen”, o sea, de esa parte de su cuerpo.

—Entonces es cuando los médicos dicen que el cuerpo tiene un síntoma parecido al vaginismo. Pero el cerebro es el que le dice al cuerpo lo que tiene que hacer. El cerebro manda mensajes a la vagina diciéndole: «Esto no es seguro» —dice Lousada, y me recuerda lo que dijo el doctor Richmond, aunque era más específicamente referido a la tensión vaginal—. Entonces yo trabajo con las clientas a través de estas fases del trauma. Si la clienta traumatizada ha abandonado su cuerpo —se ha ido a su mente—, mostrará insensibilidad o tensión vaginal. Lo tratamos tocando. Después sigo trabajando con sus puntos de presión en la vagina. En el vaginismo pueden producirse espasmos. «¡Coño, como duele!», puede ser que diga una clienta en esa etapa de la curación. Entonces vuelve un pulso energético. Y en este momento, algo se desbloquea en la vagina. Cuando ya se sienten lo bastante seguras para pasar de la “paralización” al “lucha o huye”, es probable que pasen también de la insensibilidad al dolor o a la ocultación de orgasmos, o a la rabia absoluta; puede que empiecen a gritar o a regresar al trauma, pero esta vez con un resultado distinto. A lo mejor esta vez chillan: “¡Sáqueme sus manos de mierda de encima!”. Los recuerdos salen a la superficie. Pasan al “huye”: a veces empiezan a dar patadas con las piernas involuntariamente. Luego pasan a una respuesta social: por fin son capaces de vincularse con alguien de una forma diferente. Al final, la intimidad no las retraumatiza. Porges dice que el sistema nervioso traumatizado puede afectar profundamente a las relaciones. Cuando se produce una respuesta basada en el miedo, las personas pueden experimentar una respuesta neutral como la amenaza; esto se ha demostrado científicamente. Por eso yo sigo curándolas, tocándolas con empatía, amabilidad y afecto.

Le pregunté si según su experiencia creía en una correlación entre una vagina traumatizada y el riesgo de que la mujer tuviera depresión.

Me dijo que sí, porque según su punto de vista la «depresión es rabia contenida» y «en las mujeres que sufren un trauma sexual se ha reprimido la respuesta de lucha», lo cual significa rabia oculta. Dijo que alrededor de un 10% de sus clientas recibían, o habían recibido, tratamiento antidepresivo. (En cambio, los centros para el control de las enfermedades informaron en 2005-2006 de que el porcentaje de personas no institucionalizadas con depresión era de 5,4%).

—Entonces, ¿qué les pasa después sexualmente, una vez que ya se han curado? —le pregunté—. ¿Su vagina cambia de verdad?

—Sí, cuando se curan se produce un verdadero cambio en esa zona —dice—. Sus vaginas sienten de una forma diferente: están menos rígidas, reaccionan más. Se vuelven más orgásmicas, o tienen orgasmos por primera vez. Pueden mantener relaciones íntimas.

Le di las gracias a Lousada por el tiempo que me había dedicado. Habíamos hablado mucho sobre las aflicciones y el dolor humanos. Pero aunque nuestro tema de conversación había girado en torno a una indecible tristeza, parecía como si el mundo recibiera una dosis de esperanza, como si un destello lo iluminara, como si volviera a la vida gracias a la luz, como si una nube cambiara su color al ponerse el sol.

—En el tantra —concluyó para cerrar la entrevista llevando mi atención otra vez a lo que él considera el enfoque espiritual de su trabajo— se trata de realizar un trabajo espiritual: un hombre puede iluminarse con solo contemplar el yoni. Existen rituales tántricos en los que un hombre lo contempla, pero no lo toca. He realizado este ritual varias veces. Y he tenido la experiencia de ver lo Divino en la vagina… se me apareció una imagen de la Virgen María.

Me contó que no había recibido una educación católica, ni ninguna educación religiosa en particular, pero que la imagen le había sugerido un “arquetipo de la madre energía”. En el tantra, el yoni no solo es un lugar sagrado, sino un “asiento para lo Divino”.[95]

Sí, la imagen que describió era arquetípica. Tuve un recuerdo breve pero sobrecogedor: la mañana anterior, el doctor James Willoughby, un investigador compañero mío en la Universidad de Oxford, que se dedicaba a archivar antiguos tesoros de la biblioteca del New College, había tenido la amabilidad de enseñarme un volumen con unas extraordinarias ilustraciones. Era una versión anglonormanda del Apocalipsis de san Juan, que había pertenecido a una noble británica llamada Joan de Bohun.[96] El libro fue escrito en el siglo XIV. Estaba valorado en un millón de libras esterlinas. Era tan bello que los ojos casi se me inundaron de lágrimas. Se apreciaban los folículos de la vitela en la encuadernación interior. En el resto del libro, como más tarde descubrí, en varias de las páginas de pergamino aparecía un cordero sagrado enmarcado en lo que Willoughby llamó una “mandorla”. María también aparecía enmarcada, en su trono de gloria, con las mejillas ligeramente rosadas, la piel blanca y sus manos, bellamente modeladas, abiertas en un gesto de compasión. También ella aparecía enmarcada a menudo en lo que el doctor Willoughby llamó una “mandorla almendra”. Esta mandorla, curvándose alrededor de María por ambos lados y alargándose un poco en los extremos, se representaba con infinitas y delicadas gradaciones de los colores del arco iris.

En aquel momento me mordí el labio para no preguntar más sobre el origen de la “mandorla almendra”, puesto que evidentemente se trataba de una forma arquetípica femenina. Era el arquetipo de la madre energía, pensé, de la que nacen todos los colores.

Había visto esa misma forma en otras obras de arte, como los marcos almendrados de doble punta y doble curva, también pintados en los tonos del arco iris, que envolvían a los santos budistas en los tankas clásicos. En la famosa imagen de la aparición mexicana de María del siglo XVI, la Virgen de Guadalupe —que, tal como sostienen dos relatos contemporáneos, se le apareció a Juan Diego, un campesino de Nahuatl—, también se representa a la Virgen María en una forma de mandorla parecida, aunque no idéntica.

Cuando investigué sobre el origen de la forma de mandorla, descubrí que en realidad es un símbolo vaginal anterior a la cristiandad, que se remonta a los pitagóricos, pero utilizada también por los primeros cristianos. Las primeras descripciones de Jesús lo representan como niño dentro de la vesica, que representa el vientre de María. La mandorla también simbolizaba la unión del Cielo y la Tierra en la forma de Jesús —en parte hombre, en parte dios—. Representa la puerta o el portal entre los mundos. Durante la Edad Media formó parte de la geometría sagrada de las iglesias. También otras culturas adoptaron la mandorla. En la cultura hindú, el yoni también es un símbolo en forma de mandorla: «El yoni es la puerta, o la zona de interpenetración, donde se halla la intersección de dos círculos».[97]

Todavía podemos ver este símbolo, que ahora se usa en horizontal, en forma de pez, en adhesivos sobre los coches de personas cristianas como muestra de su identidad religiosa. Seguro que muy pocos saben que originalmente fue una representación esquemática del vientre arquetípico, relacionada con las primeras representaciones del arquetipo de lo femenino divino.

Mientras Lousada y yo seguimos hablando, la tarde llegó a su fin. Cuando desconecté nuestra sesión de Skype quedaba ya poca luz y unas nubes blancas y altas se cernían sobre la oscura silueta del techo de la capilla medieval del college. Parecían castillos montados unos encima de otros, como las poderosas nubes blancas que vi, pintadas a diminutas pinceladas sobre la vitela, a través de las cuales había descendido del cielo un cordero sagrado —o una bella y antigua María—, como para explicar aquel cielo en la Tierra protegido por la doble y perfecta curva de un arco iris.

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