V.

V.


7. Está colgada en el muro occidental

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C a p í t u l o   s i e t e

Está colgada en el

muro occi-

dental

V

1

Dudley Eigenvalue, doctor en cirugía dental, pacía entre tesoros en su consulta/residencia de Park Avenue. Montadas sobre terciopelo negro en su caja de caoba cerrada con llave, pieza de exhibición de la consulta, había una dentadura falsa, cada uno de cuyos dientes era de un metal precioso diferente. El canino derecho superior era de titanio puro, y para Eigenvalue era el punto focal del conjunto. Había visto el mineral original en una fundición cerca de Colorado Springs, hacía un año, después de volar hasta allí en el avión particular de un tal Clayton («Bloody») Chiclitz, de Yoyodyne, una de las principales empresas contratistas de la industria de armamento de la costa oriental, con empresas filiales a todo lo largo y ancho del país. Eigenvalue y él formaban parte del mismo círculo. Eso era lo que el entusiasta Stencil decía. Y lo que creía.

Para los que se fijan en este tipo de cosas, hacia el final del primer período de la presidencia de Eisenhower, habían comenzado a aparecer banderitas brillantes, que tremolaban valientemente en medio de la gris turbulencia de la historia, señalando que una nueva e impar profesión iba ganando ascendencia moral. Allá a principios de siglo el psicoanálisis había usurpado al sacerdocio el papel de padre confesor. Y ahora, quién lo hubiera dicho, parecía que el analista iba a su vez a ser destronado por el dentista.

Parecía de hecho que apenas se había producido más que un cambio de nomenclatura. Las citas del dentista se convertían en «sesiones». Las manifestaciones profundas que se hacían sobre uno mismo se hacían preceder de un «Mi dentista dice…». La psicodoncia, como sus predecesoras, desarrolló su argot propio: a la neurosis se la llamaba «oclusión defectuosa»; a los estadios oral, anal y genital, «dentición caduca»; al ello, «pulpa», y al superego, «esmalte».

La pulpa es blanda y está entretejida de pequeños vasos sanguíneos y nerviecillos. El esmalte, en su mayor parte constituido por calcio, es inanimado. Éstos eran el yo y el ello de los que tenía que ocuparse la psicodoncia. El yo, duro y sin vida, recubría el ello cálido y pulsante; protegiéndolo y cobijándolo.

Eigenvalue, embelesado por el brillo apagado del titanio, meditó la fantasía de Stencil (pensando en ella con consciente esfuerzo como amalgama distal: una aleación del flujo y fulgor ilusorios del mercurio con la verdad pura del oro o la plata, rellenando una fractura del esmalte protector, lejos de la raíz).

Las cavidades de los dientes se producen por buenas razones, reflexionó Eigenvalue. Pero incluso cuando existen varias por diente, no hay en ello ninguna organización consciente contra la vida de la pulpa, no hay conspiración. Y, sin embargo, tenemos hombres como Stencil que se sienten impedidos para andar por ahí agrupando las caries aleatorias del mundo y convirtiéndolas en cábalas.

El intercomunicador osciló suavemente. «Mr. Stencil», dijo. ¿Cuál iba a ser esta vez el pretexto? Había utilizado ya tres citas para limpiarse los dientes. Cortés y desenvuelto, el doctor Eigenvalue entró en la sala de espera de los clientes particulares. Stencil, vacilante, se levantó para saludarle.

—¿Dolor? —sugirió solícito el médico.

—Los dientes están perfectamente —comenzó Stencil—. Tienen que hablar. Tienen que dejar los dos la comedia.

Tras su mesa de despacho, en la consulta, Eigenvalue dijo:

—Es usted un mal detective y un peor espía.

—No se trata de espionaje —protestó Stencil—, pero la situación es intolerable —un término que había aprendido de su padre—. Están abandonando la Patrulla Anticaimán. Poco a poco, como para no llamar la atención.

—¿Cree usted haberlos asustado?

—Por favor. —El hombre tenía un color ceniciento. Sacó una pipa y una petaca, y se puso a prepararla dejando caer tabaco sobre la alfombra que cubría todo el suelo.

—Me habló usted de la Patrulla Anticaimán —dijo Eigenvalue— presentándola humorísticamente. Un tema de conversación interesante mientras mi higienista se ocupaba de su boca. ¿Esperaba usted que a ella le temblaran las manos? ¿O que yo me pusiera pálido como la cera? Si se hubiera tratado de mí, con el torno en la mano, una reacción de culpabilidad semejante podría haber sido muy, muy desagradable. —Stencil había llenado la pipa y estaba encendiéndola—. De algún sitio ha sacado usted la idea de que estoy familiarizado con los detalles de una conspiración. En el mundo que usted habita, míster Stencil, cualquier agregado de fenómenos puede constituir una conspiración. Así pues, no cabe duda de que su sospecha es correcta. Pero ¿por qué consultarme a mí? ¿Por qué no consulta la Enciclopedia Británica? Sabe más que yo de cualquier fenómeno que pueda despertar su interés. A menos, claro está, que tenga usted curiosidad por la odontología. —Qué débil parecía allí sentado. ¿Qué edad tenía? Cincuenta y cinco. Y representaba setenta. Mientras que Eigenvalue, aproximadamente de su misma edad, representaba treinta y ocho. Y se sentía joven—. ¿Qué campo? —preguntó en tono divertido—. ¿Peredoncia, cirugía bucal, ortodoncia? ¿Prótesis?

—Suponga que fuera prótesis —dijo cogiendo a Eigenvalue por sorpresa.

Stencil estaba formando una cortina protectora de aromático humo de pipa, para permanecer inexcrutable detrás de ella. Pero, de algún modo, su voz había recuperado el aplomo en cierta medida.

—Venga —dijo Eigenvalue.

Entraron en una sala de la parte posterior, en la que estaba el museo. Había allí unos fórceps que una vez utilizara Fauchard; una primera edición de El cirujano dentista, París, 1728; una silla en la que se habían sentado pacientes de Chapin Aaron Harris; un ladrillo de uno de los primeros edificios de la Escuela de Cirugía Dental de Baltimore. Eigenvalue condujo a Stencil hasta la caja de caoba.

—¿De quién es? —dijo Stencil mirando los dientes.

—Como el príncipe de la Cenicienta —sonrió Eigenvalue—, todavía estoy buscando la mandíbula adecuada.

—Y Stencil, posiblemente. Ella podría llevar una semejante.

—Los he hecho yo —dijo Eigenvalue—. Nadie a quien usted pueda andar buscando los ha visto jamás. Tan sólo usted, yo y unos cuantos privilegiados más los han visto.

—¿Y cómo puede saberlo Stencil?

—¿Que estoy diciendo la verdad? Vamos, míster Stencil.

La dentadura falsa de la caja también sonrió, centelleando como si quisiera hacer un reproche.

De vuelta en el despacho, Eigenvalue, para ver qué podía ver, inquirió:

—Así pues, ¿quién es V.?

Pero el tono conversacional no cogió a Stencil de improviso; no pareció sorprenderle que el dentista conociera su obsesión.

—La psicodoncia tiene sus secretos y también los tiene Stencil —contestó Stencil—. Y, lo que es más importante, también los tiene V. Ella no le ha dado más que el pobre esqueleto de un dossier. La mayor parte de lo que él posee son deducciones. No sabe quién es ni qué es ella. Está tratando de averiguarlo. Como legado de su padre.

Afuera la tarde se encrespaba con sólo un vientecillo que la moviera. Las palabras de Stencil parecían caer insustanciales en el interior de un cubo no más ancho que la mesa del despacho de Eigenvalue. El dentista guardó silencio mientras Stencil le contaba cómo había llegado su padre a oír hablar de la muchacha llamada V. Cuando hubo terminado, Eigenvalue dijo:

—Y usted prosiguió, naturalmente. Investigación in situ.

—Sí. Pero apenas encontró más de lo que Stencil le ha dicho.

Efectivamente era así. Tan sólo hacía unos veranos que Florencia se había visto atestada por los mismos turistas que a principios de siglo. Pero V., quienquiera que fuese, debía de haber sido absorbida por los aéreos espacios renacentistas de aquella ciudad, incorporada a la tela de cualquiera de entre un millar de grandes cuadros, a juzgar por cuanto Stencil pudo determinar. Había descubierto, no obstante, lo que era pertinente respecto a su finalidad: que había tenido relación, aunque quizás sólo de una manera tangencial, con una de esas grandes conspiraciones o anticipos de Armagedón que parecían haber cautivado a todas las sensibilidades diplomáticas en los días que precedieron a la Gran Guerra. V. y una conspiración. Su particular forma gobernada únicamente por los accidentes de superficie de la historia en aquel momento.

Quizás la historia en este siglo, pensó Eigenvalue, presenta en la estructura de su tejido unos pliegues de forma tal que si se está situado, como parecía estarlo Stencil, en el fondo de uno de los pliegues, resulta imposible determinar la urdimbre, trama o dibujo de cualquier otro punto. Sin embargo, en virtud de la existencia en un pliegue, se establece la hipótesis de que existen otros, compartimentados en forma de ciclos sinuosos cada uno de los cuales llega a asumir mayor importancia que la propia ondulación y destruye cualquier tipo de continuidad. Así ocurre que nos encanten los divertidos automóviles de los años treinta, las curiosas modas de los veinte, los peculiares hábitos morales de nuestros abuelos. Ponemos en escena y acudimos a ver comedias musicales sobre ellos y leemos hasta hacernos una falsa memoria, una pseudonostalgia de lo que fueron. Estamos, en consecuencia, perdidos para cualquier sentido de una tradición continua. Quizás si viviéramos en una cresta las cosas serían diferentes. Podríamos, cuando menos, ver.

2

En abril de 1899 el joven Evan Godolphin, chiflado con la primavera y marcándose un traje demasiado estético para un muchacho tan gordo, entró pavoneándose en Florencia. Camuflado por un hermoso chaparrón con sol que descargó sobre la ciudad a las tres de la tarde, su cara tenía el color de un pastel de cerdo recién sacado del horno y resultaba igual de poco comprometida. Apeándose en la Stazione Centrale hizo señas con su paraguas de seda rojo cereza a un coche de alquiler descubierto, le dio con voz tonante la dirección de su hotel a un agente de equipajes de Cook y, con un desmayado entrechat deux y un jolly-ho dirigido a nadie en particular, subió al coche y fue conducido cantando alegremente Via dei Panzani abajo. Había venido para reunirse con su viejo padre, el capitán Hugh, de la Société de Géographie y explorador del Antártico. Al menos ésa era la razón aducida. Pero él era esa clase de ser inútil que no necesita razón alguna para ninguna cosa, palpable o no. La familia le llamaba Evan «el Tonto». A la recíproca, en sus momentos más frívolos, Evan se refería al resto de los Godolphin llamándolos el Establishment. Pero, como en todas las demás cosas que decía, no había ningún rencor en esto: en su adolescencia miraba horrorizado al Fat Boy de Dickens como un desafío a su fe en que todos los chicos gordos son buenos tipos por naturaleza; y, en consecuencia, puso tanto empeño en contradecir ese insulto al linaje obeso como el que ponía en ser un inútil. Pues, a pesar de las protestas en contrario del Establishment, la inutilidad no le resultaba fácil a Evan. Aunque apreciaba a su padre, no era lo que se dice un conservador; pues desde que tenía uso de razón había trabajado a la sombra del capitán Hugh, héroe del Imperio, resistiéndose a cualquier impulso irresistible por alcanzar la gloria que hubiera podido llevar implícito para él el nombre de Godolphin. Pero ésta era una característica adquirida con la edad, y Evan era demasiado buen muchacho para no cambiar con el siglo. Había acariciado durante algún tiempo la idea de conseguir un despacho y hacerse a la mar; no para seguir los pasos de su viejo padre, sino simplemente para librarse del Establishment. Sus murmullos de adolescente en tiempos de tensión familiar eran sílabas piadosas, exóticas: Bahrein, Dar-es-Salaam, Samarang. Pero en su segundo año en Dartmouth, le expulsaron por dirigir un grupo nihilista llamado la Liga del Amanecer Rojo, cuyo método de acelerar la revolución consistía en celebrar reuniones de alboroto y borrachera debajo de la ventana del comodoro. En un intento guiado por la desesperación colectiva, la familia le expatrió al continente, con la esperanza de que quizás montara alguna travesura lo suficientemente dañina como para que la sociedad le apartara en una prisión extranjera.

En Deauville, mientras se recuperaba de dos meses de afable libertinaje en París, volvía una noche a su hotel con 17.000 francos en su haber y sintiendo gratitud hacia un criollo llamado Cher Ballon, cuando encontró un telegrama del capitán Hugh que decía: «Oigo que te han despachado. Si necesitas a alguien con quien hablar estaré en Piazza della Signoria, 5 octavo piso. Me gustaría mucho verte, hijo. Imprudente decir demasiado en telegrama. Vheissu. Entiendes. PADRE».

Vheissu, naturalmente. Una llamada que no podía ignorar, Vheissu. Entendía. ¿No había sido su único nexo desde hacía más tiempo del que Evan podía recordar? ¿No había ocupado un lugar preeminente en su catálogo de regiones foráneas en las que el Establishment carecía de poder? Era algo que, que él supiera, únicamente Evan compartía con su padre, aun cuando había dejado de creer en la existencia de aquel sitio hacia la edad de dieciséis años. Su primera impresión al leer el cable —que por fin el capitán Hugh estaba senil, o desvariaba o ambas cosas— dejó pronto paso a una opinión más caritativa. Quizás, razonó Evan, su reciente expedición al Sur había sido demasiado para el viejo muchacho. Pero de camino hacia Pisa, Evan empezó por último a sentirse inquieto por el tono que tenía la cosa. Últimamente había dado en examinar todo lo que estuviera impreso —menús, horarios de ferrocarril, carteles de anuncios— tratando de captar sus calidades literarias; pertenecía a una generación de jóvenes que habían dejado de llamar «pater» a sus padres por una comprensible confusión con el autor de The Renaissance, y era sensible a cosas tales como el tono. Y el telegrama tenía un je ne sais quoi de sinistre que le hacía sentir estremecimientos que le recorrían la espina dorsal. La imaginación se le desbordaba. Imprudente decir demasiado en telegrama: imitaciones de complot, un imponente y misterioso enigma en combinación con esa llamada a su única posesión común. Cualquiera de los dos aspectos hubiera hecho por sí solo que Evan se sintiera avergonzado: avergonzado ante alucinaciones propias de una novela de espionaje, y aún más penosamente avergonzado por un intento relacionado con algo que debería haber existido, pero que no existía, que se basaba únicamente en el hecho de compartir hacía mucho tiempo una historia de cabecera. Pero las dos cosas juntas eran como una discusión de caballos capaces de constituir un todo al que se llegaba mediante alguna operación más extraña que una simple adición de las partes.

Vería a su padre. A pesar del corazón errático, del paraguas color cereza, de la alocada vestimenta. ¿Tenía la rebelión metida en la sangre? Nunca había estado lo suficientemente preocupado como para preguntárselo. Por descontado que la Liga del Amanecer Rojo no había sido más que una alegre diversión; no podía aún ponerse serio con respecto a la política. Pero la generación mayor le producía una poderosa impaciencia, que viene a ser casi lo mismo que una rebelión abierta. Le aburría cada vez más el parloteo en torno al Imperio conforme se esforzaba por ir saliendo de la adolescencia, por abandonarla como la piel de muda de la serpiente; eludía cualquier alusión a la gloria como se huye ante el sonido de la campanilla de un leproso. China, el Sudán, las Indias Orientales, Vheissu, habían cumplido su función, le habían proporcionado una esfera de influencia aproximadamente congruente con la de su cráneo, sus privadas colonias de la imaginación, cuyas fronteras eran defendidas sólidamente contra las incursiones o depredaciones del Establishment. Quería que le dejaran en paz, que le dejaran ser permanentemente «un inútil» a su modo, y defendía esa integridad de tonto hasta el último perezoso latido de su corazón.

El coche se echó a la izquierda, cruzando los raíles del tranvía con dos sacudidas que hacían entrechocar los huesos, y luego volvió a torcer a la derecha para meterse por Via dei Vecchietti. Evan sacudió cuatro dedos en el aire y lanzó un juramento dirigido al cochero, que sonrió embelesado. Un tranvía se les acercaba por detrás con sonido alegre; se puso a su altura. Evan volvió la cabeza y vio a una jovencita con un vestido de cotonía parpadeando hacia él con enormes ojos.

Signorina —gritó—, ah, brava fanciulla, sei tu inglesa?

La muchacha se sonrojó y se puso a estudiar el bordado de su sombrilla. Evan se puso en pie sobre el asiento del coche, adoptando posturas y haciendo gestos, comenzó a cantar «Deh, vieni alla finestra» de Don Giovanni. Tanto si entendía el italiano como si no, la canción tuvo un efecto negativo: se retiró de la ventana y se ocultó entre una multitud de italianos que ocupaban el pasillo central. El cochero de Evan escogió ese preciso momento para fustigar a los caballos haciendo que emprendieran un galope y el coche atravesó de nuevo los raíles, por delante del tranvía. Evan, que seguía cantando, perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer afuera por encima del lateral del carruaje. Se las apañó para agarrarse, con un brazo crispado, a la parte superior del pesebrón y, tras debatirse desangeladamente, meterse de nuevo en el coche. Habían llegado entre tanto a Via Pecori. Volvió la cabeza y pudo ver a la muchacha que se apeaba del tranvía. Dio un suspiro mientras el coche, dando botes, dejaba atrás el Campanile de Giotto. Seguía preguntándose si la muchacha sería inglesa.

3

Delante de una cantina del Ponte Vecchio estaban sentados el signor Mantissa y su cómplice, un calabrés de aspecto miserable llamado Cesare. Los dos estaban bebiendo vino de Broglio y se sentían desgraciados. Mientras llovía se le había ocurrido a Cesare la idea de que era un barco de vapor. Ahora que la lluvia no era ya más que una ligera llovizna, los turistas ingleses comenzaban a salir de nuevo de las tiendas que bordeaban el puente y Cesare anunciaba su descubrimiento a cuantos oídos estaban a su alcance. Para reforzar la ilusión emitía pequeñas explosiones por la boca de la botella de vino.

—Tut, tut —hacía—. Vaporetto, io.

El signor Mantissa no prestaba atención. Su metro cincuenta y nueve descansaba anguloso sobre la silla plegable, un cuerpo pequeño, bien obrado y de algún modo precioso, como si fuera la creación olvidada de algún orfebre —incluso de Cellini— envuelta en este momento en sarga oscura y a la espera de ser sacada a subasta. Sus ojos estaban rayados y ribeteados por el rosáceo de lo que parecían años de lamentación. La luz del sol, el andar jactancioso por delante del Arno, o por delante de los frontispicios de las tiendas, fracturados en espectros por la lluvia, parecían enredarse o alojarse en su pelo, cejas, bigote rubios, convirtiendo aquel rostro en una máscara de éxtasis inaccesible, en contradicción con las cuencas de los ojos, tristes y cansados. Uno se sentía inevitablemente empujado de nuevo hacia esos ojos, por más que se hubiera uno demorado en el resto de la cara: cualquier guía del visitante del signor Mantissa los señalaría con un asterisco denotando un interés especial. Aunque no ofrecían ninguna clave para su enigma; pues reflejaban una tristeza en libre flotación, desenfocada, indeterminada: una mujer, pensaría en un primer momento el turista casual, y estaría casi convencido de ello hasta que, una luz más católica que aparecía y desaparecía en una red de vasos capilares, hiciera que no se sintiese tan seguro. ¿Qué era, pues? Quizás política. Pensando en el Mazzini de dulces ojos, con sus radiantes sueños, el observador percibiría una sensación de fragilidad, un liberal-poeta. Pero si perseveraba suficientemente en la observación del plasma que había detrás de esos ojos, pronto recorrería todas las permutaciones del dolor a la moda —problemas económicos, salud declinante, fe destruida, traición, impotencia, desconcierto— hasta que finalmente clarease en la mente de nuestro turista que en definitiva no había estado asistiendo a ningún velatorio: antes bien a un festival del infortunio que se extendía por toda la calle en el que ninguna barraca era igual a la otra, ninguna instalación exhibía nada lo bastante sólido como para merecer detenerse ante ello.

La razón resultaba obvia y decepcionante: sencillamente que el signor Mantissa había pasado por todas aquellas experiencias, que cada barraca era una muestra permanente en memoria de algún momento de su vida en el que había habido una rubia costurera de Lyon, o un complot abortado para pasar tabaco de contrabando a través de los Pirineos, o un intento de asesinato menor en Belgrado. Todos estos reveses habían tenido lugar, habían sido registrados: y él le había asignado a cada uno un peso igual, no había aprendido nada de ninguno de ellos, salvo que volverían a producirse. Como Maquiavelo, estaba en el exilio y le asaltaban sombras de periodicidad y decadencia. Meditaba inquebrantado junto al río sereno del pesimismo italiano, y todos los hombres eran corruptos: la historia continuaría recapitulando los mismos esquemas. Muy rara vez había un informe sobre él, por donde quiera que anduviesen sus pequeños y ligeros pies. No parecía preocuparle a nadie entre las autoridades. Formaba parte de ese círculo interno de profetas desarraigados cuya visión tan sólo se nublaba alguna vez a consecuencia de una lágrima ocasional y cuyo anillo exterior tocaba tangencialmente a otros anillos que incluían, desde los Decadentes de Inglaterra y Francia, a la Generación del 98 en España, para los que el continente europeo era como una galería con la que uno está familiarizado pero de la que hace tiempo se ha cansado, útil únicamente ya como refugio de la lluvia, o de alguna oscura pestilencia.

Cesare echó un trago de la botella de vino y cantó:

Il piove, dolor mia

Ed anch’io piango…

—No —dijo el signor Mantissa, rechazando con un ademán la botella—. No bebo más hasta que él llegue.

—Hay dos damas inglesas —gritó Cesare—. Cantaré para ellas.

—Por amor de Dios…

Vedi, donna vezzosa, questo poveretto,

Sempre cantante d’amore come…

—¿Es que no puedes callarte?

… un vaporetto. —Triunfalmente lanzó una nota de cien ciclos que atravesó el Ponte Vecchio. Las inglesas se estremecieron y continuaron su camino.

Después de un rato, el signor Mantissa se agachó y sacó de debajo de su silla una nueva botella de vino.

—Aquí está el Gaucho —dijo.

Un individuo alto y pesado con un sombrero de fieltro de ala ancha se había inclinado sobre ellos parpadeando con curiosidad.

El signor Mantissa, mordiéndose el pulgar de puro irritado contra Cesare, encontró un sacacorchos, sujetó la botella entre las rodillas y sacó el tapón. El Gaucho se sentó a horcajadas en una silla y echó un largo trago de la botella de vino.

—Es Broglio —dijo el signor Mantissa—, del mejor.

El Gaucho jugueteó distraídamente con el ala del sombrero. Luego rompió a decir:

—Soy un hombre de acción, signor, y no me gusta perder el tiempo. Allora. Vamos al grano. He estado pensando en su plan. No le pedí detalles la última noche. Detesto los detalles. Tal como estaba la cosa, los pocos que usted me dio eran superfluos. Siento tener que decirle que tengo muchas objeciones que hacer. Es demasiado sutil. Hay demasiadas cosas que pueden salir mal. ¿Cuánta gente está en el ajo hasta el momento? Usted, yo y este patán. —Cesare sonrió alegremente—. Sobran dos. Debería haberlo hecho usted solo. Y ha hablado usted de que se proponía sobornar a uno de los guardianes. Eso harían cuatro. ¿A cuántos más habrá que pagar para tranquilizar la conciencia? ¿Hay posibilidad de que alguien pueda vendernos a los guardie antes de que esté terminado este maldito asunto?

El signor Mantissa bebió, se enjugó el bigote, sonrió penosamente.

—Cesare puede establecer los contactos necesarios —protestó—. Está por debajo de toda sospecha: nadie repara en él. La gabarra para ir por el río hasta Pisa, el barco desde allí hasta Niza ¿quién iba a arreglar esto sino…?

—Usted, amigo mío —dijo el Gaucho amenazadoramente, pinchando a Mantissa en las costillas con la punta del sacacorchos—. Usted, solo. ¿Hace falta regatear el precio con los capitanes de gabarras y barcos? No: lo único que hace falta es subir a bordo, embarcar clandestinamente. A partir de ahí, impóngase. Sea un hombre. Si la persona responsable pone inconvenientes… —Giró el sacacorchos salvajemente, enrollando varios centímetros cuadrados de la camisa de lino blanco del signor Mantissa—. Capisci?

El signor Mantissa, clavado como una mariposa, agitó los brazos, gesticuló, sacudió la dorada cabeza.

Certo io —consiguió por último decir—, desde luego, signor commendatore, para la mentalidad militar… acción directa, desde luego… pero en una cuestión tan delicada…

—¡Bah!

El Gaucho deslió el sacacorchos, se sentó mirando intensamente al signor Mantissa. Había cesado la lluvia, se ponía el sol. El puente estaba atestado de turistas que volvían a sus hoteles en el Lungarno. Cesare los contemplaba con expresión bondadosa. Los tres estaban sentados, en silencio, hasta que el Gaucho comenzó a hablar, con calma pero con contenida pasión.

—El año pasado en Venezuela no fue como esto. En ningún sitio de América fue así. No hubo jugarretas, ni maniobras complicadas. El conflicto era simple: queríamos la libertad y ellos no querían que la consiguiésemos. Libertad o esclavitud, mi amigo jesuita, tan sólo dos palabras. No hacía falta ninguna de sus frases de más, de sus panfletos, no hacía falta andar moralizando como ustedes ni escribir ensayos sobre la justicia política. Sabíamos dónde estábamos y dónde estaríamos un día. Y cuando llegó la hora de luchar fuimos exactamente igual de directos. Usted piensa que está siendo maquiavélico con todas esas tácticas ingeniosas. Le oyó usted hablar una vez del león y el zorro y ahora su tortuoso cerebro sólo puede ver al zorro. ¿Qué ha sido de la fuerza, la agresividad, la natural nobleza del león? ¿Qué clase de época es ésta en la que un hombre se convierte en enemigo de uno sólo cuando uno está vuelto de espaldas?

El signor Mantissa había recuperado algo de su compostura.

—Hace falta desde luego contar con los dos —dijo en tono conciliador—. Por eso es por lo que le elegí a usted como colaborador, commendatore. Usted es el león, yo… —con humildad— un zorrito muy pequeño.

—Y él es el cerdo —rugió el Gaucho, palmeando a Cesare en el hombro—. ¡Bravo! Un hermoso cuadro.

—Cerdo —dijo alegre Cesare echando mano a la botella de vino.

—No más —dijo el Gaucho—. Aquí el signor se ha tomado la molestia de construirnos a todos un castillo de naipes. Por mucho que me disguste vivir en él no voy a permitir que tu aliento de borracho perdido lo derrumbe con charlas indiscretas —se volvió al signor Mantissa—. No —prosiguió—, no es usted un maquiavélico verdadero. Maquiavelo fue un apóstol de la libertad para todos los hombres. ¿Quién puede leer el último capítulo de Il Principe y poner en duda su deseo de una Italia republicana y unida? Justo ahí enfrente —señaló en dirección a la margen izquierda, al crepúsculo—… vivió y sufrió bajo los Medici. Ellos eran los zorros, y los odiaba. Su exhortación final es en favor de un león, una encarnación del poder, que surgiera en Italia y enterrase de una vez por todas a todos los zorros. Su moralidad era tan sencilla y honesta como la mía y la de mis camaradas en Sudamérica. Y ahora, bajo su bandera, pretende usted perpetuar la detestable astucia de los Medici, de quienes suprimieron la libertad en esta misma ciudad durante tanto tiempo. Estoy deshonrado irrevocablemente, por el mero hecho de haber entrado en relación con usted.

—Si… —nuevamente la sonrisa penosa— si el commendatore tiene quizás un plan alternativo, nos alegraría mucho…

—Naturalmente que hay otro plan —replicó el Gaucho—, el único plan. Veamos ¿tiene usted un mapa? —Con impaciencia el signor Mantissa se sacó de un bolsillo interior un diagrama doblado, dibujado a lápiz. El Gaucho lo examinó con desgana—. Así que éstos son los Uffizi —dijo—. Nunca he estado dentro de ese sitio. Supongo que tendré que visitarlo para tantear el terreno. ¿Y dónde está el objetivo?

El signor Mantissa señaló la esquina izquierda inferior.

—La Sala de Lorenzo Mónaco —dijo—. Aquí, mire. Ya he conseguido que me hagan una llave para la entrada principal. Tres corredores principales: este, oeste y uno pequeño en el sur que los conecta. Desde el corredor occidental, número tres, entramos en otro más pequeño aquí, señalado Ritratti diversi. Al final, a la derecha, hay una única entrada a la galería. Está colgada en el muro occidental.

—Una única entrada que es también una única salida —dijo el Gaucho—. Mal asunto. Un callejón sin salida. Y para salir del edificio hay que volver a hacer todo el recorrido hacia atrás por todo el corredor oriental hasta los escalones que dan a la Piazza della Signoria.

—Hay un ascensor —dijo el signor Mantissa— que lleva a un pasadizo por el que se sale al Palazzo Vecchio.

—Un ascensor —se mofó el Gaucho—. Más o menos lo que esperaba de usted —se inclinó hacia adelante, descubriendo los dientes—. Propone usted cometer un acto de imbecilidad suprema recorriendo todo un corredor de arriba abajo, pasando luego a todo lo largo de otro, tomando un tercero hasta la mitad y otro más que va a desembocar en un culo de saco, para luego volver a salir por el mismo camino por el que ha entrado. Una distancia de… —midió rápidamente— unos seiscientos metros, con vigilantes dispuestos a saltar sobre uno cada vez que uno sale de una galería o dobla una esquina. Pero ni siquiera esto es bastante encerrona para usted. Tiene usted que tomar un ascensor.

—Y además —añadió Cesare—, es tan grande…

El Gaucho apretó un puño.

—¿Cómo de grande?

—Unos ciento setenta y cinco centímetros por doscientos setenta y nueve —admitió el signor Mantissa.

Capo di minghe! —El Gaucho se echó para atrás en la silla y sacudió la cabeza. Con evidente esfuerzo para controlar su temperamento, se dirigió al signor Mantissa—. Yo no soy bajo de estatura —explicó pacientemente—. De hecho soy bastante alto. Y ancho. Tengo la contextura de un león. Quizás sea un rasgo racial. Procedo del norte y puede que corra por mis venas algo de sangre tudesca. Los Tedeschi son más altos que las razas latinas. Más altos y más anchos. Quizás algún día este cuerpo eche grasas, pero por ahora es todo músculo. En fin. Soy grande, non è vero? Bien. Pues déjeme informarle… —la voz aumentando en violento crescendo— que habrá sitio bastante bajo su condenado Botticelli, para mí y para la puta más gorda de Florencia, con sitio de sobra aún para que la elefanta de su madre hiciese de chaperon. ¿Cómo demonios va usted a recorrer trescientos metros con una cosa así? ¿Piensa escondérselo en el bolsillo?

—Tranquilo, commendatore —rogó el signor Mantissa—. Podría escucharnos alguien. Es un detalle, se lo aseguro. Se ha previsto. El florista al que Cesare fue a ver anoche…

—Florista. Florista: ha puesto usted en antecedentes a un florista. ¿No le contentaría más publicar sus intenciones en la prensa de la tarde?

—Pero no hay peligro con él. No hace más que proporcionarnos el árbol.

—¡El árbol!

—El árbol de Judas. Pequeño: unos cuatro metros, no más alto. Cesare ha estado trabajando toda la mañana, vaciando el tronco. De modo que tendremos que ejecutar nuestro plan enseguida, antes de que se marchiten las flores color púrpura.

—Perdone lo que puede que sea mi imbecilidad supina —dijo el Gaucho— pero tal como lo entiendo ¿intenta usted enrollar el Nacimiento de Venus, esconderlo en el tronco hueco de un árbol de Judas, transportarlo unos trescientos metros, pasando por delante de un ejército de vigilantes que pronto se habrán dado cuenta de su desaparición y sacarlo a la Piazza della Signoria, donde presumiblemente se perderá usted entre la multitud?

—Exactamente. Al atardecer será la mejor hora…

A rivederci.

El signor Mantissa se puso en pie.

—Le ruego, commendatore —gritó—. Aspetti, Cesare y yo nos disfrazaremos de obreros ¿comprende? Están cambiando la decoración de los Uffizi, no tendrá nada de extraño…

—Perdóneme —dijo el Gaucho— están los dos locos.

—Pero su colaboración es esencial. Necesitamos un león, alguien diestro en tácticas militares, en estrategia…

—Muy bien —el Gaucho se volvió atrás sobre sus pasos y sobresalía ostentosamente sobre el signor Mantissa—. Sugiero esto: la Sala de Lorenzo Mónaco tiene ventanas ¿no es cierto?

—Con gruesos barrotes.

—No importa. Una bomba, una bomba pequeña, que yo proporcionaré. A quienquiera que intente inmiscuirse se le elimina por la fuerza. La ventana nos permitirá salir junto a la Posta Centrale. ¿Su cita con la gabarra?

—Bajo el Ponte San Trinità.

—Unos cuatrocientos o quinientos metros más arriba del Lungarno. Podemos requisar un carruaje. Que la gabarra espere esta noche a medianoche. Ésta es mi propuesta. La toma o la deja. Estaré en los Uffizi hasta la hora de la cena, reconociendo el terreno. Desde esa hora hasta las nueve, en casa fabricando la bomba. Después en la de Scheissvogel, el birriere. Espero la contestación a las diez.

—Pero el árbol, commendatore. Ha costado cerca de doscientas liras.

—Al cuerno con el árbol —el Gaucho dio media vuelta con viveza y se alejó a grandes pasos en dirección a la orilla derecha.

El sol asomaba aún sobre el Arno. Sus rayos teñían el líquido que se acumulaba en los ojos del signor Mantissa de un rojo pálido, como si le estuviera rebosando el vino que había bebido, aguado con lágrimas.

Cesare dejó caer un brazo consolador en torno a los delgados hombros del signor Mantissa.

—Saldrá bien —dijo—. El Gaucho es un bárbaro. Ha estado demasiado tiempo en la jungla. No comprende.

—¡Es tan bella! —suspiró el signor Mantissa.

Davvero. También yo la amo. Somos camaradas en el amor.

El signor Mantissa no contestó. Al cabo de un rato alcanzó la botella.

4

Miss Victoria Wren, hasta hace poco vecina de Lardwick-in-the-Fen, Yorkshire, recientemente autoproclamada ciudadana del mundo, se arrodillaba con devoción en el banco frontal de una iglesia situada al lado de Via dello Studio. Estaba haciendo un acto de contrición. Una hora antes, en Via dei Vecchietti, había tenido pensamientos impuros mientras contemplaba a un muchacho inglés gordo hacer cabriolas en un coche de alquiler; en este momento sentía de corazón haber tenido tales pensamientos. A los diecinueve años ya se había apuntado un enredo serio: el otoño anterior, en El Cairo, había seducido a un tal Goodfellow, un agente del Foreign Office británico. Tal es la capacidad de recuperación de los jóvenes, que su cara ya estaba olvidada. Después ambos se habían apresurado a echar la culpa de su desfloración a las violentas emociones que surgen en toda situación internacional tensa (esto había sido a raíz de la crisis de Fashoda). Ahora, seis o siete meses más tarde, hallaba difícil determinar hasta qué punto lo había verdaderamente planeado o en qué medida la situación se escapó de su control. La liaison fue descubierta en su momento por su padre viudo, Sir Alastair, con quien viajaban ella y su hermana Mildred. Hubo palabras, sollozos, amenazas, insultos una tardecilla, bajo los árboles del jardín de Ezbekiyeh, con la pequeña Mildred contemplándolo todo asustada y llorosa, mientras Dios sabe qué cicatrices le quedaban grabadas. Al final Victoria puso término a la escena con un adiós glacial y el voto de no retornar jamás a Inglaterra; Sir Alastair asintió con la cabeza y tomó a Mildred de la mano. Ninguno de ellos volvió la cabeza.

Después de aquello, la manera de ganarse la vida estaba al alcance de la mano. Mediante el prudente ahorro amasó unas cuatrocientas libras esterlinas procedentes de un mercader de vinos de Antibes, un teniente de caballería polaco en Atenas, un marchand en Roma; se encontraba actualmente en Florencia para negociar la adquisición de un pequeño establecimiento de modas en la orilla izquierda. Joven señora de empresa, se descubrió adoptando convicciones políticas, comenzó a detestar a los anarquistas, a la Fabian Society, incluso al Earl of Rosebery. A partir de su decimoctavo aniversario llevaba a cuestas una cierta inocencia como se lleva un cirio de tres cuartos, guardando la llama bajo una mano sin anillos, blanda todavía de grasa infantil, redimida de toda mácula por sus ojos cándidos, una boca pequeña y un cuerpo de muchacho totalmente honesto como cualquier acto de contrición. Así estaba ahora, arrodillada, sin más ornamento que una peineta de marfil que brillaba entre la abundancia plausiblemente inglesa de su pelo castaño. Una peineta de marfil pentadentada, cuya forma era la de cinco crucificados, todos ellos compartiendo al menos un brazo en común. Ninguno de ellos era una figura religiosa: eran soldados del Ejército británico. Había encontrado la peineta en uno de los bazares de El Cairo. Había sido al parecer tallada a mano por un tal Fuzzy-Wuzzy, un artesano entre los mahdistas, en conmemoración de las crucifixiones del 83 que se produjeron al este de la sitiada ciudad de Jartum. Sus motivos para comprarla puede que fueran tan instintivos y poco complejos como los que inducen a cualquier muchacha a elegir un vestido o adorno de determinado color y forma.

Ahora bien, no consideraba que el tiempo que había estado con Goodfellow o con los tres que le habían sucedido hubiera sido pecaminoso: tan sólo se acordaba de Goodfellow por el mero hecho de haber sido el primero. No es que su particular y extrema rama del catolicismo que ella profesaba condonara sin más lo que la Iglesia en su conjunto tenía por pecado: era más una simple sanción, era la aceptación implícita de los cuatro episodios como signos externos y visibles de una gracia interior y espiritual que pertenecía únicamente a Victoria. Quizás eran las pocas semanas que había pasado en el noviciado, preparándose para hacerse monja, quizás algún mal de su generación; pero, como quiera que fuere, a los diecinueve años había cristalizado en un temperamento monjil llevado a su extremo más peligroso. Que hubiera o no tomado los hábitos, era como si sintiese que Cristo era su esposo y que la consumación física del matrimonio debía alcanzarse a través de sus versiones imperfectas y mortales… de las que, hasta la fecha, había habido cuatro. Y él continuaría cumpliendo su deber marital a través de tantos más agentes semejantes como estimara conveniente. Fácil resulta ver a dónde podía conducir una actitud así: en París había damas con similar mentalidad que asistían a misas negras, en Italia vivían en esplendor prerrafaeliano como amantes de arzobispos y cardenales. Ocurría que Victoria no era tan exclusiva.

Se levantó y se dirigió por el pasillo central a la parte trasera de la nave. Había sumergido los dedos en agua bendita y estaba a punto de hacer una genuflexión cuando alguien la empujó por detrás. Se volvió, sobresaltada, y vio a un hombre mayor, al que ella llevaría una cabeza, con las manos extendidas hacia adelante y los ojos asustados.

—Usted es inglesa —dijo.

—Sí, lo soy.

—Tiene que ayudarme. Estoy en un apuro. No puedo ir a ver al cónsul general.

No tenía aspecto de mendigo ni de turista en apuros. De algún modo le recordaba a Goodfellow.

—Entonces ¿es usted espía?

El viejo rió melancólico.

—Sí. En cierto modo estoy metido en un asunto de espionaje. Pero en contra de mi voluntad, ¿sabe? Yo no quería que las cosas tomaran este cariz. Quiero confesar —agregó agitado—, ¿no lo ve? Estoy en una iglesia y una iglesia es un sitio donde uno se confiesa…

—Venga —musitó ella.

—Afuera no —dijo el hombre—. Los cafés están vigilados.

Ella le tomó del brazo.

—Hay un jardín en la parte de atrás, creo. Por aquí. Hay que pasar por la sacristía.

Dejó, dócil, que le condujera. En la sacristía había un cura arrodillado, leyendo su breviario. Ella le dio diez soldi al pasar. El cura no levantó la vista. Una breve arcada de arista conducía a un jardín en miniatura, rodeado de muros de piedra musgosa, dentro del cual había un pino achaparrado, un poco de hierba y un estanque con carpas. Le condujo hasta un banco de piedra junto al estanque. Por encima de los muros caía algún que otro aguacero. El hombre llevaba un periódico de la mañana debajo del brazo; extendió unas hojas del periódico encima del banco. Se sentaron. Victoria abrió su sombrilla y el viejo se tomó un minuto encendiendo un Cavour. Lanzó unas cuantas bocanadas de humo hacia la lluvia y comenzó:

—Supongo que nunca ha oído usted hablar de un sitio llamado Vheissu.

Nunca lo había oído.

Comenzó hablándole de Vheissu. Le contó cómo había llegado a aquel lugar, a lomo de camellos, a través de una vasta tundra, más allá de los dólmenes y templos de ciudades muertas; cómo había alcanzado finalmente las orillas de un ancho río, orillas que nunca ven el sol, tan espeso es el follaje que les sirve de techado. El río se recorre en largas barcas de teca talladas en forma de dragón, que impulsan con sus remos hombres de piel morena cuya lengua es desconocida para todo el mundo excepto para ellos mismos. Al cabo de ocho jornadas hay que atravesar un istmo de tierra pantanosa y traicionera para alcanzar un lago verde, y al otro lado del lago se elevan las estribaciones de las montañas que circundan a Vheissu. Los guías nativos sólo se adentran una corta distancia en estas montañas. Pronto se dan la vuelta señalando el camino. Según el tiempo que haga, hay de una a dos semanas más de camino sobre morenas, escarpadas formaciones de granito y duro hielo azul antes de alcanzar los límites de Vheissu.

—Entonces usted ha estado allí —dijo ella.

Había estado allí. Hacía quince años. Y desde entonces le dominaba un frenesí. Incluso en la Antártida, acurrucado en un refugio de urgencia para protegerse de una tormenta invernal, montando el campamento en lo alto del lomo de un glaciar hasta entonces sin nombre, le asaltaban fugaces reviviscencias del perfume que aquellas gentes destilan a partir de las alas de la polilla negra. A veces trozos sentimentales de su música parecían ceñir el viento; recuerdos de sus desvaídos murales, que describían viejas batallas y aun más viejos amoríos entre los dioses, aparecían sin previo aviso en la aurora.

—Usted es Godolphin —dijo ella, como si lo hubiera sabido siempre.

Él asintió y sonrió vagamente.

—Espero que no tenga usted nada que ver con la prensa —ella sacudió la cabeza, esparciendo gotitas de lluvia—. Esto no es de divulgación general —dijo Godolphin— y puede que esté mal: ¿quién soy yo para conocer mis propios motivos? Pero he hecho cosas temerarias.

—Cosas valerosas —protestó ella—. He leído algo acerca de esas cosas. En los periódicos, en libros.

—Pero cosas que no tenían que haberse hecho. La expedición a lo largo del Límite. El intento de llegar al Polo en junio. Junio allí abajo cae en mitad del invierno. Fue una locura.

—Fue grandioso.

Un minuto más, pensó Godolphin con desesperanza, y empezará a hablar de la Union Jack ondeando sobre el Polo. De alguna manera esta iglesia que se elevaba gótica y sólida sobre sus cabezas, la tranquilidad, la impasibilidad de ella, el humor confesional de él; estaba hablando más de la cuenta, tenía que detenerse. Pero no podía.

—Nos resulta siempre tan fácil dar razones que no son verdaderas —dijo elevando la voz—; podemos decir: las campañas chinas se hicieron por la reina, y las de la India por una resplandeciente noción del Imperio. Lo sé. He dicho estas cosas a mis hombres, al público, me las he dicho a mí mismo. Hay ingleses que están muriendo en Sudáfrica hoy mismo y que están a punto de morir mañana, que creen estas palabras como… me atrevería a decir que como usted cree en Dios.

Victoria sonrió misteriosa.

—¿Y usted no las creía? —preguntó en tono suave. Estaba mirando el bordado de su sombrilla.

—Las creía. Hasta que…

—Sí.

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