V.

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1. En el que Benny Profane, un desgraciado y un yoyó humano, alcanza su apoquiro

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C a p í t u l o   u n o

En el que Benny Profane,

un desgraciado y un

yoyó humano,

alcanza su

apoqui-

ro

V

1

Nochebuena de 1955. Benny Profane, vestido con levis negros y chaqueta de ante, zapatos de lona y sombrero grande de cowboy iba de paso por Norfolk, Virginia. Dado a los impulsos sentimentales pensó echar un vistazo al Sailor’s Grave (la Tumba del Marinero) su vieja taberna de latas de la East Main Street. Llegó hasta allí atravesando la arcada. En el extremo de ésta que daba a East Main había un cantante callejero sentado con una guitarra y una lata de Sterno vacía, puesta para recibir en ella los donativos. En medio de la calle, un pañolero principal intentaba orinar dentro del depósito de un Packard modelo Patrician del 54 y cinco o seis aprendices de marinero le rodeaban animándole. El viejo de la guitarra cantaba con voz de barítono, hermosa y firme:

En el viejo East Main, cada noche es Nochebuena,

los marineros y sus novias están todos de acuerdo.

Luces de neón, rojas y verdes

brillan sobre la propicia escena,

dándote la bienvenida cuando vuelves de la mar.

El saco de Santa Claus está lleno para colmar tus sueños:

cervezas de cinco centavos que espuman como champán,

camareras que están todas deseando follar,

todas ellas recordándote que esta noche

es Nochebuena en el viejo East Main.[1]

—¡Eh, jefe! —gritó un endemoniado con figura de marinero. Profane dobló la esquina. Como hacía siempre, East Main se le echó encima sin decir agua va.

Desde que se licenció de la Marina, Profane había estado trabajando en carreteras y, cuando no había trabajo, se limitaba a viajar, subiendo y bajando por la costa este como un yoyó. Esta forma de vida había durado tal vez año y medio. Después de todo ese tiempo entre pavimentos en mayor cantidad de la que quisiera tener que contar, se había vuelto Profane un poco receloso de las calles, sobre todo de las calles como ésta. De hecho se habían fusionado todas en una sola calle abstracta que, en noches de luna llena, le provocaba pesadillas. East Main, gueto para marineros borrachos con el que nadie sabía qué hacer, saltaba sobre tus nervios con la misma agresividad que un sueño nocturno normal que se torna en pesadilla. Perro convertido en lobo, luz convertida en crepúsculo, vacuidad convertida en presencia expectante, aquí tenías a tu infante de marina menor de edad vomitando en la calle, a la moza de bar con una hélice de barco tatuada en cada nalga, a un orate potencial estudiando la mejor técnica para atravesar de un salto la luna de un escaparate (¿cuándo se debe gritar «Jerónimo», antes o después de que el cristal se rompa?), a un mono de cubierta ebrio lamentándose en el rincón de una callejuela porque la última vez que le cogieron así los SS PP,[2] le pusieron una camisa de fuerza. Bajo los pies, de vez en cuando, se producían vibraciones en la acera procedentes de las luces de un SP[3] lejano que disolvía una reyerta con su «bastón de noche», la porra de madera de la policía naval; arriba, volviendo verdes y feas todas las caras, brillaban lámparas de vapor de mercurio que formaban dos líneas que se cerraban en una V asimétrica hacia el este todo oscuro y ya sin más bares.

Al llegar al Sailor’s Grave se encontró Profane con una trifulca iniciada entre marineros y grumetes. Se quedó un momento mirando en el umbral. Pero, al advertir que de todas formas estaba a un paso de la Tumba, esquivó la pelea y se agazapó sigilosamente cerca de la barandilla metálica.

—¿Por qué no se puede vivir en paz con el prójimo? —se preguntó una voz tras la oreja izquierda de Profane.

Era Beatrice, la camarera, novia de la 2.ª División, por no hablar del viejo buque de Profane, el destructor U.S.S. Scaffold.

—¡Benny! —gritó.

Se pusieron melosos al volver a encontrarse después de tanto tiempo. Profane comenzó a dibujar corazones en el serrín, flechas que los atravesaban, gaviotas que llevaban en el pico una bandera en la que se leía: Querida Beatrice.

La dotación del Scaffold estaba ausente. La vieja lata de conservas había zarpado rumbo al Mediterráneo dos noches antes, en medio de una tempestad de protestas airadas de la tripulación que pudo escucharse en las brumosas carreteras (decía la historia) como las voces procedentes de un barco fantasma, dejándose oír incluso desde Little Creek. En consecuencia, había esta noche unas cuantas camareras más de lo habitual trabajándose las mesas a todo lo largo del East Main. Pues dícese (y no sin razón) que tan pronto suelta amarras un buque como el Scaffold, ciertas esposas de la Armada se desprenden de sus ropas de calle y adoptan el uniforme de las camareras o mozas de bar, flexionan sus brazos portadores de cerveza y practican su más dulce sonrisa de lagartas, incluso mientras la banda N.O.B.[4] toca el Auld Lang Syne y los destructores lanzan por sus chimeneas negras pavesas sobre los futuros cornudos que aguantan virilmente en posición de firmes, tomando la marcha con amargura y una leve sonrisa.

Beatrice traía cerveza. Un penetrante alarido que provenía de una de las mesas del fondo hizo retroceder a Beatrice y la cerveza se derramó por el borde del vaso.

—¡Cielos! —dijo—, ¡es Ploy otra vez!

Ploy era entonces maquinista del dragaminas Impulsive y un escándalo a todo lo largo del East Main. Medía uno cincuenta y dos con botas de reglamento y se pasaba la vida buscando pelea con los individuos más corpulentos del buque, a sabiendas de que nunca le iban a tomar en serio. Diez meses atrás (justo antes de que le cambiaran de destino trasladándole del Scaffold) la Armada había decidido sacarle todos los dientes. Enfurecido logró abrirse paso a puñetazos entre un sanitario jefe y dos oficiales dentistas antes de que se comprendiera que estaba decidido seriamente a conservar su dentadura.

—Pero piensa un poco —gritaban los oficiales, haciendo esfuerzos para no echarse a reír mientras esquivaban sus diminutos puños—. Tienes afectado el canal de la raíz, abscesos en las encías…

—No —gritaba Ploy.

Por último tuvieron que ponerle en el bíceps una inyección de pentotal. Al despertarse, a Ploy se le vino el mundo encima, gritó obscenidades durante largo tiempo. Durante dos meses deambuló como un fantasma por el Scaffold, saltando sin ton ni son para dejarse caer por encima de las cabezas como un orangután, intentando dar patadas en los dientes a los oficiales.

Se colocaba de pie sobre la canastilla de popa y arengaba a todo el que quería escucharle, con la boca estropajosa y a través de las encías doloridas. Cuando se le curó la boca le obsequiaron con una resplandeciente dentadura postiza de reglamento.

—¡Oh, cielos! —vociferó, y trató de saltar por la borda.

Pero se lo impidió un negro gigantesco llamado Dahoud.

—Quieto ahí, pequeñajo —dijo Dahoud, agarrando a Ploy por la cabeza y levantándolo para examinar aquel manojo de convulsiones y desesperación vestido con un mono de mecánico del que salían unos pies que se agitaban a casi un metro de la cubierta—. ¿Para qué vas a hacer eso?

—Tío, quiero morirme, es lo único que quiero —gritó Ploy.

—¿No sabes —dijo Dahoud— que la vida es el bien más preciado que tienes?

—¡Jo, jo! —soltó Ploy entre lágrimas—. ¿Y eso por qué?

—Pues porque sin ella —dijo Dahoud— estarías muerto.

—¡Ah! —dijo Ploy.

Se quedó toda una semana dándole vueltas a la idea. Se fue calmando y empezó a sentirse otra vez liberado. Su traslado al Impulsive se materializó. Pronto, después del toque de silencio, los demás maquinistas subalternos comenzaron a oír extraños y rechinantes ruidos que procedían de la litera de Ploy. Los ruidos prosiguieron durante dos o tres semanas, hasta que una noche, hacia las dos de la madrugada, alguien encendió las luces del compartimento y allí estaba Ploy, sentado en su litera con las piernas cruzadas, afilándose los dientes con una pequeña lima bastarda. La noche siguiente al día de paga estaba Ploy sentado a una de las mesas del Sailor’s Grave con unos cuantos maquinistas subalternos, más callado que de costumbre. Hacia las once, Beatrice, con la bandeja llena de vasos de cerveza, pasó cimbreándose junto a la mesa. Ploy, alegre, alargó la cabeza, abrió todo lo que pudo las mandíbulas y clavó la dentadura recién afilada en la nalga derecha de la camarera. Beatrice lanzó un grito, los vasos saltaron por los aires describiendo parabólicas y relucientes trayectorias que salpicaron todo el local de cerveza aguada.

La broma se convirtió en el número favorito de Ploy. La voz corrió por toda la división, por la escuadra entera, quizás por todo DesLant. Acudía a contemplarlo gente que no era del Impulsive ni del Scaffold. Lo cual dio origen a innumerables peleas como la que se producía en esos momentos.

—¿A quién ha enganchado? —preguntó Profane—. No estaba mirando.

—A Beatrice —dijo Beatrice.

Beatrice era otra de las camareras.

La señora Buffo, propietaria del Sailor’s Grave, también llamada Beatrice, tenía la teoría de que, lo mismo que los niños pequeños llaman mamá a todas las mujeres, los marineros, a su manera tan indefensos como los niños, debían llamar Beatrice a todas las camareras. Para poner en práctica de un modo más perfecto esta política maternal, había instalado para los clientes grifos de cerveza hechos de gomaespuma, a los que dio la forma de grandes pechos femeninos. En las noches de paga, de las ocho a las nueve, tenía lugar algo que la señora Buffo llamaba «La hora de la teta». La abría oficialmente saliendo de la trastienda vestida con un quimono con dragones bordados que le diera uno de sus admiradores de la VII Flota, se llevaba a los labios un pito de contramaestre de oro y tocaba a fajina. A esta señal todos los presentes ponían proa hacia los grifos y, si tenían suerte de llegar hasta uno de ellos, podían echar un chupito de cerveza. Eran siete los grifos, y solía haber un promedio de doscientos cincuenta marineros a la hora de esta diversión.

La cabeza de Ploy aparecía en ese momento junto a una esquina del mostrador. Tiró un bocado a Profane.

—Este tío —dijo Ploy— es mi amigo Dewey Gland, que acaba de subir a bordo —indicó a un rebelde larguirucho, de aspecto triste, de nariz prominente, que había seguido a Ploy, arrastrando una guitarra por el serrín.

—¿Qué tal? —preguntó Dewey Gland—. Me gustaría cantarte una cancioncita.

—Para celebrar que te has convertido en un PFC —dijo Ploy—. Dewey se la canta a todos.

—Eso fue el año pasado —dijo Profane.

Pero Dewey Gland plantó un pie encima de la barandilla metálica, apoyó la guitarra en la rodilla y empezó a rasguear. Después de soltarse ocho compases cantó en tiempo de vals:

Pobre civil abandonado,

te echaremos mucho de menos.

En el agujero de los novatos y en la sala de oficiales

lloran, hasta el oficial de puente.

Cometes un error;

aunque te dejen en cueros,

tienes un millón de ligues por correspondencia.

Embárcame por veinte años;

nunca seré un pobre civil abandonado.

—Es bonita —dijo Profane con el vaso de cerveza en los labios.

—Hay más —dijo Dewey Gland.

—¡Ah! —exclamó Profane.

Una sensación de malignidad le envolvió repentinamente por detrás; sobre el hombro le cayó un brazo pesado como un saco de patatas y en su visión periférica se insinuó un vaso de cerveza envuelto por una especie de manguito peludo, mal confeccionado con piel de mandril sarnoso.

—Benny, ¿cómo va el negocio del chuleo? ¡Jiuf, jiuf!

Esa risa sólo podía venir del antiguo compañero de a bordo de Profane, Pig Bodine. Profane se volvió. De ahí venía. Los jiuf jiuf eran algo parecido a una risa que se formara poniendo la lengua bajo los dos incisivos centrales superiores y apretando la garganta para hacerle soltar sonidos guturales. Tal como se proponía Pig Bodine, resultaba horrorosamente obsceno.

—Pig, macho, ¿no te entran ganas de zarpar?

—Soy un desertor, un ausente sin permiso. Pappy Hod, el segundo contramaestre, me ha apañado el piro. La mejor manera de evitar a los de la SP consiste en emborracharse y en mantenerse uno dueño de sí mismo. El sitio ideal, en consecuencia, es el Sailor’s Grave.

—¿Cómo está Pappy?

Pig le contó que Pappy Hod y la camarera con la que se casó se habían separado. La chica le había abandonado y se había venido a trabajar al Sailor’s Grave.

Aquella chica recién casada, Paola, tenía dieciséis años, aunque no había modo de saberlo porque nació justo antes de empezar la guerra y el edificio del registro quedó destruido, como casi todos los demás edificios de la isla de Malta.

Profane estaba allí cuando se conocieron: el Bar Metro, en la calle del Estrecho. El Gut. La Valetta, Malta.

—Chicago —la voz de gánster de Pappy Hod—. ¿Has oído hablar de Chicago?

Mientras, se metía la mano con aire siniestro por dentro de su chaqueta de lona, conocido ademán de Pappy Hod por todo el litoral mediterráneo. Acababa sacando un pañuelo y no un revólver ni un trabuco, se sonaba la nariz y se echaba a reír de la chica que casualmente estuviera sentada al otro lado de la mesa. Las películas americanas les habían aportado a todas ellas su estereotipo, a todas menos a Paola Maijstral, que se quedó mirándole con las aletas de la nariz deshinchadas y las cejas inmóviles, en punto muerto.

Pappy acabó por conseguir un préstamo de quinientos dólares con intereses de doscientos del fondo de sobornos de Mac el cocinero y llevarse a Paola a los Estados Unidos.

Quizás no había sido para ella más que un modo de llegar a América —chifladura que tenían todas las camareras del Mediterráneo—, donde había comida suficiente, ropa de abrigo, casas siempre tibias y sin grietas. Pappy iba a falsificar la edad para poderla meter en el país. Podía tener la edad que le diera la gana. Y también la nacionalidad que quisiera, ya que parecía poder chapurrear todas las lenguas.

Para regocijo de los papanatas de cubierta, Pappy Hod la había descrito en el pañol del contramaestre del U.S.S. Scaffold. Pero hablaba a ratos con una extraña ternura como si, mientras el hilo de la narración se desenvolvía, cobrara lentamente conciencia de que quizás el sexo tenía más misterio de lo que él había previsto y de que, en definitiva, no podía saber si lograría los tantos, porque ese tipo de tantos no se contabiliza con cifras. Cosa que no era cuestión para que un tío con aparejos de Pappy Hod se pusiera a descubrir después de cuarenta y cinco años.

—Buen género —sopló Pig.

Profane dirigió la vista al fondo del Sailor’s Grave y la vio acercarse a través del humo acumulado de toda la noche. Parecía una camarera de East Main. ¿Qué fue de la liebre de la pradera sobre la nieve, del tigre entre la maleza y el sol?

Dirigió una sonrisa a Profane: triste, haciendo un esfuerzo.

—¿Has vuelto para enrolarte de nuevo?

—De paso —dijo Profane.

—Vente conmigo a la costa occidental —dijo Pig—. ¿No hay un coche de la SP donde pueda meter mi Harley?

—Mirad, mirad —gritó el pequeño Ploy, saltando sobre un pie.

—Ahora no, tíos. Estad listos —señaló.

La señora Buffo había aparecido en el bar con su quimono. Se hizo silencio en el local. Hubo una tregua momentánea entre los grumetes y los marineros que bloqueaban la puerta.

—Chicos —anunció la señora Buffo—, es Nochebuena.

Sacó el pito de contramaestre y comenzó a tocar. Las primeras notas vibraron fervientes y aflautadas sobre la audiencia boquiabierta y de ojos saltones. Todos cuantos ocupaban el Sailor’s Grave escucharon sobrecogidos, al darse cuenta gradualmente de que, dentro de las limitadas posibilidades del pito de contramaestre, estaba tocando A media noche sobrevino una claridad. Desde el fondo, un joven reservista que había andado una vez por Philly actuando en nightclubs comenzó a cantar suavemente acompañando al pito. A Ploy se le humedecieron los ojos.

—Es la voz de un ángel —dijo.

Habían llegado a la parte que dice: «Paz en la tierra, buena voluntad a los hombres, envía el todobondadoso Rey del Cielo» cuando Pig, ateo militante, decidió que no podía aguantar más.

—Eso —dijo elevando la voz— suena a fajina.

La señora Buffo y el reservista quedaron momentáneamente en silencio. Pasó un segundo antes de que el mensaje fuera captado por todo el mundo.

—¡Hora de la teta! —gritó Ploy.

Y el grito vino a romper el encantamiento. Los compañeros rápidos de reflejos del Impulsive se fundieron en el súbito remolino de alegres marineros, enarbolaron físicamente a Ploy y se precipitaron con el pequeño individuo hacia el pezón más cercano, a la vanguardia del ataque.

La señora Buffo, suspendida en su baluarte como el trompeta de Cracovia, sufrió de lleno el impacto del asalto, desplomándose hacia atrás para ir a caer en una heladora, al romper contra el mostrador la primera oleada. Ploy, con las manos extendidas, fue impulsado por encima. Se agarró al mango de una de las palancas de la cerveza y en ese mismo momento sus compañeros le soltaron; el impulso le hizo describir un arco hacia abajo agarrado a la palanca y la cerveza comenzó a manar del pecho de gomaespuma en una cascada blanca, empapando a Ploy, a la señora Buffo y a dos docenas de marineros que habían pasado por detrás del mostrador en una acción de flanco y que en ese momento se golpeaban unos a otros hasta perder el sentido. El grupo que había impulsado a Ploy se desplegó para acaparar más grifos. El cabo primero de Ploy estaba a cuatro patas, agarrándole los pies y listo para tirar de él y tomar el puesto de su subordinado en cuanto éste tuviera bastante. En su carga, el destacamento del Impulsive había formado una cuña volante. Inmediatamente detrás de ellos y aprovechando la brecha trepaban por lo menos otros sesenta chaquetas azules babosos dando patadas, arañazos, codazos, vociferando estruendosamente; algunos blandiendo botellas de cerveza rotas para abrirse paso.

Profane estaba sentado al extremo de la barra observando las botas de marinero convertidas en porra, los culos acampanados, los levis arremangados; cascos de botella, diminutas tormentas de serrín.

Pronto volvió la vista; Paola estaba allí, rodeándole una pierna con los brazos, la mejilla apretada contra el mahón negro.

—Es horrible —dijo.

—Sí —dijo Profane. Le palmeó la cabeza.

—¡Paz! —suspiró ella—. ¿No es eso lo que todos queremos, Benny? Nada más que un poco de paz. Que nadie te salte y te dé un mordisco en el culo.

—Calla —dijo Profane—. Mira: le están revolviendo a Dewey Gland su propia guitarra en el estómago.

Paola murmuraba algo contra la pierna de Profane. Se quedaron sentados así, callados, sin levantar la vista para contemplar la carnicería que proseguía por encima de ellos. A la señora Buffo le había entrado la llorera. Berridos inhumanos rebotaban contra la caoba de imitación del mostrador y se elevaban por detrás de él.

Pig había apartado dos docenas de vasos de cerveza y se había sentado en un anaquel detrás del mostrador. En momentos de crisis prefería quedarse sentado de mirón. Contemplaba con avidez cómo sus compañeros de barco se disputaban como gorrinos los siete géiseres que tenía debajo. La cerveza había empapado la mayor parte del serrín esparcido detrás del mostrador: las escaramuzas y el juego amateur de pies trazaban ahora en él extraños jeroglíficos.

Afuera se oyeron sirenas, pitos, correr de pies.

—¡Oh, oh! —exclamó Pig.

Saltó del anaquel, se acercó, bordeando el extremo del mostrador, a Profane y Paola.

—¡Eh, tú, campeón! —dijo, en tono indiferente, entornando los ojos como si se le metiera el viento por ellos—. Viene el sheriff.

—Por atrás —dijo Profane.

—Tráete a la gachí —replicó Pig.

Los tres atravesaron a la descubierta una sala rebosante de cuerpos. Recogieron de camino a Dewey Gland. Cuando la Patrulla de Costa invadió el Sailor’s Grave blandiendo las porras de madera, los cuatro corrían por una callejuela paralela a East Main.

—¿Adónde vamos? —dijo Profane.

—Tira palante —dijo Pig—. Menea el culo.

2

Donde terminaron, por fin, fue en un apartamento de Newport News, ocupado por cuatro tenientes WAVES[5] y un guardagujas de los muelles de carbón (amigo de Pig) llamado Morris Teflon, que era una especie de padre de la casa. La semana que va de Navidad a Año Nuevo la pasaron bastante borrachos, pero sabían que era allí donde se encontraban. Nadie en la casa pareció poner objeción alguna cuando todos se instalaron allí.

Un desafortunado hábito de Teflon unió estrechamente a Profane y Paola, aunque ninguno de los dos lo pretendía. Teflon tenía una máquina fotográfica: una Leica, conseguida semilegalmente en ultramar por un amigo de la Marina. Los fines de semana en que el negocio iba bien y el vino tinto de Guinea salpicaba por todas partes como la estela de un buque mercante, Teflon se colgaba la máquina al cuello y andaba de habitación en habitación tomando fotos. Las fotos las vendía luego a los marineros en los barrios bajos de East Main.

Ocurría que Paola Hod, de soltera Maijstral, suelta a su albedrío tras haber abandonado primero la seguridad del lecho de Pappy Hod y después el semihogar del Sailor’s Grave, se encontraba en estos momentos en un estado de estupor que dotaba a Profane de toda clase de aptitudes curativas y caritativas que en realidad no poseía.

—Eres todo lo que tengo —le advirtió—. Sé bueno conmigo.

Se sentaban alrededor de una mesa en la cocina de Teflon: Pig Bodine y Dewey Gland uno enfrente del otro como compañeros de bridge, una botella de vodka en el centro. Nadie hablaba, excepto para discutir con qué mezclarían a continuación el vodka cuando se terminara lo que tenían.

Durante aquella semana probaron con leche, sopa vegetal en conserva y, por último, con jugo de un trozo de sandía seca que era todo lo que Teflon había dejado en el frigorífico. Trata de exprimir una sandía en un vaso pequeño sin estar muy bien de reflejos. Es casi imposible. La operación de sacar las pipas de la sandía del vodka resultó ser un nuevo problema que produjo una creciente animadversión mutua.

Parte de la problemática residía en que tanto Pig como Dewey tenían puestos sus ojos en Paula. Todas las noches formaban un comité e iban a parlamentar con Profane para pedirle turno.

—Está tratando de recuperarse de los hombres —trataba de explicar Profane.

Pig rechazaba tal argumento o lo tomaba por un insulto a Pappy Hod, su antiguo superior.

La verdad es que Profane tampoco conseguía nada. Aunque resultaba difícil decir qué es lo que Paola quería.

—¿Qué quieres decir —preguntaba Profane— con lo de ser bueno contigo?

—Lo que no era Pappy Hod —decía ella.

Pronto abandonó Profane todo intento de descodificar las distintas apetencias de Paola. De vez en cuando salía con toda clase de horripilantes historias de infidelidad, puñetazos en la boca, ensañamiento de embriaguez. Habiéndose pasado cuatro años apretando tornillos, cepillando con cepillo de alambre, pintando, picando y volviendo a picar a las órdenes de Pappy Hod, Profane daba crédito a la mitad. A la mitad porque una mujer es solamente la mitad de algo que suele tener dos lados.

Les enseñó a todos una canción. La había aprendido de un paracaidista francés de permiso de la lucha en Argelia:

Demain le noir matin,

Je fermerai la porte

Au nez des années mortes;

J’irai par les chemins.

Je mendierai ma vie

Sur la terre et sur l’onde,

Du vieux au nouveau monde…[6]

Era bajo de talla y con la misma contextura que la isla de Malta: roca, y un corazón inescrutable. Pasó con ella una sola noche. Luego partió para el Pireo.

Mañana, en la mañana negra, cerraré la puerta en las narices de los años muertos. Iré por los caminos; mendigaré la vida por la tierra y las olas, del Viejo al Nuevo Mundo…

Le enseñó a Dewey Gland los cambios de acorde y todos se sentaron en torno a la mesa en la invernal cocina de Teflon, mientras cuatro llamas de gas devoraban su oxígeno en la estufa; y cantaban, y cantaban. Cuando Profane la miraba a los ojos pensaba que ella estaba soñando con el paracaidista: probablemente un individuo apolítico, tan valiente como pueda serlo cualquiera en el combate, pero cansado, eso era todo, cansado de reasentar pueblos nativos y de contemplar por las mañanas barbaridades tan brutales como las que cometiera el F.L.N. la noche anterior. Paola llevaba una medalla de la Milagrosa colgada del cuello (¿se la habría dado, quizás, algún marinero de paso a quien ella le recordaba a una buena chica católica que quedó en los Estados Unidos, donde el sexo es gratuito… o se reserva para el matrimonio?). ¿Qué clase de católica era? Profane, que era sólo mitad católico (madre judía), cuya moral era fragmentaria (derivada de la experiencia y no de una gran experiencia), se preguntaba perplejo qué rebuscados argumentos jesuíticos la habían inducido a marcharse con él, negarse a compartir el lecho y pedirle encima «que fuera bueno».

La noche de fin de año dejaron la cocina y fueron a un delicatessen auténtico a unas manzanas de distancia. Al volver a casa de Teflon encontraron que Pig y Dewey se habían ausentado: «Salimos a emborracharnos», decía la nota. El apartamento estaba sumergido en plena iluminación navideña, en una de las habitaciones sonaba una radio sintonizada con Pat Boone en la WAVY, de otra llegaban ruidos de objetos arrojados. De algún modo la joven pareja acabó en un cuarto en penumbra donde había una cama.

—No —dijo ella.

—Que quiere decir sí.

Chiii-roaaak, hizo la cama, antes de que ninguno de los dos se diera cuenta.

Chic, hizo la Leica de Teflon.

Profane hizo lo que se esperaba que hiciera: se levantó bramando de la cama, el brazo extendido y el puño a punto. Teflon le esquivó con facilidad.

—Vamos, vamos —soltó con una risita entre dientes.

La intimidad ultrajada no tenía tanta importancia, pero la interrupción se había producido justo antes del gran momento.

—No te enfades —le dijo Teflon.

Paola se vestía a toda prisa.

—Ahí fuera, a la nieve —dijo Profane— es a donde nos manda esa máquina, Teflon.

—Toma —abrió la cámara, le entregó a Profane la película—, no hace falta ponerse hecho un basilisco.

Profane cogió el carrete pero no podía volverse atrás. De modo que se vistió y se caló el sombrero de cowboy. Paola se había puesto un capote de la Armada, demasiado grande para ella.

—¡Afuera! —gritó Profane—, ¡a la nieve!

Que la había en efecto. Tomaron el ferry de Norfolk y se sentaron en cubierta a beber café solo en vaso de papel y a contemplar los copos de nieve batir silenciosos los ventanales. No había ninguna otra cosa que contemplar, salvo que se contemplaran el uno al otro o a un vagabundo que estaba en un banco enfrente de ellos. Abajo trabajaba y golpeteaba la máquina; podían sentirla a través de las nalgas; pero a ninguno de los dos se le ocurría nada que decir.

—¿Preferías quedarte? —preguntó Profane.

—No, no —castañeteó Paola, una discreta cuarta de banco desgastado entre ellos. No sentía el menor impulso de atraerla hacia sí—. Lo que tú decidas.

«¡Virgen!», pensó Profane con disgusto, «ahora tengo a alguien a mi cargo».

—¿Por qué estás temblando? Hace bastante calor aquí.

Sacudió la cabeza diciendo que no (sin que se supiera qué quería decir con eso), la vista fija en la punta de sus chanclos. Al cabo de un rato Profane se levantó y salió a cubierta.

La nieve que caía perezosa sobre el agua hacía que las once de la noche semejaran el crepúsculo o un eclipse. Por encima de su cabeza, a cada pocos segundos la bocina lanzaba un sonido para advertir a todo lo que pudiera encontrarse en su línea de colisión. Y, sin embargo, como si al fin y al cabo no hubiera en estas rutas otra cosa que barcos, barcos vacíos, inanimados, haciéndose unos a otros señales acústicas que no tenían mayor significado que la turbulencia de las hélices o el sordo crujido de la nieve en el agua. Y Profane totalmente solo allí en medio.

Hay quienes tenemos miedo de morir; otros, de la soledad humana. Profane tenía miedo de los paisajes o las marinas como ésta, donde nada, salvo él, estaba vivo. Parecía como si constantemente se metiera en uno de ellos: como si doblara la esquina de una calle, abriera la puerta a una cubierta superior y allí estuviera, en país extraño.

Pero la puerta que estaba a su espalda se abrió de nuevo. Pronto sintió las manos sin guantes de Paola deslizarse bajo sus brazos, la mejilla contra su espalda. El ojo de su mente se retiró para observar la naturaleza muerta que componían como lo haría un extraño. Paola no contribuía en nada a hacer menos ajena la escena. Se quedaron así hasta la otra orilla, hasta que el ferry se metió en el embarcadero en rampa, entrechocaron las cadenas, gimió el encendido de los coches, se pusieron en marcha los motores.

Montaron en el autobús de la ciudad, sin una palabra; bajaron cerca del Hotel Monticello y se dirigieron hacia East Main en busca de Pig y Dewey. Que Profane recordara, era la primera vez que el Sailor’s Grave estaba a oscuras. Los polis debían de haberlo clausurado.

Encontraron a Pig al lado, en el Chester’s Hillbilly Haven. Dewey estaba sentado con la orquesta.

—¡Fiesta, fiesta! —gritó Pig.

Una docena de marineros veteranos del Scaffold querían celebrar una reunión. Pig, autonombrándose presidente social, se decidió por el Susanna Squaducci, transatlántico de lujo que estaba acabándose de construir en los muelles de Newport News.

—¿Otra vez a Newport News? —Decidió no contarle nada a Pig sobre la bronca con Teflon—. En fin, otra vez en plan yoyó.

—Esto tiene que acabar —dijo, pero nadie escuchaba. Pig había salido a la pista y bailaba un boogie lascivo con Paola.

3

Profane durmió aquella noche en el apartamento que tenía Pig junto a los muelles viejos del ferry. Paola se había encontrado con una de las Beatrices y se había largado a pasar la noche con ella, después de prometer formalmente ir con Profane a la fiesta de fin de año.

Alrededor de las tres, Profane se despertó en el suelo de la cocina con dolor de cabeza. El aire de la noche, cortante como un cuchillo, se colaba por la rendija de la puerta; de algún sitio del exterior llegaba un ruido sordo, prolongado, persistente.

—Pig —refunfuñó Profane—, ¿dónde guardas las aspirinas?

No hubo respuesta. Profane entró tambaleándose en el otro cuarto. Pig no estaba allí. El ruido que llegaba del exterior se hizo más ominoso. Profane se acercó a la ventana y vio a Pig abajo, en el patio, sentado en su moto, haciendo funcionar el motor a tope. Caía la nieve en diminutos puntitos resplandecientes; el patio conservaba su propia y curiosa luz nívea, convirtiendo a Pig en un traje de payaso jaspeado en blanco y negro, y los viejos muros de ladrillo, espolvoreados de nieve, en un gris neutral. Pig tenía puesta una gorra de visera hecha de punto, calada sobre la cara hasta el cuello, de modo que la cabeza se destacaba por detrás como una esfera de un negro mortecino. Los gases del motor le envolvían en turbias nubes. Profane se estremeció.

—¿Qué estás haciendo, Pig? —le gritó.

Pig no contestó. El enigma de la siniestra visión de Pig y aquella Harley-Davidson solitarios en el patio a las tres de la mañana le trajo a Profane el súbito recuerdo de Rachel, en la que no quería pensar, esta noche no, con un frío mortal, con dolor de cabeza, con la nieve colándose en la habitación.

Rachel Owlglass, allá por el 54, tenía un MG. Regalo de su papaíto. Después de hacer su viaje inaugural por la región que rodea Grand Central (donde estaba la oficina de papá), familiarizándolo con los postes de teléfono, las bocas de incendio y algún que otro peatón, se llevó el coche a los Catskills para el verano. Allí, Rachel, menuda, huraña y voluptuosa, conducía su MG haciendo eses por las curvas sedientas de sangre y el asfalto derretido de la Ruta 17, deslizando su arrogante parte trasera al adelantar rozando los camiones cargados de heno, los rugientes semis, los viejos Ford descapotables, atestados de cabezas con el típico corte a cepillo, gnomos de primer año de universidad.

Profane acababa de salir de la Armada y trabajaba aquel verano como ayudante del que hacía las ensaladas en el Trocadero de Schlozhauer, unos quince kilómetros al sur de Liberty, Nueva York. Su jefe era un tal Da Conho, un brasileño loco que quería combatir a los árabes en Israel. Una noche, poco antes de iniciarse la temporada, había aparecido en el Salón Fiesta o bar del Trocadero un infante de marina borracho que llevaba una ametralladora de calibre 30 en su chaqueta reglamentaria, de ausente sin permiso. No estaba muy seguro de cómo había llegado exactamente el arma a sus manos: Da Conho prefería pensar que había sido sacada clandestinamente de Parris Island pieza por pieza, que es como lo haría el Haganah. Después de discutir el trato con el barman, que también quería la ametralladora, Da Conho acabó triunfando, cambalacheándola por tres alcachofas y una berenjena. A la mezuzah que tenía clavada sobre el mostrador refrigerado de las hortalizas y la bandera sionista que colgaba en la parte trasera de la mesa de las ensaladas, añadió ahora Da Conho este trofeo. Durante las semanas siguientes, cuando el maître d’hôtel miraba a otro lado, Da Conho montaba su ametralladora, la camuflaba bajo un montón de lechugas, berros y endivias, y hacía como que barría a los clientes reunidos en el restaurante.

Yibbol, yibbol, yibbol —hacía, entornando los ojos malevolentes y recorriendo las miradas—, te he dado entre ceja y ceja, Abdul Sayid. Yibbol, yibbol, cerdo musulmán.

La ametralladora de Da Conho era la única del mundo que hacía yibbol, yibbol. Se sentaba en la cama pasadas las cuatro de la mañana a limpiarla, a soñar con desiertos lunares, la estridencia de la música, con muchachas yemenitas cuyas delicadas cabezas se cubrían con un pañuelo blanco y cuyas ingles dolían de amor. Se admiraba de que judíos americanos pudieran sentarse jactanciosos en aquel comedor comida tras comida mientras que, sólo a medio camino de la vuelta al mundo, el desierto proseguía su incesante mudanza sobre los cadáveres de los suyos. ¿Cómo podía hacérselo saber a estos estómagos sin alma? Arengarlos con aceite y vinagre, suplicarles con palmito. La única voz que poseía era la de la ametralladora. ¿Eran capaces de oírla?, ¿son los estómagos capaces de escuchar? No. Y nunca oyes la que te alcanza. Apuntada quizás a cualquier canal nutricio, a cualquier tubo digestivo embutido en un traje de Hart Schaffner & Marx que venteaba gorgojeos lascivos dirigidos a la camarera que pasaba a su lado, el arma era sólo un objeto, apuntando adondequiera que una adecuada fuerza desequilibradora lo dirigiese. Pero ¿contra qué hebilla de cinturón apuntaba Da Conho? ¿Abdul Sayid, el canal nutricio, él mismo? Por qué preguntar. Sabía únicamente que era sionista, que sufría, estaba confuso, estaba loco por tener los pies hundidos hasta las canillas en el barro de un kibbutz, a un hemisferio de distancia.

Profane se había preguntado a la sazón qué era lo que le pasaba a Da Conho con aquella ametralladora. El amor por un objeto, esto era nuevo para él. Cuando no mucho más tarde pudo comprobar que lo mismo le ocurría a Rachel con su MG, comprendió por primera vez que algo había estado ocurriendo secretamente, quizás desde hacía mucho tiempo y afectando a más gente de lo que él estaba dispuesto a tomarse la molestia de pensar.

La conoció gracias al MG, como la conocían todos los demás. El coche casi lo atropella: salía por la puerta de atrás de la cocina un mediodía, transportando un cubo de basura rebosante de hojas de lechuga que Da Conho consideraba por debajo de la calidad normal, cuando a su derecha oyó el rugido siniestro del MG. Profane siguió andando, amparándose en la confianza de que los peatones que van cargados tienen preferencia. Sin enterarse cómo, se vio atrapado por el trasero en el guardabarros derecho del coche. Afortunadamente sólo iba a ocho kilómetros por hora, velocidad que no bastaba para romper nada, sino para mandar a Profane, cubo y hojas de lechuga en un vuelo sin motor sobre la tetera, provocando una ducha verde.

Profane y Rachel, los dos cubiertos de hojas de lechuga, se miraron el uno al otro, con cautela.

—¡Qué romántico! —dijo ella—. Tengo la impresión de que puede ser usted el hombre de mis sueños. Quítese esa hoja de lechuga de la cara para que pueda verlo.

Como si se quitara una gorra —recordando su sitio—, apartó la hoja.

—No —dijo ella—, no lo es usted.

—A lo mejor —dijo Profane— la próxima vez podemos probar con una hoja de parra.

—¡Ja, ja! —rió la muchacha, y arrancó.

Profane encontró un rastrillo, se puso a recoger los desperdicios y los apiló. Reflexionó que un nuevo objeto inanimado había estado a punto de matarle. No estaba seguro si se refería a Rachel o al coche. Metió el montón de hojas de lechuga en el cubo de la basura y lo vació de nuevo detrás del aparcamiento, en una hondonada que servía de muladar al Trocadero. Cuando volvía hacia la cocina, pasó Rachel de nuevo. Las emanaciones adenoideas del MG sonaban de tal manera que probablemente pudieran escucharse desde Liberty.

—Ven a dar una vuelta, ¡eh, tú, gordinflón! —le llamó.

Profane calculó que podía. Faltaba un par de horas para que tuviera que entrar a preparar las mesas para la cena.

A los cinco minutos de correr por la Ruta 17 decidió que si volvía al Trocadero vivo e ileso se olvidaría de Rachel y en adelante sólo le interesarían las chicas tranquilas y ordinarias. Conducía como un condenado con permiso. No le cabía duda a Profane de que conocía las habilidades del coche y las suyas propias, pero por ejemplo, ¿cómo sabía cuando tomaba una curva sin visibilidad de aquella carretera de doble dirección, que el camión de la leche que se acercaba estaba lo suficientemente lejos como para que ella pudiera meterse de nuevo bruscamente y aun sobrarle por lo menos dos milímetros?

Tenía demasiado miedo por su vida para ser, como normalmente era, tímido con las chicas. Alargó la mano, abrió el bolso de la muchacha, encontró un cigarrillo y lo encendió. Ella ni se percató. Conducía absorta y sin darse cuenta de que llevaba a alguien sentado a su lado. Sólo habló una vez, para decirle que detrás había una caja con cerveza fría. Él dio una chupada al cigarrillo que le había quitado y se preguntó si acaso había algo que lo empujaba irresistiblemente al suicidio. Parecía a veces que se ponía a propósito en medio de la trayectoria de objetos hostiles, como si anduviera buscando que lo mandaran al otro mundo. ¿Por qué demonios estaba allí? ¿Porque Rachel tenía el culo bonito? Lo miró de reojo sobre la tapicería de cuero, dando botes, apretada con el cinturón de seguridad; observó el movimiento no tan simple ni del todo armónico de su pecho izquierdo dentro del jersey negro que llevaba puesto. Ella tiró finalmente por una cantera abandonada. Había esparcidos por alrededor pedazos irregulares de piedra. No sabía de qué clase de piedra, pero todo era inanimado. Subieron por un camino terroso hasta un sitio plano que había a doce o trece metros sobre el suelo de la cantera.

Era una tarde desagradable. El sol caía de un cielo sin nubes, nada protector. El gordo Profane sudaba. Rachel jugó al juego de «¿conoces a fulanito y a menganito que fueron al colegio con…?» y Profane perdió. Habló ella de todos los chicos con los que estaba saliendo aquel verano, todos ellos al parecer de clase alta, estudiantes de las universidades más importantes, de la Ivy League. Profane decía de vez en cuando alguna palabra para manifestarse de acuerdo en que era maravilloso.

Habló de Bennington, su alma mater. Habló de sí misma.

Procedía Rachel de las Five Towns (Cinco Ciudades) de la costa sur de Long Island, zona que comprendía Malverne, Lawrence, Cedarhurst, Hewlett y Woodmere y a veces Long Beach y Atlantic Beach, aunque a nadie se le había ocurrido nunca llamarlas Seven Towns. Si bien los habitantes no eran sefardíes, la zona parecía sufrir una especie de incesto geográfico. Se obliga a las hijas a pasear, recatadas y oscuras de ojos como a tantas Rapunzels dentro de las mágicas fronteras de un país en el que la aérea arquitectura élfica de los restaurantes chinos, los palacios del marisco y las sinagogas de planta en dos niveles tienen a veces el encanto del mar; hasta que han madurado lo suficiente para mandarlas a las montañas y a universidades del nordeste. No a la caza de marido (pues siempre había prevalecido en Five Towns una cierta igualdad de rango por la que un buen chico puede predestinarse para marido a la temprana edad de dieciséis o diecisiete años), sino para proporcionarles, por lo menos, la ilusión de haberla «corrido», ilusión tan necesaria para el desarrollo emocional de una chica.

Sólo las valientes escapan. Llegan las tardes del domingo, acabado el golf —las doncellas negras han puesto en orden el desorden de la reunión de la noche anterior—, salen para ir a ver a sus parientes en Lawrence, pasan las apacibles horas de Ed Sullivan,[7] y la flor y nata de este reino sale de sus enormes mansiones, sube a sus automóviles y se dirige a los distritos comerciales. Para distraerse allí ante la vista de, al parecer, inagotable cantidad de gambas mariposa y huevos fuyang; los orientales hacen reverencias, sonríen, se afanan en el crepúsculo veraniego, y en sus voces habitan los pájaros del verano. Y con la caída de la noche llega el breve paseo por la calle: el torso del padre sólido y seguro en su traje J. Press; en los ojos de las hijas, los secretos tras los cristales ahumados enmarcados en falsos brillantes. Y lo mismo que el jaguar ha dado su nombre al coche de la madre, también ha dado el dibujo de la piel a los pantalones que ciñen las suaves caderas de las hijas. ¿Quién podía escapar? ¿Quién podía desear escapar?

Rachel lo deseaba. Profane, que había reparado carreteras en torno a Five Towns, podía comprender la razón.

Cuando el sol empezaba a ponerse casi habían dado cuenta de la caja de cervezas. Profane tenía una borrachera perniciosa. Bajó del coche, se fue detrás de un árbol y apuntó hacia el oeste, como si quisiera mear el sol y apagarlo de una puñetera vez, cosa que para él era algo importante. (Los objetos inanimados podían hacer lo que les diera la gana. No, no lo que les diera la gana, porque las cosas no tienen deseos; sólo los hombres. Pero las cosas hacen lo que hacen, y por eso es por lo que Profane se meaba en el sol).

Y el sol desapareció, como si Profane de verdad lo hubiera conseguido extinguir y se perpetuara, inmortal, dios de un mundo oscurecido.

Rachel le observaba, curiosa. Se subió la cremallera y volvió, fue derecho a la caja de cervezas. Quedaban dos latas. Las abrió y le pasó una a ella.

—He apagado el sol —dijo—, bebamos para celebrarlo —se echó por la camisa la mayor parte de la libación.

Otras dos latas aplastadas fueron a parar al fondo de la cantera seguidas por la caja vacía.

Ella no se había movido del coche.

—¡Benny! —una uña le tocó la cara.

—¿Eh?

—¿Quieres ser mi amigo?

—Tienes todo el aspecto de tener bastantes.

Rachel miró hacia la cantera.

—¿Por qué no hacemos como si nada de lo demás fuera real —dijo—, ni Bennington ni Schlozhauer’s ni tampoco Five Towns? Tan sólo esta cantera: las rocas muertas que estaban ahí antes de nosotros y seguirán estando después.

—¿Por qué?

—¿No es eso el mundo?

—¿Te enseñan eso en primero de geología o qué?

Pareció dolida.

—Es únicamente algo que sé. Benny —musitó—, sé mi amigo, y nada más.

Él se encogió de hombros. Pero contestó sin mayor convencimiento:

—Vale.

—Pero no esperes…

—Sé cómo es el camino. El camino de tu enamorado al que nunca veré, con sus Diesels y su polvo, sus posadas, sus tabernas en las encrucijadas. Eso es todo, sé cómo son las cosas al oeste de Ithaca y al sur de Princeton. Sitios que yo no voy a conocer. —Profane se rascó la tripa.

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