V.

V.


1. En el que Benny Profane, un desgraciado y un yoyó humano, alcanza su apoquiro

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Desde luego. Siguió encontrándose con ella por lo menos una vez al día durante el resto del verano. Hablaban siempre dentro del coche, él tratando de encontrar la llave del encendido tras los ojos encapotados, ella recostada tras el volante situado a la derecha y hablando, hablando, nada más que palabras MG, palabras inanimadas ante las que él no tenía realmente nada que decir.

Muy pronto ocurrió lo que él se temía que iba a ocurrir: se las arregló para quedar enamorado de Rachel y tan sólo le sorprendió que le hubiera llevado tanto tiempo. Yacía en las noches del barracón dormitorio fumando en la oscuridad y apostrofando al extremo incandescente de la colilla.

Hacia las dos de la mañana llegaba el ocupante de la litera de encima, al terminar el turno de noche. Un tal Duke Wedge, un asesino a sueldo con la cara llena de granos procedente del distrito de Chelsea, que siempre quería charlar sobre lo mucho que estaba ligando, que, en efecto, era un montón. El parloteo arrullaba a Profane hasta que se quedaba dormido. Lo cierto es que una noche sorprendió a Rachel y a Wedge, el muy canalla, dentro del MG aparcado delante de la cabaña de la muchacha. Se escabulló y volvió a la cama, sin sentirse especialmente traicionado porque sabía que Wedge no iría a ningún sitio. Incluso se quedó despierto y dejó que Wedge le obsequiara con una descripción paso por paso de cómo casi lo había hecho pero no del todo. Como de costumbre, Profane se quedó dormido a la mitad del cuento.

Nunca consiguió ir más allá ni traspasar la charla sobre el mundo de Rachel, un mundo de objetos codiciados o valorados, una atmósfera en la que Profane no podía respirar. La última vez que la había visto había sido la noche del Día del Trabajo. Se marchaba al día siguiente. Alguien había robado la ametralladora de Da Conho aquella misma noche, justo antes de la cena. Da Conho andaba de un lado para otro, llorando, tratando de encontrarla. El maître d’hôtel le dijo a Profane que hiciera él las ensaladas. Profane se las apañó para echar fresas congeladas en la salsa francesa e hígado troceado en la ensalada Waldorf, aparte de dejar caer accidentalmente casi dos docenas de rábanos en la freidora francesa (aunque provocara la ira de los clientes al servir los rábanos de todas formas por pereza de ir a buscar más). De vez en cuando el brasileño entraba en la cocina como una tromba, llorando.

Nunca volvió a encontrar su amada ametralladora. Desolado y con los nervios deshechos, fue despedido al día siguiente. De todas formas la temporada había concluido. Para Profane significaba hasta la posibilidad de que un buen día embarcara para Israel, a remendar las entrañas de algún tractor, tratando de olvidar, como tantos trabajadores agotados en el extranjero, algún amor que dejaron atrás en los Estados Unidos.

Después de recoger, Profane se fue a buscar a Rachel. Había salido, le dijeron, con el capitán del equipo de tiro de ballesta de Harvard. Profane deambuló por el barracón y se topó con un Wedge malhumorado, extrañamente sin pareja para la noche. Hasta medianoche estuvieron jugándose al black-jack todos los preservativos que Wedge no había utilizado durante el verano. Eran alrededor de cien. Profane empezó con cincuenta prestados y tuvo una racha de suerte. Cuando dejó limpio a Wedge, éste se largó para pedir prestados más. Cinco minutos más tarde estaba de vuelta y meneaba la cabeza.

—Nadie me lo ha querido creer.

Profane le prestó unos cuantos. A media noche Profane informó a Wedge que ya se había embolsado treinta. Wedge hizo el comentario que es de suponer. Profane amontonó los preservativos. Wedge bajó la cabeza y la golpeó contra la mesa.

—Y nunca los va a usar —le dijo a la mesa—. Eso es lo más cojonudo. Ni en toda su vida.

Profane volvió a darse una vuelta por delante de la cabaña de Rachel. Oyó un chapoteo y gorgoteo procedentes del patio que había detrás y dio la vuelta para investigar. Allí estaba, lavando su coche. En plena noche. Y por añadidura, le estaba hablando.

—Tú, mi bello semental —le oyó decir—, me gusta tocarte. —«Sí…?», pensó Profane—. ¿Sabes lo que siento cuando estamos en la carretera solos los dos? —Pasaba la esponja por el parachoques delantero, acariciándolo—. Tus graciosas reacciones, querido, que conozco tan bien. La forma en que tus frenos tiran un poco hacia la izquierda, el modo en que empiezas a vibrar hacia las 5000 rpm cuando estás excitado. Y quemas gasolina cuando estás furioso conmigo ¿no es verdad? —No había el menor tono de enajenación en su voz; podía tratarse del juego de una chiquilla, aunque de un juego extraño en todo caso, admitía Profane—. Siempre estaremos juntos —pasando una gamuza sobre el capó— y no tienes por qué preocuparte del Buick negro al que hemos adelantado hoy en la carretera. Ag: coche de la Mafia, gordo y pringoso. Estaba esperando ver un cuerpo salir despedido por la puerta trasera, ¿no te pasaba a ti? Además, tú eres tan delicado, tan correctamente inglés, y tan elegante… y tienes tan… tanta clase que no podría abandonarte nunca, querido.

Profane pensó que a lo mejor vomitaba. Las exhibiciones públicas de sentimientos solían producirle ese efecto. Rachel se había subido al coche y yacía ahora echada hacia atrás en el asiento del conductor, con la garganta expuesta al relente del verano. Estaba a punto de acercarse a ella cuando vio cómo su mano resbalaba como un pálido reptil y acariciaba amorosamente el cambio de marchas. Se quedó observando y advirtió la forma en que lo tocaba. Después de haber estado hacía un momento con Wedge, Profane estableció enseguida la ilación. No quería ver nada más. Se alejó con paso decidido por una colina, se adentró en el bosque y cuando retornó al Trocadero no habría podido decir exactamente por dónde había andado. Todas las cabañas estaban apagadas. La oficina de recepción estaba todavía abierta. El empleado había salido fuera. Profane revolvió en los cajones de la mesa hasta que encontró una caja de chinchetas. Volvió a las cabañas y hasta las tres de la mañana anduvo recorriendo los pasadizos de luz estelar que separaban unas de otras, sujetando con una chincheta uno de los preservativos de Wedge a cada puerta. Nadie le interrumpió. Se sentía como el ángel de la muerte, señalando con sangre las puertas de las víctimas del día siguiente. El propósito de la mezuzah consistía en engañar al ángel para que pasara de largo. En este casi centenar de cabañas no vio ni una sola mezuzah. Tanto peor.

Más tarde, después del verano, había habido cartas. Las de él, desabridas y llenas de palabras equívocas; las de ella, alternativamente ingeniosas, desesperadas, apasionadas. Un año más tarde se había graduado en Bennington y se había ido a Nueva York a trabajar de recepcionista en una agencia de empleo, y así la había visto en Nueva York, una o dos veces, yendo de paso; y aunque sólo pensaban el uno en el otro casualmente, aunque su mano de yoyó solía estar ocupada en otras cosas, de vez en cuando se producía el invisible tirón umbilical, como la visita némica de esta noche, incitadora, y Profane se preguntaba hasta qué punto era dueño de sí mismo. Había una cosa que tenía que reconocer a favor de ella: nunca había llamado a aquello una relación.

—¿Qué es entonces, eh?

—Un secreto —con su sonrisa de niña que, como Rodgers y Hammerstein en tiempo de tres por cuatro, dejaba a Profane temblando como un flan.

Le visitaba alguna vez, como ahora, por la noche, como un súcubo que entrara con la nieve. No había modo, que él supiera, de impedir la entrada a una ni a otra.

4

La fiesta de final de año, tal como se desarrolló, había de terminar en un nuevo deambular de arriba abajo, en plan yoyó, al menos durante algún tiempo. La asamblea descendió sobre el Susanna Squaducci, liaron al vigilante nocturno con una botella de vino y permitieron (después de un poco de follón preliminar) que subiera a bordo un grupo procedente de un destructor que estaba en dique seco.

Paola se pegó al principio a Profane, que tenía los ojos puestos en una voluptuosa dama —que decía ser la esposa de un almirante— con un abrigo de algún tipo de piel. Había una radio portátil, meterruidos, vino y más vino. Dewey Gland decidió trepar a un mástil. El mástil estaba recién pintado, pero Dewey siguió subiendo por él, poniéndose rayas como una cebra cuanto más alto llegaba, la guitarra bamboleante por debajo de él. Cuando llegó a las crucetas se sentó, cogió la guitarra y comenzó a cantar en hillbilly, el dialecto de los montañeses del sur:

Depuis que je suis né

J’ai vu mourir des pères,

J’ai vu partir des frères,

Et des enfants pleurer…[8]

—Otra vez el paracaidista. —Le perseguía esta semana—. Desde que nací —decía— he visto morir padres, he visto hermanos que partían y niños que lloraban…

—¿Cuál era el problema del chaval aerotransportado? —le preguntó a Paola la primera vez que se lo tradujo—. ¿Quién no ha visto esas cosas? Ocurren debido a otras razones, además de la guerra. ¿Por qué echarle la culpa a la guerra? Yo nací en Hooverville, antes de la guerra.

—Ahí está —dijo Paola—. Je suis né. Nacer. Eso es todo lo que tienes que hacer.

La voz de Dewey sonaba como parte del viento inanimado, allá tan arriba. ¿Qué les había ocurrido a Guy Lombardo y al Auld Lang Syne?

A las cero horas y un minuto de 1956, Dewey había vuelto a cubierta y Profane se había subido arriba y estaba sentado a horcajadas sobre una verga y miraba a Pig y a la mujer del almirante que estaban copulando exactamente debajo de él. Una gaviota salió del cielo de nieve, describió círculos, se encontró con la verga, a un palmo de la mano de Profane.

—You, gaviota —dijo Profane.

La gaviota no contestó.

—Vaya, vaya —siguió Profane como hablándole a la noche—. Me gusta ver juntarse a la gente joven.

Recorrió con la vista la cubierta principal. Paola había desaparecido. De repente, la cosa entró en erupción. Se oyó una sirena, dos, en la calle. Rugiendo llegaron coches hasta el muelle, Chevrolets grises con el U.S. Navy escrito en los costados. Se encendieron focos; hombrecillos con gorros blancos y brazaletes SP amarillo y negro se arremolinaban sobre el muelle. Tres juerguistas espabilados corrieron por el costado de babor arrojando al agua tres pasarelas. Un camión con megafonía se unió a los vehículos del muelle, que iban aumentando hasta parecer ya casi todo un parque móvil.

—Está bien, muchachos —comenzaron a berrear cincuenta vatios de voz despersonalizada— está bien, muchachos.

Era todo lo que tenía que decir. La esposa del almirante comenzó a chillar a los cuatro vientos que era su marido, al que por fin habían pescado con ella. Dos o tres de los reflectores les habían clavado allí donde yacían (en flagrante pecado), Pig tratando de abrocharse los trece botones de sus vaqueros en los ojales correspondientes, cosa casi imposible cuando se tiene prisa. Vivas y risas desde el muelle. Algunos de los SS PP cruzaban al estilo de las ratas sobre las estachas de amarre. Ex marineros del Scaffold, sobresaltados en su sueño bajo cubierta, subían dando traspiés por las escalerillas mientras Dewey gritaba:

—Atención, listos para repeler el abordaje —y blandía la guitarra cual machete.

Profane lo observaba todo y se sintió semipreocupado por Paola. Trató de descubrirla, pero los reflectores no dejaban de moverse y hacían oscilar la iluminación de la cubierta principal. Empezó de nuevo a nevar.

—Supón —le dijo Profane a la gaviota, que le miraba con los párpados entornados—, supón que yo fuera Dios.

Trepó hasta la plataforma y se tumbó sobre el estómago, con la nariz, los ojos y el sombrero de cowboy sobresaliendo del borde, como un Kilroy[9] horizontal.

—Si yo fuera Dios… —apuntó a un SP—; Zap, SP, ya estás jodido.

El SP siguió con lo que estaba haciendo: golpear en la tripa con una porra de madera a un controlador de incendios llamado Patsy Pagano que pesaba ciento diez kilos.

El parque automovilístico del muelle se incrementó con un vagón de ganado o Negra María, que es como llaman en el argot de la Armada al coche celular.

—Zap —dijo Profane—, vagón de ganado, sigue adelante y cáete por la punta del muelle —lo que estuvo a punto de hacer, pero frenó a tiempo—. Patsy Pagano, que te crezcan alas y sal volando de aquí.

Pero una última pasada de porrazos derribó definitivamente a Patsy. El SP le dejó donde había caído. Se necesitaron seis hombres para moverlo.

—¿Qué es lo que ocurre? —se preguntó Profane.

El ave marina, aburrida con todo eso, despegó con rumbo no especificado. «Quizás», pensó Profane, «Dios debería ser más positivo en vez de andar lanzando rayos todo el tiempo». Señaló con un dedo cuidadosamente.

—Dewey Gland, cántales aquella canción pacifista argelina.

Dewey, a horcajadas ahora de una cuerda de salvamento sobre el puente, rasgueó una introducción en los bordones y comenzó a cantar Blue Suede Shoes, imitando a Elvis Presley. Profane se dio la vuelta sobre la espalda y se quedó escrutando la nieve con los ojos entornados.

—Bueno, casi —dijo al ave lejana y a la nieve.

Se colocó el sombrero encima de la cara, cerró los ojos y pronto se quedó dormido.

Disminuyó el ruido de abajo. Se transportaban cuerpos y se amontonaban en el vagón de ganado. El camión de la megafonía, después de varias explosiones de ruidos de acoplamiento reactivo, fue desconectado y se lo llevaron. Se apagaron las luces de los reflectores. El efecto Doppler de las sirenas indicaba su alejamiento en dirección al cuartel general de la Patrulla de Costa.

Profane se despertó de madrugada, cubierto con una delgada capa de nieve y sintiendo los síntomas iniciales de un buen catarro. Bajó por los peldaños cubiertos de hielo de la escalerilla, resbalándose un paso sí y otro no. El barco aparecía desierto. Se dirigió bajo cubierta para reaccionar del frío.

Otra vez tenía en las tripas algo inanimado. Ruido unas cubiertas más abajo: el vigilante nocturno, con toda probabilidad.

—Nunca puedes estar solo —murmuró Profane recorriendo de puntillas un pasadizo.

Descubrió una trampa para ratones sobre la cubierta, la cogió con cuidado y la lanzó por el pasadizo. Fue a dar contra un mamparo y saltó con un ruidoso ¡plaf! El ruido de los pasos se interrumpió de manera abrupta. Luego comenzó de nuevo, más cauto, avanzando por debajo de Profane y subiendo por una escalera, hacia donde yacía la ratonera.

—¡Ja, ja! —rió Profane.

Se escurrió por una esquina, encontró otro cepo y lo arrojó por una escalera de la cámara. ¡Plaf! Los pasos retrocedieron bajando la escalera.

Cuatro cepos después, Profane se encontró en la cocina del barco, en la que el vigilante había establecido una primitiva cafetería. Figurándose que el vigilante estaría sumido en confusión durante algunos minutos, Profane puso un cazo de agua a hervir sobre la placa.

—¡Eh! —gritó el vigilante, dos cubiertas más arriba.

—¡Oh, oh! —exclamó Profane.

Salió furtivamente de la cocina y fue en busca de más cepos. Encontró uno en la cubierta inmediata superior, se asomó fuera de la cubierta, lanzó el cepo hacia arriba trazando un arco invisible. Por lo menos estaba salvando ratones. De arriba llegó un ¡plaf! amortiguado y un grito.

—Mi café —musitó Profane y bajó los escalones de dos en dos.

Echó un puñado de granos en el agua hirviendo, se escurrió por el otro lado y por poco se dio de bruces con el vigilante nocturno, que se acercaba al acecho con una ratonera colgando de su manga izquierda. Estaba bastante cerca y Profane pudo ver la expresión paciente y martirizada del rostro del vigilante. El vigilante entró en la cocina cuando Profane acababa de salir. Subió tres cubiertas, antes de escuchar las voces procedentes de la cocina.

—¿Y ahora qué?

Se metió por un pasillo en el que se alineaban camarotes vacíos. Encontró un trozo de tiza abandonado por un soldador y escribió sobre el mamparo: QUE SE JODA EL SUSANNA SQUADUCCI y ABAJO TODOS LOS RICOS HIJOS DE PUTA, lo firmó El Hombre Enmascarado y se sintió mejor. ¿Quiénes partirían para Italia en este cacharro? Presidentes de consejos de administración, estrellas de cine, mafiosos deportados, probablemente.

—Esta noche —dijo zumbón—, esta noche, Susanna, me perteneces a mí.

Suya para escribir en ella, para hacer saltar los cepos en ella. Más de lo que jamás haría por ella ningún pasajero de pago. Deambuló por los pasillos recogiendo cepos.

Desde fuera de la cocina comenzó a arrojarlos de nuevo en todas direcciones.

—¡Ja, ja! —rió el vigilante nocturno—. Sigue, sigue haciendo ruido. Yo me estoy tomando tu café.

Y así era. Distraídamente Profane levantó el último cepo. El muelle saltó aprisionando tres dedos entre el primero y el segundo nudillo.

—¿Qué hago? —se preguntó—, ¿gritar?

No. Ya se estaba riendo bastante el vigilante nocturno. Utilizando los dientes consiguió liberar la mano del cepo, lo volvió a montar, lo arrojó por la portilla a la cocina y salió huyendo. Alcanzó el muelle y una bola de nieve le pegó en la nuca, arrancándole de la cabeza el sombrero de cowboy. Se paró para recoger el sombrero y pensó en devolver el pelotazo. No. Siguió corriendo.

Paola estaba en el ferry, esperando. Se cogió a su brazo mientras subían a bordo. Todo lo que él dijo fue:

—¿Vamos a salir alguna vez de este ferry?

—Estás lleno de nieve.

Se puso de puntillas para sacudirle la nieve de encima y él estuvo a punto de besarla. El frío entumecía el magullamiento del cepo. Se había levantado viento, procedente del Norfolk. Esta travesía se quedaron dentro.

Rachel le alcanzó en la estación de autobuses de Norfolk. Se sentaba desmadejado junto a Paola en un banco de madera, descolorido y grasiento por el roce desgastador de una generación de culos de mal asiento, dos billetes de ida para Nueva York, metidos en la tirilla del sombrero. Tenía los ojos cerrados, tratando de dormir. Acababa de soltar amarras sobre el mundo líquido del sueño cuando el sistema de búsqueda dijo su nombre por los altavoces.

Supo inmediatamente, incluso antes de estar del todo despierto, quién debía de ser. Sólo una corazonada. Había estado pensando en ella.

—Querido Benny —dijo Rachel—, he llamado a todas las estaciones de autobuses del país.

Podía oír el ruido de fondo de una fiesta. La noche de final de año. Donde él estaba no había más que un viejo reloj para saber la hora y una docena de individuos sin hogar, aplastados sobre el banco de madera, tratando de dormir. Esperando un autobús de larga distancia que no pertenecía ni a la Greyhound ni a la Trailways,[10] los observaba y la dejaba hablar. Estaba diciendo:

—Vente a casa.

La única voz a la que él permitiría decirle esto, con la excepción de una voz interna que repudiaba por pródiga antes que escucharla.

—Sabes… —intentó decir.

—Te enviaré el dinero para el billete.

Lo haría.

Un sonido hueco y vibrante se arrastraba por el suelo hacia él. Dewey Gland, hosco y huesudo, arrastraba su guitarra detrás de él. Profane la interrumpió con suavidad.

—Está aquí mi amigo Dewey Gland —dijo casi bisbiseando—. Le gustaría cantarte una cancioncita.

Dewey le cantó la vieja canción de la Depresión, Wanderin: Eels in the ocean, eels in the sea, a redheaded woman made a fool of me… (Anguilas en el océano, anguilas en el mar, una pelirroja me hizo perder la cabeza…). Rachel tenía el pelo rojo, veteado de un gris prematuro; hasta ahora podía recogérselo atrás con una mano, levantarlo sobre la cabeza y dejarlo caer hacia adelante sobre sus ojos rasgados. Lo que para una chica de 1,47 metros y en medias resulta, o debería resultar, un gesto ridículo.

Sintió aquel tirón invisible de cordón umbilical en su sección media. Pensó en unos dedos largos, a través de los cuales, tal vez, podría, de vez en cuando, captar un atisbo del cielo azul.

Y parece como si nunca fuera a interrumpirse.

—Te necesita —dijo Dewey.

La muchacha del mostrador de Información fruncía el ceño. Huesuda, cutis abigarrado: muchacha de algún sitio fuera de la ciudad, cuyos ojos soñaban con risueñas rejas de Buick, precipitado y promiscuo hospedaje de viernes por la noche en cualquier parador de carretera.

—Te necesito —dijo Rachel.

Raspó la barbilla contra el micro del teléfono, haciendo sonidos rechinantes con la barba de tres días. Pensó que en todo el camino hacia el norte, a lo largo de los ochocientos kilómetros de longitud del cable telefónico subterráneo, tenía que haber lombrices de tierra, ciegos gnomos y seres por el estilo, que estarían escuchando. Los gnomos saben un montón de magia: ¿podrían cambiar las palabras, hacer imitaciones vocales?

—¿No te pones en camino? —dijo ella. Detrás se oía a alguien que vomitaba y reía histéricamente a los que miraban. Jazz en el tocadiscos.

Tenía ganas de decir: «¡Dios, todo lo que necesitamos y queremos!». Dijo:

—¿Qué tal la fiesta?

—Es en casa de Raoul —dijo ella.

Raoul, Slab y Melvin formaban parte de una basca de descontentos a la que alguien había bautizado «La dotación enferma». Vivían la mitad de su vida en un bar del bajo West Side llamado Rusty Spoon (La cuchara roñosa). Pensó Profane en el Sailor’s Grave y no hallaba gran diferencia.

—Benny —nunca había llorado, nunca que él recordara. Le preocupó. Pero podía estar fingiendo—. Ciao.

Esa rara manía de la gente de Greenwich Village de evitar decir adiós. Colgó.

—Hay una pelea cojonuda —dijo Dewey Gland, malhumorado y con los ojos enrojecidos—. El viejo Ploy tiene tal curda que le ha mordido en el culo a un infante de marina.

Si se mira de lado a un planeta dando vueltas en su órbita, se divide el Sol con un espejo y se imagina una cuerda, todo ello parece un yoyó. El punto más alejado del Sol se llama afelio (de apó y helios). El punto más distante de la mano del yoyó se denomina, por analogía, apoquiro.

Profane y Paola partieron aquella noche para Nueva York. Dewey Gland volvió al barco y Profane no le volvió a ver jamás. Pig se había largado en la Harley con destino desconocido. En el Greyhound iba una pareja joven que, en cuanto se durmieran los demás pasajeros, lo harían en el asiento de atrás; un vendedor de sacapuntas que había visto todas las regiones del país y que podía darle a uno información interesante sobre cualquier ciudad, no importaba a cuál se dirigiera uno; y cuatro niños, cada uno de ellos con una madre incompetente, distribuidos estratégicamente por todo el autobús, que producían balbuceos, arrullos, vómitos, practicaban la autoasfixia, babeaban. Por lo menos uno de ellos consiguió no dejar de chillar ni un solo instante durante las doce horas del trayecto.

Cuando entraron en Maryland, Profane decidió ir al toro.

—No es que quiera librarme de ti —entregándole el sobre de un billete con las señas de Rachel escritas a lápiz—, pero no sé cuánto tiempo voy a estar en la ciudad.

No lo sabía.

Ella asintió.

—Entonces ¿estás enamorado?

—Es una buena mujer. Te buscará un trabajo; te buscará un sitio donde estar. No me preguntes si estamos enamorados. Esa palabra no significa nada. Aquí están sus señas. Puedes tomar directamente el IRT[11] de West Side cuando lleguemos.

—¿De qué tienes miedo?

—Duérmete.

Y se durmió. Se durmió tranquilamente sobre el hombro de Profane. En la estación de la calle Treinta y cuatro, en Nueva York, se despidió brevemente de ella.

—Quizás pase a veros. Pero espero que no. Es complicado.

—Le digo que…

—Lo sabrá. Ése es el lío. No hay nada que tú… yo… podamos decirle que ella no sepa.

—Ven a verme, ven. Por favor. Quizás.

—Está bien —le dijo—, quizás.

5

Así pues, en enero de 1956, Benny Profane apareció de nuevo en Nueva York. Entró en la ciudad con los últimos coletazos de unos días de falsa primavera, encontró un colchón en un refugio llamado Our Home (Nuestro Hogar) y un periódico en un quiosco del extremo norte; deambuló por las calles a altas horas de la noche, estudiando los anuncios clasificados a la luz de las farolas. Como de costumbre, nadie en particular le necesitaba.

Si hubiera habido alguien por allí que se acordara de él, habría notado al instante que Profane no había cambiado. Seguía siendo un muchacho ameboideo, blando y gordo, el pelo trasquilado corto, creciendo a retazos, los ojos pequeños como los de un cerdo y demasiado separados. El trabajo en las carreteras no había hecho nada para mejorar al Profane exterior, ni tampoco al interior. Aunque la calle había acaparado una importante fracción de los años de Profane, ella y él habían seguido siendo extraños en todos los sentidos. Calles (calzadas, glorietas, plazas, sitios, panoramas) no le habían enseñado nada: no sabía manejar una corrediza, grúa, tractor auxiliar de descarga; ni poner ladrillos, estirar bien una cinta de medir, mantener quieto un jalón; ni siquiera había aprendido a conducir. Andaba; andaba; pensaba a veces en las naves de un supermercado gigantesco, brillante, su única función deseable.

Una mañana se despertó temprano, no podía volver a dormirse y se le ocurrió el antojo de pasarse el día como un yoyó, yendo de un lado para otro en el metro por debajo de la calle Cuarenta y dos, de Times Square a Grand Central y viceversa. Se abrió paso hacia los lavabos de Our Home, tropezando en el camino con dos colchones vacíos. Se cortó afeitándose, no podía sacar la cuchilla y se hizo un corte en un dedo. Decidió ducharse para limpiarse la sangre. Las llaves de la ducha no querían girar. Cuando encontró por fin una ducha que funcionaba, el agua salía quemando o fría a intervalos imprevisibles. Bailoteó, aullando y tiritando, se resbaló al pisar una pastilla de jabón y casi se desnuca. Al secarse, la toalla deshilachada se le partió en dos y quedó inutilizada. Se puso al revés la camiseta marinera, se pasó diez minutos para conseguir subirse la cremallera de la bragueta y otros quince reparando el cordón de un zapato que se le rompió cuando intentaba atárselo. Todos los silencios de sus canciones mañaneras los ocupaban silenciosas maldiciones. No es que estuviera cansado ni que le fallara notablemente la coordinación de movimientos. Se trataba de algo que sabía desde hacía equis años, siendo como era lo que los judíos llamaban un schlemihl, un desgraciado, un pobre diablo, a saber: que los objetos inanimados y él no podían convivir en paz.

Profane tomó un tren local de la Lexington Avenue hasta Grand Central. El vagón en el que subió resultó estar repleto de todo tipo de hombres despampanantes, arrebatadoras secretarias que iban al trabajo y chavalas que iban al colegio y estaban de un guapo subido. Era demasiado, demasiado. Débil, se agarró a la barra. A su contextura lunar le llegaban oleadas indefinibles de lubricidad que hacen que todas las mujeres comprendidas entre ciertas edades con una determinada envoltura carnal, se vuelvan inmediata e imposiblemente deseables. Salía de estos arrechuchos con los globos de los ojos todavía oscilantes y con el deseo de tener un cuello rotativo que girase totalmente trescientos sesenta grados.

Después de las horas punta de la mañana, la línea se queda casi vacía, como una playa abandonada después de haberse vuelto a casa los turistas. En las horas comprendidas entre las nueve y mediodía, los residentes permanentes se acercan vacilantes de nuevo hasta la playa, tímidos y al acecho. Desde la salida del sol toda clase de hijos de la abundancia llenan ese mundo hasta sus límites en medio de una atmósfera de verano y vitalidad; ahora vagabundos que duermen y ancianas que reposan, y han estado allí todo el tiempo inadvertidos, restablecen una especie de derecho de propiedad y anuncian la llegada de una temporada de decadencia.

En un undécimo o duodécimo tránsito, Profane cayó dormido y soñó. Le despertaron cerca del mediodía tres muchachos portorriqueños cuyos nombres eran Tolito, José y Kook, diminutivo anglosajonizado de Cucarachito. Hacían un número para sacar dinero, aunque sabían que las mañanas de los días laborables el metro «no es bueno para bailes y bongós». José portaba un bote de café que puesto boca abajo servía para acompañar el ritmo delirante de sus merengues y bayones, y destapado, boca arriba, para recibir de una audiencia comprensiva cospeles, chicles, salivazos.

Profane, despierto, entreabrió los ojos y se les quedó mirando cómo bailaban, cómo daban volteretas sobre las manos, cómo imitaban un galanteo. Se balanceaban colgados de las barras, trepaban abrazados a los tubos; Tolito zarandeando a Kook —el chaval de siete años— por todo el vagón como un tentetieso, poniendo un acompañamiento polirrítmico al ruido del convoy; José con su tambor de lata, antebrazos y manos vibrando más allá del alcance de la vista y con una sonrisa incansable cruzándole los dientes, ancha como el West Side.

Pasaron el bote cuando el tren estaba entrando en Times Square. Profane cerró los ojos antes de que llegaran hasta él. Se sentaron en el asiento de enfrente a contar la recaudación, los pies bailando en el aire. Entraron en el coche dos chicos adolescentes de su barrio: chinos negros, camisas negras, chaquetas de gang negras con la palabra PLAYBOYS pintada con letras de un rojo fuerte sobre el negro. De manera súbita se interrumpió todo movimiento entre los tres del asiento. Se asieron mutuamente y se quedaron mirando atentos, con los ojos muy abiertos.

Kook, el pequeñajo, no podía guardarse nada.

—¡Maricón! —gritó muy contento en español.

Los ojos de Profane se abrieron. El taconeo de los chicos mayores se desplazó, lejano y en staccato, al vagón contiguo. Tolito puso una mano encima de la cabeza de Kook y se la empujó hacia abajo tratando de hacerla desaparecer de la vista a través del suelo. Kook se escabulló. Las puertas se cerraron y el convoy inició de nuevo la marcha en dirección a Grand Central. Los tres dirigieron su atención a Profane.

—¡Eh, señor! —dijo Kook. Profane le observó, con cierta cautela.

—¿Cómo es que…? —dijo José. Se colocó distraídamente el bote de café encima de la cabeza, desde donde se le resbalaba sobre las orejas.

—¿Cómo es que no se ha bajado en Times Square?

—¿Iba dormido? —preguntó Tolito.

—Es un yoyó —dijo José—. Espera y verás.

Se olvidaron de momento de Profane, se fueron al vagón de delante y repitieron su número. Volvieron cuando el tren arrancaba otra vez de Grand Central.

—¿Lo ves? —dijo José.

—¡Eh, señor! —dijo Kook—, ¿por qué no bajó?

—¿Está sin trabajo? —preguntó Tolito.

—¿Por qué no caza usted caimanes como mi hermano? —preguntó Kook.

—El hermano de Kook los mata con una escopeta de caza —dijo Tolito.

—Si le hace falta un trabajo, debe ir a cazar caimanes —añadió José.

Profane se rascó la tripa. Miró al suelo.

—¿Es fijo? —preguntó.

El metro entró en la estación de Times Square, regurgitó pasajeros, tomó otros nuevos, cerró sus puertas y se adentró chirriando túnel adelante. Otro convoy entró por una vía diferente. Los cuerpos se arremolinaban bajo la luz marrón; un altavoz anunciaba los trenes. Era la hora de comer. La estación del metro comenzó a hervir de ajetreo, a llenarse de ruido y movimiento humanos. Volvían las recuas de turistas. Llegó otro tren más, abrió, cerró, partió. Aumentaba la presión sobre las plataformas de madera, junto con una sensación de incomodidad, hambre, vejigas molestas, sofoco. Volvió el primer tren.

Entre la gente que se apretujaba para entrar, esta vez había una chica joven que llevaba un abrigo negro; el pelo largo le caía por fuera. Miró en cuatro vagones antes de dar con Kook, que estaba sentado al lado de Profane, observándole.

—Quiere ayudar a Angel a matar caimanes —le dijo el niño.

Profane dormía, recostado en diagonal en el asiento.

En su sueño estaba, como de costumbre, totalmente solo. Caminaba de noche por una calle en la que no había nada con vida, salvo su campo de visión. Tenía que ser de noche en aquella calle. Las luces brillaban sin oscilación sobre bocas de agua y tapas de alcantarilla que yacían esparcidas por la calle. Acá y allá aparecían señales de neón, formando palabras que no recordaría al despertar.

De algún modo se relacionaba todo con un cuento que había oído contar una vez, sobre un niño que nació con un tornillo dorado donde debería tener el ombligo. A lo largo de veinte años consulta con médicos y especialistas de todo el mundo, tratando de deshacerse del tornillo, pero sin éxito. Por último, en Haití, va a ver a un médico vudú que le administra una pócima de olor nauseabundo. Se la bebe, se echa a dormir y tiene un sueño. En este sueño se encuentra en una calle, iluminada con lámparas verdes. Siguiendo las instrucciones del hechicero, toma dos a la derecha y una a la izquierda desde su punto de origen, encuentra un árbol que crece junto a la séptima farola, del que cuelgan por todas partes globos de colores. En la cuarta rama desde la copa hay un globo rojo; lo rompe y en el interior encuentra un destornillador con un mango de plástico amarillo. Con el destornillador se extrae el tornillo del abdomen y tan pronto como esto ocurre se despierta del sueño. Es por la mañana. Se mira el ombligo y el tornillo ha desaparecido. Por fin se ha levantado aquella maldición que ha durado veinte años. Delirante de alegría salta de la cama y se le cae el culo.

A Profane, solo en medio de la calle, siempre le parecía que quizás estuviera buscando la manera de que su propio despiezamiento resultara plausible como el de cualquier máquina. Era siempre en este punto donde comenzaba el miedo: aquí donde se convertía en pesadilla. Porque en ese momento, si seguía andando por aquella calle, no sólo su culo, sino también sus brazos, piernas, la esponja que tenía por cerebro y el reloj que tenía por corazón, habrían de quedarse atrás rociando el pavimento, esparcidos entre tapas de alcantarilla.

¿Era el hogar, la calle iluminada con luz de mercurio? ¿Retornaba como el elefante a su cementerio, para tumbarse y convertirse pronto en mole de marfil en la que dormían, latentes, exquisitas formas de figuras de ajedrez, rascadores de espalda, huecas esferas chinas de obra calada contenidas unas dentro de otras?

Esto era lo único que tenía para soñar; lo único que jamás había tenido: la calle. Pronto se despertó, sin haber encontrado ningún destornillador, ninguna llave, ninguna clave. Se despertó delante del rostro de una muchacha cercano al suyo. Kook aparecía al fondo, los pies estirados hacia afuera, la cabeza colgando. De dos vagones más adelante, sobrepasando el ruido del metro, llegaba el ruido de sonajero metálico del bote de café de Tolito.

Era un rostro joven, suave. Tenía un lunar marrón en una mejilla. Le había estado hablando antes de que abriera los ojos. Quería que él fuera a su casa con ella. Su nombre era Josefina Mendoza, era hermana de Kook y vivía en la parte alta. Ella tenía que ayudarle. Profane no tenía la menor idea de lo que estaba ocurriendo.

—¿Qué, señorita? —preguntó—, ¿qué?

—¿Le gusta estar aquí? —gritó ella.

—No me gusta, señorita, no —dijo Profane.

El tren, lleno, se dirigía hacia Times Square. Dos señoras ancianas que habían estado de compras en Bloomingdale’s comenzaron a mirarles con hostilidad desde el fondo del vagón. Fina empezó a gritar. Los otros chavales volvieron abriéndose paso, cantando.

—¡Socorro! —gritó Profane.

No sabía a quién se lo pedía. Se había despertado amando a todas las mujeres de la ciudad, deseándolas a todas, y aquí había una que quería llevarle a su casa. El convoy entró en Times Square; se abrieron las puertas. En un arrebato, sólo a medias consciente de lo que hacía, echó un brazo por encima de Kook y salió a toda prisa del vagón. Fina, con atisbos de pájaros tropicales saliendo de su vestido verde cada vez que se le abría el abrigo negro, le siguió, llevando de la mano, en línea, a Tolito y a José. Recorrieron la estación bajo una cadena de luces verdes, Profane tropezando en su galope corto y poco atlético con papeleras y máquinas de coca-cola. Kook se desasió y se adentró abriéndose paso por entre la multitud del mediodía.

—¡Luis Aparicio! ¡Luis Aparicio! —gritó, deslizándose hacia alguna placa particular, haciendo estragos al pasar entre una formación de Girl Scouts.

Al bajar las escaleras que daban a la línea local que sube a la parte norte, había un tren esperando; Fina y los niños entraron; cuando Profane hizo intención de meterse, se cerraron las puertas y le cogieron en medio. Fina y su hermano abrieron mucho los ojos. Lanzando un grito ahogado cogió la mano de Profane y tiró de él, y sucedió un milagro. Las puertas volvieron a abrirse. Fina le atrajo hacia el interior, hacia su tranquila zona de influencia. Lo supo repentinamente: aquí, por ahora, Profane el schlemihl puede moverse ágil y seguro. Durante todo el trayecto hacia casa, Kook cantó una canción en castellano, Tienes mi corazón, que había oído una vez en una película.

Vivían en la parte alta, en la zona de las calles Ochenta, entre Amsterdam Avenue y Broadway. Fina, Kook, la madre, el padre y otro hermano llamado Angel. A veces el amigo de Angel, Jerónimo, venía y se quedaba a dormir sobre el suelo de la cocina. El viejo recibía socorro de la beneficencia pública. La madre se enamoró enseguida de Profane. Le dieron la bañera para dormir.

Al día siguiente, Kook lo encontró durmiendo en ella y abrió el agua fría.

—¡Santo cielo! —aulló Profane resoplando y despertándose.

—Tío, tienes que ir a buscar trabajo —dijo Kook—. Lo dijo Fina.

Profane saltó fuera de la bañera y salió en persecución de Kook por el pequeño apartamento, dejando detrás de sí un rastro de agua. En el cuarto que daba a la calle tuvo que saltar por encima de Angel y de Jerónimo, que estaban allí tumbados bebiendo vino y charlando sobre las muchachas que irían a mirar aquel día en el Riverside Park. Kook escapó, riendo y gritando: «¡Luis Aparicio!». Profane se quedó tumbado allí con la nariz apretada contra el suelo.

—Toma vino —dijo Angel.

Unas horas más tarde bajaban todos ellos haciendo eses por los escalones de la vieja arenisca parda, tremendamente borrachos. Angel y Jerónimo discutían si era demasiado tarde para que las chicas estuvieran en el parque. En el centro de la calle tiraron en dirección oeste. El cielo estaba nublado y triste. Profane iba topándose con los coches. Al llegar a la esquina invadieron un puesto de salchichas y bebieron piña colada para despejarse. No les hizo ningún efecto. Se dirigieron al Riverside Drive, donde Jerónimo se desplomó. Profane y Angel lo levantaron y cruzaron corriendo la calle llevándole como un ariete, bajaron por una colina y se adentraron en el parque. Profane tropezó con una piedra y los tres fueron a parar al suelo. Yacían sobre el césped helado mientras un grupo de críos con abultados abrigos de lana correteaban por encima de ellos jugando a lanzar y coger un bolso amarillo brillante. Jerónimo empezó a cantar.

—Macho —dijo Angel—, ahí viene una.

Venía paseando un feo y raquítico perro de lanas. Joven, con una larga cabellera que bailaba y soltaba destellos contra el cuello del abrigo. Jerónimo interrumpió la canción para decir «coño» y sacudir los dedos. Luego continuó cantando, dedicándole la canción ahora a ella. La muchacha no les hizo caso sino que siguió andando en dirección a la parte alta de la ciudad, con expresión serena y sonriendo a los árboles desnudos. Los ojos de los muchachos la siguieron hasta que se perdió de vista. Se sentían tristes.

Angel suspiró.

—¡Hay tantas! ¡Tantos millones y millones de muchachas! Aquí en Nueva York, y en Boston, donde estuve una vez, y en otras mil ciudades… Es descorazonador.

—También en Jersey —dijo Profane—. He trabajado en Jersey.

—Un montón de género de primera, en Jersey —apuntó Angel.

—En la carretera —puntualizó Profane—. Iban todas en coches.

—Jerónimo y yo trabajamos en las alcantarillas. Bajo la calle. No se ve nada allí abajo.

—Bajo la calle —repitió Profane después de un minuto—, bajo la calle.

Jerónimo dejó de cantar y le contó a Profane cómo era la cosa. ¿Se acordaba de los caimancitos? El año pasado o el anterior, les dio a todos los críos de Nueva York por comprarse unos caimanes pequeñitos para tenerlos en casa. Los vendían en Macy’s a cincuenta centavos y no había niño que no quisiera tener su caimán. Pero enseguida se cansaron de ellos. Algunos los soltaron en la calle, pero la mayor parte se les escaparon por las alcantarillas. Y éstos habían crecido y se habían reproducido, alimentándose de ratas y de desperdicios, y ahora andaban ya grandes, ciegos, albinos, por todo el alcantarillado de la ciudad. Ni Dios sabía todos los que podía haber allí abajo. Algunos se habían vuelto caníbales porque en la zona donde vivían se habían comido ya a todas las ratas o éstas habían huido aterrorizadas.

A raíz del escándalo del año anterior a causa de las alcantarillas, el Departamento había tomado cartas en el asunto. Hicieron un llamamiento pidiendo voluntarios que bajaran con escopetas y terminaran con los caimanes. No se presentaron muchos. Y los que lo hicieron lo dejaron pronto. Angel y él, dijo Jerónimo con orgullo, llevaban tres meses más que todos los demás.

Profane, repentinamente, estaba sobrio.

—¿Siguen buscando voluntarios? —dijo despacio.

Angel comenzó a cantar. Profane giró sobre su cuerpo y miró a Jerónimo con los ojos encendidos.

—¿Eh?

—Seguro —dijo Jerónimo—. ¿Has usado ya una escopeta?

Profane dijo que sí. No la había utilizado nunca, ni lo haría jamás al nivel de la calle. Pero una escopeta debajo de la calle, bajo la calle, sería perfecto. A lo mejor se mataba con ella, pero quizás también eso fuera perfecto. Podía probar.

—Hablaré con míster Zeitsuss, el jefe —dijo Jerónimo.

El globo apareció un segundo suspendido, en el aire, alegre y brillante.

—Mira, mira —gritaban los muchachos—. ¡Mira cómo cae!

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