V.

V.


3. En el que Stencil, transformista, lleva a cabo ocho personificaciones

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C a p í t u l o   t r e s

En el que Stencil,

transformista, lle-

va a cabo ocho

personifica-

ciones

V

1

Como los muslos separados para el libertino, el vuelo de las aves migratorias para el ornitólogo, el filo cortante de su herramienta para el mecánico de serie, así era la letra V para el joven Stencil. Quizás una vez a la semana soñaba que todo había sido un sueño y que ahora había despertado para descubrir que la búsqueda de V. era al fin y al cabo una mera indagación erudita, una aventura de la mente, en la tradición de La rama dorada[17] o de La diosa blanca.

Pero pronto despertaba por segunda vez, en el tiempo real, para hacer de nuevo el tedioso descubrimiento de que en ningún momento había dejado realmente de ser la misma búsqueda literal e ingenua; V., ambiguamente una bestia del placer venéreo, perseguida como el venado, la corza o la liebre, perseguida como obsoleta, extravagante o prohibida forma de deleite sexual. Y el histriónico Stencil haciendo cabriolas tras ella, comparsas tintineantes, cascabeles al vuelo, agitando un aguijón de juguete hecho de madera. Para sólo divertirse él.

Su protesta ante la Margravine di Chiave Lowenstein (sospechando que el hábitat natural de V. es el estado de sitio, había llegado a Mallorca directamente desde Toledo, donde había pasado una semana recorriendo el Alcázar de noche, haciendo preguntas, recogiendo inútiles testimonios). «No es espionaje», había sido, seguía diciendo, más por petulancia que por el deseo de demostrar la pureza de los motivos. Le gustaría que todo pudiera ser tan respetable y ortodoxo como el ejercicio del espionaje. Pero de algún modo, en sus manos, los implementos y actitudes tradicionales tenían siempre un uso mezquino: la capa se convertía en bolsa de lavandería, la daga en pelapatatas, los dossiers en la manera de llenar las tardes tediosas de domingo; y lo peor de todo: disfrazarse no por necesidad profesional sino sólo como truco, simplemente para implicarle menos en la caza, para distribuir parte del dolor del dilema entre diversas «personificaciones».

Herbert Stencil, como los niños en un cierto estadio, como Henry Adams en su Education, y como un variado surtido de autócratas desde tiempo inmemorial, siempre se refería a sí mismo en tercera persona. Eso le permitía a Stencil aparecer con una única identidad a través de un repertorio de identidades. «Vigorosa dislocación de la personalidad» es como llamaba a la técnica general, lo que no es exactamente igual que «ver el punto de vista del otro»; pues implicaba, por ejemplo, ponerse ropas que Stencil no se pondría ni muerto, ingerir alimentos que le harían vomitar a Stencil, vivir en escondrijos absurdos, frecuentar bares o cafés de un estilo nada stenciliano; todo ello durante semanas sin fin; y ¿por qué? Para mantener a Stencil en su sitio: es decir, en la tercera persona.

Alrededor de cada inicio de un dossier había crecido, en consecuencia, una masa nacarina de deducciones, licencias poéticas, vigorosa dislocación de la personalidad, que la adentraba en un pasado que él no recordaba y en el que no tenía ningún derecho, salvo el derecho de la angustia imaginativa o la preocupación histórica, que nadie le reconoce. Cuidaba cada concha marina en su criadero subacuático con delicadeza e imparcialidad, moviéndose desmañado por su reserva demarcada con estacas en el lecho del puerto y evitando cuidadosamente la pequeña depresión oscura que aparecía allí mismo en el centro del molusco cultivado, en cuyas profundidades Dios sabía lo que viviría: la isla, Malta, donde muriera su padre, y en la que Herbert nunca había estado y de la que nada sabía porque allí había algo que le mantenía alejado, porque le atemorizaba.

Una tarde, amodorrado en el sofá del apartamento de Bongo-Shaftsbury, sacó Stencil su único recuerdo de la aventura maltesa del viejo Sidney, cualquiera que ésta hubiera sido. Una alegre postal en tetracromía, una foto de la Gran Guerra, del Daily Mail, que mostraba a un pelotón de soldados ingleses, arremangados y sudorosos, empujando una camilla sobre ruedas en la que yacía un soldado alemán gigantesco, de enorme bigote, con una pierna entablillada y una sonrisa de lo más complaciente. El mensaje de Sidney decía: «Me siento viejo y, sin embargo, todavía como una virgen destinada al sacrificio. Escribe para darme ánimos. PADRE».

El joven Stencil no escribió porque tenía dieciocho años y jamás escribía. Esto formaba parte de su actual inquietud: la que había sentido al saber la muerte de Sidney medio año más tarde y darse cuenta entonces de que ninguno de los dos se había comunicado con el otro después de la postal.

Un tal Porpentine, uno de los colegas de su padre, había muerto en duelo en Egipto por Eric Bongo-Shaftsbury, padre del individuo que poseía el apartamento en el que ahora estaba. ¿Había ido Porpentine a Egipto como el viejo Stencil a Malta, quizás después de escribir a su hijo que se sentía como otro espía que a su vez habría partido para ir a morir en Schleswig-Holstein, Trieste, Sofía, o en cualquier otro sitio? Sucesión apostólica. Debían de saber cuándo había llegado la hora, pensó muchas veces Stencil; pero no tenía modo de saber si la muerte había sobrevenido como un último don carismático. Tan sólo disponía de las veladas referencias a Porpentine en los diarios. El resto era personificación y sueño.

2

Conforme avanzaba la tarde, nubes amarillentas se congregaban sobre la plaza Mohammed Alí, llegadas del desierto libio. Un viento insonoro barría Rue Ibrahim arriba y cruzaba la plaza, trayendo a la ciudad el frío del desierto.

Para un tal P. Aïeul, camarero de café y libertino aficionado, las nubes indicaban lluvia. Su único cliente, un inglés, quizás un turista porque tenía la cara muy quemada por el sol, se sentaba, todo tweeds, levitón ruso y expectación, mirando a la plaza. Aunque no llevaba ni quince minutos sentado allí, con la taza de café delante, parecía formar parte del paisaje de una manera tan permanente como la propia estatua de Mohammed Alí. Ciertos ingleses, sabía Aïeul, poseían este talento. Pero no suelen ser turistas.

Aïeul se recostaba indolente cerca de la puerta del café; inerte por fuera pero rebosante por dentro de tristes y filosóficas reflexiones. ¿Se trataba de la espera de una mujer? Qué error esperar un romance o amor súbito en Alejandría. Ninguna ciudad de turistas ofrecía fácilmente ese regalo. Se necesitaba —¿cuánto tiempo llevaba él alejado del Midi? ¿Doce años?— por lo menos ese tiempo. Había que dejarles engañarse pensando que la ciudad era algo más que lo que sus Baedekers decían que era: un faro desaparecido hacía mucho por causa de los terremotos y del mar; árabes pintorescos pero sin rostro; monumentos, tumbas, modernos hoteles. Una ciudad fantasma y bastarda; inerte —para «ellos»— como el propio Aïeul.

Observó cómo se oscurecía el sol y el viento batía las hojas de las acacias que rodeaban la plaza Mohammed Alí. A lo lejos se oía vociferar un nombre: «¡Porpentine, Porpentine!». Gemía en la extensión hueca de la plaza como una voz de la infancia. Otro inglés gordo, de pelo rubio, florido —¿no parecían todos iguales los individuos de los países del Norte?— había bajado a grandes zancadas por la Rue Chérif Pachá en traje de etiqueta y con un salacot dos números mayor del tamaño correspondiente a su cabeza. Aproximándose al cliente de Aïeul, comenzó a parlotear animadamente en inglés desde veinte metros de distancia. Algo acerca de una mujer, de un consulado. El camarero se encogió de hombros. Hacía años que había aprendido que en las conversaciones de los ingleses había poco que curiosear. Aunque el mal hábito persistía.

Comenzó a llover, gotas finas, apenas más que una llovizna.

Hatfingan —bramó el gordo— hat fingan kahwa bisukkar, ya weled.

Dos rostros enrojecidos ardían de ira uno contra otro a uno y otro lado de la mesa.

«Merde», pensó Aïeul.

Y ya junto a la mesa:

¿M’sieu?

—¡Ah! —sonrió el gordo—, coffee entonces. Café, ya sabe.

Cuando volvió, los dos conversaban con afectada indiferencia sobre una gran fiesta en el consulado aquella noche. ¿Qué consulado? Todo lo que Aïeul pudo distinguir eran nombres. Victoria Wren. Sir Alastair Wren (¿padre?, ¿marido?). Un tal Bongo-Shaftsbury. ¡Qué nombres más ridículos producía aquel país! Aïeul sirvió el café y volvió a repantigarse en su sitio.

El gordo ese se proponía seducir a una muchacha, Victoria Wren, otra turista que viajaba con su padre, también turista. Pero se lo impedía el amante. Bongo-Shaftsbury. El viejo del tweed —Porpentine— era el macquereau. Los dos individuos a los que observaba eran anarquistas que tramaban asesinar a Sir Alastair Wren, poderoso miembro del Parlamento británico. Entre tanto la esposa del par —Victoria— estaba siendo víctima de un chantaje por parte de Bongo-Shaftsbury, quien conocía sus secretas simpatías por los anarquistas. Ambos eran artistas de music-hall y buscaban empleo en un importante vaudeville que producía Bongo-Shaftsbury, que estaba en la ciudad tratando de sacar dinero al necio caballero Wren. La vía de aproximación de Bongo-Shaftsbury sería a través de la atractiva actriz Victoria, amante de Wren, que se hacía pasar por su esposa para satisfacer el fetiche inglés de la respetabilidad. El gordo y el del tweed entrarían aquella noche en su consulado cogidos del brazo, cantando una canción jovial, arrastrando los pies con paso de baile, haciendo girar los ojos…

La lluvia se había hecho más intensa. Los dos sujetos de la mesa se pasaron un sobre blanco con la solapa aserrada. De repente el del tweed se irguió de pie como un muñeco mecánico y comenzó a hablar en italiano.

¿Un ataque? Pero no hacía sol. El del tweed había empezado a cantar:

¡Estoy loco!

¡Mirad cómo lloro e imploro…!

Ópera italiana. Aïeul se sintió mal. Los contemplaba con una sonrisa apenada. El inglés anticuado dio un salto y entrechocó los talones; adoptó una postura escénica, el puño contra el pecho, el otro brazo extendido:

¡Cómo pido piedad!

La lluvia los empapaba a los dos. La cara enrojecida por el sol flotaba como un globo, único toque de color en aquella plaza. El gordo permanecía sentado bajo la lluvia, sorbía el café, observaba a su alegre compañero. Aïeul podía oír el golpeteo de las gotas de lluvia sobre el salacot. A la larga el gordo parecía despertar: se levantó, dejó una piastra y un millième sobre la mesa (¡avaro!) y saludó con la cabeza al otro, que ahora se quedó mirándole. La plaza, quitando a Mohammed Alí y al caballo, estaba vacía.

(¿Cuántas veces habían estado de este modo: empequeñecidos horizontal y verticalmente por una plaza o un atardecer cualquiera? Si la revelación de un destino pudiera fundarse en ese único instante, los dos debían de haber sido desplazados, como piezas menores de ajedrez, a cualquier rincón del tablero europeo. Los dos del mismo color, aunque uno de ellos se mantuviera rezagado en diagonal, en señal de deferencia hacia su colega, los dos explorando el parqué de cualquier embajada en busca de signos de una oposición confusamente percibida —amante, tique de comida, objeto de asesinato político— el prestigio de cierta imagen como reafirmación de su propia labor y quizás, desdichadamente, de su propia humanidad; ¿estaban quizás tratando de no recordar que cada plaza-casilla europea, como quiera que sea su trazado, se conserva en última instancia inanimada?).

Se dieron la vuelta con aire formal y partieron en direcciones opuestas, el gordo de regreso al hotel Jedival, el del tweed metiéndose por la Rue de Ras-et-Tin y el barrio turco.

«Bonne chance», pensó Aïeul. «Sea lo que sea lo de esta noche, bonne chance. Ya que no os voy a volver a ver a ninguno de los dos, es lo menos que puedo desearos». Acabó por quedarse dormido contra el muro, amodorrado por la lluvia, para soñar con una tal Maryam, con la noche que se acercaba, y con el barrio árabe…

Las zonas más bajas de la plaza se llenaron de agua, los usuales conjuntos aleatorios de círculos concéntricos entrecruzados se movían en la superficie. Hacia las ocho amainó la lluvia.

3

Yusef el factótum, cedido temporalmente por el hotel Jedival, atravesó la lluvia, cruzó la calle del consulado de Austria y entró apresurado por la puerta de servicio.

—¡Tarde! —gritó Meknes, jefe de la tropa de cocina—. Así que, engendro de camello homosexual: te ha tocado la mesa del ponche.

No era mal destino, pensó Yusef mientras se ponía la chaquetilla blanca y se atusaba el bigote. Desde la mesa del ponche, situada en el entresuelo, podía contemplar a gusto todo el espectáculo: hasta los escotes de las mujeres más bonitas (¡Ah… los pechos italianos eran los mejores!), pasando por la resplandeciente muestra de estrellas, cintas y medallas exóticas.

Pronto, desde este puesto de observación privilegiado, pudo Yusef permitirse la primera sonrisa de las muchas que se insinuarían durante el transcurso de la velada por su boca de entendido. Déjales que celebren fiestas mientras puedan. Muy pronto las elegantes ropas serían jirones y la fina ebanistería estaría cubierta de sangre seca. Yusef era anarquista.

Anarquista y sin un pelo de tonto. Se mantenía al tanto de los acontecimientos, siempre con la perspectiva de cualquier noticia favorable para desatar el más mínimo caos. Esa noche la situación política era esperanzadora: Sirdar Kitchener, el último héroe colonial inglés, recién lograda la victoria de Jartum, estaba en esos momentos a sólo seiscientos kilómetros del Nilo Blanco, dedicado al pillaje por la jungla; se rumoreaba también la presencia de un tal general Marchand en las proximidades. Gran Bretaña no quería que Francia interviniera en el Valle del Nilo. El ministro de Asuntos Exteriores del recién formado gabinete francés, M. Delcassé, podía perfectamente decidir o no la guerra si se producía algún incidente cuando los dos destacamentos entraran en contacto. Porque entrar en contacto, de eso todo el mundo era ya consciente, entrarían. Rusia apoyaría a Francia, mientras que Inglaterra se aproximaría momentáneamente a Alemania. Lo que significaba asimismo Italia y Austria.

«¡Arriba!», dijeron los ingleses. «¡Allá va el globo!». A Yusef, que creía que un anarquista o devoto del aniquilamiento ha de tener algún recuerdo de la infancia del que, a modo de contrapeso, sentirse nostálgico, le gustaban los globos. La mayoría de las noches, a las puertas del sueño, evolucionaba como la luna en torno a alguna vejiga de cerdo teñida de alegres colores, hinchada con su cálido aliento.

Pero ahora por el rabillo del ojo: milagro. ¿Cómo era posible que no creyendo en nada pudiera uno admirar…?

Una muchacha-globo. Una muchacha-globo. Apenas parecía tocar el espejo encerado que había debajo. Extendía hacia Yusef su taza vacía.

Mesikum bilkher, buenas noches; ¿hay alguna otra cavidad que quiera que le llene, mi señora inglesa?

Quizás perdonara a las criaturas como ésta. ¿Sí? Si llegara una mañana, una mañana en la que todos los almuecines guardaran silencio y las palomas hubieran ido a esconderse en las catacumbas, ¿podría levantarse desnudo en el amanecer de la Nada y cumplir su obligación? ¿La que en conciencia era su obligación?

—¡Oh! —sonrió la muchacha—, ¡oh, gracias! Leltak leben. Que tu noche sea blanca como la leche.

—Como tu vientre… basta ya.

Se alejó flotando, ligera como el humo de tabaco que subía desde abajo, del gran salón. Pronunciaba las oes con un suspiro, como si se desmayase de amor. Un hombre de edad madura, de complexión sólida, el pelo agrisado —con el aspecto de un camorrista callejero profesional en traje de etiqueta— se le acercó en las escaleras.

—Victoria —dijo con voz grave y rumorosa.

Victoria. Le habían puesto el nombre de su reina. Se esforzó en vano por contener la risa. ¡Quién sabe qué le divertía a Yusef!

Su atención había de vagar hacia ella de cuando en cuando durante la velada. Era agradable tener algo en que fijarse en medio del rutilante ajetreo. Pero no aparecía. Su color, incluso su timbre de voz, era más claro que el del resto de su mundo, y se elevaba con el humo hasta el oído de Yusef, Yusef con las manos pegajosas de ponche Chablis; el bigote, una triste maraña. Tenía el hábito de recortárselo inconscientemente con los dientes.

Meknes se dejaba caer por la mesa cada media hora para insultarle. Si nadie estaba lo bastante cerca para oírles intercambiaban insultos, unos groseros, otros ingeniosos, todos ellos siguiendo la pauta levantina de retrotraerse por la línea de ascendientes del otro, creando improvisadamente a cada escalón o generación una asociación cada vez más extravagante e improbable.

El conde Khevenhüller-Metsch, cónsul austríaco, había pasado mucho tiempo en compañía de su colega ruso M. de Villiers. «¿Cómo pueden dos hombres», se admiraba Yusef, «bromear de esa forma y mañana ser enemigos? Quizás fueran enemigos ayer». Pensó que los funcionarios del Estado no eran seres humanos.

Yusef agitó el cucharón del ponche en dirección a la espalda en retirada de Meknes. ¡Funcionario! ¿Y qué era él sino un funcionario, un servidor público? ¿Era un ser humano? Ciertamente sí, antes de abrazar el nihilismo político. ¿Pero aquí, esta noche, de servidor de «ésos»? Igual daría que fuese un aplique en la pared.

«Pero esto cambiará», sonrió tenebroso. Pronto ensoñó de nuevo con los globos.

Junto al pie de la escalera se sentaba la muchacha, Victoria, centro de una curiosa mesa. A su lado estaba sentado un joven rubicundo y gordinflón con el traje de etiqueta arrugado por la lluvia. De pie frente a ellos, en los vértices de un triángulo isósceles achatado estaban el hombre de pelo gris que había pronunciado su nombre, una niña de once años, traje blanco sin forma, y otro hombre que tenía la cara quemada por el sol. La única voz que Yusef podía oír era la de Victoria.

—Mi hermana es aficionada a las piedras y a los fósiles, míster Goodfellow.

La cabeza rubia a su lado se movía con gesto de cortés asentimiento.

—Enséñaselas, Mildred.

La niña extrajo de su bolsito una piedra, la volvió y la puso primero ante la vista del acompañante de Victoria y luego del hombre de la cara roja que se sentaba a su lado. Este último parecía retroceder con embarazo. Yusef hizo la reflexión de que podía sonrojarse sin que nadie lo notara. Unas cuantas palabras más y el de la cara roja dejó el grupo para subir a grandes zancadas las escaleras.

Le levantó cinco dedos a Yusef:

Khamseh.

Mientras Yusef se ocupaba de llenar las tazas, alguien se acercó por detrás y tocó ligeramente al inglés en un hombro. El inglés giró sobre sus talones, cerró los puños y adoptó una actitud violenta. Las cejas de Yusef se elevaron cosa de medio centímetro. Otro luchador callejero. ¿Cuánto hacía que no había visto unos reflejos como aquéllos? Quizás en Tewfik, el asesino, dieciocho años y aprendiz de marmolista.

Pero este tipo tenía cuarenta o cuarenta y cinco. Nadie, razonó Yusef, se mantendría en forma tanto tiempo a menos que su profesión lo requiriese. ¿Qué profesión incluía tanto la capacidad para matar como la presencia en una recepción de consulado? Y además, un consulado austríaco.

Las manos del inglés se habían relajado. Asentía complacido con la cabeza.

—Una chica encantadora —decía el otro. Llevaba unas gafas con cristales azules y una nariz postiza.

El inglés sonrió, se volvió, cogió sus cinco tazas de ponche y comenzó a descender las escaleras. Al segundo escalón dio un traspié y cayó; no paró hasta llegar abajo dando vueltas y botes, acompañado por el ruido de cristales y las salpicaduras del ponche Chablis. Yusef advirtió que sabía cómo caer. El otro luchador callejero soltó una risotada para disimular el asombro general.

—Vi una vez a un tipo hacer eso en un music-hall —dijo con voz retumbante—. Tú lo haces mucho mejor, Porpentine. De veras.

Porpentine encendió un cigarrillo y se quedó tumbado, fumando, en el mismo sitio adonde había ido a parar.

Arriba en el entresuelo, el hombre de las gafas azules atisbó arqueándose desde detrás de una columna, se quitó la nariz, se la metió en el bolsillo y se desvaneció.

«Extraña colección. Aquí hay algo más», dedujo Yusef. ¿Tenía que ver con Kitchener y Marchand? Pues claro que tendría que ver. Pero… Su perplejidad fue interrumpida por Meknes que había vuelto para decir que el tatatatarabuelo y la tatatatarabuela de Yusef eran un perro de mil leches y una sola pata que se alimentaba de excrementos de burro y una elefanta sifilítica.

4

El restaurante Fink’s estaba tranquilo, no había mucho que hacer. Unos cuantos turistas ingleses y alemanes —de esos cuentapeniques, a los que nunca valía la pena acercarse— se sentaban desperdigados por el salón, haciendo bastante ruido para ser mediodía en la plaza Mohammed Alí.

Maxwell Rowley-Bugge, bien peinado, las guías del bigote retorcidas y la vestimenta correcta hasta la última arruga, estaba sentado en un rincón, con la espalda apoyada en la pared, notando cómo los primeros retortijones del pánico comenzaban a bailarle en el abdomen. Pues bajo el cuidado caparazón del pelo, la piel y el tejido, se escondía el lino gris agujereado y el corazón de un impenitente hombre sin provecho. El viejo Max era un peregrino y además sin un céntimo.

—Esperemos un cuarto de hora más —decidió—. Si no aparece nada prometedor me iré a L’Univers.

Había atravesado la frontera de la tierra del Baedeker hacía unos ocho años, en el 90, después de un desagradable incidente en Yorkshire. Él era por entonces Ralph MacBurgess, joven Lochinvar llegado a los entonces suficientemente amplios horizontes de los circuitos del vaudeville inglés. Cantaba un poco, bailaba un poco, contaba una serie de chistes de taberna pasables. Pero Max, o Ralph, tenía un problema: se volvía loco por las niñas. Aquella niña en particular, Alice, había dado muestra a los diez años de las mismas medias respuestas (un juego, cantaba… tan divertido) de sus predecesoras. «Pero lo saben», se dijo Max a sí mismo, «no importa la edad, saben lo que es, lo que hacen.

Lo único que pasa es que no piensan demasiado en ello». Por eso él había trazado la línea a los dieciséis más o menos… un poco mayores y la literatura, la religión, el remordimiento, entraban como torpes tramoyistas y destrozaban el puro pas de deux.

Pero aquélla se lo había contado a sus amigas y éstas habían sentido celos… una de ellas lo suficiente como para contárselo a su vez al clérigo, a los padres, a la policía… ¡Cielos! Fue siniestro. Aunque no había hecho ningún esfuerzo por olvidar el cuadro vivo… el camerino del Athenaum Theatre, una ciudad mediana llamada Lardwick-in-the-Fen. Cañerías desnudas, trajes de lentejuelas usados colgando en el rincón. Una columna rota de cartón piedra ahuecado para la tragedia romántica a la que el vaudeville había sustituido. Un baúl de trajes como cama. Los pasos, voces, un picaporte que giraba, tan lento…

Lo había querido. Incluso después, con los ojos secos tras el cordón protector de caras llenas de odio, los ojos decían: todavía lo quiero. Alice, la ruina de Ralph MacBurgess. ¿Quién sabía lo que quería ninguna de ellas?

Cómo había venido a Alejandría, adónde iría cuando se marchara eran cosas que poco podían importar a ningún turista. Era el tipo de vagabundo que existe por entero, aunque contra su voluntad, en el mundo del Baedeker… un rasgo topográfico como los restantes autómatas: camareros, mozos, taxistas, recepcionistas. Lo daba por sentado. Siempre que estaba haciendo su trabajo —gorronear la comida, la bebida o el alojamiento— se establecía un convenio temporal entre Max y su «sablazo», por el que se definía a Max como otro turista de buena posición que temporalmente se encontraba en una situación enojosa por una disfunción de la maquinaria de la agencia Cook’s.

Un juego común entre turistas. Sabían lo que era; y los que participaban en el juego lo hacían por la misma razón por la que regateaban en las tiendas o daban limosnas a los mendigos: estaba entre las leyes no escritas del país de Baedeker. Max constituía una de las pequeñas inconveniencias de un Estado turista casi perfectamente organizado. Y era una inconveniencia que quedaba más que compensada por el «color» que prestaba.

En estos momentos comenzaba a bullir la vida en Fink’s. Max levantó la vista con interés. Llegaban juerguistas por la Rue de Rosette de un edificio que tenía el aspecto de embajada o consulado. La recepción que se celebraba allí no debía de haberse interrumpido hasta ese momento. El restaurante se estaba llenando rápidamente. Max exploraba a cada recién llegado en espera de detectar el ademán imperceptible, el signo delator.

Se decidió finalmente por un grupo de cuatro: dos hombres, una niña y una joven que, como el vestido que llevaba, resultaba extrañamente inflada y provinciana. Todos ingleses, desde luego. Max tenía sus criterios.

También tenía buen ojo, y había algo en el grupo que le inquietaba. Tras ocho años en este dominio supranacional reconocía a un turista nada más verlo. Las chicas lo eran casi con certeza… pero sus acompañantes no estaban en su papel: les faltaba un cierto aplomo, un modo instintivo de pertenecer a la parte turística de Alejandría, común a todas las ciudades, que hasta los novatos muestran la primera vez que salen. Pero se estaba haciendo tarde y Max no tenía dónde pasar la noche ni había comido.

Su línea de apertura carecía de importancia, tratándose únicamente de la elección entre abridores estándar, cualquiera de los cuales resultaba eficaz siempre y cuando los abordados reuniesen las condiciones de elección para el juego. Lo que importaba era la forma de reaccionar. En este caso se aproximaba a lo que había supuesto. Los dos hombres, con aspecto de una pareja de cómicos, uno de ellos rubio y gordo, el otro moreno, flaco y con la cara roja, parecían dispuestos a darse un verde. Estupendo, déjalos. Max sabía cómo hacerles vivir. Durante la presentación puede que sus ojos se detuvieran medio segundo de más en Mildred Wren. Pero era miope y rechoncha; no había en ella nada de la Alice aquella.

Un abordaje ideal: todos se comportaban como si le conocieran desde hacía años. Pero casi tenía la sensación de que, a través de una especie de ósmosis horrible, se iba a correr la voz. Se iba a esparcir como el viento por toda Alejandría, entre todos los mendigos, vagabundos, exiliados por propia decisión y peregrinos de toda ralea, que el dúo Porpentine Goodfellow y las hermanas Wren ocupaban una mesa del Fink’s. Toda esta población necesitada comenzaría pronto a recalar en el restaurante y, uno tras otro, iría recibiendo la misma acogida, incorporándose al grupo cordialmente y con la misma naturalidad que si se tratara de conocidos íntimos que se hubieran ausentado un cuarto de hora antes. A Max le asaltaban visiones. La cosa proseguiría hasta mañana, y el día siguiente y el otro: seguirían llamando a los camareros con la misma voz alegre para que trajeran más sillas, más comida, más vino. Pronto los restantes turistas tendrían que marcharse: todas las sillas del Fink’s estarían ocupadas, extendiéndose en forma de anillos alrededor de aquella mesa, como el tronco de un árbol o un charco de lluvia. Y cuando las sillas del Fink’s se agotaran y los fatigados camareros tuvieran que empezar a traer más de algún local de al lado y luego de otros calle abajo y luego de otros una manzana más allá y de otros del barrio contiguo, los mendigos así acomodados llenarían la calle, se seguiría hinchando, hinchando… y la conversación crecería hasta el exceso, con cada uno de los miles de participantes llevándola a sus propias reminiscencias, chistes, sueños, chifladuras, epigramas… ¡todo un espectáculo! ¡Un gran vaudeville! Se sentarían sin más, comiendo cuando tuvieran hambre, emborrachándose, durmiéndola, emborrachándose de nuevo. ¿Cómo terminaría? ¿Cómo podía terminar?

Había estado hablando, la mayor —Victoria—, quizás el Vöslauer blanco se le había subido a la cabeza. Dieciocho, calculó Max, abandonando poco a poco su visión de la comunión de los vagabundos. Más o menos la edad que ahora tendría Alice.

¿Había allí una pizca de Alice? Alice era desde luego otro de sus criterios. En fin, por lo menos, la misma mezcla singular de niña juguetona, niña en celo. Alegre y dispuesta y tan llena de miedos…

Era católica; había estado en un convento cercano al sitio donde vivía. Éste era el primer viaje al extranjero. Hablaba de su religión tal vez en exceso; de hecho había pensado durante algún tiempo en el Hijo de Dios como una joven piensa en cualquier soltero elegible. Pero acabó dándose cuenta de que no era así; él mantenía un gran harén vestido de negro y engalanado tan sólo con rosarios. Incapaz de soportar una rivalidad semejante había dejado el noviciado en cuestión de semanas, pero no la Iglesia. La Iglesia, con sus imágenes de caras tristes, sus olores de cirios e incienso, y un tío llamado Evelyn, constituían los dos focos de su serena órbita. El tío, salvaje y renegado crepuscular, llegaba de Australia con intervalos de pocos años sin otro regalo que sus historias extraordinarias y maravillosas. Nunca, que recordara Victoria, se repetía. Y, lo que quizás era más importante, le aportaba materiales suficientes para desarrollar entre visita y visita su propio y privado trasmundo lejano, un mundo colonial de muñecas en el que podía jugar y en el que podía introducirse constantemente, desarrollándolo, explorándolo, manipulándolo. En especial durante la misa, porque allí se encontraba el escenario o campo dramático ya preparado, fecundo para una fantasía de tiempo de sementera. Así venía a acontecer que Dios llevaba un sombrero de fieltro de ala ancha y mantenía escaramuzas con un Satán aborigen de los antípodas del firmamento, en nombre y por la custodia de cualquier Victoria.

Ahora bien, Alice —había sido «su» pastor ¿no era cierto?— pertenecía a la Iglesia de Inglaterra, era inglesa de pura cepa, futura madre, mejillas de manzana, todo eso. «¿Qué es lo que te ocurre, Max?», se preguntó a sí mismo. «Sal de una vez de ese baúl de guardarropía, de ese pasado sombrío». Ésta es solamente Victoria, Victoria… pero ¿qué era lo que había en ella?

Normalmente, en reuniones como ésta, Max podía ser comunicativo, divertido. No tanto como modo de pagar la comida o la cama como para mantenerse en forma, conservar la agudeza, el ingenio para contar una historia interesante y la capacidad para calibrar su enganche con la audiencia en caso, en caso…

Podía volver a la profesión. Había compañías itinerantes en el extranjero; todavía ahora, con ocho años más, con la línea de las cejas cambiada, el pelo teñido, el bigote… ¿quién iba a conocerle? ¿Qué necesidad tenía del exilio? El asunto había trascendido a la compañía y, a través de ésta, a toda la Inglaterra provinciana y pequeñourbana. Pero todos querían al guapo y divertido Ralph. Sin duda, después de ocho años, incluso si le reconocieran…

Pero en este momento Max no encontraba gran cosa que decir. La muchacha dominaba la conversación, y era el tipo de conversación para el que Max carecía de talento. No tenía nada que ver con la disección de la jornada anterior —¡visitas!, ¡tumbas!, ¡mendigos pintores!— ni con la exhibición de las pequeñas capturas de la caza por tiendas y bazares, ni con la especulación sobre el itinerario de mañana; tan sólo una referencia de pasada a una recepción esta noche en el consulado de Austria. Lo que aquí tenía lugar, en cambio, era una confesión unilateral, y Mildred contemplando una piedra con trilobites fósiles que había encontrado junto al emplazamiento del faro, y los otros dos hombres escuchando a Victoria y, sin embargo, ausentes en algún otro sitio, intercambiando miradas entre ellos o lanzando miradas a la puerta o por el salón. Trajeron la cena, y tan pronto como acabaron, retiraron los platos. Pero ni siquiera con la tripa llena pudo Max animarse. Eran deprimentes: Max se sentía inquieto. ¿Dónde se había metido? Era un error de juicio haber elegido este lote.

—¡Eh, mirad! —se oyó decir a Goodfellow.

Levantaron la vista para ver, materializada detrás de ellos, una figura delgada, en traje de etiqueta, cuya cabeza parecía ser la de un gavilán irritado. La cabeza rió a carcajadas sin perder su expresión feroz. Victoria se echó a reír rebosante de gozo.

—¡Es Hugh! —gritó encantada.

—En efecto —llegó una voz hueca de dentro de algún sitio.

—Hugh Bongo-Shaftsbury —dijo Goodfellow desabrido.

—Harmajis-Bongo-Shaftsbury —indicó la cabeza de halcón de cerámica—, dios de Heliópolis y principal deidad del Bajo Egipto. Totalmente genuina: una máscara, sabéis, utilizada en los rituales antiguos —se sentó al lado de Victoria. Goodfellow frunció el ceño—. Literalmente Horus sobre el horizonte, representado también como un león con cabeza de hombre. Como la esfinge.

—¡Oh! —dijo Victoria (aquel lánguido «¡oh!»)—, la Esfinge.

—¿Hasta dónde piensa remontar el Nilo? —preguntó Porpentine—. Míster Goodfellow ha mencionado su interés en Luxor.

—Tengo la sensación de que es terreno fresco, señor —replicó Bongo-Shaftsbury—. No ha habido trabajo de primera en la zona desde que Grébaut descubrió la tumba de los sacerdotes tebanos allá por 1891. Por supuesto que hay que echar un vistazo a las pirámides en Gizeh, pero aquello está ya bastante visto desde la concienzuda inspección de míster Flinders Petrie hace dieciséis o diecisiete años.

¿Qué era esto?, se preguntó Max. ¿Era un egiptólogo, o se limitaba a recitar las páginas de su Baedeker? Victoria se las apañaba para balancearse entre Goodfellow y Bongo-Shaftsbury, intentando mantener una especie de equilibrado flirteo.

En la superficie, todo normal. Rivalidad entre ellos por las atenciones de la muchacha, Mildred la hermana menor, Porpentine quizás un secretario personal; pues Goodfellow tenía pinta de rico. Pero ¿y debajo?

Se resistía a tomar conciencia. En el país de Baedeker no es frecuente cruzarse con impostores. La duplicidad va contra la ley, significa ser un mal sujeto.

Pero estaban sólo fingiéndose turistas. Jugando un juego diferente del de Max, y le asustaba.

Se interrumpió la conversación en la mesa. Los rostros de los tres hombres perdieron todo signo de pasión específica que hubiera habido en ellos. La causa se acercaba a la mesa: una figura sin nada de extraordinario, con capa y lentes azules.

—Hola, Lepsius —dijo Goodfellow—. Qué, te has cansado del clima de Brindisi, ¿no?

—Súbitos negocios me han traído a Egipto.

Así pues, el grupo había aumentado de cuatro a siete. Max recordó su visión. Curioso estilo de peregrinos, estos dos. Percibió un destello de comunicación entre los recién llegados, rápido y coincidiendo con una mirada similar entre Porpentine y Goodfellow.

¿Era así como estaban trazados los campos, si es que había campos?

Goodfellow olió su copa de vino.

—Su compañero de viaje… —dijo por fin—. Estábamos casi esperando verle de nuevo.

—Marchó a Suiza —dijo Lepsius—, aires limpios, limpias montañas. Llega un día en que se harta uno de este sur emporcado.

—A menos que se vaya lo bastante al sur. Imagino que allá lejos, Nilo arriba, se vuelve a una especie de primitiva pureza.

—Buena medición del tiempo —observó Max. Y la gesticulación procedía del texto, como debe ser. Quienesquiera que fuesen, no era una de esas noches para aficionados.

Lepsius especuló:

—¿No prevalece allí la ley de las fieras? No hay derecho de propiedad. Se lucha. El vencedor lo gana todo. Gloria, vida, poder y propiedad; todo.

—Puede ser. Pero en Europa, ya sabe, estamos civilizados. Afortunadamente la ley de la jungla es inadmisible.

Curioso: ni Porpentine ni Bongo-Shaftsbury hablaban. Cada uno de ellos observaba sin quitar ojo a su hombre, manteniéndose inexpresivos.

—Entonces ¿nos volveremos a encontrar en El Cairo? —dijo Lepsius.

—Lo más seguro —asintió con un movimiento de cabeza.

A continuación Lepsius se marchó.

—Qué hombre más extraño —sonrió Victoria sujetando a Mildred, que había levantado un codo disponiéndose a echarse hacia atrás para reiniciar el balanceo.

Bongo-Shaftsbury se volvió a Porpentine.

—¿Es extraño preferir lo limpio a lo impuro?

—Puede depender del trabajo de uno —fue la respuesta de Porpentine—, y del patrón que uno tenga.

Había llegado la hora de cerrar el Fink’s. Bongo-Shaftsbury tomó la interrupción con una acritud que divirtió a todos. En mitad de la pelea, pensó Max. En la calle tocó la manga de Porpentine y comenzó una denuncia apologética de la agencia Cook’s. Victoria se adelantó, cruzando la Rue Chérif Pachá hacia el hotel. Por detrás de ellos un coche cerrado salió rodando ruidosamente del paso de carruajes junto al consulado de Austria y se alejó a uña de caballo Rue de Rosette abajo.

Porpentine se volvió para mirarlo.

—Alguien tiene prisa —observó Bongo-Shaftsbury.

—Y tanto —dijo Goodfellow. Los tres observaron las escasas luces de las ventanas altas del consulado—. Tranquilo, sin embargo.

Bongo-Shaftsbury rió con sarcasmo, quizás con un poco de incredulidad.

—Aquí. En la calle…

—Cinco me sacarían del apuro —había proseguido Max, tratando de ganar de nuevo la atención de Porpentine.

—¡Ah, sí! —vagamente—, desde luego, creo que tengo. —Buscó cándidamente en la cartera.

Victoria les miraba desde el bordillo de la otra acera.

—Vengan ya —les llamó.

Goodfellow enseñó los dientes con una risueña mueca.

—Ya vamos, querida —y comenzó a cruzar con Bongo-Shaftsbury.

Ella dio una patada de impaciencia en el suelo.

—Míster Porpentine —Porpentine, estrujando el billete de cinco entre los dedos, volvió la cabeza—. Termine de una vez con su inválido. Dele su chelín y venga. Es tarde.

El vino blanco, una sombra de Alice, las primeras dudas de que Porpentine fuera genuino; todo podía contribuir a una violación del código. El código era únicamente: Max, toma lo que te den. Max había dado ya la espalda al billete que el viento de la calle batía, y se alejó a contraviento. Renqueando hacia el siguiente haz de luz percibió que Porpentine todavía le miraba cómo se alejaba. También sabía el aspecto que debía de ofrecer: un poco vacilante, menos seguro de la incolumidad de sus recuerdos y de cuántos focos de luz más le cabía razonablemente esperar de la calle esa noche.

5

El expreso de la mañana de Alejandría a El Cairo llegaba con retraso. Entró resoplando en la Gare du Caire lento, ruidoso, echando humo negro y vapor blanco que se mezclaba con las palmeras y las acacias del parque que bordeaba las vías de la estación.

Naturalmente que el tren llegaba con retraso. Waldetar, el maquinista, bufaba de buen talante a la gente del andén. Turistas y hombres de negocios, mozos de Cook’s o de Gaze’s, pasajeros más pobres, de tercera, con su impedimenta, como un bazar: ¿qué otra cosa esperaban? Siete años llevaba haciendo el mismo recorrido sin prisas y el tren jamás llegó a su hora. Los horarios estaban para los propietarios de la línea, para los que calculaban los beneficios y las pérdidas. El tren marchaba por un reloj diferente, su propio reloj, que ningún ser humano sabía leer.

Waldetar no era alejandrino. Nacido en Portugal, vivía en la actualidad con su mujer y tres hijos en El Cairo, junto a las vías del tren. Su vida había progresado inevitablemente hacia el este; una vez que hubo conseguido escapar del invernadero de sus consanguíneos sefardíes se fue al otro extremo y se desarrolló en él una obsesión por las raíces ancestrales. Tierra de triunfo, tierra de Dios. Tierra, también, de sufrimiento. Le asaltaban perturbadoras escenas de persecuciones específicas.

Pero Alejandría era un caso especial. En el año judío de 3554, Ptolomeo Filopátor, a quien se había negado la entrada al templo de Jerusalén, volvió a Alejandría y encerró a muchos de los miembros de la colonia judía que allí había. No fueron los cristianos los primeros en ser exhibidos y sacrificados en masa para regocijo y diversión de la plebe.

Ptolomeo, después de ordenar que se confinara a los judíos de Alejandría en el Hipódromo, se lanzó a una orgía de dos días de duración. El rey, sus invitados y un rebaño de elefantes asesinos se hartaron de vino y afrodisíacos: cuando hombres y bestias estuvieron a punto y hubieron alcanzado el nivel de la sed de sangre, se soltó a la arena a los elefantes y se los azuzó contra los prisioneros. Pero las fieras (prosigue la leyenda) se volvieron contra los guardianes y contra los espectadores, matando a muchos de ellos bajo sus patas. Tan impresionado quedó Ptolomeo que liberó a los condenados, restableció sus privilegios y les dio permiso para matar a sus enemigos.

Waldetar, hombre sobremanera religioso, le había oído aquella historia a su padre y se sentía inclinado a adoptar el punto de vista del sentido común. Si no se puede predecir lo que un ser humano embriagado es capaz de hacer, mucho menos la reacción de un rebaño de elefantes borrachos. ¿Por qué meter a Dios en esto? Había abundantes ejemplos en la historia, todos ellos contemplados por Waldetar con terror y con un sentimiento de la propia insignificancia: las advertencias del diluvio a Noé, la separación de las aguas del mar Rojo, la salvación de Lot de la aniquilada Sodoma. «Los hombres», pensaba, «incluso los sefardíes, están a merced de la tierra y sus mares. Tanto si un cataclismo es accidente o designio, necesitan un Dios que les preserve de cualquier mal».

La tempestad y el terremoto carecen de mente. El alma no puede encomendar a lo desalmado. Tan sólo Dios puede hacerlo.

«Pero los elefantes tienen alma. Todo aquello que puede emborracharse», razonaba, «tiene que tener alma. Quizás sea eso todo lo que significa la palabra “alma”. Lo que ocurre entre alma y alma no es de la incumbencia directa de Dios: las almas están bajo la influencia de la Fortuna o de la virtud. La Fortuna había salvado a los judíos del Hipódromo».

Mera pieza del tren para cualquier observador casual, en su vida privada era Waldetar esa precisa mezcolanza de filosofía, imaginación y constante preocupación por sus diversas relaciones, no sólo con Dios, sino también con Nita, con sus hijos, con su propia historia. Sin aviesa intención corre una broma verdaderamente sutil entre los turistas del mundo de Baedeker: los residentes permanentes son en realidad seres humanos disfrazados. Este secreto se guarda con el mismo celo que los otros: que las estatuas hablan (aunque ciertos amaneceres, el elocuente Memnón de Tebas se mostraba indiscreto), que algunos edificios gubernamentales se vuelven locos y que las mezquitas hacen el amor.

Una vez que hubieron subido pasajeros y equipajes, el tren venció su inercia y tomó la salida, en dirección al sol de levante con sólo un cuarto de hora de retraso sobre el horario previsto. El ferrocarril de Alejandría a El Cairo describe un arco irregular cuya cuerda apunta hacia el sudoeste. Pero el tren tiene primero que salvar un ángulo hacia el norte para bordear el lago Mareotis. Mientras Waldetar se abría paso entre los compartimentos de primera clase para revisar los billetes, el tren pasaba entre pueblos y huertos rebosantes de palmeras y naranjos. Abruptamente este paisaje quedaba atrás. Waldetar pasó estrujándose junto a un alemán, con gafas azules por ojos, y un árabe, absortos en la conversación, y entró en un compartimento a tiempo de ver desde la ventanilla el espectáculo efímero de la muerte: el desierto. El emplazamiento de la antigua Eleusis —un gran montículo que parecía ser el único punto de la tierra que la fértil Deméter nunca llegó a ver— quedó atrás hacia el sur.

En Sidi Gaber el tren doblaba por fin hacia el sudoeste, avanzando con la misma lentitud del sol; de hecho se alcanzarían el cenit y El Cairo al mismo tiempo. Atravesaba el canal de Mahmudiyeh, adentrándose por una lenta mancha verde —el Delta— con nubes de patos y pelícanos levantándose de las orillas del Mareotis, asustados por el ruido. Bajo el lago yacían ciento cincuenta aldeas sumergidas por una inundación artificial en 1801, provocada cuando los ingleses cortaron un istmo de desierto durante el asedio de Alejandría, dejando entrar al Mediterráneo. A Waldetar le gustaba pensar que las aves acuáticas que se remontaban densas en el aire eran espíritus de felahin. ¡Qué maravillas submarinas en el fondo del Mareotis! País perdido: casas, chozas, granjas, ruedas hidráulicas, todo intacto.

¿Empujaba el narval sus arados? ¿Movía el pejesapo, el pez del diablo, sus ruedas hidráulicas?

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