V.

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3. En el que Stencil, transformista, lleva a cabo ocho personificaciones

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Un grupo de árabes indolentes evaporaban agua en el dique para obtener sal. Más lejos, en el canal, navegaban chalupas, las velas de un blanco perfecto bajo el sol.

Bajo el mismo sol, Nita se afanaría a esas horas en su pequeño terreno, creciendo su gravidez con lo que Waldetar esperaba fuera un varón. Un varón igualaría la cuenta, dos y dos. Por ahora nos llevan ventaja las mujeres: ¿por qué he de seguir contribuyendo al desequilibrio de la balanza?

—Aunque no estoy contra ello —le había dicho una vez durante el noviazgo (de camino hacia acá, en Barcelona, cuando trabajaba de cargador en el muelle)—, es la voluntad de Dios ¿no es verdad? Mira a Salomón y a muchos grandes reyes.

Un marido, varias mujeres.

—Gran rey —chilló ella—. ¿Quién? —Los dos rompieron a reír como niños—. Una moza campesina y ni siquiera tienes para alimentarla.

Que no es el modo de impresionar a un mozo con el que sientes inclinación a casarte. Era una de las razones por las que se enamoró de ella poco después y por las que habían estado enamorados durante casi seis años de monogamia.

Nita, Nita… La imagen mental la representaba siempre sentada detrás de la casa al atardecer, donde los gritos de los niños se ahogaban en el pitido de un tren nocturno para Suez; donde la carbonilla venía a meterse por los poros que comenzaban a dilatarse por efecto de las fuerzas de una geología del corazón («Tienes el cutis de mal en peor», decía él, «tendré que empezar a prestar más atención a las encantadoras francesitas que siempre están haciéndome guiños». «Estupendo», respondía ella, «se lo diré al panadero cuando venga mañana a dormir conmigo; se sentirá mejor»); donde todas las nostalgias de un litoral ibérico perdido para ellos —el calamar puesto a secar, las redes extendidas sobre una mañana o una tarde arrebolada, cantos o gritos de borrachos, de marineros o pescadores que llegaban de la contigua tienda en la penumbra (¡a ver si los encuentras!, ¡a ver si los encuentras! Voces cuya miseria es toda la noche del mundo)— se tornaban irreales, simbólicas, como el estrépito de las ruedas del tren en el cambio de agujas, un ¡chaf!¡chaf! de respiración inanimada, y sólo pretendían reunirse entre los pepinos, la verdolaga y las calabazas, la solitaria palmera datilera, las rosas y las poinsetias del huerto.

A medio camino de Damanhur oyó unos lloros de niño procedentes de un compartimento vecino. La curiosidad indujo a Waldetar a mirar el interior. La niña era inglesa, once o por ahí, corta de vista, los ojos llenos de lágrimas nadaban distorsionados detrás de los gruesos cristales de las gafas. Enfrente de ella peroraba un hombre de unos treinta años. Había otro mirándoles, quizás furioso, al menos su rostro enrojecido provocaba esa impresión. La niña sostenía una piedra a la altura del liso pecho.

—¿Pero has jugado alguna vez con una muñeca mecánica? —insistía el hombre, la voz amortiguada por la puerta—. Una muñeca que lo hace todo perfectamente gracias a la maquinaria que tiene dentro. Anda, canta, salta a la comba. Los niños y niñas de verdad lloran, sabes: se ponen tercos, se portan mal —tenía las manos en perfecto reposo, nerviosas, enflaquecidas, una en cada rodilla.

—Bongo-Shaftsbury… —comenzó el otro.

Bongo-Shaftsbury le hizo, irritado, ademán de que no se metiera.

—Vamos. ¿Quieres que te enseñe una muñeca mecánica? ¿Una muñeca electromecánica?

—¿Tienes una? —«… está asustada», pensó Waldetar, invadido por la compasión, viendo a sus propias hijas. «Estos hijoputas de ingleses…».

—¿Llevas una ahí?

—Yo soy un muñeco mecánico —sonrió Bongo-Shaftsbury.

Y se remangó la manga de la chaqueta para quitarse un gemelo. Se subió el puño de la camisa y puso ante la niña el antebrazo desnudo. Brillante y negro, cosido bajo la piel, aparecía un interruptor eléctrico en miniatura, monopolar, bidireccional. Waldetar se echó para atrás horrorizado y se quedó mirando parpadeante. Delgados hilos de plata salían de los terminales del interruptor y desaparecían bajo la manga.

—¿Ves, Mildred? Estos alambres penetran en mi cerebro. Cuando el interruptor está cerrado de esta forma, actúo como lo estoy haciendo ahora. Cuando se empuja a la otra…

—¡Papá! —gritó la niña.

—Todo funciona mediante la electricidad. Sencillo y limpio.

—Déjelo ya —dijo el otro inglés.

—¿Por qué?, Porpentine —malévolo—: ¿Por qué? ¿Por ella? ¿Le conmueve a usted su miedo? ¿O es por usted?

Porpentine parecía retirarse avergonzado.

—No debe asustarse a un niño, señor.

—Magnífico. Otra vez los principios generales. —Dedos cadavéricos se agitaban hostiles en el aire—. Pero algún día, Porpentine, yo u otro, le cogeremos con la guardia baja. Amando, odiando, mostrando incluso una compasión distraída. Le estaré observando. En el momento en el que se olvide usted de sí mismo lo suficiente como para admitir la humanidad de otro, de verlo como persona y no como símbolo… en ese momento quizás…

—¿Qué es humanidad?

—Pregunta usted algo obvio, ¡ja, ja! La humanidad es algo para destruir.

Se oía ruido procedente del vagón de atrás, a la espalda de Waldetar. Porpentine salió como una exhalación y ambos chocaron. Mildred, apretando la piedra entre las manos, había corrido a refugiarse en el compartimento vecino.

Estaba abierta la puerta que daba a la plataforma posterior del vagón: delante de ella un inglés gordo y elegante luchaba con el árabe al que Waldetar había visto previamente hablar con el alemán. El árabe tenía una pistola. Porpentine se dirigió hacia ellos, se aproximó con precaución, eligiendo su posición. Waldetar, reponiéndose, se apresuró para detener la pelea. Antes de llegar hasta ellos, Porpentine había lanzado una patada a la garganta del árabe y le había alcanzado de lleno en la tráquea. El árabe se desplomó entre convulsiones.

—Bueno… —ponderó Porpentine la situación.

El inglés grueso se había hecho con la pistola.

—¿Qué ocurre? —preguntó Waldetar con su mejor voz de funcionario.

—Nada —Porpentine sacó un soberano—. Nada que no pueda curar este remedio soberano.

Waldetar se encogió de hombros. Entre los dos llevaron al árabe a un compartimento de tercera, dieron instrucciones al mozo que había allí de que cuidara de él —estaba enfermo— y de apearle en Mamanhur. En la garganta del árabe aparecía una moradura. Intentó varias veces hablar. Parecía estar bastante mal.

Cuando los ingleses hubieron vuelto a sus compartimentos, Waldetar cayó en una ensoñación que perduró hasta más allá de Damanhur (donde vio al árabe y al alemán de los lentes azules conversando de nuevo), más allá de un Delta que se estrechaba, mientras el sol subía hacia el cenit y el tren avanzaba lentamente hacia la estación principal de El Cairo; mientras docenas de niños pequeños corrían junto al tren y pedían propinas; mientras muchachas con faldas de algodón azul y velo, con los pechos de un marrón bruñido por el sol, bajaban hasta el Nilo para llenar sus cántaros de agua; mientras giraban las ruedas hidráulicas y los canales de riego brillaban y se entrelazaban perdiéndose en el horizonte; mientras los felahin reposaban bajo las palmeras; mientras los búfalos trazaban su cotidiano recorrido dando vueltas y vueltas en torno a los sakiehs. El Cairo es el vértice del triángulo verde. Ello significa que, en términos relativos, suponiendo que el tren en el que vas esté parado y que la tierra pasa a su lado; que los desiertos gemelos, el desierto libio y el arábigo, van cerrándose, adentrándose inexorablemente a derecha e izquierda para estrechar la parte viva y fértil de tu mundo hasta que apenas te resta más que un derecho de paso y delante de ti aparece una gran urbe. De esa misma manera se adentró en Waldetar una sospecha sombría como el desierto.

Si son lo que sospecho ¿qué clase de mundo es ése donde tienen que hacer sufrir a las criaturas?

Pensaba, desde luego, en Mancel, Antonia y María: los suyos.

6

El desierto se mete, reptando, en la tierra de un hombre. No es un felah, pero posee algo de tierra. Poseyó. Desde niño reparó la valla, asentó con mortero, acarreó piedras tan pesadas como él, levantó, construyó. Pero el desierto sigue metiéndose. ¿Es el muro un traidor que lo deja entrar? ¿Está el muchacho poseído de un djinn que hace que su mano haga mal el trabajo? ¿Es el ataque del desierto demasiado poderoso para cualquier muchacho, valla o padre y madre muertos?

No. El desierto penetra. Es así y nada más. No hay ningún djinn en el chico, ni traición en la valla, ni hostilidad en el desierto. Nada.

Pronto, nada. Pronto sólo el desierto. Las dos cabras han de ahogarse en la arena, metiendo el hocico para buscar el trébol blanco. Él ya no probará más su leche agria. Los melones perecen bajo la arena. ¡Nunca más pueden confortarte en el verano, ofrecerte fresco abdelavi, que tiene la forma de la trompeta del Angel! Muere el maíz y no hay pan. La esposa y los hijos enferman y tórnanse irascibles. El hombre sale una noche corriendo, dirígese a donde estaba la valla, comienza a levantar y arrojar piedras imaginarias, maldice a Alá e implora luego el perdón del Profeta, orina a continuación sobre el desierto con la esperanza de ofender a lo que no puede ser ofendido.

Le encuentran a la mañana a media legua de la casa, azulada la piel, tiritando en un sueño que es casi muerte, escarchadas las lágrimas sobre la arena.

Y ahora es la casa la que comienza a llenarse de desierto, como la mitad inferior de un reloj de arena que nunca jamás será invertido.

¿Qué ha de hacer un hombre? Gebraíl lanzó una rápida mirada a su cliente. Incluso aquí, en el jardín Ezbekiyeh, a las doce en punto del mediodía, los cascos del caballo sonaban huecos. Lo sabéis hacer cojonudamente, jodidos inglisi; un hombre viene a la capital y os pasea a vosotros y a todos los franks que tenéis una tierra a la que volver. Y él y su familia viven todos juntos en un cuarto que no es más grande que un retrete, ahí en El Cairo árabe a donde nunca vais porque está demasiado sucio y no es «pintoresco». Donde la calle es tan estrecha que apenas pasa la sombra de una persona; una calle como muchas que no vienen en los mapas de las guías. En las que las casas se amontonan en escalones, tan cerca que las ventanas de dos edificios pueden tocarse a través de la calle; y ocultan el sol. En las que viven en la inmundicia los orfebres y se alumbran con llamitas para labrar adornos para vuestras ladies viajeras.

Cinco años llevaba odiándolos. Odiaba los edificios de piedra y las calles empedradas, los puentes de hierro y las ventanas acristaladas del Shepheard’s Hotel que parecían no ser sino formas diferentes de la misma arena muerta que le arrebatara su hogar.

—La ciudad —solía decir Gebraíl a su mujer, justo antes de admitir que volvía a casa borracho y justo antes de empezar a gritarles a sus hijos, y los cinco hechos un ovillo en el cuartucho sin ventanas encima del barbero como tantos otros cuerpos de animalitos—. La ciudad no es más que el gebel, desierto, disfrazado.

Gebel, Gebraíl. ¿Por qué no se llamaba por el nombre del desierto? ¿Por qué no?

El ángel del Señor, Gebraíl, dictó el Corán a Mahoma, el Profeta del Señor. Menuda broma si todo ese santo libro no fuese más que veintitrés años de escuchar al desierto. Un desierto que no tiene voz alguna. Si el Corán no era nada, el Islam no era nada. Alá sería entonces un cuento y su Paraíso un buen deseo.

—Muy bien. —El cliente se inclinó sobre su hombro, oliendo a ajo, como los italianos—. Espera aquí.

Pero vestía como un inglisi. Qué cara más horrible: la piel muerta desprendiéndose en blancos jirones de la cara quemada. Estaban delante del Shepheard’s Hotel.

Desde el mediodía habían pasado por toda la zona elegante de la ciudad. Desde el hotel Victoria (de donde, curiosamente, su cliente había emergido de la puerta de servicio) se habían dirigido primero al barrio Rossetti, luego unas cuentas paradas a lo largo del Muski, para proseguir, colina arriba, hasta el Rond-Point, donde Gebraíl tuvo que aguardar mientras el inglés desaparecía por media hora en el bullicioso laberinto del bazar. De visita, quizás. A la muchacha la había visto antes, con seguridad. La muchacha del barrio Rossetti: copta, probablemente. Los ojos agrandados increíblemente con rímel, la nariz ligeramente aguileña y arqueada, dos hoyuelos verticales a ambos lados de la boca, un chal de ganchillo le cubría el pelo y la espalda, altos pómulos, piel morena y cálida.

Desde luego que la había cargado antes. Recordaba su rostro. Era la amante de uno u otro empleado del consulado británico. Gebraíl había recogido al muchacho para ella delante del hotel Victoria, al otro lado de la calle. En otra ocasión habían ido a donde ella vivía.

Tenía ventajas para Gebraíl recordar las caras. Se conseguían más propinas si les dabas los buenos días por segunda vez. ¿Cómo podía decirse que eran personas? Eran dinero. ¿Qué más le daban a él los enredos eróticos de los ingleses? La caridad —desinteresada o erótica— era tan mentira como el Corán. No existía.

Había visto también al comerciante del Muski. Un comerciante en joyas que había prestado dinero a los mahdistas y que andaba con miedo de que se conocieran sus simpatías, ahora que el movimiento mahdista había sido aplastado. ¿Qué buscaba allí el inglés? No había salido con ninguna joya de la tienda; a pesar de haber estado dentro cerca de una hora. Gebraíl se encogió de hombros. Eran idiotas los dos. El único Mahdi era el desierto.

Algunos mantenían la creencia de que Mohammed Ahmed, el Mahdi del 83, estaba dormido y no muerto en una caverna cerca de Bagdad. Y en el Último Día, cuando el profeta Cristo restablezca el Islam como la religión del mundo, retornará a la vida para matar a Dejal, el anticristo, a la puerta de una iglesia de algún lugar de Palestina. El ángel Asrafil dará un toque de trompeta para matar cuanto viva en la tierra y otro para despertar a los muertos.

Pero el ángel del desierto había escondido todas las trompetas bajo la arena. El desierto ya era bastante profecía del Último Día.

Gebraíl se recostó exhausto contra el asiento de su coche descapotable. Se quedó mirando los cuartos traseros del pobre caballo. Vaya un culo de jamelgo. Casi se echó a reír. ¿Era ésta una revelación de Dios? La niebla se echaba sobre la ciudad.

Esta noche se emborracharía con un conocido que vendía higos de sicómoro y cuyo nombre desconocía Gebraíl. El vendedor de higos creía en el Último Día; lo veía, de verdad, al alcance de la mano.

—Rumores —dijo sombrío, sonriendo a la muchacha de los dientes picados, que se trabajaba los cafés árabes en busca de franks necesitados de amor, llevando en un hombro a su niño de pecho.

—Rumores políticos.

—La política es mentira.

—Allá arriba por el Bahr-el-Abyad, en la jungla caliente, hay un lugar llamado Fashoda. Los franks-inglisi, feransawi tendrán allí una gran batalla que se extenderá en todas direcciones y sumergirá al mundo.

—Y Asarafil tocará la llamada a las armas —refunfuñó Gebraíl.

—No puede. Es mentira. Su trompeta es mentira. La única verdad…

—Es el desierto, es el desierto. Wahyat abuk! Dios no lo quiera.

Y el vendedor de higos salió y se adentró en el humo para ir a buscar más brandy.

Nada se aproximaba. Nada había llegado ya.

Volvía el inglés, con su cara gangrenosa. Un amigo gordo salía del hotel con él.

—Espera la ocasión —dijo el cliente en tono alegre.

—¡Ja!, ¡jo! Llevo a Victoria a la ópera mañana por la noche.

De nuevo en el coche:

—Hay un químico que tiene una tienda cerca del Crédit Lyonnais.

Gebraíl cogió hastiado las riendas.

La noche se echaba encima. Esta niebla haría invisibles las estrellas. También el brandy ayudaría. Gebraíl disfrutaba de las noches sin estrellas. Como si finalmente fuera a quedar expuesta una gran mentira…

7

Tres de la mañana, apenas un ruido en las calles, la hora de Girgis, el saltimbanqui, para seguir su vocación nocturna: robo con escalo.

Brisa en las acacias: eso era todo. Girgis se acurrucaba en los arbustos. Mientras el sol lucía, él y una troupe de acróbatas sirios y un trío de Port Said (dulcémele, timbal nubio, flauta de caña) actuaban en una explanada junto al canal de Ismailiyeh, en los suburbios, cerca del matadero de Abbasiyeh. Una feria. Había columpios y un espantoso carrusel para los niños movido a vapor; encantadores de serpientes y vendedores de toda clase de refrigerios: semillas tostadas de abdelawi, limas, melado frito, agua con sabor a regaliz o con capullos de azahar, budines de carne. Sus clientes eran los niños de El Cairo y los niños grandes de Europa, los turistas.

Sacarles algo de día, sacarles algo de noche. Si por lo menos sus huesos no empezaran a notarlo tanto. Ejecutar los trucos —con pañuelos de seda, cajas plegables, un misterioso reloj de bolsillo decorado por fuera con jeroglíficos tallados, cetros, ibis amaestrados, lirio, y sol—, la prestidigitación y el robo con escalo requerían manos ágiles, huesos de goma. Pero hacer el payaso… eso lo echaba a perder. Endurecía los huesos: huesos que tenían que estar vivos, no cañas de piedra bajo la carne. Caer desde la cúspide de una abigarrada pirámide de sirios, hacer que el salto pareciera casi tan mortal como realmente era; o empezar a golpear al hombre de abajo con tal violencia que toda la construcción oscilara y se tambaleara, para que apareciera en el rostro de los demás un fingido terror. Mientras los niños reían, gritaban, cerraban los ojos o gozaban de la emoción. Ésa era la verdadera compensación, suponía —Dios sabía que no era la paga— una respuesta de los niños; el tesoro del bufón.

Basta, basta. Lo mejor es que acabes cuanto antes, decidió, y a la cama lo más pronto posible. Uno de estos días se subiría a la pirámide tan agotado, con la suficiente falta de reflejos, que se rompería la crisma y esta vez no sería simulación. Girgis tiritaba en el viento, el mismo viento que enfriaba las acacias. Arriba, dijo a su cuerpo, arriba. Aquella ventana.

Y estaba medio erguido cuando vio a su competidor. Otro acróbata cómico que salía por una ventana a unos tres metros por encima de los arbustos en los que se había escondido Girgis.

Paciencia, pues. Estudia su técnica. Siempre se puede aprender. La cara del otro, vuelta de perfil, parecía mal hecha, pero era sólo el alumbrado de la calle. Con los pies ahora sobre una estrecha cornisa, el hombre comenzó a retroceder poco a poco como un cangrejo hacia la esquina del edificio. Se detuvo después de algunos pasos; empezó a tocarse la cara. Algo blanco, delgado como gasa, cayó flotando en el aire sobre los arbustos.

¿Piel? Girgis se estremeció otra vez. Acostumbraba a reprimir toda aprensión de enfermedad.

Al parecer la cornisa se estrechaba hacia la esquina. El ladrón se pegaba más al muro. Llegó hasta la esquina. Cuando estaba con un pie a cada lado, con la arista del edificio biseccionándolo desde las cejas al abdomen, perdió el equilibrio y cayó. Mientras caía soltó en inglés una obscenidad. Luego cayó sobre el seto con estrépito, rodó y se quedó quieto un momento. Ardió y se apagó una cerilla, dejando únicamente el ascua chispeante de un cigarrillo.

Girgis se sintió embargado por la compasión. Podía verse en su lugar un día, delante de los niños, viejos y jóvenes. Si creyera en las señales lo dejaría todo por esa noche y se volvería a la tienda de lona que todos compartían junto al matadero. ¿Pero cómo podía mantenerse con vida a base de los escasos millièmes que le echaban durante el día? «Los titiriteros son una profesión que se extingue», se decía en sus ratos más despreocupados. «Todos los buenos se han pasado a la política».

El inglés apagó el cigarrillo, se puso en pie y comenzó a trepar por un árbol contiguo. Girgis permanecía tumbado murmurando viejas maldiciones. Podía oír al inglés jadear y hablar consigo mismo mientras ascendía, gatear colgado de una rama, montarse en ella a horcajadas y asomarse a una ventana.

Después de un intervalo de quince segundos, Girgis oyó de manera distinta las palabras: «Un poco demasiado, sabéis» que llegaban del árbol. Apareció una nueva lumbre de cigarrillo, que abruptamente describió un rápido arco hacia abajo y quedó colgada unos palmos por debajo de la rama. El inglés se balanceaba en ella con un brazo.

«Esto es ridículo», pensó Girgis.

¡Crac! El inglés volvió a caer sobre los arbustos. Girgis se puso en pie con precaución y se aproximó a él.

—¿Bongo-Shaftsbury? —dijo el inglés al oír acercarse a Girgis.

Se quedó mirando para arriba a un cenit sin estrellas, arrancándose distraído tiras de piel muerta de la cara. Girgis se detuvo a pocos pasos.

—Todavía no —prosiguió el otro—, todavía no me tenéis del todo. Están ahí arriba, en mi cama, Goodfellow y la chica. Llevamos juntos dos años y, bueno, no puedo empezar a contar todas las chicas a las que ha hecho lo mismo. Como si cada capital de Europa fuera un Margate[18] y el paseo fuera tan largo como todo el continente.

Comenzó a cantar.

No es la chica con la que te vi casarte en Brighton.

¿Quién, quién, quién es tu amiga?

«Loco», pensó Girgis compasivo. El sol no se había conformado con la cara del pobre individuo, le había penetrado hasta el cerebro.

—Estará «enamorada» de él, aunque quién sabe lo que significa esa palabra. Y él la dejará. ¿Crees que me importa? Aceptas a tu compañero como se acepta cualquier herramienta, con todas sus características. Yo leí el dossier de Goodfellow, sabía lo que me tocaba…

—Pero quizás el sol, y lo que está ocurriendo en el Nilo, y el interruptor de lámina en tu brazo… que no me lo esperaba; y la niña asustada, y ahora… —indicó hacia la ventana por la que había estado mirando—… me han echado. Todos tenemos un límite. Aparta tu revólver, Bongo-Shaftsbury, sé buen chico y espera, sólo tienes que esperar. Ella todavía no tiene rostro, todavía es sustituible. Dios, ¿quién sabe cuántos de nosotros tendremos que ser sacrificados la semana próxima? Ella es la menor de mis preocupaciones. Ella y Goodfellow.

¿Qué consuelo podía ofrecerle Girgis? Su inglés no era bueno; sólo había entendido la mitad de las palabras. El loco no se movía, seguía únicamente mirando fijamente al cielo. Girgis abrió la boca para hablar, lo pensó mejor y comenzó a retroceder reculando. Repentinamente se daba cuenta de lo cansado que estaba, de lo mucho que exigían de él las jornadas de acrobacia. Esa figura alienada sobre el suelo ¿sería algún día Girgis?

Me estoy haciendo viejo. He visto mi propio espíritu. Pero de todas formas echaré un vistazo en el Hotel du Nil. Allí los turistas no son tan ricos. Pero cada uno hace lo que puede.

8

La cervecería al norte del jardín de Ezbekiyeh había sido creada por los turistas nórdicos a su propia imagen. Un recuerdo del hogar entre los pueblos tropicales de piel oscura. Pero tan alemán como para ser, en última instancia, una parodia de la patria.

Hanne se había agarrado bien al empleo porque era corpulenta y rubia. Una morena más menuda, procedente del sur, había durado cierto tiempo, pero tuvo finalmente que desistir porque no tenía aspecto bastante alemán. ¡Una campesina bávara pero no bastante alemana! Los caprichos de Boeblich, el propietario, sólo podía complacerlos Hanne. Educada en la paciencia —camarera desde los trece años— había cultivado y perfeccionado una infinita mansedumbre bovina que ahora le era útil entre la embriaguez, el sexo en venta y la necesidad general de la cervecería.

Para los bovinos de este mundo —al menos de este mundo turista— el amor viene, padece y, en lo posible, desaparece discretamente. Así fue con Hanne y el itinerante Lepsius; vendedor —decía él— de joyas femeninas. ¿A quién había ella de preguntar? Después de haber pasado por todo (era su expresión), Hanne, educada en los modos de un mundo nada sentimental, sabía de sobra que los hombres estaban obsesionados con la política casi tanto como las mujeres lo están con el matrimonio. Sabía que la cervecería era algo más que un sitio donde emborracharse o convenir las condiciones con una mujer, lo mismo que sabía que su lista de clientes habituales comprendía individuos ajenos al modo de vida de Karl Baedeker.

Qué contrariado estaría Boeblich si pudiera ver al amante de Hanne. Ésta andaba ahora absorta en la cocina, en el breve intermedio entre la cena y la hora de beber en serio, sumergidos los brazos hasta los codos en agua jabonosa. Lepsius, a buen seguro, no era «bastante alemán». Media cabeza más bajo que Hanne, los ojos tan delicados que tenía que llevar gafas de sol incluso en el sombrío establecimiento de Boeblich, y esas piernas y brazos escuchimizados.

—Hay un competidor en la ciudad —le confió— que está introduciendo un artículo inferior, vendiendo a menos precio que nosotros… no es de buena ética ¿te das cuenta?

Hanne asintió.

Pues bien, si entraba en Boeblich’s… cualquier cosa que ella oyera casualmente… un asunto feo, no era cosa a la que él quisiera someter a una mujer… pero…

Por sus pobres ojos delicados, su roncar ruidoso, su forma adolescente de montarla, tardando demasiado tiempo en quedar en reposo entre sus gruesas piernas… naturalmente que ella se mantendría en guardia para descubrir a cualquier «competidor». Era inglés y en algún sitio le había pegado el sol en exceso.

Durante todo el día, a lo largo de las horas más lentas de la mañana, su oído parecía afinarse. De forma que al mediodía, cuando poco a poco el desorden iba invadiendo la cocina —no un desmadre demasiado violento: unos cuantos pedidos retrasados, un plato que se hacía añicos y estallaba como sus tiernos tímpanos— había oído quizás más de lo que se intentaba que oyera. Fashoda, Fashoda… la palabra caía por todo Boeblich’s como una lluvia pestilente. Hasta los rostros cambiaron: Grüne el jefe, Wernher el barman, Musa el chico que fregaba los suelos, Lotte y Eva las otras chicas, todos parecían haberse vuelto astutos, haber estado ocultando secretos todo el tiempo. Había incluso algo siniestro en el habitual azote que Boeblich le daba a Hanne en el culo cuando ésta pasaba junto a él.

«Imaginaciones», se dijo. Siempre había sido una chica práctica, no dada a fantasear. ¿Era éste quizás uno de los efectos secundarios del amor? ¿Provocar visiones, hacer oír voces que no existían, hacer más difícil la segunda digestión de un alimento rumiado? Le preocupaba a Hanne, que creía saberlo todo sobre el amor. ¿En qué se diferenciaba Lepsius: un poco más lento, un poco más débil; ningún gran sacerdote, a buen seguro, en el asunto, no más misterioso o notable que cualquier otro de entre la docena de extraños?

Al cuerno los hombres y su política. Quizás era una forma de sexo para ellos. ¿No utilizaban incluso la misma palabra para lo que un hombre le hace a una mujer y lo que un político triunfador le hace a su oponente desafortunado? ¿Qué era Fashoda para ella, o Marchand o Kitchener, o como quiera que se llamaran los dos que se habían «encontrado»… encontrado para qué? Hanne se echó a reír meneando la cabeza. Se podía imaginar para qué.

Se echó hacia atrás un mechón de pelo amarillento con la mano blanqueada por el jabón. Curioso cómo moría la piel y se ponía de un blanco húmedo. Parecía lepra. Desde el mediodía se había introducido un cierto leitmotiv de enfermedad creando desasosiego, se había revelado a medias, latente en la música de la tarde de El Cairo; Fashoda, Fashoda, una palabra que levantaba apagados, inespecíficos dolores de cabeza, una palabra que sugería la jungla, y microorganismos foráneos, y fiebres que no eran de amor (las únicas que ella conocía al fin y al cabo, siendo como era una muchacha saludable) y nada de humano. ¿Era un cambio de luz, o comenzaban a aparecer realmente en la piel de los demás las manchas de la enfermedad?

Enjuagó y apiló el último plato. No. Una mancha. De nuevo fue a parar al fregadero. Lo frotó, luego lo volvió a examinar inclinando el plato en dirección a la luz. La mancha seguía allí. Apenas visible. Groseramente triangular, se extendía desde un ápice cerca del centro a una base a un par de centímetros del borde. Una especie de color marrón, los contornos poco definidos contra el blanco desvaído de la superficie del plato. Hanne inclinó el plato unos grados más hacia la luz y la mancha desapareció. Intrigada movió la cabeza para mirarlo desde otro ángulo. La mancha apareció y desapareció en fracciones de segundo por dos veces. Hanne comprobó que si enfocaba la vista un poco por detrás y desde el borde del plato, la mancha permanecía bastante constante, aunque su forma comenzaba a cambiar de contorno; ahora crecía; ahora se volvía trapezoidal. Enojada, volvió a sumergir el plato en el agua y buscó bajo el fregadero, entre los enseres de la cocina, un cepillo de raíces.

¿Era real la mancha? No le gustaba el color. El color de su neuralgia: marrón pálido. «Es una mancha», se dijo. «Eso es todo lo que es». Frotó con furia. Afuera iban entrando de la calle los bebedores de cerveza.

—Hanne —llamó Boeblich.

¡Cielos!, ¿no se iba a quitar nunca? Desistió por último y apiló el plato con los demás. Pero ahora parecía como si la mancha se hubiera reproducido y se hubiera incrustado como un velo en la retina de sus ojos.

Una rápida mirada a sus cabellos en el trozo de espejo que había sobre el fregadero, apareció una sonrisa y Hanne desapareció para salir a servir a sus compatriotas.

La primera cara que vio fue naturalmente la del «competidor». Le producía náuseas. Jaspeada en rojo y blanco y con pellejos colgando… Conferenciaba afanosamente con Varkumian, el rufián, al que Hanne conocía. Comenzó a hacer pases.

—… Lord Cromer podría evitar la avalancha…

—… Señor, todas las putas y los asesinos de El Cairo… —Alguien vomitó en un rincón. Hanne se precipitó a limpiarlo.

—… Si asesinaran a Cromer…

—… mal espectáculo, quedarnos sin cónsul general…

—… la cosa va a degenerar…

Abrazo amoroso de un cliente. Boeblich se aproximó con el ceño amistoso.

—… mantenerle a salvo a toda costa…

—… hombres capaces en este mundo enfermo están en un…

—… Bongo-Shaftsbury intentará…

—… la Ópera…

—… ¿dónde? No en la Ópera…

—… el jardín de Ezbekiyeh…

—… la Ópera… Manon Lescaut

—… ¿quién lo ha dicho? La conozco… Zenobia la copta…

—… Kenneth Slime con la chica de la embajada…

Amor. Prestó atención.

—… sabe por Slime que Cromer no ha tomado precauciones. ¡Qué coño! Goodfellow y yo nos colamos dentro esta mañana disfrazados de turistas irlandeses: él con un sombrero de mañana todo mohoso y con el emblema de Irlanda, y yo con una barba roja. Nos pusieron de patitas en la calle…

—… sin tomar precauciones… ¡Joder!…

—… ¡Joder!, con un emblema irlandés… Goodfellow tenía ganas de ponerles una bomba…

—… como si no hubiera forma de que se percatase… ¿es que no lee los…?

Larga espera junto al mostrador mientras Wernher y Musa perforaban un nuevo barril. La mancha triangular flotaba sobre la gente, como una lengua de Pentecostés.

—… ahora que se han encontrado…

—… se mantendrán, me imagino, en torno…

—… en torno a las junglas…

—… habrá ¿cree usted…?

—… si empieza será en torno a…

¿Dónde?

—Fashoda.

—Fashoda.

Hanne pasó de largo, atravesó las puertas del establecimiento y salió a la calle. Grüne el camarero la encontró diez minutos más tarde con la espalda apoyada en el frontispicio de una tienda, mirando con ojos tiernos el jardín de noche.

—Vamos.

—¿Qué es Fashoda, Grüne?

Encogimiento de hombros.

—Un sitio. Como Múnich, Weimar, Kiel. Una ciudad, pero en la jungla.

—¿Qué tiene que ver con alhajas femeninas?

—Vamos, entra. Las chicas y yo no damos abasto para todo ese ganado.

—Veo una cosa. ¿La ves tú también? Flota sobre el parque.

A través del canal llegó el pitido del expreso de noche para Alejandría.

Bitte

Una nostalgia común por las ciudades de la patria, por el tren o sólo por su pitido debió de embargarles un instante. Luego la muchacha se encogió de hombros y volvieron a la cervecería.

En el sitio que ocupara Varkumian se sentaba una joven con un vestido floreado. El inglés leproso parecía descompuesto. Con meditada maña Hanne puso en blanco los ojos y adelantó el busto hacia un empleado de banca que estaba sentado con unos amigos a la mesa contigua a la de la pareja. Recibió y aceptó una invitación para sentarse con ellos.

—Le he seguido —dijo la muchacha—. Papá se moriría si lo supiera —Hanne podía verle el rostro, medio en penumbra—. Lo de Goodfellow, quiero decir.

Pausa. Luego:

—Su padre estuvo en una iglesia alemana esta tarde. Lo mismo que estamos nosotros ahora en una cervecería alemana. Sir Alastair estaba escuchando a alguien tocar a Bach. Como si Bach fuera lo único que quedara. —Nueva pausa—. Así que debe de saberlo.

Ella dejó caer la cabeza, un bigote de espuma de cerveza sobre el labio superior. Sobrevino uno de esos extraños momentos de calma en los niveles de ruido de una estancia; en su centro, otro pitido del expreso de Alejandría.

—Quiere usted a Goodfellow —dijo.

—Sí. —Casi un suspiro.

—No importa lo que yo piense —dijo—. Lo he adivinado. No me creerá, pero tengo que decirlo. Es verdad.

—¿Y qué quiere que haga yo?

Daba vueltas a las sortijas en sus dedos:

—Nada. Sólo comprender.

—¿Cómo puede… —exasperado—… pueden matar a un hombre, no se da cuenta, por «comprender» a alguien? De la forma en que usted quiere. ¿Está chalada toda su familia? ¿No se contentan con menos del corazón, los bofes y los hígados?

No era amor. Hanne se excusó y abandonó la mesa. No se trataba de una historia entre un hombre y una mujer. Seguía viendo la mancha. ¿Qué podía decirle a Lepsius esta noche? Tenía únicamente ganas de quitarle las gafas, tirarlas y romperlas, y verle sufrir. ¡Qué delicioso sería!

Y era la gentil Hanne Echerze la que pensaba eso. ¿Se había vuelto loco el mundo con Fashoda?

9

El pasillo pasa junto a las entradas encortinadas de cuatro palcos, situados a la derecha del auditorio en la parte más alta del teatro de verano del jardín de Ezbekiyeh.

Un hombre con gafas azules entra con premura en el segundo palco desde el extremo del pasillo correspondiente al escenario. Las cortinas rojas, grueso terciopelo, se mueven hacia adelante y hacia atrás, desincronizadas, después de pasar el hombre. Las oscilaciones se extinguen pronto a causa del peso. Cuelgan quietas. Pasan diez minutos.

Dos hombres doblan la esquina junto a la estatua alegórica de la tragedia. Sus pies aplastan unicornios y pavos reales que se repiten en rombos a todo lo largo de la alfombra. El rostro de uno de ellos apenas se distingue bajo las bolsas de piel blanca que oscurecen los rasgos y alteran ligeramente sus contornos. El otro es grueso. Entran en el palco contiguo al que ocupa el hombre de las gafas azules. Luz del exterior, luz de final de verano, cae por una única ventana, tornando la estatua y la alfombra de dibujos en un naranja monocromático. Las sombras se hacen más opacas. El aire que las separa parece espesarse con un color indeterminado, aunque probablemente sea anaranjado. Acto seguido, una muchacha con un vestido floreado llega desde el vestíbulo y entra en el palco ocupado por los dos hombres. Minutos después vuelve a salir, lágrimas en los ojos y en el rostro. Sigue el hombre grueso. Salen del campo de visión.

El silencio es total. No hay, pues, ninguna señal de advertencia cuando el hombre de la cara roja y blanca atraviesa las cortinas de su palco esgrimiendo una pistola. La pistola humea. Entra en el palco contiguo. Pronto atraviesa las cortinas enzarzado en lucha con el hombre de las gafas azules y ambos caen sobre la alfombra. La parte inferior de sus cuerpos permanece aún oculta por las cortinas. El hombre de la cara con manchas blancas arranca los lentes azules; rompe en dos la armadura y arroja las mitades al suelo. El otro cierra los párpados apretándolos, se esfuerza por alejar la cabeza de la luz.

Otra figura ha permanecido de pie al final del pasillo. Desde este punto de observación aparece sólo como una sombra; tiene a su espalda la ventana. El hombre que ha arrojado los lentes está ahora agachado, forzando hacia la luz la cabeza del que está tumbado. El hombre al fondo del pasillo hace un ligero ademán con la mano derecha. El hombre agachado mira en esa dirección y medio se incorpora. Una llamarada aparece en la zona de la mano derecha del otro; otra llamarada; otra más. Las llamaradas son de un color anaranjado más brillante que el sol.

La visión debe ser lo último que nos abandona. Debe de existir asimismo una línea casi imperceptible entre un ojo que refleja y un ojo que recibe.

El cuerpo semiagachado se desploma. El rostro y su amasijo de pellejos blancos aparecen cada vez más cerca. En reposo, el cuerpo encaja exactamente en el espacio de este encuadre.

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