V.

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5. En el que Stencil casi se va al Oeste con un caimán

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C a p í t u l o   c i n c o

En el que Stencil

casi se va al

Oeste con

un cai-

mán

V

1

Era un caimán pinto: blanco pálido, negro algamarina. Se desplazaba con rapidez pero con torpeza. Quizás fuera perezoso, viejo o estúpido. Profane pensó que a lo mejor estaba cansado de vivir.

La caza había proseguido desde el anochecer. Iban por una tubería de 1,20 metros de sección y le dolía horrorosamente la espalda. Profane tenía la esperanza de que el caimán no se metiera por un conducto todavía más pequeño, por donde no podría seguirlo. Porque en ese caso tendría que arrodillarse en el lodo, apuntar medio a ciegas y disparar a toda prisa, antes de que el caimán se pusiera fuera de su alcance. Angel llevaba la linterna, pero había estado bebiendo vino y le seguía a paso de tortuga, distraído, haciendo que el rayo de luz oscilara por todo el interior del conducto. Profane sólo veía al animal a la luz de ocasionales destellos.

De vez en cuando la presa se volvía esquiva, incitadora. Un poco triste. Arriba, por encima del albañal, debía de haber estado lloviendo. Un continuo y tenue baboseo sonaba por detrás, a la altura de la última alcantarilla. Por delante de ellos reinaba la oscuridad. En esta parte, el túnel del alcantarillado construido hacía décadas era tortuoso. Profane esperaba llegar a una recta. Allí podría darle muerte fácilmente. Si disparaba en cualquier punto de este trecho de ángulos cortos, irregulares, había peligro de que se produjeran rebotes.

No iba a ser su primera pieza. Llevaba dos semanas haciendo aquel trabajo y se había apuntado cuatro caimanes y una rata. Todos los días, por la mañana o al final de la tarde, según el turno, tenía lugar una reunión operativa delante de una confitería de Columbus Avenue. Zeitsuss, el jefe, estaba secretamente animado del deseo de llegar a convertirse en organizador sindical. Llevaba trajes de seda artificial y espejuelos de carey. Normalmente no había voluntarios suficientes ni para cubrir siquiera esta barriada portorriqueña y no hablemos ya de la ciudad de Nueva York. Pero, no obstante, Zeitsuss se presentaba ante ellos a las seis de la mañana, terco en la persecución de su sueño. Era un funcionario público, pero algún día sería Walter Reuther.

—Muy bien, a ver, Rodríguez, sí. Creo que podemos admitirle.

Y ahí estaba el Departamento sin voluntarios suficientes para seguir adelante. Todavía venían algunos, dispersos y de mala gana y de ningún modo constantes: la mayoría abandonaba después del primer día. Constituían una extraña colección: vagabundos… Vagabundos la mayor parte. Venidos del sol invernal de Union Square con unas cuantas palomas gárrulas marcando la soledad; subían del distrito de Chelsea, bajaban de las colinas de Harlem o un poco del calor al nivel del mar, echando furtivas miradas desde detrás del pilar de cemento de un paso elevado junto al contaminado Hudson y sus remolcadores y gabarras (que en esta ciudad pasan quizás, por dríadas: estate atento a descubrirlos el próximo día invernal en que pasen a tu lado, despegándose suavemente del hormigón, intentando ser parte de él o de estar al menos a resguardo del viento y del fastidioso sentimiento que tienen —¿que tenemos?— sobre adónde va realmente a parar ese río tenaz); vagabundos llegados de allende los dos ríos (o recién desembarcados del Midwest, contrahechos, maldecidos, apareados y vueltos a aparear más allá de donde alcanza cualquier memoria con los lentos y dóciles muchachos que solían ser o con los pobres cadáveres que acabarán siendo un día); un mendigo —o el único que hablaba de su condición— que poseía un armario lleno de Hickey-Freeman y trajes de precio parecido, que después de las horas de trabajo conducía un Lincoln blanco brillante, que tenía tres o cuatro esposas que le esperaban a distancias regulares a lo largo de la particular Ruta 40 en su curso hacia el este; Mississippi, procedente de Kielce, en Polonia, y cuyo nombre nadie era capaz de pronunciar, que había tenido una mujer sacada del campo de exterminio de Oswiecim, un ojo sacado por el último extremo de un cable izador a bordo de la fragata Mikolaj Rej, y las huellas dactilares que le sacó la policía de San Diego cuando intentó desertar del barco en el 49; nómadas procedentes del final de la recolección de una cosecha de judías en algún lugar exótico, tan exótico que quizás había sido realmente el verano último y al este de Babylon, Long Island, pero que ellos, no teniendo otra cosa que recordar que esa recolección, tenían que empeñarse en que acababa de concluir apenas empezaba a borrarse; emigrantes de la parte baja de la ciudad, de la clásica fortaleza de todos los vagabundos: el Bowery, la parte baja de la Tercera Avenida, viejas cajas de camisas, escuelas de barberos, una curiosa pérdida de tiempo.

Trabajaban en equipos de dos. Uno de ellos llevaba la linterna y el otro llevaba una escopeta de repetición calibre 12. Zeitsuss era consciente de que la mayor parte de los cazadores consideran el uso de este tipo de armas con el mismo sentimiento con que los pescadores de caña sienten por la pesca con dinamita; pero no estaba buscando hazañas para ser descritas en la revista Field and Stream. Las escopetas de repetición eran rápidas y seguras. En el Departamento se había despertado una pasión por la honestidad a raíz del gran escándalo de las alcantarillas de 1955. Querían caimanes muertos: ratas, también, si alguna era cogida en la ráfaga.

A cada cazador se le daba un brazalete —idea de Zeitsuss. ALLIGATOR PATROL, Patrulla Anticaimanes, decía en letras verdes—. Al comienzo del programa, Zeitsuss colocó en su oficina un tablón de plexiglás, de gran tamaño, con un plano de la ciudad grabado en ella y sobre el que se superponía una hoja de red de coordenadas. Zeitsuss se sentaba delante del tablón mientras un coordinador —un tal V.A. («Marrazo») Spugo, que decía tener ochenta y cinco años y haber dado muerte a 47 ratas con un marrazo bajo las calles del verano de Brownsville, el 13 de agosto de 1922— marcaba con un lápiz de grasa amarillo el número de animales avistados, los probables, los que estaban siendo perseguidos, las piezas cobradas. Todos los informes procedían de enlaces volantes que recorrían a pie una ruta de determinados registros de alcantarilla y gritaban hacia abajo preguntando cómo iba la cosa. Cada enlace volante tenía un walkie-talkie, enlazado mediante una red común con la oficina de Zeitsuss y con un altavoz de baja fidelidad de 15 pulgadas instalado en el techo. Al principio fue muy emocionante. Zeitsuss mantenía apagadas todas las luces con excepción de las del panel de localización y de una lámpara de lectura sobre su mesa.

La oficina tenía el aspecto de una especie de cuartel general y todo el que entraba percibía inmediatamente la tensión, la determinación, la sensación de una gran red que se extendía por toda la ciudad hasta las afueras y que tenía aquella habitación por cerebro, por foco de actividad. Es decir, hasta que oyeron lo que decían las radios.

—Un buen provolone,[20] dice.

—Ya le voy yo a dar a ella buen provolone. ¿Por qué no puede ir ella misma a hacer las compras? Se pasa todo el día delante del televisor de mistress Grossería.

—Viste anoche a Ed Sullivan, ¿eh, Andy? Tenía un montón de monos tocando el piano con sus…

De otro punto de la ciudad:

—Y va Speedy González y dice: «Señor, haga el favor de quitarse la mano del culo».

—¡Ja, ja!

Y:

—Tendrías que estar aquí en el East Side. Hay material por todas partes.

—Ahí en el East Side todo tiene su cremallera puesta.

—¿Y por eso la tienes tú tan corta?

—No depende de cómo la tengas sino de cómo la uses.

Naturalmente se produjeron incidentes desagradables a causa de los FCC[21] que van de un lado a otro, se dice, en pequeños coches monitores con antenas radiogoniométricas tratando de localizar precisamente a gente así. Primero llegaron cartas de advertencia, luego llamadas telefónicas y, por último, se presentó alguien que llevaba un traje de seda artificial todavía más brillante que el de Zeitsuss. Y se eliminaron los walkie-talkies. Y poco después el supervisor de Zeitsuss visitó a éste y le dijo, en tono muy paternal, que no había presupuesto bastante para mantener en funcionamiento a la patrulla con el estilo con que estaba acostumbrada a funcionar. Así, la Central de Cazadores-Matadores de Caimanes quedó incorporada a una rama menor del Departamento de nómina, y el viejo Marrazo Spugo fue a parar a Asteria Queens, una pensión, un jardín en el que crecía marihuana silvestre, y de ahí a una temprana tumba.

A veces, ahora, cuando se reunían a pasar lista delante de la confitería, Zeitsuss les daba charlas para animarlos. El día en el que el Departamento puso un límite a los cupos de munición, se mantuvo sin sombrero bajo la lluvia semihelada de febrero para contarles lo que ocurría. Era difícil ver si lo que le corría por el rostro era aguanieve fundida o lágrimas.

—Muchachos —dijo—, algunos de vosotros estáis aquí desde que se formó esta patrulla. Todas las mañanas he estado viendo aquí un par de caras feas, siempre las mismas. Muchos otros no volvieron más, está bien. Si vale más irse a otro sitio, tanto mejor para vosotros, oye. No estamos pertrechados en plan rico. Si fuera un trabajo sindicado, os aseguro que muchas de esas caras feas volverían todos los días. Vosotros, los que sí volvéis, tenéis que vivir en medio de la mierda humana y de sangre de caimán ocho horas al día y nadie se queja y estoy orgulloso de vosotros. Han puesto muchas cortapisas a nuestra patrulla a pesar del poco tiempo que hace que es una patrulla: no por eso anda nadie llorando por ahí, lo cual es peor que la mierda.

»Pues bien, hoy nos han vuelto a dar un recorte. Se le entregarán cinco cartuchos a cada equipo en vez de diez. Las autoridades centrales piensan que derrocháis munición. Yo ya sé que no es verdad, pero no hay forma de explicárselo a quien nunca ha bajado a donde bajáis vosotros porque se estropearían los trajes de cien dólares que llevan. En fin, todo lo que quiero decir es que no disparéis más que a los seguros, no perdáis el tiempo con los probables. Manteneos como hasta ahora. Estoy orgulloso de vosotros, chicos. ¡Estoy tan orgulloso!

Todos ellos se revolvieron, dando muestras de embarazo. Zeitsuss no dijo nada más; se quedó allí, medio vuelto, mirando a una anciana portorriqueña que avanzaba cojeando en dirección norte, al otro lado de Columbus Avenue con una cesta de compra. Zeitsuss estaba siempre diciendo lo orgulloso que se sentía, y, a pesar de que era un bocazas, de sus métodos sindicalistas y de sus delirios de grandeza, les caía bien. Porque bajo el traje de seda artificial y detrás de los lentes oscuros era también un vagabundo; contingencias de tiempo y espacio impedían que todos ellos bebieran vino juntos en aquel momento. Y porque les caía bien, el orgullo por «nuestra patrulla», que ninguno de ellos ponía en duda, les hacía sentirse incómodos, pensando en las sombras a las que habían disparado (sombras del vino, sombras de la soledad); las siestecitas que se habían echado durante las horas de trabajo contra las paredes de los depósitos de limpieza junto a los ríos; lo que habían murmurado, aunque fuera en voz tan baja que sus compañeros ni siquiera los oían; las ratas que habían dejado escapar porque les daban pena. No podían compartir el orgullo del jefe, pero eran capaces de sentirse culpables por hacer cosas que él consideraba un engaño. Una educación nada complicada ni exclusiva les había enseñado que el orgullo —en la patrulla, en uno mismo, incluso como pecado capital— no existe en realidad de la misma manera en que existen, por ejemplo, tres cascos de botella de cerveza que pueden ser devueltos para obtener el dinero del metro y pagarse el viaje, un poco de calor y un sitio donde dormir un rato. A cambio del orgullo no te daban nada en absoluto. ¿Qué sacaba de su orgullo el pobre inocente Zeitsuss? Los cortes que le daba la Administración, eso era lo que sacaba. Pero les caía bien y nadie tenía ánimos para sacarle de su error.

Que supiera Profane, Zeitsuss no sabía quién era ni le importaba. A Profane le hubiera gustado pensar que era una de esas caras feas que volvían, pero ¿qué era al fin y al cabo?… Tan sólo un recién llegado. Después del discurso sobre la munición decidió que no tenía ningún derecho a juzgar a Zeitsuss de una u otra manera. No sentía el menor orgullo de grupo, bien lo sabía Dios. Era un trabajo, y no una patrulla. Había aprendido a manejar la escopeta de repetición —incluso a desmontarla y limpiarla— y ahora, después de dos semanas en el empleo, casi comenzaba a sentirse menos torpe. Como si no fuera a acabar dándose un tiro en un pie o en un sitio peor.

Angel cantaba en castellano: «Mi corazón está tan solo, mi corazón…». Profane observaba el movimiento de sus botas pegado al ritmo de la canción de Angel, observaba el errático haz de la linterna sobre el agua, observaba el suave latigueo de la cola del caimán, allí delante. Estaban acercándose a un registro. Punto de cita. Aguzad la vista, hombres de la Patrulla Anticaimán. Angel lloraba al tiempo que cantaba.

—Corta ya —dijo Profane—. Si Bung el capataz está ahí arriba nos la cargamos. Hazte el sobrio.

—Odio a Bung el capataz —dijo Angel. Se echó a reír.

—¡Ssss! —susurró Profane.

Bung llevaba un walkie-talkie antes de que los de la FCC apretaran las clavijas. Ahora llevaba una tablilla sujetapapeles y despachaba a diario sus informes con Zeitsuss. No hablaba mucho, excepto para dar órdenes. Había una frase que siempre utilizaba: «Soy el capataz». A veces: «Soy Bung, el capataz». La teoría de Angel era que tenía que estar diciéndolo continuamente para que no se le olvidara a él mismo.

Por delante de ellos el caimán se movía pesadamente, desesperado. Avanzaba más despacio, como si quisiera que le alcanzaran y le dieran fin. Llegaron al registro de la alcantarilla. Angel trepó por la escalerilla y golpeó con una corta palanca en la parte inferior de la tapa. Profane sujetaba la linterna y no perdía de vista al caimán. Se oyó rascar arriba y súbitamente la tapa fue arrastrada hacia un lado. Apareció un cuarto creciente de cielo rosa neón. La lluvia caía salpicándole a Angel en los ojos. La cabeza de Bung el capataz asomó en el cuarto creciente.

—Chinga a tu madre —dijo Angel de buen grado.

—Informe —se impacientó Bung.

—Se está alejando —gritó Profane desde abajo.

—Vamos persiguiendo a uno —dijo Angel.

—Está usted borracho —replicó Bung.

—No —dijo Angel.

—Sí —gritó Bung—, soy el capataz.

—Angel —dijo Profane—. Vamos, lo vamos a perder.

—No estoy borracho —dijo Angel. Pensó en lo bonito que sería darle a Bung un puñetazo en la boca.

—Voy a dar parte de usted —dijo Bung—, noto el aliento de borracho que echa.

Angel comenzó a salir por el agujero del registro.

—Me gustaría discutir esto con usted.

—¿Qué estáis haciendo ahí —preguntó Profane— jugando a las cuatro esquinas?

—Siga adelante —gritó Bung por la boca del registro—. Voy a retener a su compañero para tomar medidas disciplinarias.

Angel, con medio cuerpo fuera del agujero, clavó los dientes en una pierna de Bung. Bung dio un grito. Profane vio desaparecer a Angel sustituido por el cuarto creciente rosáceo. La lluvia caía del cielo y resbalaba baboseante por las viejas paredes de ladrillo del hueco de la alcantarilla. Ruidos de reyerta llegaban desde la calle.

—Venga, ya está bien —dijo Profane. Recorrió el túnel con el haz de luz de la linterna, vio la punta de la cola del caimán resbalar doblando el siguiente recodo. Se encogió de hombros—. Tira adelante, joder —dijo.

Se alejó del registro, llevando la escopeta con el seguro puesto bajo un brazo, la linterna en la otra mano. Era la primera vez que cazaba en solitario. No estaba asustado. Cuando llegara el momento de disparar habría algún sitio donde apoyar la linterna.

Tardó aproximadamente el tiempo que había calculado en llegar al East Side, en algún punto de la parte alta. Se había salido de su territorio… ¡Cielos!, ¿había recorrido transversalmente toda la ciudad en persecución del caimán? Dobló el recodo. Había desaparecido la luz del cielo rosáceo: ahora sólo se movía una vaga elipse que tenía como focos a él mismo y al caimán, con un delgado eje luminoso que los unía.

Doblaron a la izquierda, casi en dirección norte. El agua comenzó a volverse un poco más profunda. Entraban en Fairing’s Parish (la parroquia de Fairing), que recibía su nombre de un cura que había vivido allí encima hacía años. Durante la Depresión de los años treinta, en una hora de bienestar apocalíptico, decidió que las ratas iban a apoderarse de Nueva York tras la muerte de la ciudad. En jornadas de dieciocho horas recorría las colas de los que esperaban recibir un trozo de pan y las instituciones religiosas de caridad, en las que ofrecía consuelo y remendaba las almas hechas jirones. No preveía sino una ciudad de cuerpos muertos de inanición que cubrirían las aceras y el césped de los parques, despanzurrados en las fuentes, colgados de las farolas con el cuello roto. La ciudad —quizás América, pero su horizonte no se extendía tan lejos— pertenecería a las ratas antes de que finalizara el año. Siendo así, el padre Fairing pensó que lo mejor era que se diera a las ratas una buena oportunidad: su conversión a la Iglesia romana. Una noche, a comienzos del primer mandato de Roosevelt, bajó por el primer hueco de alcantarilla llevando consigo un Catecismo de Baltimore, su breviario y, por razones que nadie pudo averiguar, un ejemplar del Arte de la navegación moderna de Knight. Lo primero que hizo, según sus diarios (que fueron descubiertos meses después de su muerte) fue echar una bendición eterna y unos cuantos exorcismos sobre todas las aguas que discurrían por los albañales entre Lexington y el East River y entre las calles Ochenta y seis y Setenta y nueve. Ésta es la zona que se convirtió en Fairing’s Parish. Las bendiciones aseguraban un adecuado suministro de agua bendita, y también eliminaban el problema de los bautismos individuales cuando finalmente hubiera convertido a todas las ratas de la parroquia. Esperaba asimismo que otras ratas tuvieran conocimiento de lo que estaba ocurriendo en la parte superior del East Side y acudieran a convertirse también. En poco tiempo, el padre Fairing se habría convertido en el jefe espiritual de los herederos de la tierra. Consideró un sacrificio suficientemente menguado por parte de los roedores, que le proveyeran diariamente con tres miembros de su especie para su mantenimiento físico, a cambio del alimento espiritual que él les proporcionaba.

En consecuencia, se construyó un pequeño refugio en una de las orillas del albañal. Su sotana hacía de cama; su breviario, de almohada. Todas las mañanas hacía un pequeño fuego con madera arrastrada por el agua del alcantarillado que había recogido y puesto a secar la noche anterior. Había allí al lado una depresión del cemento que estaba situada bajo una boca con pico de salida hacia abajo para desagotar el agua de lluvia. Allí bebía y se lavaba. Tras un desayuno de rata asada («Los hígados», escribió en su diario, «resultan particularmente suculentos») emprendía su primera tarea: aprender a comunicarse con las ratas. Presumiblemente tuvo éxito. Una anotación en el diario correspondiente al 23 de noviembre de 1934 dice:

«Ignatius está resultando ser un estudiante en verdad difícil. Hoy ha discutido conmigo sobre la naturaleza de las indulgencias. Bartholomew y Teresa le apoyaban. Les leí aquella parte del catecismo que reza: “La Iglesia, mediante indulgencias, remite la pena temporal debida al pecado aplicándonos, de su tesoro espiritual, parte de la infinita satisfacción de nuestro Señor Jesucristo y las superabundantes satisfacciones de la Santísima Virgen y de los santos”.

»—¿Y qué son —inquirió Ignatius— estas superabundantes satisfacciones?

»Nuevamente leí: “Aquellas que ganaron durante su vida pero que no necesitaron y que la Iglesia aplica a los demás miembros que participan en la comunión de los santos”.

»—¡Ajá! —exclamó Ignatius como cantando victoria—. En ese caso, ¿en qué difiere esto del comunismo marxista que usted nos ha dicho que es ateo? A cada cual según sus necesidades, de cada cual según su capacidad.

»Intenté explicarle que había diferentes clases de comunismo: que la Iglesia primitiva se basaba, en verdad, en la caridad común y en la comunión de los bienes. Intervino en ese instante Bartholomew con la observación de que quizás esta doctrina del tesoro espiritual surgiera como consecuencia de las condiciones económicas y sociales de la Iglesia en su infancia. Saltó Teresa acusando a Bartholomew de sustentar él también teorías marxistas, y estalló una terrible pelea, en la que de un arañazo le sacaron a Teresa un ojo de su cuenca. Para ahorrarle mayor sufrimiento la dormí e hice con sus restos un delicioso manjar, poco después de la hora sexta. He descubierto que las colas, si se dejan cocer durante un tiempo suficiente, resultan por demás agradables».

Es evidente que convirtió cuando menos a una hornada. No se vuelve a hacer mención en los diarios del escéptico Ignatius: quizás muriese en alguna otra reyerta, quizás abandonara la comunidad en favor de los parajes paganos del centro. Después de la primera conversión, las anotaciones comienzan a disminuir gradualmente, pero rebosan optimismo, son a veces eufóricas. Ofrecen una imagen de la parroquia como pequeño enclave de luz en medio de la desoladora Edad Negra de la ignorancia y la barbarie.

A la larga, la carne de rata no sentaba bien al padre. Quizás hubo infección. Pero puede también que las tendencias marxistas de su rebaño le recordaran demasiado lo que había visto y oído por encima del suelo, en las colas en espera de pan, junto a los lechos de los enfermos y las parturientas, incluso en el confesonario; y en tal caso, el júbilo de su corazón, que reflejaban sus últimas anotaciones no sería en realidad sino una necesaria ilusión con la que protegerse de la triste verdad de que sus desvaídos y sinuosos feligreses pudieran acabar no siendo mejores que los animales cuyo patrimonio heredaban. Su última anotación revela indicios de un sentimiento tal:

«Cuando Agustine sea alcalde de la ciudad (pues es magnífico individuo y los demás sienten devoción por él) ¿se acordará él, o su concejo, de un viejo sacerdote? ¿Y no con ninguna sinecura ni copioso retiro, sino con verdadera caridad en sus corazones? Pues, aunque la devoción a Dios es recompensada en el cielo y a buen seguro no es recompensada en esta tierra, alguna satisfacción espiritual se encontrará, confío, en la Nueva Ciudad cuyos cimientos estamos poniendo aquí, en esta lona bajo los viejos cimientos. Y si ello no pudiera ser, ireme no obstante en paz, al unísono con Dios. Ésa es desde luego la mejor de las recompensas. He sido el clásico “viejo sacerdote” —nunca particularmente fuerte, nunca opulento— la mayor parte de mi vida. Quizás».

Aquí concluye el diario. Se conserva todavía en una inaccesible región de la Biblioteca del Vaticano, y en la mente de los escasos veteranos del Departamento de Alcantarillas de Nueva York que llegaron a verlo cuando fue descubierto.

Se encontraba sobre un montón cónico de ladrillos, piedras y palos lo suficientemente grande como para cubrir un cadáver humano, acumulado en un trecho de colectores de 91,5 centímetros de sección, cerca de uno de los límites de la parroquia. Próximo a él se encontró el breviario. No había traza del catecismo ni del Arte de la navegación moderna de Knight.

—Quizás —comentó el predecesor de Zeitsuss, Manfred Katz, después de haber leído el diario—, quizás estén estudiando la mejor manera de abandonar un barco que se va a pique.

Estas historias, por la época en que las oyó Profane, eran considerablemente más apócrifas y más fantásticas de lo que autorizaba la crónica en sí. En ningún momento, en los veinte años y pico que hacía desde que la leyenda se había ido transmitiendo, se le ocurrió a nadie poner en tela de juicio la cordura del viejo sacerdote. Las historias de alcantarilla son así. Simplemente existen. La veracidad o la falsedad no son categorías que les sean aplicables.

Profane había traspasado la frontera, el caimán todavía frente a él. Escritas en las paredes aparecían citas ocasionales de los Evangelios, pasajes en latín (Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, dona nobis pacem, Cordero de Dios, que redimes los pecados del mundo, danos la paz). La paz. Aquí había habido una vez paz durante una época de depresión, aplastada e inánime, con un nerviosismo agonizante, hasta incrustarse en la calle por el peso muerto de su propio cielo. A pesar de las distorsiones cronológicas que presentaba la narración del padre Fairing, Profane captó la idea general. Excomulgado más que probablemente por el mero hecho de ejercer su misión en ese sitio, convertido en esqueleto en el excusado de Roma y en el agujero sacerdotal de su propia sotana y de su cama, el anciano se sentaba a predicar ante una congregación de ratas con nombres de santos, en favor de la paz.

Profane hizo que el haz de la linterna recorriera las viejas inscripciones, vio una mancha oscura en forma de crucifijo y se alejó de allí a saltos de oca. Por primera vez desde que abandonara el registro de la alcantarilla se percató Profane de que estaba totalmente solo. El caimán que iba delante de él no servía de ayuda; pronto estaría muerto. Iría a reunirse con otros espíritus.

Lo que más le había interesado era lo que contaba el diario referente a Verónica, la única hembra —aparte de la infortunada Teresa— mencionada en el diario. Las alcantarillas son… lo que son (su dicho favorito: «Tienes mente de cloaca»), y uno de los narradores apócrifos se había referido a una relación contra natura entre el sacerdote y esta rata hembra, a la que se describía como una especie de voluptuosa Magdalena. Por cuanto oyera Profane, Verónica era el único miembro de su rebaño al que el padre Fairing consideraba como un alma digna de salvación. Según parece, venía a él en la noche no como súcubo, sino en busca de adoctrinamiento, quizás para llevarse consigo al nido —donde quiera que estuviera éste situado dentro de la parroquia— algo del deseo de él de atraerla hacia Cristo: un escapulario, un versículo del Nuevo Testamento aprendido de memoria, una indulgencia parcial, una penitencia. Algo que conservar. Verónica no era ninguna de esas ratas traficantes.

«Puede que mi pequeña broma haya ido en serio. Cuando se haya asentado la fe en ellos con la suficiente firmeza como para comenzar a pensar en canonizaciones, estoy seguro de que Verónica encabezará la lista. Y no cabe duda de que algún descendiente de Ignatius actuará de abogado del diablo.

»V. vino a mí esta noche, llena de turbación. Paul y ella habían estado otra vez en eso. El peso de la culpa gravita de tal modo sobre la pobre criatura… Casi se le materializa: en forma de una bestia inmensa, blanca, que avanza con ruido sordo, persiguiéndola, tratando de devorarla. Hablamos de Satanás y de sus ardides durante varias horas.

»V. ha expresado su deseo de convertirse en monja. Le he explicado que hasta la fecha no existe ninguna orden reconocida en la que pudiera entrar. Hablará con algunas de las otras muchachas para ver si existe un interés lo suficientemente extendido como para requerir mi intervención. Significaría escribir una carta al obispo. Y mi latín es tan pobre…».

Cordero de Dios, pensó Profane. ¿Lo convertiría el sacerdote en sus enseñanzas en «rata de Dios»? ¿Cómo justificaba el hecho de sacrificar diariamente a tres de ellas? ¿Qué sentimientos despertaríamos en él, yo o la Patrulla Anticaimán? Comprobó el seguro de la escopeta. Había aquí en la parroquia recovecos tan intrincados como los de cualquier catacumba de los comienzos del cristianismo. No tenía sentido arriesgarse a disparar en este sitio. ¿Era la única razón?

Sentía palpitaciones en la espalda; se estaba cansando. Comenzaba a preguntarse si duraría mucho eso todavía. Era la vez que más tiempo había estado persiguiendo a un caimán. Se detuvo un momento, escuchó los ruidos que pudieran venir por el túnel. Nada se oía excepto el monótono chapoteo del agua. Angel no vendría ya. Suspiró y emprendió de nuevo la pesada marcha hacia el río. El caimán burbujeaba en la cloaca, soplaba haciendo burbujas y rezongaba suavemente. «¿Me está diciendo algo?», se preguntó Profane con sorpresa. Prosiguió el sinuoso recorrido con la sensación de que pronto comenzaría a pensar en derrumbarse y dejar simplemente que la corriente lo arrastrara —junto con fotografías pornográficas, posos de café, anticonceptivos usados y sin usar, mierda—, hasta el depósito de limpieza y de allí al East River para cruzar con la pleamar hacia los bosques de piedra del condado de Queens. Y al diablo con el caimán y la caza, en este lugar, entre muros de leyenda escritos con tiza. No era un sitio para matar. Sentía los ojos de ratas espectrales; mantenía sus propios ojos atentos escrutando el camino por miedo a descubrir la conducción de 91,5 centímetros que constituía el sepulcro del padre Fairing; trataba de cerrar los oídos a los chillidos subliminales, a las secretas confesiones de Verónica, el antiguo amor del sacerdote.

De repente —tan de repente que se asustó— apareció una luz por delante de él, al doblar un recodo. No la luz de una noche lluviosa en la ciudad, sino más pálida, menos cierta. Doblaron el recodo. Profane observó que la bombilla de la linterna comenzaba a vacilar; momentáneamente perdió de vista al caimán. Luego dobló un nuevo recodo y se halló ante un amplio espacio semejante a la nave de una iglesia, con techo abovedado y una luz fosforescente que llegaba de los muros cuya exacta disposición era borrosa.

—¿Qué es esto? —dijo en voz alta.

¿Reflujo del río? El agua del mar brilla a veces en la oscuridad; en la estela de los barcos puede verse el mismo resplandor desagradable. Pero no aquí. El caimán se había vuelto y lo encaraba. Ofrecía un blanco limpio y fácil.

Esperó. Esperaba algo que habría de ocurrir. Algo ultramundano, desde luego. Era sentimental y supersticioso. Seguramente recibiría el caimán el don de lenguas, resucitaría el padre Fairing, la sensual V. lo tentaría para que no cometiera el asesinato. Se sentía a punto de levitar e incapaz de decir dónde estaba en realidad. ¿En un osario subterráneo?, ¿en un sepulcro?

—¡Ah, schlemihl!, ¡ah, desgraciado! —suspiró dirigiéndose a la fosforescencia.

Propenso a los accidentes, desdichado, schlimazzel. El arma le estallaría en las manos. El corazón del caimán seguiría marchando mientras que el suyo reventaría, el muelle real y el escape de su maquinaria se oxidarían en esta agua de cloaca que le cubría las espinillas, en esta luz non sancta.

—¿Puedo dejarte escapar sin más?

Bung, el capataz, sabía que iba detrás de una pieza segura. Estaba apuntada en la tablilla sujetapapeles. Y luego vio que el caimán ya no podía seguir. Se había sentado sobre las ancas a esperar, sabiendo más que de sobra que iba a recibir un disparo mortal.

En el Independence Hall, en Philly, cuando se reconstruyó el suelo, dejaron parte del original, un pie cuadrado, para enseñarlo a los turistas. «Quizás», decía el guía, «Benjamín Franklin estuvo ahí pisando exactamente ese trozo de suelo, o puede que el propio George Washington». Profane, que lo visitó en un viaje escolar cuando hacía el octavo curso, quedó debidamente impresionado. Ese mismo sentimiento le invadía ahora. Aquí en esta estancia un anciano había sacrificado y cocido a un miembro de su catequesis, había cometido sodomía con una rata, había discutido con V., la futura santa, la posibilidad de que una rata tomara los hábitos… según la versión a la que se diera crédito.

—Lo siento —le dijo al caimán. Siempre estaba diciendo que lo sentía. Le venía de su estirpe de desgraciado, de schlemihl. Se echó al hombro el arma de repetición, quitó el seguro—. Lo siento —dijo de nuevo.

El padre Fairing hablaba a las ratas. Profane les hablaba a los caimanes. Disparó. El caimán dio una sacudida, un salto hacia atrás, se agitó brevemente, quedó inmóvil. Comenzó a manar sangre de forma ameboidea que hacía cambiantes dibujos con el débil resplandor del agua. Repentinamente se apagó la linterna.

2

Gouverneur («Roony») Winsome estaba sentado sobre su grotesca máquina exprés, fumando un cigarro fino, negro y torcido, y echando miradas a la muchacha que había en la habitación contigua. El piso, encaramado a gran altura sobre el Riverside Drive, tenía algo así como trece habitaciones todas ellas decoradas en estilo Homosexual Temprano dispuestas de manera que ofrecieran lo que los escritores del siglo pasado gustaban llamar «vistas» cuando estaban abiertas las puertas de intercomunicación, como lo estaban ahora.

Mafia, su mujer, estaba dentro sobre la cama jugando con Fang, el gato. Estaba desnuda en ese momento y bamboleaba un sostén inflable delante de las frustradas uñas de Fang que era siamés, gris y neurótico.

—Salta, salta —estaba farfullando con exagerado ceceo cada palabra como si se dirigiera a un niño de pecho—. ¿Está furioso mi gatazo bonito porque no puede jugar con el sostén? ¡Ay, qué rico que es él!

«¡Joder!», pensó Winsome, «una intelectual. He tenido que ir a escoger una intelectual. Todas acaban involucionándose».

El cigarro era de Bloomingdale, excelente calidad: procurado por Charisma unos meses antes en una de las esporádicas ocasiones en las que le daba por trabajar. En aquella ocasión había trabajado de contador de embarque. Winsome se prometió ver a la corredora de Lord and Taylor’s, una muchacha frágil que esperaba vender algún día bolsos de mano en el Departamento de accesorios. Aquel material era muy apreciado por los fumadores de cigarros, al mismo nivel que el whisky Chivas Regal o la marihuana negra panameña.

Roony, un ejecutivo de la casa discográfica Outlandish Records (Volkswagens en Hi-Fi, El Leavenworth Glee Club canta viejas canciones favoritas), se pasaba la mayor parte del tiempo al acecho de nuevas curiosidades. Una vez, por ejemplo, había introducido subrepticiamente un magnetófono, disimulado bajo la forma de máquina automática de despachar Kotex, en los lavabos de señoras de la Pennsylvania Station; podía vérsele, micrófono en mano, con barba postiza y vaqueros, moverse furtivamente por la fuente de Washington Square; cuando no lo echaban de una casa de putas de la calle Ciento veinticinco, o se introducía en el «corral», el recinto donde practicaban los jugadores de béisbol antes de entrar en juego, en la inauguración de la temporada en el Yankee Stadium. Roony estaba en todas partes y era incontenible. La vez que estuvo más cerca de verse en un aprieto fue una mañana en que dos agentes de la CIA, armados hasta los dientes, entraron de mala manera en la oficina para destruir el gran sueño secreto de Winsome: la versión que acabaría con todas las demás versiones de la Obertura 1812 de Chaikowski. Lo que se propusiera utilizar en cuanto a instrumentos musicales, metal u orquesta, sólo Dios y Winsome lo sabían, eso no era de la incumbencia de la CIA. Lo que habían venido a averiguar era lo de los mensajes secretos. Al parecer Winsome había andado colocando receptores en medio del personal de alto escalafón del Mando Aéreo Estratégico.

—¿Por qué? —preguntó el hombre de la CIA del traje gris.

—¿Y por qué no? —dijo Winsome.

—¿Por qué? —dijo el hombre de la CIA del traje azul.

Winsome se lo contó.

—¡Dios mío! —dijeron los dos hombres de la CIA, palideciendo al unísono.

—Tenía que ser naturalmente el que cubre Moscú —dijo Roony—. Buscamos el rigor histórico.

El gato soltó un chillido discordante que atacaba los nervios. Charisma entró de una de las habitaciones adyacentes arrastrando pesadamente los pies, cubierto con una manta verde de gran tamaño procedente de la bahía de Hudson.

—Buenos días —dijo, la voz amortiguada por la manta.

—No —dijo Winsome—. Otra vez te has equivocado. Es medianoche y mi mujer está jugando con el gato. Entra a ver. Estoy pensando en vender entradas.

—¿Dónde está Fu? —salió de debajo de la manta.

—Se ha ido de juerga —dijo Winsome—, al centro.

—Roony —dijo la chica—, entra y mírale.

El gato yacía sobre la espalda con las cuatro garras hacia arriba en el aire y una mueca mortal en la boca.

Winsome no hizo ningún comentario. El túmulo verde que se elevaba en medio de la habitación se desplazó pasando por delante de la máquina exprés; entró en el cuarto de Mafia. Al pasar junto a la cama se detuvo un instante, salió de él una mano y dio una palmada a Mafia en el muslo, luego prosiguió su desplazamiento en dirección al cuarto de baño.

Los esquimales, reflexionó Winsome, consideran un signo de hospitalidad que ofrezcas tu mujer a tu huésped para que pase la noche con ella, al tiempo que le ofrecen comida y alojamiento. Me gustaría saber si el viejo Charisma está recibiendo hospitalidad de Mafia.

—Maklak —dijo en voz alta.

Suponía que era una palabra esquimal. Si no lo era, peor que peor, porque no sabía ninguna otra. De todas formas nadie lo oyó.

El gato entró por los aires en la habitación de la máquina exprés. Su mujer se estaba echando por encima un peinador, quimono, bata de casa o negligé. No era capaz de establecer la diferencia, por más que Mafia se aplicara periódicamente a explicársela. Todo lo que Winsome sabía es que era algo que había que quitarle.

—Voy a trabajar un rato —dijo Mafia.

Su mujer era escritora. Sus novelas —tres hasta la fecha— llenaban un millar de páginas y, como las servilletas de papel, habían congregado una inmensa y fiel hermandad de consumidoras. Habían llegado incluso a formar una especie de asociación o club de admiradoras que celebraba sesiones, leía trozos de sus libros y discutía la teoría de Mafia.

Si los dos acababan por romper algún día definitivamente, sería aquella teoría la causa de la ruptura. Desgraciadamente Mafia creía en ella con tanto fervor como cualquiera de sus seguidoras. No es que fuera gran cosa como teoría, era más que nada la expresión de una creencia inspirada por el deseo de Mafia. No contenía sino una única proposición: el mundo sólo puede ser rescatado de una decadencia cierta mediante el amor heroico.

En la práctica, el amor heroico significaba follar cinco o seis veces por noche, todas las noches, introduciendo en el acto numerosas tomas de lucha atléticas y medio sádicas. La única vez que Winsome había explotado, gritó: «Estás convirtiendo nuestro matrimonio en una exhibición de trampolín», lo que Mafia consideró digno de ser citado. Incluyó la frase en su siguiente novela, poniéndola en boca de Schwarz, débil psicópata judío que era el mayor villano de la trama.

Todos sus personajes caían dentro de este encasillamiento racial de una prediccionabilidad perturbadora. Los tipos simpáticos —los atletas sexuales inagotables, parecidos a dioses, que utilizaba como héroes y heroínas (¿y como heroína?, se preguntaba Winsome)— eran todos altos, fuertes, blancos aunque a menudo con un recio bronceado (total), anglosajones, teutónicos o escandinavos. Los ingredientes cómicos y la villanía corrían invariablemente a cargo de negros, judíos e inmigrantes de la Europa meridional. A Winsome, que era originario de Carolina del Norte, le disgustaba el modo yanqui o propio de zonas urbanas que tenía su mujer de odiar a los niggers. Durante el noviazgo había admirado el vasto repertorio de chistes de negros que ella poseía. Sólo después de casarse descubrió una verdad tan horrible como el hecho de que llevara sostenes con postizos: sufría una ignorancia casi total acerca del sentimiento de los sureños hacia los negros. Utilizaba la palabra «nigger» como expresión de odio, no siendo al parecer capaz más que de emociones contundentes. Winsome estaba demasiado escandalizado para decirle que no se trataba de una cuestión de amor, odio, gusto o disgusto, tanto como de una herencia con la que había que vivir. Lo había dejado correr, como todo lo demás.

Si creía en el amor heroico, que no es nada en realidad, salvo una frecuencia, era evidente que Winsome no se encontraba ni a mitad de camino del ideal masculino que ella andaba buscando. En cinco años de matrimonio, todo lo que él sabía es que los dos eran egos completos, que no se fundían en absoluto con el grado de osmosis emocional que puede dar la filtración seminal a través de la sólida membrana del preservativo o del diafragma, que no faltaba en el momento oportuno para protegerles.

Pues bien, a Winsome le habían educado en los ideales «blancos» y «protestantes» de revistas como El Círculo de la Familia. Una de las leyes que encontrara allí con más frecuencia era que los hijos santifican el matrimonio. Durante cierto tiempo Mafia estuvo loca por tener hijos. Puede que la animara una cierta intención de servir de madre a un linaje de superniños, fundando una nueva raza… ¡Vaya usted a saber! Winsome por lo visto respondía a sus especificaciones, tanto genéticas como eugénicas. Astuta, sin embargo, decidió esperar, y recorrieron toda la confusa gama de anticonceptivos durante el primer año de amor heroico. Pero como mientras tanto las cosas comenzaran a desmoronarse, creció naturalmente en Mafia la incertidumbre de hasta qué punto Winsome había sido al fin y al cabo una buena elección. Winsome ignoraba cómo Mafia había aguantado tanto tiempo. La reputación literaria, quizás. Quizás se estuviera absteniendo del divorcio hasta que su sentido de las relaciones públicas le indicara que era el momento. A Winsome le cabía la fundada sospecha de que ante el tribunal, ella le describiría tan próximo a la impotencia como lo permitieran los límites de lo plausible. El Daily News y puede que hasta la revista Confidential contarían a toda América que era un eunuco.

El único motivo de divorcio en el estado de Nueva York es el adulterio. Roony, soñando vagamente con ganarle a Mafia de mano, comenzó a mirar con un interés más que rutinario a Paola Maijstral, la compañera de apartamento de Rachel. Bonita y sensible; y desgraciada —según había oído— con su marido Pappy Hod, contramaestre de tercera de la Marina de los Estados Unidos, del que estaba separada. ¿Pero tendría por eso mejor opinión de Winsome?

Charisma estaba en la ducha y salpicaba agua a su alrededor. ¿Estaba allí dentro envuelto en la manta? Winsome tenía la impresión de que vivía dentro de ella.

—¡Eh! —llamó Mafia desde el escritorio—. Cualquiera de vosotros, ¿cómo se escribe Prometeo?

Winsome estaba a punto de decir que empezaba igual que profiláctico cuando sonó el teléfono. Winsome saltó desde la máquina exprés y se acercó con paso cansino. Deja que sus editores piensen que es analfabeta.

—Roony, ¿has visto a mi compañera? ¿A la más joven?

No la había visto.

—¿O quizás Stencil?

—Stencil no ha estado aquí en toda la semana —dijo Winsome—. Está fuera siguiendo algunas pistas, según dice. Todo muy misterioso y estilo Dashiell Hammett.

La voz de Rachel, su manera de respirar, algo en ella revelaba emoción.

—¿Estarán quizás juntos?

Winsome extendió las manos y se encogió de hombros, manteniendo el auricular sujeto entre el cuello y el hombro.

—Es que no ha venido la noche pasada.

—No tengo ni idea de lo que pueda andar haciendo Stencil —dijo Winsome—, pero le preguntaré a Charisma.

Charisma estaba de pie en el cuarto de baño, enrollado en la manta y mirándose los dientes en el espejo.

—Eigenvalue, Eigenvalue —murmuraba—. Yo hubiera hecho un trabajo mejor en los canales de la raíz. ¿Para qué te está pagando mi amiguete Winsome, para qué?

—¿Dónde está Stencil? —dijo Winsome.

—Mandó una nota ayer a través de un vagabundo que llevaba un viejo gorro de campaña del ejército, de 1898 más o menos. Algo así como que estaba en las alcantarillas y que iba detrás de un filón, algo indefinido.

—No andes agachado —dijo la mujer de Winsome mientras éste volvía resoplando al teléfono y emitía bocanadas de humo del cigarro—. Mantente derecho.

—¡Eigenvalue! —se lamentaba Charisma. El cuarto de baño tenía un eco retardado.

—¿El qué? —dijo Rachel.

—Ninguno de nosotros —le dijo Winsome— le ha preguntado nunca nada sobre sus asuntos. Si quiere andar correteando por la red de alcantarillas, pues déjale. Dudo que Paola esté con él.

—Paola —dijo Rachel— es una chica que está muy enferma.

Colgó furiosa, pero no con Winsome, y se dio la vuelta para ver a Esther que se escabullía por la puerta con el impermeable de cuero blanco de Rachel puesto.

—Podías haberme preguntado —dijo Rachel.

Esther constantemente le cogía cosas y luego adoptaba una actitud mimosa cuando la sorprendían.

—¿A dónde vas a estas horas? —quiso saber Rachel.

—¡Oh!, a la calle —contestó vagamente.

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