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5. En el que Stencil casi se va al Oeste con un caimán

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«Si tuviera redaños», pensó Rachel, «contestaría: ¿Y quién coño eres tú para que tenga que darte explicaciones de a dónde voy?». Y Rachel contestaría: «Soy a quien debes mil y pico dólares, eso soy». Y Esther se pondría totalmente histérica y diría: «Sí, es así, me voy; me dedicaré a la prostitución o a cualquier cosa y te enviaré tu dinero por giro postal». Y Rachel la vería salir y cuando estuviera en la misma puerta diría la frase de despedida: «Te vas a arruinar; les tendrás que pagar tú a ellos. Ve y maldita seas». La puerta se cerraría de golpe, altos tacones repicarían alejándose por el corredor, el ruido deslizante de las puertas automáticas del ascensor y ¡hurra!, se acabó Esther. Y al día siguiente leería en el periódico donde diría Esther Harvitz, veintidós años, graduada con matrícula de honor en la Universidad de Nueva York, se ha tirado de cabeza desde algún puente, paso elevado o rascacielos. Y Rachel se quedaría tan paralizada por la impresión que ni siquiera podría llorar.

—¿Era yo ésa? —dijo en voz alta. Esther se había marchado—. Vaya —prosiguió en su dialecto vienés—, a esto es a lo que llamamos hostilidad reprimida.

Secretamente una quiere asesinar a su compañera de cuarto. O algo semejante.

Alguien aporreaba la puerta. La abrió y apareció Fu con un ejemplar de Neanderthal que vestía el uniforme de segundo contramaestre de tercera clase de la Marina de los Estados Unidos.

—Éste es Pig Bodine —dijo Fu.

—El mundo es un pañuelo —dijo Pig Bodine—. Ando buscando a la mujer de Pappy Hod.

—Yo también —dijo Rachel—. ¿Y está usted haciendo de Cupido por encargo de Pappy? Paola no quiere volverle a ver.

Pig lanzó su sombrero blanco a la lámpara del escritorio, anotándose un tanto.

—¿Cerveza en la nevera? —dijo Fu, deshaciéndose en sonrisas.

Rachel estaba acostumbrada a que se le colaran en casa a todas horas los miembros de la Dotación y sus ocasionales amistades.

—«Eusc» —dijo, que en el argot de la Dotación significaba «Está usted en su casa».

—Pappy ha zarpado para el Med —dijo Pig tumbándose en el canapé. Era lo bastante corto de talla como para que sus pies no colgaran por el borde. Dejó caer un grueso brazo muy peludo dando un zambombazo en el suelo que, sospechó Rachel, de no haber habido alfombra, hubiera sonado a chapoteo—. Vamos en el mismo barco.

—¿Entonces cómo es que no está usted en el Med, donde quiera que eso sea? —dijo Rachel. Sabía que se refería al Mediterráneo, pero tenía ganas de mostrarse hostil.

—Porque he desertado —dijo Pig. Cerró los ojos.

Fu volvía con cerveza.

—Chico, chico, sí —dijo Pig—. Aquí huele a Ballantine.

—Pig tiene un olfato increíblemente agudo —dijo Fu, colocando una botella de casi un litro de Ballantine dentro del puño de Pig, que parecía un tejón con trastornos pituitarios—. No le he visto fallar ni una sola vez.

—¿Cómo habéis llegado a conoceros vosotros dos? —preguntó Rachel sentándose en el suelo.

Pig, con los ojos todavía cerrados, mamaba cerveza. Le resbalaba por las comisuras de la boca, formaba breves charcos en las frondosas cavernas de sus orejas y caía empapando el sofá.

—Si hubieras aparecido por el Spoon lo sabrías —dijo Fu. Se refería al Rusty Spoon, un bar en la zona occidental de Greenwich Village donde, según reza la leyenda, bebió hasta morir un conocido y pintoresco poeta de los años veinte. Y desde entonces ha gozado de una especie de reputación entre los grupos como «La dotación enferma»—. Pig ha tenido allí un gran éxito.

—Apostaría a que Pig es el favorito del Rusty Spoon —dijo Rachel con voz desabrida—, si se tiene en cuenta el olfato que tiene y que es capaz de distinguir la marca de la cerveza y todo eso.

Pig se quitó la botella de la boca donde de alguna manera se había mantenido milagrosamente en equilibrio.

—Glog —dijo—. ¡Ahh!

Rachel sonrió.

—Tal vez a tu amigo le guste escuchar un poco de música —dijo.

Alargó la mano y encendió el receptor de FM, a pleno volumen. Dio vuelta al dial para buscar una emisora de las más ramplonas. Se dejó oír un violín lastimero, guitarra, banjo y vocalista:

Anoche fui y eché una carrera con la Patrulla de Tráfico

pero aquel Pontiac acabado tenía más redaños que el mío.

Así enrosqué la cola en un poste telefónico

y ahora mi amor no hace más que llorar.

Estoy arriba en el cielo, cariño, no llores más;

no hay razón ninguna para que estés triste.

No tienes más que echarle una carrera

a un guardia en el viejo Ford de papá.

Y podrás reunirte conmigo en el cielo.

El pie derecho de Pig había comenzado a moverse siguiendo más o menos el ritmo de la música. Pronto su estómago, sobre el que ahora se mantenía en equilibrio la botella de cerveza, comenzó a subir y bajar al mismo ritmo. Fu miraba a Rachel, perplejo.

—No hay nada que yo ame —dijo Pig e hizo una pausa (a Rachel no le cabía duda de esto)—, tanto como la buena música para patear mierda.

—¡Ah! —dijo Rachel, no queriendo entrar en el tema pero demasiado curiosa, era consciente de ello, como para dejarlo—, supongo que usted y Pappy Hod solían salir de permiso y se lo pasaban en grande pateando mierda.

—Nos pateábamos unos pocos grumetes —gritó Pig para que se le oyera por encima de la música— que viene a ser lo mismo. ¿Dónde ha dicho que estaba Polly?

—No se lo he dicho. Su interés por ella es puramente platónico ¿no es así?

—¿Es qué?

—Que no se trata de follar —explicó Fu.

—Yo eso no se lo haría a nadie más que a un oficial —dijo Pig—. Tengo mis normas. Por lo único que quiero verla es porque Pappy, antes de que zarparan, me dijo que viniera a verla si estaba alguna vez en Nueva York.

—Bien, no sé dónde está —dijo Rachel gritando—. Me gustaría saberlo —añadió en tono más bajo.

Durante un minuto o cosa así oyeron la historia de un soldado que estaba en ultramar en Corea luchando por los rojos, blancos y azules, y un buen día su novia, Belinda Sue (para que rimara con blue) se fugó con un vendedor ambulante de hélices. Dedicada al soldado solitario. De repente, Pig inclinó su cabeza hacia Rachel, abrió los ojos y dijo:

—¿Qué piensas acerca de la tesis sartriana de que todos nosotros personificamos una identidad?

Lo cual a ella no le sorprendió: al fin y al cabo Pig había estado acudiendo al Spoon. Durante la hora siguiente hablaron de nombres propios. La emisora ramplona continuaba puesta a todo gas. Rachel abrió otra botella de cerveza para ella y pronto se estableció la sociabilidad. Fu llegó incluso a estar lo suficientemente jovial como para contar un chiste de su inextinguible repertorio de chistes chinos, que decía:

—El juglar vagabundo Ling, que había conseguido ganarse la confianza de un grande e influyente mandarín, se dio una noche el piro con mil yuans de oro y un león de jade que no tenía precio, robo que trastornó de tal modo a su ex patrón que una noche se le puso al pobre hombre todo el pelo blanco como la nieve y, hasta el final de sus días, no hizo casi nada más que sentarse en el suelo polvoriento de su cámara, punteando distraídamente un p’ip’a y canturreando: «¿No era acaso un curioso juglar?».

A la una y media sonó el teléfono. Era Stencil.

—Acaban de disparar contra Stencil —dijo.

Buen detective privado.

—¿Estás bien? ¿Dónde estás?

Stencil le dio la dirección, en la calle 80 Este.

—Siéntate y espéranos —dijo Rachel—. Iremos a buscarte.

—No puede sentarse ¿comprendes? —Colgó.

—Venid —dijo Rachel cogiendo su abrigo—. Diversión, emociones, misterio. Acaban de herir a Stencil cuando perseguía un filón.

Fu soltó un silbido y dijo con una risita:

—Esos filones están empezando a contraatacar.

Stencil había llamado desde una cafetería húngara en la York Avenue que se llamaba Cafetería Húngara. A aquella hora los únicos clientes eran dos señoras ya mayorcitas y un policía fuera de servicio. La mujer que estaba detrás del mostrador de repostería era todo mejillas de tomate y sonrisas, con el aspecto de ser de las que dan raciones extra a los chicos pobres que están creciendo y cuidan maternalmente a los vagabundos llenándoles de nuevo, sin cobrarles, la taza de café. Aunque era aquél un barrio de niños ricos, los vagabundos sólo pasaban por allí accidentalmente y, conscientes de tal circunstancia, «circulaban» a toda prisa.

Stencil se encontraba en una situación embarazosa y potencialmente peligrosa. Unos cuantos perdigones del primer disparo (el segundo lo había eludido mediante una hábil zambullida en la cloaca) se habían incrustado en su nalga izquierda. No sentía especial impaciencia por sentarse. Había escondido el traje impermeable y la máscara cerca de un estribo que hacía de pasadera en el East River Drive; se había peinado y estirado la ropa a la luz de mercurio en un cercano charco de agua de lluvia. Se preguntaba hasta qué punto su aspecto era presentable. No era nada alentador que estuviera allí aquel policía.

Stencil salió de la cabina del teléfono y con las mayores precauciones apoyó su nalga derecha sobre un taburete junto al mostrador, tratando de no dar un respingo y con la esperanza de que su aspecto de hombre de edad mediana hiciera parecer lógica cualquier manifestación de estar quebrantado que pudiera ofrecer. Pidió una taza de café, encendió un cigarrillo y comprobó que no le temblaba la mano. La llama del encendedor ardía pura, cónica, sin vacilación. «Stencil, tienes sangre fría», se dijo a sí mismo, «pero ¡cielos!, ¿cómo han conseguido cazarte?».

Ésta era la peor parte del asunto. Él y Zeitsuss sólo se habían encontrado accidentalmente. Stencil iba camino del apartamento de Rachel. Al cruzar Columbus Avenue, observó unas pocas filas desmadradas de trabajadores alineados en la acera de enfrente, a los que Zeitsuss arengaba. Le fascinaban todos los cuerpos organizados, sobre todo los irregulares. Aquellos hombres parecían revolucionarios.

Cruzó la calle. El grupo se disolvió y sus miembros se dispersaron. Zeitsuss se quedó mirándolos un momento, luego se volvió y descubrió a Stencil. La luz del este volvía las lentes de las gafas de Zeitsuss pálidas y opacas.

—Llegas tarde —le dijo Zeitsuss. «En efecto», pensó Stencil. «Años»—. Ve a ver a Bung el capataz, el individuo aquel de la camisa a cuadros.

Stencil cayó en la cuenta de que tenía barba de tres días y de que había estado durmiendo vestido por igual período de tiempo. Curioso ante cualquier cosa que tan sólo sugiriese subversión, se aproximó a Zeitsuss, sonriendo con la sonrisa de hombre del Servicio Exterior de su padre.

—No buscaba empleo —dijo.

—Tú eres inglés —dijo Zeitsuss—. El último inglés que tuvimos luchaba con sus caimanes hasta darles muerte. Sois buena gente. ¿Por qué no lo pruebas por un día?

Naturalmente Stencil preguntó ¿probar qué?, y así se estableció el contacto. Pronto estuvieron en la oficina que Zeitsuss compartía con algún grupo de presupuestos vagamente definido, charlando sobre sistemas de alcantarillado. En algún punto del dossier de París, sabía Stencil, se registraba una entrevista con uno de los Collecteurs Généraux que llevaba el principal colector que discurría por debajo del Boulevard St. Michel. El individuo en cuestión, anciano ya en el momento en que tuvo lugar la entrevista —pero dotado de una sorprendente memoria— recordaba haber visto a una mujer que podía haber sido V. en una de las visitas que se hacían cada dos miércoles poco antes de que estallara la Gran Guerra. Si ya una vez había tenido suerte con los colectores, no veía Stencil nada de malo en intentarlo de nuevo. Salieron para almorzar. En las primeras horas de la tarde llovió, y la conversación volvió a girar en torno a historias de colectores. Se metieron en la conversación algunos veteranos con sus recuerdos. Fue sólo cuestión de una hora antes de que se mencionase a Verónica: la amante de un cura que había querido hacerse monja y a la que en el diario se hacía referencia por su inicial.

Persuasivo y encantador incluso con un traje arrugado y una barba incipiente, tratando de no delatar emoción, Stencil habló hasta conseguir franquearse el camino para bajar. Pero se había encontrado con ellos aguardándole. ¿Y a dónde ir desde aquí? Ya había visto todo lo que tenía que ver de Fairing’s Parish.

Dos tazas de café más tarde se marchó el guardia y cinco minutos después aparecieron Rachel, Fu y Pig Bodine. Se metieron todos en el Plymouth de Fu. Éste sugirió que fuesen al Spoon. Pig estaba totalmente de acuerdo. Rachel, bendita sea, no montó ninguna escena ni hizo preguntas. Se bajaron del coche a dos manzanas de su apartamento. Fu arrancó a toda mecha sin más ceremonias y tiró por el Drive. Había comenzado a llover de nuevo. Todo lo que Rachel dijo en el camino de vuelta fue:

—Apuesto a que tienes el culo dolorido.

Lo dijo a través de unas pestañas largas, con una sonrisa de niña y, durante cosa de diez segundos, Stencil se sintió como el viejo verde que puede que Rachel pensara que era.

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