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6. En el que Profane vuelve al nivel de la calle

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C a p í t u l o   s e i s

En el que Profane

vuelve al nivel

de la

calle

V

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Las mujeres siempre se aparecían al desdichado Profane como accidentes: cordones rotos, platos caídos, alfileres en las camisas nuevas. Y Fina no constituyó ninguna excepción. Se había figurado al principio que él era únicamente el objeto incorpóreo de una obra corporal de misericordia. Que, en compañía de innumerables animalitos heridos, de vagabundos de la calle, semimoribundos y dejados de la mano de Dios, él no era para Fina más que otro medio para alcanzar la gracia o la indulgencia.

Pero, como de costumbre, estaba equivocado. El primer indicio lo recibió con ocasión de la triste fiesta que Angel y Jerónimo habían montado para celebrar sus ocho primeras horas de cacería de caimanes. Todos ellos habían trabajado en el turno de noche y volvieron al hogar de los Mendoza hacia las cinco de la mañana.

—Ponte un traje —dijo Angel.

—No tengo ningún traje —contestó Profane.

Le dieron uno de los de Angel. Le estaba demasiado pequeño y se sentía ridículo.

—Lo único que quiero hacer, de veras —dijo—, es dormir.

—¿Dormir de día? —preguntó Jerónimo—. ¡Jo!, ¡jo! Estás chalado, tío. Vamos a ir a buscar unos coños.

Fina entró con calor y ojos de sueño; oyó que iban a celebrar una fiesta y quiso apuntarse. Trabajaba de secretaria de ocho a cuatro y media, pero podía conseguir permiso por enfermedad. Angel se sintió totalmente corrido. Esto poco menos que incluía a su hermana en la categoría de los coños. Jerónimo sugirió llamar a Dolores y Pilar, dos chicas que conocían. Las chicas son una cosa distinta de los coños. Angel cobró ánimo.

Los seis comenzaron por un club fuera de horas cerca de la calle Ciento veinticinco, bebiendo vino Gallo con hielo. Un pequeño conjunto, de percusión y ritmo, tocaba con desgana en un rincón. Los músicos habían sido compañeros de la escuela secundaria de Angel, Fina y Jerónimo. Durante las interrupciones se sentaban a su mesa. Estaban borrachos y se tiraban unos a otros trozos de hielo. Todo el mundo hablaba en castellano y Profane respondía en el ítalo-americano que había oído de niño en su barrio. El nivel de comunicación era más o menos de un diez por ciento pero a nadie le importaba: Profane era tan sólo el huésped de honor.

Pronto los ojos de Fina experimentaron un cambio pasando de soñolientos a brillantes de vino, y hablaba menos y se pasaba una parte mayor de tiempo sonriéndole a Profane, lo cual le hizo sentirse incómodo. Resultó que Delgado, el vibrafonista, iba a casarse al día siguiente y se lo estaba pensando mejor. Se inició una discusión violenta e insustancial acerca del matrimonio, pros y contras. Cuando todos los demás hablaban ya a gritos, Fina se inclinó hacia Profane hasta que se tocaron sus frentes y suspiró.

—Benito —el aliento ligero y ácido de vino.

—Josephine —asintió él, apacible.

Le estaba entrando dolor de cabeza. Fina continuó apoyándose contra su cabeza hasta la siguiente actuación, en que Jerónimo la cogió de la mano y salieron a bailar. Dolores, gorda y amable, le pidió a Profane que bailara con ella.

Non posso ballare —dijo Profane.

—No puedo bailar —le corrigió ella en castellano, y tiró de él poniéndole en pie.

El mundo se llenó de los sonidos que producían callosidades inanimadas al batir contra inanimada piel de cabra, fieltro que golpeaba el metal, palos que entrechocaban. Desde luego no sabía bailar. Sus zapatos no dejaban de entorpecerle. Dolores, media sala más allá, no se daba cuenta. Estalló una conmoción en la puerta y media docena de adolescentes con chaquetas Playboy invadieron la sala. Proseguía el aporreamiento y golpeteo de la música. Profane lanzó por ahí los zapatos —viejos zapatos negros de chulillo de barrio que le había dejado Jerónimo— y se concentró en bailar en calcetines. Al cabo de un rato estaba Dolores de nuevo allí y cinco segundos más tarde sintió un afilado tacón clavársele en medio del pie. Estaba demasiado cansado para chillar. Se apartó cojeando hasta una mesa que había en un rincón, se metió debajo de ella y se echó a dormir. No se enteró de nada más hasta que notó que el sol le daba en los ojos. Le llevaban como camilleros por la Amsterdam Avenue abajo, todos entonando:

—Mierda. Mierda. Mierda.

Perdió la cuenta de todos los bares que visitaron. Se emborrachó. Su peor recuerdo era el de estar a solas con Fina en una cabina de teléfonos en alguna parte. Hablaban sobre el amor. No podía acordarse de lo que él había dicho. La única cosa que recordaba entre aquel momento y la hora en que despertó —en Union Square al crepúsculo, cegado por una furiosa resaca y cubierto por una colcha de frías palomas que tenían aspecto de buitres— era algún tipo de incidente con la policía después de que Angel y Jerónimo hubieran intentado llevarse escondidos, bajo el abrigo, varios elementos del lavabo de caballeros de un bar de la Segunda Avenida.

Durante los días siguientes Profane dio en llevar la cuenta de sus horas a la inversa de lo que haría cualquiera que no fuera un calzonazos las horas de trabajo como evasión; las horas de exposición a la posibilidad de quedar enrollado con Fina como trabajo explotador y no pagado.

¿Qué había dicho en la cabina telefónica? La pregunta le asaltaba al final de cada jornada, tanto si hacía turno de día, de noche u horas extraordinarias, como una niebla maligna que se cerniese sobre no importa qué hueco de alcantarilla por el que le tocara volver a la superficie. Casi la totalidad de aquel día de borrachera, de no tenerse bajo el sol de febrero, quedaba en blanco. No estaba dispuesto a preguntarle a Fina lo que había ocurrido. Había crecido una recíproca sensación de embarazo entre ellos como si finalmente se hubieran ido a la cama.

—Benito —dijo ella una noche—, ¿por qué no hablamos nunca?

—¿Eh? —dijo Profane, que estaba viendo una película de Randolph Scott por televisión—. ¿Eh? Yo hablo contigo.

—Sí, claro. Bonito vestido. ¿Quieres un poco más de café? He conseguido hoy otro cocodrilo. Sabes lo que quiero decir.

Sabía lo que quería decir. Pero ahí estaba Randolph Scott: frío, imperturbable, cerrando el pico y hablando únicamente cuando tenía que hacerlo —y entonces decía las cosas que tenía que decir y no corría riesgos por soltar la lengua ni hablaba sin ton ni son— y aquí al otro lado de la pantalla fosforescente estaba Profane, que sabía que una sola palabra fuera de lugar le pondría más cerca del nivel de la calle de lo que quería estar y cuyo vocabulario, parecía ser, estaba constituido nada más que por palabras fuera de lugar.

—¿Por qué no vamos a ver una película o algo? —dijo ella.

—Ésta es una buena película —contestó él—. Randolph Scott es un jefe de policía federal y el sheriff aquel, ahí va ahora mismo, está comprado por una banda y lo único que hace en todo el día es pavonearse con una viuda que vive arriba en la colina.

Ella se retiró al cabo de un rato, triste y cariacontecida.

¿Por qué? ¿Por qué tenía Fina que comportarse como si él fuera un ser humano? ¿Por qué tenía que forzar la situación? ¿Qué es lo que quería?… Ésta era una pregunta idiota. Era una chica inquieta esta Josephine: cálida y de movimientos sinuosos, presta a subir a una máquina voladora o a meterse en cualquier otro sitio.

Pero curioso, decidió preguntarle a Angel.

—Qué sé yo —dijo éste—. Será por su trabajo. No le gusta ninguno de la oficina. Dice que son todos maricones. Excepto el señor Winsome, el jefe, pero está casado y no cuenta.

—¿Qué quiere llegar a ser? —dijo Profane—, ¿una chica de carrera? ¿Qué piensa tu madre?

—Mi madre piensa que todo el mundo debe casarse: yo, Fina, Jerónimo. Pronto la tomará también contigo. Fina no necesita a nadie. Tú, Jerónimo, los Playboys. No quiere. Nadie sabe lo que quiere.

—¿Playboys? —dijo Profane—. ¿Qué?

Resultó que Fina era la dirigente espiritual o madre protectora de una banda juvenil que adoptaba ese nombre. Había aprendido en el colegio que había una santa, llamada Juana de Arco, que había andado haciendo lo mismo para unos ejércitos que eran más o menos gallinas y no servían para una pelea. Con los Playboys, era el sentir de Angel, pasaba algo muy parecido.

Profane estaba suficientemente al cabo de la calle para no preguntar si les confortaba también sexualmente. No tenía que preguntar. Sabía que ésta era otra obra de misericordia. El papel de madre de las tropas, conjeturaba —no sabiendo nada acerca de las mujeres— era una manera inofensiva de ser lo que quizás toda muchacha quiere ser: una vivandera. Con la ventaja de que en este caso no iba siguiendo a la tropa sino que la dirigía. ¿Cuántos son los Playboys? Nadie lo sabía, dijo Angel. Quizás cientos. Estaban todos locos por Fina, en sentido espiritual. A cambio ella no tenía que poner nada sino caridad y consuelo, y lo hacía con el mayor entusiasmo; estaba ya rebosante de felicidad.

Los Playboys constituían un grupo extrañamente exhausto. Mercenarios, muchos de ellos vivían en el barrio de Fina; pero a diferencia de las bandas juveniles clásicas no tenían territorio propio. Estaban esparcidos por toda la ciudad y, por carecer de local común, ponían su arsenal y su pericia en las luchas callejeras a disposición de cualquier parte interesada que estuviera considerando la iniciación de un follón. El Consejo de la Juventud jamás había hecho un censo de ellos: estaban en todas partes, pero como había dicho Angel, eran gallinas. La principal ventaja de tenerlos del lado de uno era psicológica. Cultivaban una imagen cuidadosamente siniestra: chaquetas de terciopelo negro como el carbón con el nombre del clan rotulado discretamente en la espalda con letras pequeñas y sangrientas; las caras pálidas e inexpresivas como la otra cara de la noche (y se tenía la sensación de que era allí donde vivían, pues aparecían de repente por la otra acera de la calle por la que uno iba, mantenían el paso durante un rato y luego se desvanecían nuevamente como si se hubieran vuelto a ocultar detrás de un telón invisible); afectaban todos ellos andares de merodeador, miradas lánguidas, bocas malignas.

Profane no los conoció socialmente hablando hasta la fiesta de Sant’ Ercole dei Rinoceronti, que llega con los idus de marzo, y que se celebra en la parte sur de la ciudad, en el barrio llamado Little Italy. Por encima de toda la calle Mulberry se elevaban aquella noche arcos de bombillas eléctricas dispuestas en conjuntos de espirales que se alejaban, cada uno de los cuales atravesaba la calle, y cuyo brillo se recortaba claramente en el horizonte porque el aire estaba completamente quieto. Bajo las luces había puestos precarios con cascadas de monedas, bingos, engancha el pato de plástico y gana un premio. A cada pocos pasos había quioscos donde vendían fritangas, cerveza, bocadillos de salchichas con pimienta. Detrás de todo ello se oía música procedente de dos tablados, uno situado en el extremo sur de la calle y el otro hacia la mitad. Canciones populares, óperas. No demasiado alto en la noche fría: como si se confinaran únicamente dentro del área que se extendía bajo las luces. Residentes chinos e italianos se sentaban en las escalinatas de las puertas de las casas como si fuera verano, contemplando a la gente, las luces, el humo de los puestos de fritangas que se elevaba perezoso y sin turbulencia hacia las luces, pero desaparecía antes de llegar a ellas.

Profane, Angel y Jerónimo merodeaban a la búsqueda de coños. Era jueves por la noche. Mañana —según los ágiles cálculos que hacía Jerónimo— no trabajarían para Zeitsuss sino para el Gobierno de los Estados Unidos, ya que el viernes es una quinta parte de la semana laboral y el Gobierno se queda con un quinto de tu cheque reteniéndote los impuestos. La belleza del esquema de Jerónimo consistía en que no hacía falta que fuera viernes sino que podía ser cualquier día —o días— de la semana que se presentara lo suficientemente deprimente como para que resultara una ruptura de lealtad dedicar el tiempo al buen viejo de Zeitsuss. Profane se había amoldado a este modo de pensar que, junto con las fiestas diurnas y un sistema de turnos rotatorios diseñado por Bung, el capataz, mediante el cual hasta el día anterior no sabías a qué hora tendrías que entrar a trabajar al siguiente, le proporcionaba un calendario que no estaba regulado por prolijos cuadraditos ni mucho menos, sino que más bien era un mosaico de superficies de calles desparejas que cambiaban de posición según la luz del sol, la luz del alumbrado público, la luz de la luna, la luz de la noche…

No se sentía a gusto en esa calle. La gente que se apelotonaba en el pavimento entre los puestos no parecía más lógica que el objeto del sueño de Profane.

—No tienen cara —le dijo a Angel.

—¡Pero tienen un cacho de culo…! —dijo Angel.

—Mirad, mirad —dijo Jerónimo.

Tres ninfas, todo carmín de labios y con unas esplendorosas curvas de pechos y nalgas como piezas recién lustradas, estaban plantadas delante de la rueda de la fortuna, agitándose convulsivamente y con los ojos hundidos.

—Benito, tú hablas guinea.[22] Ve y diles qué les parece si… ¡Anda!

Detrás de ellos había una banda que tocaba Madame Butterfly. No profesional, sin ensayar.

—Parece como si fuera un país extranjero —dijo Profane.

—Jerónimo es un turista —dijo Angel—. Quiere ir a San Juan y vivir en el Caribe Hilton y pasearse en coche por la ciudad mirando a las puertorriqueñas.

Se habían ido acercando despacio, como sin querer, encajonando a las ninfas de la rueda. El pie de Profane vino a posarse sobre una lata de cerveza vacía. Comenzó a rodar sobre ella. Angel y Jerónimo, a los lados, lo sujetaban por los brazos. Las muchachas se habían dado la vuelta y soltaban risitas, los ojos melancólicos, anillados en sombra.

Angel les hizo una seña con la mano.

—Le entra tembleque en las piernas —ronroneó Jerónimo—, cuando ve chicas guapas.

Las risitas aumentaron de volumen. En algún sitio el alférez de marina americano y la geisha cantaban en italiano acompañando la música que sonaba a sus espaldas; ¿qué tal venía aquello para una Babel turística de lenguas? Las chicas se alejaron y los tres aligeraron el paso para ponerse a su lado. Compraron cerveza y se apoderaron de la escalinata desocupada de una puerta.

—Aquí Benny habla guinea —manifestó Angel—. Di algo en guinea, ¡eh, tú!

Sfacim —dijo Profane. Las chicas se escandalizaron ostentosamente.

—Tu amigo es un malhablado —dijo una de ellas.

—No quiero estar sentada con un malhablado —dijo la que se sentaba al lado de Profane.

Se levantó, se sacudió el culo y bajó a la calle, donde se quedó parada con una cadera más alta que otra mirando fijamente a Profane, desde las negras concavidades de sus ojos.

—Es su nombre —dijo Jerónimo—, eso es todo. Y yo soy Peter O’Leary y este de aquí es Chain Ferguson.

Peter O’Leary era un amigo del colegio que estaba actualmente en un seminario en el norte del estado estudiando para cura. En la escuela secundaria había llevado una vida tan impecable que Jerónimo y sus amigos siempre utilizaban su nombre cuando podía haber follón. Dios sabía cuántas habían sido desfloradas, obligadas con violencia a pagar una cerveza o golpeadas brutalmente en su nombre. Chain Ferguson era el héroe de un western que habían estado viendo en la televisión de los Mendoza la noche anterior.

—¿De veras te llamas Benny Sfacim? —dijo la que había bajado hasta la calle.

—Sfacimento. En italiano significa destrucción y decadencia. No me has dejado terminar.

—Entonces está bien —dijo la muchacha—. Eso no tiene nada de malo.

«Apuesto a que tu culo y sus meneos tampoco», pensó Profane, sintiéndose el más infeliz del mundo. Los otros podían hacerla subir de un golpe, más alto que aquellos arcos de luz. No tendría más de catorce años pero ya sabía que los hombres van a la deriva. Mejor para ella. Los compañeros de cama y todo el sfacim que arrastran consigo, a los que más pronto o más tarde tendría que tomar y dejar, pero ante los que seguiría cediendo hasta que se aficionara a algún pequeño vagabundo que también partiría un día… ¡Uf!, consideró Profane, tenía buenos motivos para que la cosa no le gustara demasiado. No estaba enfadado con ella. Le transmitió ese pensamiento con la mirada, pero ¿quién sabía lo que ocurría dentro de aquellos ojos? Parecían absorber toda la luz de la calle: las llamas bajo las parrillas donde se asaban las salchichas, las bombillas eléctricas de los puentes, las de las ventanas de apartamentos de barrio, las colillas incandescentes de cigarros De Nobili, los destellos de oro y plata de los instrumentos sobre el tablado de la orquesta, incluso la luz de los ojos de lo que hubiera de inocente entre los turistas. Comenzó a cantar:

Los ojos de una neoyorquina

son el lado crepuscular de la luna,

nadie sabe lo que pasa en su interior

donde siempre está atardeciendo.

Bajo las luces de Broadway,

lejos de las luces de casa,

con una sonrisa tan dulce como una barra de caramelo

y un corazón todo cromado.

¿Ven alguna vez a los errantes vagabundos

y a los muchachos sin sitio a dónde ir,

y al deambulador que lloró por una chica fea

a la que había dejado en Buffalo?

Muertos como las hojas de Union Square,

muertos como el lago del cementerio,

los ojos de una neoyorquina

no van a llorar nunca por mí.

No van a llorar nunca por mí.

La muchacha de la acera se contoneó.

—Le falta ritmo.

Era una canción de la Gran Depresión. La cantaban en 1932, el año en que naciera Profane. No sabía dónde la había oído. Si tenía un beat, un ritmo, era el ritmo de las judías cayendo dentro de un viejo cubo en algún lugar allí abajo, en Jersey. Algún pico WPA[23] golpeando el pavimento, algún vagón de mercancías cargado de vagabundos, golpeteando cuesta abajo en las uniones de los raíles, cada doce metros. La chica había nacido en 1942. Las guerras no tienen ritmo. Son todo ruido.

El hombre de las fritangas comenzó a cantar desde el otro lado de la calle. Rompieron a cantar Angel y Jerónimo. A la banda del otro lado de la calle se le agregó un tenor italiano de la vecindad:

Non dimenticar, che t’i’ho voluto tanto bene,

Ho saputo amar; non dimenticar…[24]

Y toda la fría calle parecía de repente haber florecido en canciones. Sentía ganas de coger los dedos de la chica, llevarla a algún sitio a resguardo del viento, a cualquier sitio cálido, girar su espalda sobre esos tacones con cojinetes de bolas y enseñarle que su nombre era, al fin y al cabo, Sfacim. Era un deseo, un deseo que iba y venía, de ser cruel y sentir al mismo tiempo una pena tan grande que lo colmaba, le rezumaba por los ojos y por los agujeros de los zapatos hasta hacer un gran charco común de dolor humano, en el que se vertiera de todo, desde cerveza hasta sangre, pero muy poca compasión.

—Yo soy Lucille —le dijo la chica a Profane.

Las otras dos se presentaron. Lucille volvió a subir la escalinata y a sentarse al lado de Profane, Jerónimo se fue a buscar más cerveza. Angel continuaba cantando.

—¿Y vosotros qué hacéis, tíos? —dijo Lucille.

«Cuento historias extraordinarias a las chicas a las que me quiero tirar», pensó Profane. Se rascó el sobaco.

—Matamos caimanes —dijo.

—¿Eh?

Le contó lo de los caimanes; Angel, dotado también de fértil imaginación, añadió detalles, color. Entre los dos, sobre la escalinata, forjaron un mito. Un mito que no nacía del miedo a los truenos, ni de sueños, ni del asombro que produce ver cómo los frutos perecen tras la cosecha y vuelven a crecer cada primavera, ni de ningún otro fenómeno permanente, sino tan sólo de un interés temporal, de apenas una tumefacción, hija del impulso momentáneo; era un mito raquítico y transitorio como los tablados de la banda y los puestos de salchichas con pimienta de la calle Mulberry.

Volvía Jerónimo con cerveza. Estuvieron allí sentados y bebieron cerveza y contemplaron a la gente y contaron historias de las cloacas. De vez en cuando les entraban a las chicas ganas de cantar. Pronto se pusieron retozonas. Lucille se puso en pie de un salto y se alejó haciendo monerías.

—¿A que no me pillas? —preguntó.

—No jodas —dijo Profane.

—Tienes que perseguirla —dijo una de sus amigas.

Angel y Jerónimo reían.

—¿Que tengo qué…? —preguntó Profane.

Las otras dos muchachas, molestas por la risa de Angel y Jerónimo, se levantaron y corrieron en pos de Lucille.

—Perseguirlas —dijo Jerónimo.

Angel soltó un eructo.

—Vamos a sudar un poco la cerveza.

Descendieron de la escalinata con paso vacilante e iniciaron, hombro con hombro, un trotecillo corto.

—¿A dónde van? —dijo Profane.

—Por allí.

Al rato se dieron cuenta de que se estaban llevando a la gente por delante. Alguien lanzó un puñetazo contra Jerónimo y no le dio. Se metieron en fila por debajo de un quiosco vacío y fueron a salir a la acera. Las chicas galopaban bastante más adelante. Jerónimo respiraba sofocado. Siguieron a las chicas que se habían metido por una bocacalle. Cuando consiguieron doblar la esquina no había rastro de ellas. Siguió un confuso cuarto de hora de recorrer las calles que bordeaban Mulberry, mirar bajo los coches aparcados, tras los postes de teléfono, por detrás de las escalinatas de las casas.

—Nadie por aquí —dijo Angel.

En la calle Mott había música. Salía de un sótano. Investigaron. En el exterior un letrero decía CLUB SOCIAL. CERVEZA. BAILE. Bajaron, abrieron una puerta y, en efecto, había una pequeña barra de cerveza instalada en un rincón, un jukebox en otro y quince o veinte jóvenes tunantes de aspecto pintoresco. Los chicos llevaban trajes Ivy League, las chicas vestidos de cocktail. En la máquina tocadiscos sonaba un rock’n’roll. Allí estaban con las cabezas abrillantadas y los sostenes sin tirantes, pero la atmósfera era refinada, como en un baile de country club.

Los tres se quedaron mirando. Profane descubrió a Lucille después de un rato, braceando en medio de la pista con alguien que tenía el aspecto de presidente del consejo de administración de una sociedad delictiva. Por encima del hombro del sujeto le sacó la lengua a Profane, que miró hacia otro sitio.

—No me gusta —oyó decir a alguien— cuando le da por presumir. ¿Por qué no la mandamos por el Central Park a ver si alguien la viola?

Estaba mirando hacia la izquierda. Había un guardarropa. Colgadas de una fila de ganchos, ordenadas y uniformes, las hombreras guateadas cayendo simétricas a ambos lados de los ganchos, había dos docenas de chaquetas de terciopelo negro con letras rojas en la espalda. «Atención: territorio Playboy», pensó Profane.

Angel y Jerónimo habían estado mirando en la misma dirección.

—¿Pensáis que quizás…? —preguntaba Angel.

Lucille le hacía a Profane señas de que se acercara, desde una puerta al otro lado de la pista de baile.

—Esperad un minuto —dijo.

Pasó sorteando a las parejas de la pista. Nadie se fijó en él.

—¿Por qué has tardado tanto?

Lo cogió de la mano. La sala estaba oscura. Subió a una mesa de billar.

—Aquí —susurró ella.

Se había tumbado extendida sobre el tapete verde. Troneras de ángulo, troneras laterales, y Lucille.

—Hay unas cuantas cosas divertidas que podría decir —comenzó.

—Ya están todas dichas —susurró ella.

A la débil luz que llegaba del umbral, sus ojos pintados parecían parte del fieltro. Era como si a través de la cara se viera la superficie de la mesa. La falda levantada, la boca abierta, los dientes blancos, afilados, prestos a hundirse en cualquier parte blanda de él que se aproximara lo suficiente. El recuerdo de esta escena le iba a perseguir sin duda. Se bajó la cremallera de la bragueta y comenzó a gatear sobre la mesa de billar.

Llegó repentinamente un grito de la sala de al lado, que alguien había lanzado contra la máquina tocadiscos, las luces apagadas.

—¿Eh? —dijo ella incorporándose.

—¿Follón? —preguntó Profane.

La chica saltó de la mesa pasando por encima de él. Quedó tendido en el suelo, con la cabeza contra una taquera. El brusco movimiento de la chica provocó una avalancha de bolas de billar sobre su estómago.

—¡Cielo santo! —dijo, cubriéndose la cabeza.

Los tacones altos se alejaron, apagándose el taconeo con la distancia, sobre la vacía pista de baile. Abrió los ojos. A la altura de éstos tenía una bola de billar. Todo lo que podía ver era un círculo blanco y un 8 negro dentro de él. Se echó a reír. De fuera creyó oír la voz de Angel pidiendo ayuda. Profane se puso de pie trabajosamente, se subió de nuevo la cremallera, salió andando a ciegas en medio de la oscuridad. Consiguió salir a la calle después de pasar por encima de dos sillas plegables y del cordón del jukebox.

Agachado tras los balaustres de arenisca parda de la escalinata frontal pudo ver una gran muchedumbre de Playboys arremolinados en la calle. Había chicas sentadas en los escalones y alineadas en la acera, animándoles. En medio de la calle, la última pareja de Lucille, el presidente del consejo, daba vueltas y vueltas con un negro inmenso que vestía una chaqueta en la que podía leerse BOP KINGS. Otros cuantos Bop Kings la emprendían a puñetazos con los Playboys que estaban cerca de la gente apelotonada. Disputa jurisdiccional, se imaginó Profane. No pudo descubrir a Angel ni a Jerónimo.

—Van a quemar a alguien —dijo una chica que estaba sentada en los escalones casi inmediatamente encima de él.

Como oropel lanzado de repente sobre un árbol de Navidad, el alegre centelleo de las navajas de muelle, los hierros desmontadores de neumáticos y las hebillas de cinturón afiladas con lima, aparecieron entre el tropel de la calle. Las chicas de la escalinata aspiraban aire al unísono a través de los dientes apretados y descubiertos. Contemplaban con avidez el espectáculo, como si todas hubieran apoquinado en un fondo común para el primero que hiciera verter sangre.

No ocurrió, lo que quiera que hubieran estado aguardando, no ocurrió esa noche. Saliendo de ningún sitio, santa Fina de los Playboys apareció andando con su andar sensual, allí, en medio de dientes, garras, colmillos. El aire cobró suavidad de verano, un coro de muchachos sobre una nube malva brillante apareció flotando en el aire, venían del lado de Canal Street cantando O Salutaris Hostia; el presidente del consejo y el Bop King se agarraron los brazos en señal de amistad mientras sus seguidores guardaban las armas y se abrazaban; y Fina era sostenida en alto por un enjambre de bellos querubines de neumática gordura, flotando radiante y serena sobre la súbita paz que había creado.

Profane bostezó, se sorbió los mocos y se escabulló. Durante una semana más o menos reflexionó acerca de Fina y los Playboys, y pronto comenzó a preocuparse seriamente. La banda no tenía nada del otro mundo, los punkis son punkis. Estaba seguro de que cualquier forma de amor entre ella y los Playboys era de momento cristiano, espiritual y puro. Pero ¿por cuánto tiempo iban a quedar las cosas ahí? ¿Cuánto tiempo podía resistir la propia Fina? El momento en que sus lujuriosos chavales vislumbraran el deseo que se escondía tras la santidad, las bragas de encaje negro debajo de la sobrepelliz, Fina se encontraría en la parte receptora de una fornicación en pandilla, y en cierto modo se lo habría estado buscando. Su hora llevaba ya retraso.

Una noche entraba Profane en el cuarto de baño, el colchón enrollado a la espalda. Había estado viendo por la tele una vieja película de Tom Mix. Fina yacía en la bañera, seductora. Sin agua, sin ropas… tan sólo Fina.

—Oye, mira —dijo él.

—Benny, soy virgen. Quiero que seas tú.

Lo decía con tono de desafío. Por un instante se le antojó plausible. Después de todo, si no era él podría ser toda la maldita camada de lobos. Se miró en el espejo. Gordo. Grandes ojeras alrededor de los ojos. ¿Por qué quería ella que fuese él?

—¿Por qué yo? —dijo—. Guárdalo para el tío con el que te cases.

—¿Y quién quiere casarse? —dijo ella.

—Mira ¿qué va a pensar la hermana María Annunziata? Has estado haciendo tantas cosas buenas por mí y por esos desdichados delincuentes de la calle. ¿Quieres que haya que borrar todo eso de los libros?

¿Quién hubiera pensado que Profane llegaría a argumentar de ese modo? Los ojos de Fina ardían, se retorcía lenta y sensualmente, todas aquellas superficies morenas estremeciéndose como las arenas movedizas.

—No —dijo Profane—. Sal inmediatamente de ahí, quiero dormir. Y no vayas a tu hermano gritando que te he querido violar, él espera que su hermana no vaya por ahí haciendo chorradas, pero te conoce bien.

Fina saltó de la bañera y se envolvió en una bata.

—Lo siento —dijo.

Profane arrojó el colchón dentro de la bañera, se arrojó él encima y encendió un cigarrillo. Ella apagó la luz y cerró la puerta tras de sí.

2

Las preocupaciones de Profane en torno a Fina se fueron materializando y pronto cobraron muy mal cariz. Llegó la primavera, callada, poco espectacular y tras muchos falsos comienzos: tormentas de granizo, vientos impetuosos precedían a días de calma y sosiego. Los caimanes que vivían en las cloacas habían quedado reducidos a un puñado. Zeitsuss se encontró con más cazadores de los que necesitaba, de forma que Profane, Angel y Jerónimo comenzaron a trabajar media jornada.

Profane se sentía cada vez más un extraño con respecto al mundo de allí abajo. Había ocurrido probablemente del mismo modo imperceptible en que se produjo el descenso de la población de caimanes; pero de algún modo parecía como si perdiera contacto con un círculo de amigos. «¿Qué soy», se gritaba a sí mismo, «un san Francisco para los caimanes? No les hablo, ni siquiera me gustan. Disparo contra ellos».

«Una mierda», contestaba su abogado del diablo. «¿Cuántas veces han salido de la oscuridad con sus torpes pasos y se te han acercado, como amigos, viniendo a tu encuentro? ¿Se te ha ocurrido alguna vez que quieren que los mates?».

Volvió a pensar en el que había cazado en solitario persiguiéndolo hasta cerca del East River, por toda Fairing’s Parish. Se había rezagado, dejando que lo alcanzara. Lo había estado buscando. Se le vino a la memoria que en algún sitio —estando bebido, demasiado excitado sexualmente para pensar como es debido, cansado— había firmado un contrato sobre las huellas de las zarpas de lo que ahora eran espíritus de caimán. Casi como si hubiera existido ese acuerdo, un pacto por el que Profane les daba muerte y los caimanes le daban empleo: golpe por golpe. Él necesitaba de ellos y si ellos necesitaban de él era debido a que en algún circuito prehistórico de su cocodriliano cerebro sabían que de crías no habían sido sino unos objetos de consumo más, junto con los monederos o bolsillos confeccionados con quienes quizás fueran sus padres o parientes y junto con toda la chatarra de todos los Macy’s[25] del mundo. Y que el tránsito del alma por el retrete abajo y su entrada en el mundo subterráneo no era sino una pasajera paz inestable, el tiempo concedido hasta que tornaran a convertirse nuevamente en juguetes infantiles falsamente animados. Naturalmente que no les gustaría. Querrían volver a lo que habían sido; y la forma más perfecta era la muerte —¿qué si no?— que roería ratas artesanas convirtiéndolas en exquisito rococó, que erosionaría el agua bendita de la parroquia dándole un acabado de hueso antiguo, que teñiría de fosforescencia lo que quiera que aquella noche había dado semejante esplendor al sepulcro del caimán aquel.

Cuando descendía para su actual jornada de cuatro horas, hablábales a veces. Ello enojaba a sus compañeros. Escapó milagrosamente una noche cuando una de las bestias se volvió y atacó. La cola dio un golpe de refilón a la pierna izquierda del hombre que llevaba la linterna. Profane le gritó que se apartara y descargó los cinco cartuchos a bocajarro en la dentadura del caimán, en una cascada de estampidos repetidos por el eco de las cloacas.

—Está bien —dijo su compañero de equipo—. Puedo pasar por encima de él.

Profane no escuchaba. Se quedó parado junto al cadáver sin cabeza, observando cómo una constante corriente de aguas residuales arrastraba la sangre vital hacia uno de los ríos… Había perdido el sentido de la orientación.

—Querido —le dijo al cadáver—, no has jugado bien. No tenías que atacar. Eso no está en el contrato.

Bung, el capataz, le sermoneó una o dos veces acerca de esta costumbre de hablar con los caimanes y de cómo daba un mal ejemplo a la patrulla. Profane dijo que estaba bien, que de acuerdo y, a partir de entonces, recordó que lo que empezaba a creer que tenía que decir debía decirlo en voz baja.

Por último, una noche de mediados de abril, admitió ante sí mismo lo que había intentado no pensar durante una semana: que la patrulla y él, como unidades funcionales del Departamento de Alcantarillas, habían prácticamente terminado.

Fina era consciente de que no quedaban muchos caimanes y de que pronto estarían los tres sin trabajo. Una noche se acercó a Profane junto al televisor. Éste estaba viendo una reposición de El gran robo del tren.

—Benito —dijo—, tienes que empezar a buscar otro trabajo.

Profane se mostró de acuerdo. Ella le dijo que Winsome, su jefe de Outlandish Records, estaba buscando un empleado administrativo y que podía conseguirle una entrevista.

—¿Yo? —dijo Profane—. No soy ningún empleado. No soy lo bastante listo y esa clase de trabajo encerrado en un sitio no me va mucho.

Fina le dijo que gente mucho más tonta que él trabajaba como administrativa. Le dijo que tendría una oportunidad de ascender, de convertirse en algo, de hacer algo de sí mismo.

Un desgraciado es un desgraciado. ¿Qué se puede «hacer» con un desgraciado? ¿Qué puede un desgraciado «hacer» de sí mismo? Se alcanza un punto —y Profane sabía que lo había alcanzado— a partir del cual se sabe lo que se es capaz de hacer y lo que no. Pero de vez en cuando le daban ataques de optimismo agudo.

—Lo intentaré —le dijo—. Y gracias.

Fina resplandeció de felicidad. Mira por dónde. La había echado a puntapiés de la bañera y ahora ponía la otra mejilla. Comenzó a tener pensamientos deshonestos.

Al día siguiente llamó por teléfono. Angel y Jerónimo tenían turno de día y Profane tenía libre hasta el viernes. Estaba tumbado en el suelo jugando al pinacle con Kook, al que habían mandado a casa desde la escuela.

—Búscate un traje —dijo Fina—. A la una es tu entrevista.

—¿Eh? —inquirió Profane.

Había engordado en esas semanas con la señora Mendoza de cocinera. El traje de Angel ya no le quedaba bien.

—Coge uno de mi padre —dijo ella, y colgó.

El viejo Mendoza no tuvo inconveniente. El traje más grande del ropero era un modelo a lo George Raft, de mediados de los años treinta, cruzado, de sarga azul marino, hombreras guateadas. Se lo puso y cogió un par de zapatos de Angel. Cuando iba hacia el centro en el metro pensó que sufrimos nostalgia temporal por la década en la que hemos nacido. Porque se sentía en aquel momento como si él particularmente estuviera viviendo unos días de la era de la Depresión: el traje, el empleo municipal que duraría otras dos semanas… en el mejor de los casos. A su alrededor no hacía más que ver gente con trajes nuevos, objetos inanimados flamantemente nuevos que se producían todas las semanas por millones, coches nuevos, casas construidas a millares por todos los suburbios que había dejado hacía unos meses. ¿Dónde estaba la depresión? En la esfera de las entrañas de Profane y en la esfera de su cráneo, oculta por el optimismo de una apretada chaqueta de sarga azul y por el rostro esperanzado de un desgraciado.

La oficina de la Outlandish estaba en la zona del Grand Central, a diecisiete pisos de altura. Se sentó en la antesala llena de plantas de invernadero mientras el viento pasaba por delante de las ventanas, produciendo una corriente helada que absorbía el calor. La recepcionista le dio una solicitud para que la rellenase. No veía a Fina.

Cuando le entregaba el formulario ya lleno a la muchacha que se sentaba tras la mesa de despacho, pasó un botones: un negro con una vieja chaqueta de gamuza. Dejó sobre la mesa una pila de sobres de intercomunicación y, durante un segundo, sus ojos y los de Profane se encontraron.

Quizás Profane lo hubiera visto bajo la calle o en una de las formaciones. Pero lo cierto es que ambos insinuaron una sonrisa y casi un gesto de telepatía, y fue como si este mensajero le hubiera traído un mensaje también a Profane, vedado para todo el mundo excepto para ellos dos, en un sobre de rayos oculares que se tocaban y que decía: «¿A quién estás tratando de pegársela? Escucha al viento».

Y escuchó al viento. El mensajero se fue.

—El señor Winsome le recibirá dentro de un momento —dijo la recepcionista.

Profane se acercó a la ventana y miró hacia abajo a la calle Cuarenta y dos. Era como si pudiera incluso ver el viento. Sentía que el traje le sentaba mal. Quizás no hacía nada para ocultar esta curiosa depresión que no se reflejaba en las cotizaciones de la Bolsa ni en ningún balance de final de año.

—¡Eh!, ¿a dónde va usted? —preguntó la recepcionista.

—He cambiado de idea —le dijo Profane.

Afuera en el vestíbulo y mientras bajaba en el ascensor, en el portal y en la calle miró buscando al mensajero, pero no pudo encontrarlo. Se desabrochó la chaqueta del traje del viejo Mendoza y, arrastrando los pies, enfiló por la calle Cuarenta y dos, con la cabeza gacha y cara al viento.

El viernes, en la formación, Zeitsuss les dijo casi llorando lo que había. A partir de ahora, se operaba solamente dos días por semana, sólo cinco equipos para hacer un pequeño barrido por Brooklyn. Al volver a casa aquella noche, Profane, Angel y Jerónimo se detuvieron en un bar de barrio en Broadway. Se quedaron casi hasta última hora, cuando solían entrar algunas de las chicas. Era el Broadway a la altura de la calle Ochenta, que no es el Broadway de los espectáculos, ni siquiera aquel donde hay partido un corazón por cada luz. Allí, en la parte alta, era un distrito desolado, sin identidad alguna, donde ningún corazón haría nunca algo tan definitivo o violento como partirse: meramente aumenta su resistencia a la traición, su capacidad de comprensión; soporta carga tras carga sobre él, trozo a trozo, cada día, hasta que finalmente esos cargos y sus propios estremecimientos lo fatigan.

La primera oleada de chicas entró alrededor de medianoche a buscar cambio para sus clientes. No eran bonitas y el encargado del bar siempre tenía una palabra para ellas. Algunas volvían poco antes de la hora de cerrar para tomar una última copa, tanto si habían tenido clientes como si no. Si entraban con un cliente —habitualmente uno de los pequeños gánsteres del barrio— el encargado se mostraba tan atento y cordial como si se tratara de una pareja de jóvenes amantes, cosa que, de algún modo, eran. Y si entraba una chica sin haber hecho negocio en toda la noche, el encargado le daba un café con un buen chorro de coñac y soltaba algún comentario acerca del tiempo que estaba haciendo, lluvioso o demasiado frío, y que, suponía, no era bueno para conseguir clientes. La chica solía hacer un último intento con quienquiera que se encontrara en el local.

Profane, Angel y Jerónimo se marcharon después de hablar con las chicas y de jugar unas cuantas partidas en la máquina de bolos. Al salir se encontraron con la señora Mendoza.

—¿Has visto a tu hermana? —le preguntó a Angel—. Iba a venir nada más salir del trabajo para ayudarme a hacer la compra. Nunca ha hecho una cosa así, Angelito, estoy preocupada.

Kook vino corriendo.

—Dolores dice que está con los Playboys pero que no sabe dónde. Fina acaba de llamar y Dolores dice que tenía la voz rara.

La señora Mendoza le cogió por la cabeza y le preguntó que desde dónde había sido esa llamada, y Kook dijo que ya se lo había dicho: nadie lo sabía. Profane miró a Angel y sorprendió a Angel mirándole a él.

—No quiero pensarlo, mi propia hermana, pero si alguno de esos pingas intenta algo, te juro…

Profane no dijo que estaba pensando lo mismo. Angel estaba ya bastante descompuesto. Pero sabía que Profane estaba pensando también en una violación en pandilla. Los dos conocían a Fina.

—Tenemos que encontrarla —dijo.

—Andan por toda la ciudad —dijo Jerónimo—. Conozco un par de sitios a los que van.

Decidieron empezar por el club de la Mott Street. Hasta medianoche tomaron el metro recorriendo toda la ciudad, encontrando únicamente clubes vacíos y puertas cerradas. Pero cuando recorrían Amsterdam, a la altura de la calle Sesenta, oyeron ruido al otro lado de una esquina.

—¡Hostias! —dijo Jerónimo.

Había una riña en toda regla. Salían a relucir algunas pistolas, pero más que nada navajas, trozos de tubo, cinturones militares. Rodearon la pelea por la acera donde había coches aparcados y encontraron a alguien con traje de tweed, escondido detrás de un Lincoln nuevo, manipulando nerviosamente los mandos de un magnetófono. Un técnico en sonido estaba subido a un árbol cercano balanceando micrófonos en el aire. La noche se había puesto fría y ventosa.

—¿Qué tal? —dijo el hombre del traje de tweed—. Mi nombre es Winsome.

—El jefe de mi hermana —dijo Angel en voz baja.

Profane oyó un grito que venía de la calle arriba y que podía ser de Fina. Echó a correr. Había disparos y una barahúnda de gritos. Cinco Bop Kings salían corriendo de una calle lateral. Angel y Jerónimo le pisaban los talones a Profane. Alguien había aparcado un coche en medio de la calle con la radio sintonizada a la WLIB, puesta a todo volumen. Cerca de allí un cinturón que silbaba en el aire y un grito de dolor: pero la sombra negra de un gran árbol ocultaba lo que estaba ocurriendo.

Recorrieron la calle en busca de un club. Pronto descubrieron las letras PB y una flecha pintadas en la acera; la flecha apuntaba a una escalinata de piedra rojiza. Subieron corriendo los escalones y vieron las letras PB escritas con tiza sobre la puerta. La puerta no cedía. Angel le dio un par de patadas y la cerradura saltó. A sus espaldas reinaba el caos en la calle. Unos cuantos cuerpos yacían tendidos junto a la acera. Angel corrió pasillo adelante, con Profane y Jerónimo siguiéndole. Las sirenas de la policía empezaron a converger sobre la pelea, bajando en sentido longitudinal o viniendo por las calles transversales.

Angel abrió una puerta al final del pasillo y, durante medio segundo, vio a través de ella a Fina que yacía sobre un viejo jergón militar, desnuda, con el pelo en desorden, sonriente. Los ojos tenían una expresión vacía como los de Lucille aquella noche sobre la mesa de billar. Angel se volvió enseñando todos los dientes.

—No entréis —dijo— esperad.

Se cerró la puerta tras él y pronto oyeron cómo le pegaba.

Puede que Angel sólo se satisficiera con la vida de Fina. Profane desconocía hasta qué punto calaba hondo el código. No podía entrar para detener el castigo; no sabía si quería hacerlo. Las sirenas de la policía crecían y crecían y de repente se interrumpieron. La pelea había terminado. Y más cosas, sospechaba, habían terminado. Dijo buenas noches a Jerónimo y abandonó la casa, sin volverse para ver lo que ocurría en la calle a sus espaldas.

No volvería a casa de los Mendoza, suponía. Ya no había trabajo bajo la calle. La paz que pudo haber había concluido. Tenía que volver a la superficie, a la calle onírica. Pronto dio con una estación de metro y veinte minutos más tarde estaba en la zona sur, buscando una cama barata.

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