V.

V.


7. Está colgada en el muro occidental

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—Dejadme que ponga las cincuenta lire que faltan —dijo.

—No podría permitir…

—Tonterías. Traiga el árbol de Judas.

Taciturno, el florista se embolsó el dinero, fue arrastrando los pies hasta el rincón y arrastró fuera un árbol de Judas, que crecía en una tina de vino, sacándolo de detrás de una espesa maraña de helechos.

—Entre los tres podremos llevarlo —dijo Cesare—. ¿A dónde?

—Al Ponte Vecchio —dijo el signor Mantissa—. Y luego al Scheissvogel. Acuérdate, Cesare, un frente firme y unido. No debemos dejar que el Gaucho nos intimide. Puede que tengamos que utilizar su bomba, pero llevaremos también el árbol de Judas. El león y el zorro.

Formaron un triángulo alrededor del árbol de Judas y lo levantaron. El florista sostuvo la puerta trasera abierta para que pasaran. Transportaron el árbol veinte metros por un callejón hasta un carruaje que estaba allí esperando.

Andiam’ —gritó el signor Mantissa. Los caballos iniciaron la marcha al trote.

—Tengo que reunirme con mi hijo en el Scheissvogel dentro de unas horas —dijo Godolphin. Casi había olvidado que Evan ya estaba probablemente en la ciudad—. Pensé que una cervecería sería más segura que un café. Pero quizás sea peligroso de todas formas. Los guardie andan detrás de mí. Ellos y otros puede que tengan el sitio bajo vigilancia.

El signor Mantissa giró a la derecha en un ángulo muy cerrado, con habilidad de experto.

—Es ridículo —dijo—. Confía en mí. Estás seguro estando con Mantissa. Defenderé tu vida mientras no me quiten la mía. —Godolphin no contestó por un momento; luego se limitó a sacudir la cabeza en señal de aceptación. Porque ahora sentía un fuerte deseo de ver a Evan, un deseo casi desesperado—. Verás a tu hijo. Será un hermoso encuentro familiar.

Cesare descorchaba una botella de vino y cantaba una vieja canción revolucionaria. Se había levantado viento procedente del Arno. El viento convertía los cabellos del signor Mantissa en un pálido revoltijo. Tomaron hacia el centro de la ciudad; avanzaban parloteando, deslizándose con paso inseguro. El lastimero canturreo de Cesare pronto se disipó en la aparente vastedad de aquella calle.

8

El inglés que había interrogado al Gaucho se llamaba Stencil. Poco después del anochecer estaba en el estudio del mayor Chapman, sentado absorto en un profundo sillón de cuero, su áspera pipa de brezo argelino apagada, sin que le hiciera caso, en el cenicero que tenía a su lado. En la mano izquierda mantenía una docena de palilleros con plumas recién puestas, nuevas y resplandecientes. Con la mano derecha lanzaba metódicamente las plumas, como si fueran dardos, contra una fotografía del ministro de Asuntos Exteriores de turno que colgaba de la pared de enfrente. Hasta el momento sólo había hecho un blanco, en el centro de la frente del ministro. Esto hacía que su jefe pareciese un unicornio benevolente, lo que resultaba divertido pero apenas rectificaba la «situación». La «situación», por el momento, era bastante aterradora. Más que eso: parecía irreparablemente emputecida.

Se abrió de pronto la puerta y entró ruidosamente un hombre larguirucho, prematuramente canoso.

—Le han encontrado —dijo no excesivamente entusiasmado.

Stencil levantó la vista con ademán burlón, una pluma suspendida en la mano.

—¿Al viejo?

—En el Savoy. Una chica. Una joven inglesa. Le tiene encerrado. Nos lo acaba de decir. Entró y anunció, con bastante tranquilidad…

—Ve y comprueba entonces —le interrumpió Stencil—. Aunque probablemente habrá volado entre tanto.

—¿No quieres ver a la chica?

—¿Bonita?

—Bastante.

—En ese caso, no. Ya están las cosas bastante mal como están, me entiendes ¿verdad? Te la dejo a ti, Demivolt.

—Bravo, Sidney. Dedicado al deber, ¿no es cierto? Por San Jorge y sin cuartel, ¿eh? En fin. Me largo, entonces. No digas que no te he dado la primera oportunidad.

Stencil sonrió.

—Estás actuando como un corista. Quizás la vea. Después, cuando tú hayas terminado con ella.

Demivolt sonrió afligido.

—Hace que la «situación» resulte medio tolerable, sabes —y volvió a salir, cariacontecido, por la puerta.

Stencil rechinó los dientes. ¡Ah, la «situación»! La jodida «situación». En sus momentos más filosóficos se preguntaba qué era esta entidad abstracta, la «situación», su idea, los detalles de su mecanismo. Recordaba ocasiones en las que el personal entero de una embajada salía a las calles presa de frenesí y farfullante al verse confrontado con una «situación» que se negaba a tener sentido, independientemente de quién la contemplara o desde qué ángulo. Una vez tuvo un amigo de la escuela llamado Covess. Habían entrado juntos en el servicio diplomático, abriéndose camino hacia arriba hombro con hombro. Hasta que en el curso del año anterior sobrevino la crisis de Fashoda y una mañana temprano se descubrió a Covess que, con botines y casco, se abría paso por Piccadilly tratando de reclutar voluntarios para invadir Francia. Se había barajado la idea de requisar un transatlántico Cunard. Para cuando dieron con él había tomado juramento a varios vendedores callejeros, a dos transeúntes y a un comediante de music-hall. Stencil recordaba penosamente que todos ellos habían estado cantando el himno Adelante, soldados cristianos en varios tonos y ritmos.

Hacía ya mucho había decidido que ninguna «situación» tenía la menor realidad objetiva: no existía más que en la mente de quienes estaban al tanto de ella en cualquier momento específico. Y dado que varias mentes tendían a formar una suma total o compleja más indefinida que homogénea, la «situación» tenía necesariamente que aparecer, a un observador singular, de una manera muy semejante a como un diagrama de cuatro dimensiones aparecería a un ojo condicionado para ver su mundo sólo en tres dimensiones. De ahí que el éxito o el fracaso de cualquier cuestión diplomática debieran variar en proporción directa al grado de interrelación y armonía del equipo que tuviera que afrontarla. Esto había conducido a la casi obsesión con el trabajo en equipo que inspirase a sus colegas a llamarle Sidney Zapatoblando, dando por supuesto que se encontraba a sus anchas trabajando delante de una fila de coro.

Pero era una teoría nítida y estaba enamorado de ella. El único consuelo que sacaba del caos actual era que su teoría conseguía explicarlo. Educado por un par de tías fríamente inconformistas, había adquirido la tendencia anglosajona a agrupar septentrional/protestante/intelectual frente a mediterráneo/católico/irracional. En consecuencia, había llegado a Florencia con una mala voluntad profundamente arraigada y fundamentalmente subliminal hacia todo lo italiano, y la conducta de sus colegas de la policía secreta la fortaleció. ¿Qué clase de «situación» cabía esperar de tan despreciable y heterogénea dotación?

El asunto, por ejemplo, de ese chaval inglés: Godolphin, alias Gadrulfi. Los italianos aseguraban que habían sido incapaces, tras una hora de interrogatorio, de sacarle la menor cosa acerca de su padre, oficial de marina. Y, sin embargo, lo primero que el muchacho hizo cuando finalmente le trajeron al Consulado británico fue pedirle a Stencil que le ayudara a localizar al viejo Godolphin. Se había mostrado totalmente dispuesto a responder a todas las preguntas que se le hicieran con relación a Vheissu (aunque había hecho poco más que recapitular información que obraba ya en poder del F.O.); gratuitamente había hecho mención de una cita en el Scheissvogel a las diez de la noche; en general había dado muestra de la preocupación y la perplejidad sinceras de cualquier turista, que se viera ante unos acontecimientos fuera del alcance de la información de su Baedeker o del poder de la agencia Cook para ocuparse de ellos. Y esto sencillamente no encajaba dentro de la imagen que Stencil se había formado del padre y el hijo como sagaces archiprofesionales. Sus principales, quienesquiera que fuesen (el Scheissvogel era una cervecería alemana, lo que podría ser significativo, sobre todo teniendo en cuenta que Italia era miembro del Dreibund), no podrían tolerar semejante simplicidad. Esta empresa era demasiado gorda, demasiado seria, como para que la ejecutara nadie que no fueran los hombres más destacados que hubiera en ese campo.

El Departamento había llevado un dossier sobre el viejo Godolphin desde el 84, cuando la expedición exploratoria había sido prácticamente barrida del mapa. El nombre de Vheissu solamente aparecía una vez, en un memorándum secreto del F.O. a la Secretaría de Estado de Guerra, un memorándum que se había condensado a partir del testimonio personal de Godolphin. Pero hacía una semana la Embajada italiana en Londres mandó una copia de un telegrama al que el censor de Florencia había dejado que dieran curso después de pasar aviso a la policía estatal. La embajada no había incluido explicación alguna con excepción de una nota escrita a mano sobre la copia del telegrama: «Esto puede resultar de interés para ustedes. Colaboración para ventaja mutua». Llevaba las iniciales del embajador italiano. Al ver que aparecía Vheissu de nuevo en los informes, el jefe de Stencil había alertado a grupos operativos en Deauville y Florencia para que no perdieran de vista al padre ni al hijo. Se empezaron a hacer pesquisas en torno a la Sociedad Geográfica. Dado que el original se había perdido no se sabía cómo, investigadores jóvenes comenzaron a recomponer el texto del testimonio que presentara Godolphin en el momento del incidente, entrevistándose con todos los miembros disponibles del Comité de Investigación original. El jefe se había mostrado sorprendido de que no se utilizara ninguna clave en el telegrama; pero esto reforzó la convicción de Stencil de que el Departamento se las había con un par de veteranos. Semejante arrogancia, era su sentir, tan entera seguridad en sí mismos, resultaba exasperante y se les odiaba por ello, pero al mismo tiempo no tenía uno más remedio que sentir admiración. No preocuparse de codificar un mensaje en ese gesto de «al diablo las precauciones» que distingue al verdadero deportista.

La puerta se abrió tímidamente.

—Perdón, míster Stencil.

—Sí, Moffit. ¿Hizo lo que le dije?

—Están juntos. No tengo que pensar en el porqué, ya sabe.

—Bravo. Déjelos juntos una hora o así. Después de ese tiempo dejamos salir al joven Gadrulfi. Dígale que no tenemos realmente ningún motivo para retenerlo, que sentimos las molestias, pip-pip, a rivederci. Ya sabe.

—Y luego le siguen, ¡eh! El juego está en marcha, ¡ja, ja!

—¡Oh!, irá al Scheissvogel. Le hemos aconsejado que acuda a la cita, y tanto si es sincero como si no, se reunirá con el viejo. Por lo menos si está jugando su juego como pensamos que lo está haciendo.

—¿Y el Gaucho?

—Denle otra hora más. Luego si quiere escapar, déjenle.

—Arriesgado, míster Stencil.

—Bastante, Moffit. Vuelva a la fila del coro.

—Ta-ra-ra-bum-di-ey —dijo Moffit, zapateando al otro lado de la puerta.

Stencil exhaló un suspiro, se echó hacia adelante en el sillón y comenzó de nuevo su partida de dardos. Pronto un segundo blanco, a cinco centímetros del primero, había transfigurado al ministro en una cabra cojituerta. Stencil rechinó los dientes.

—Ánimo, chaval —musitó—. Antes de que llegue la chica el viejo cabrón va a parecer un condenado puerco espín.

Dos celdas más allá estaban jugando una bulliciosa partida de morra. Fuera, en algún sitio, una muchacha cantaba una canción a su amor, muerto en defensa de la patria en una guerra lejana.

—Canta para los turistas —se quejó amargamente el Gaucho—, tiene que estar cantando para ellos. Nadie canta en Florencia. Nadie acostumbraba a cantar. Excepto de vez en cuando los amigos venezolanos de los que te he hablado. Pero ellos cantan marchas, necesarias para mantener la moral.

Evan estaba junto a la puerta de la celda, con la frente apoyada contra los barrotes.

—Puede que a estas horas ya no tengas amigos venezolanos —dijo—. Es probable que los hayan rodeado y los hayan arrojado al mar.

El Gaucho se le acercó y apretó compasivamente el hombro de Evan.

—Todavía eres joven —dijo—. Sé cómo ha debido de ser. Ésa es la forma en que trabajan. Atacan a un hombre en su espíritu. Verás de nuevo a tu padre. Y yo veré a mis amigos. Esta noche. Vamos a organizar la fiesta más sonada que haya visto esta ciudad desde que quemaron a Savonarola.

Evan miró a su alrededor desesperanzado la pequeña celda, los pesados barrotes.

—Me han dicho que quizás me dejarán libre pronto. Pero tú sí que tienes muchas probabilidades de no hacer nada esta noche. Excepto perder el sueño.

El Gaucho se echó a reír.

—Creo que me dejarán libre también. No les he dicho nada. Estoy acostumbrado a su modo de actuar. Son idiotas y es fácil meterles gato por liebre.

Evan se agarró con furia a los barrotes.

—¡Idiotas! No sólo idiotas. Trastornados. Analfabetos. Algún escribiente chapucero escribió mal mi nombre poniéndome Gadrulfi y se han negado a llamarme de otra manera. Era un alias, dijeron. ¿No decía Gadrulfi en mi dossier? ¿No estaba allí escrito negro sobre blanco?

—Las ideas les resultan novedosas. Una vez que se agarran a una, teniendo la vaga sensación de que es algo precioso, quieren no perder su posesión.

—Y si eso fuera todo… Pero a alguien en los altos puestos se le ha metido en la cabeza que Vheissu es el nombre cifrado de Venezuela. O bien es eso o ha sido el mismo escribiente idiota o su hermano que nunca ha aprendido ortografía.

—Me hicieron preguntas sobre Vheissu —musitó el Gaucho—. ¿Que podía yo decir? Esta vez realmente no sabía nada. Los ingleses lo consideran importante.

—Pero no te dicen por qué. Todo lo que te dan son referencias misteriosas. Los alemanes están también al parecer metidos en el ajo. La Antártida tiene algo que ver. «Quizás en cuestión de semanas», dicen, «el mundo entero haya entrado en una situación apocalíptica». Y piensan que yo estoy metido en ello. Y tú. ¿Por qué otra razón, si nos van a soltar de todos modos, nos han metido en la misma celda? Nos seguirán dondequiera que vayamos. Aquí estamos, en el corazón de una gran cábala y no tenemos ni la más ligera noción de lo que está ocurriendo.

—Espero que no les creyeras. Los del servicio diplomático siempre hablan así. Viven siempre al borde de un precipicio u otro. Sin una crisis encima no serían capaces de conciliar el sueño.

Evan se volvió lentamente y quedó de cara a su compañero.

—Sí que les creo —dijo con calma—. Déjame que te cuente una cosa. Sobre mi padre. Se sentaba en mi cuarto antes de que yo me quedara dormido y empezaba a contarme cuentos relacionados con ese Vheissu. Cuentos de los monos araña, y de la vez que vio un sacrificio humano, y de los ríos que tienen peces que unas veces son opalescentes y otras veces del color del fuego. Te rodean cuando te metes en el agua para bañarte y bailan una especie de complicado ritual para protegerte del mal. Y hay volcanes con ciudades dentro y una vez cada cien años entran en erupción convertidos en un infierno de llamas, pero, sin embargo, la gente se va a vivir a ellos. Y hombres en las colinas con el rostro azul, y mujeres en los valles que únicamente dan a luz trillizos, y mendigos que pertenecen a corporaciones y organizan alegres festivales y diversiones durante todo el verano.

—Ya sabes cómo son los niños. Llega el momento de la despedida, un punto en el que el hijo ve confirmada la sospecha que anida desde hace tiempo de que su padre no es un dios, ni siquiera un oráculo. Se da cuenta de que ya no tiene ningún derecho a mantener la fe en este sentido. Y de esa forma Vheissu se convierte en cuento a la hora de acostarse o en un cuento de hadas al fin y al cabo, y el niño en una versión superior de su padre meramente humano.

—Pensé que el capitán Hugh estaba loco; yo mismo hubiera firmado los papeles para encerrarle. Pero en la Piazza della Signoria 5 casi pierdo la vida en algo que no podía ser un accidente, un capricho del mundo inanimado, y desde entonces hasta este momento he visto a dos gobiernos hechizados hasta la enajenación por este cuento de hadas u obsesión que yo creía que era exclusivamente de mi padre. Como si esta condición de no ser más que humano, que convirtió en mentira a Vheissu y a mi amor de niño por él, les reivindicara ahora a ambos ante mí, mostrando que al fin y al cabo habían sido verdad durante todo ese tiempo. Porque los italianos y los ingleses de esos consulados, e incluso ese escribiente analfabeto, son todos hombres. Su angustia es la misma que la de mi padre, que está empezando a convertirse en la mía, y que quizás en unas semanas sea la angustia de todos cuantos viven en un mundo en el que ninguno de nosotros quiere ver encendida la llama que lo lleve al holocausto. Llámalo una especie de comunión, que de algún modo sobrevive en un planeta emporcado, que Dios sabe que a ninguno de nosotros nos gusta demasiado. Pero es nuestro planeta y en definitiva vivimos en él.

El Gaucho no contestó. Se acercó a la ventana y se quedó mirando hacia afuera. La muchacha cantaba ahora una canción que hablaba de un marinero que estaba a medio mundo de distancia de su hogar y de su prometida. Del corredor llegaban gritos: «Cinque, tre, otto, brrrr!». Rápidamente el Gaucho se echó las manos al pescuezo y se quitó el cuello de la camisa. Se acercó de nuevo a Evan.

—Si te dejan salir —le dijo— a tiempo para ver a tu padre, en el Scheissvogel estará también un amigo mío. Su nombre es Cuernacabrón y todo el mundo le conoce allí. Lo estimaría como un favor si le llevaras este mensaje.

Evan cogió el cuello y se lo metió distraídamente en el bolsillo. Se le ocurrió una cosa.

—Pero se darán cuenta de que te falta el cuello.

El Gaucho sonrió, se quitó la camisa y la arrojó debajo de una litera.

—Les diré que hace calor. Gracias por recordármelo. No me resulta fácil pensar como un zorro.

—¿Cómo te propones salir?

—Sencillo. Cuando venga el carcelero para dejarte salir, le dejamos sin sentido, le quitamos las llaves y luchamos para conseguir la libertad.

—Si los dos conseguimos escaparnos, ¿le llevo todavía el mensaje?

—Sí. Tengo que ir primero a Via Cavour. Pasaré por el Scheissvogel más tarde, para ver a unos socios de otro asunto. Un gran colpo, si las cosas funcionan bien.

Pronto se aproximaron por el corredor ruido de pasos y entrechocar de llaves.

—Nos lee la mente —rió entre dientes el Gaucho.

Evan se volvió rápidamente hacia él, le apretó las manos.

—Buena suerte.

—Baja la porra, Gaucho —dijo el carcelero con voz alegre—. Os van a poner en libertad a los dos.

—Ah, che fortuna —dijo el Gaucho en tono fúnebre. Volvió a la ventana. Parecía como si la voz de la muchacha pudiera oírse por todo abril. El Gaucho se puso de puntillas—. Un’gazz’! —gritó.

9

En los círculos del espionaje italiano, el último chiste era sobre un inglés que le ponía los cuernos a su amigo italiano. El marido volvió una noche y encontró a la infiel pareja en flagrante delito en la cama. Enfurecido sacó una pistola y, estaba a punto de tomar venganza, cuando el inglés levantó una mano indicándole que no lo hiciera.

—Escuche, mi viejo amigo —le dijo en tono solemne—, no podemos permitirnos tener disensiones en las filas ¿no es así? Piense que esto podría perjudicar a la Cuádruple Alianza.

El autor de esta parábola era un tal Ferrante, bebedor de absenta y destructor de virginidades. Estaba tratando de dejarse la barba. Odiaba la política. Como otros cuantos miles de jóvenes florentinos se imaginaba un neomaquiavélico. Adoptó una perspectiva a largo plazo, pertrechado con sólo dos artículos de fe: a) el servicio exterior en Italia estaba irreparablemente corrompido y era absolutamente imbécil, y b) alguien tenía que asesinar a Umberto I. Ferrante llevaba medio año asignado al problema venezolano y empezaba a no ver otra forma de salir de él que no fuera el suicidio.

Aquella noche andaba por el cuartel general de la policía secreta con un calamar en la mano buscando algún sitio donde cocinárselo. El ojo del huracán de las actividades de espionaje en Florencia era el segundo piso de una fábrica que hacía instrumentos musicales para devotos del Renacimiento y de la Edad Media. Lo administraba nominalmente un austríaco llamado Vogt, que trabajaba denodadamente durante las horas del día construyendo rabeles, dulzainas y tiorbas, y por la noche espiaba. En su vida legal o cotidiana empleaba como ayudantes a un negro llamado Gascoigne, que llevaba de vez en cuando a sus amigos para probar los instrumentos, y a su propia madre, una bola de mantequilla de mujer increíblemente longeva, que sufría la curiosa ilusión de que había tenido una relación amorosa con Palestrina en su doncellez. Se pasaba el tiempo contándoles a los visitantes tiernas reminiscencias de «Giovannino», que eran en su mayor parte pintorescos alegatos de la excentricidad sexual del compositor. Si estas dos personas intervenían también en las actividades de espionaje de Vogt, nadie se había dado cuenta de ello, ni siquiera Ferrante, que se había arrogado la obligación de espiar a sus colegas así como la de explotar cualquier otra cantera más apropiada. A Vogt, sin embargo, siendo austríaco, podría probablemente acreditársele discreción. Ferrante no tenía la menor fe en los pactos, los consideraba pasajeros y en la mayoría de los casos meras farsas. Pero razonaba que una vez que se había establecido una alianza, se podían inicialmente cumplir también sus cláusulas mientras ello resultara ventajoso. Así pues, desde 1882 los alemanes y austríacos habían resultado temporalmente aceptables. No así con toda seguridad los ingleses. Lo cual había dado origen al chiste acerca del marido burlado. No veía ninguna razón para colaborar con Londres en esta cuestión. Era un complot, sospechaba, por parte inglesa, para meter una cuña en la Triple Alianza, a fin de dividir a los enemigos de Inglaterra para que Inglaterra pudiera negociar con ellos por separado y a su antojo.

Descendió hasta la cocina. Horribles sonidos estridentes venían del interior. Suspicaz por naturaleza ante cualquier cosa que se desviara de su norma privada, Ferrante se dejó caer silenciosamente de manos y rodillas, avanzó con cautela a gatas hasta detrás del fogón y se asomó por la esquina de éste. Era la anciana tocando algún aire en una viola de gamba. No tocaba muy bien. Al ver a Ferrante bajó el arco y se quedó mirándole fijamente.

—Mil perdones, signora —dijo Ferrante poniéndose de pie—. No quería interrumpir la música. Quería saber si me podría prestar una sartén y un poco de aceite. Mi cena. No tardo más que unos minutos. —Con ademán solícito le enseñó el calamar en la mano.

—Ferrante —refunfuñó abruptamente la anciana— no es éste el momento de andarse con sutilezas. Hay demasiado en juego.

Ferrante se quedó atónito. ¿Había andado fisgoneando? ¿O simplemente se había confiado a ella su hijo?

—No comprendo —respondió Ferrante con cautela.

—Eso es absurdo —replicó la anciana—. Los ingleses saben algo que usted no sabía. Todo comenzó con ese estúpido asunto venezolano, pero por puro accidente, sin darse cuenta, sus colegas han tropezado con algo de tan vastas proporciones y tan terrible, que tienen miedo hasta de pronunciar su nombre en voz alta.

—Puede ser.

—¿No es acaso verdad que el joven Gadrulfi ha testificado ante Herr Stencil que su padre cree que hay agentes de Vheissu presentes en esta ciudad?

—Gadrulfi es un florista —dijo Ferrante impasible— al que tenemos bajo vigilancia. Está relacionado con asociados del Gaucho, un agitador contra el gobierno legalmente constituido de Venezuela. Les hemos seguido hasta esa floristería. Confunde usted los hechos.

—Es más probable que sean usted y sus colegas espías quienes tengan confundidos los nombres. Supongo que también usted mantiene esa ridícula ficción de que Vheissu es un nombre codificado de Venezuela.

—Así es como figura en nuestros archivos.

—Es usted listo, Ferrante. No se fía usted de nadie.

Ferrante se encogió de hombros.

—¿Puedo permitírmelo?

—Supongo que no. Ni siquiera cuando una raza bárbara y desconocida, utilizada por Dios sabe quién, está en estos momentos volando los hielos del Antártico con dinamita, preparándose para entrar en una red subterránea de túneles naturales, una red cuya existencia es conocida únicamente por los habitantes de Vheissu, de la Royal Geographic Society de Londres, de Herr Godolphin y de los espías de Florencia.

Ferrante se quedó de repente sin aliento. Estaba parafraseando el memorándum secreto que Stencil había enviado a Londres no hacía todavía una hora.

—Después de haber explorado los volcanes de su propia región —prosiguió— ciertos nativos del distrito de Vheissu habían sido los primeros en tener conocimiento de esos túneles que enlazan el interior de la Tierra a diversas profundidades…

Aspetti! —gritó Ferrante—. Está usted desvariando.

—Diga la verdad —dijo ella con voz tajante—. Dígame a qué corresponde realmente el nombre codificado de Vheissu, dígame, idiota, lo que yo ya sé: que corresponde a Vesubio —cloqueó de una manera horrible.

Ferrante respiraba con dificultad. Lo había deducido, lo había averiguado espiando o se lo habían dicho. Probablemente era seguro. Pero cómo podía él saberlo: detestaba la política tanto si era internacional como local. Y la política que ha conducido a esto ha actuado del mismo modo y es igual de detestable. Todo el mundo había asumido que la palabra clave se refería a Venezuela, una cuestión rutinaria, hasta que los ingleses informaron que Vheissu existía realmente. Había un testimonio del joven Gadrulfi, que corroboraba datos obtenidos ya de la Royal Geographic Society y del Comité de Investigación, quince años atrás, en relación con los volcanes. Y a partir de ahí los hechos, escasos, se habían ido añadiendo a otros hechos y la censura de aquel solo telegrama había sido el fenómeno desencadenante que precipitara como en una avalancha una tremenda sesión, prolongada toda la tarde, de toma y daca, contubernios entre diferentes servicios, intimidaciones, facciones y votos secretos, hasta que Ferrante y su jefe tuvieron que afrontar la repugnante evidencia de que tenían que coaligarse con los ingleses en vista de la existencia altamente probable de un peligro común, y de que difícilmente podrían permitirse no aceptar esa colaboración.

—Podía corresponder lo mismo a Venus, por lo que yo sé —dijo—. Por favor, no puedo hablar de este tema.

La anciana rió de nuevo y reinició los movimientos de aserrar con los que tocaba la viola da gamba. Observó a Ferrante despreciativamente mientras éste tomaba una sartén de un clavo de la pared encima del fogón, le echaba aceite de oliva y atizaba las brasas para que saliera llama. Cuando el aceite comenzó a hervir puso dentro el calamar con todo cuidado, como una ofrenda. De repente vio que estaba sudando, aunque la hornilla no despedía gran calor. La música antigua gemía en la habitación y hacía eco en las paredes. Ferrante, sin ninguna buena razón que lo justificara, se dejó llevar a preguntarse si había sido compuesta por Palestrina.

10

Junto a la prisión que Evan ocupara hacía muy poco y no lejos del Consulado británico hay dos calles estrechas, Via del Purgatorio y Via dell’Inferno, que se interseccionan en una T cuyo palo longitudinal corre paralelo al Arno. Victoria estaba en esta intersección, la noche oscura a su alrededor, una diminuta figura tiesa cubierta de cotonía blanca. Temblaba como si esperase a algún amante. Lo habían considerado en el consulado; incluso había advertido el sordo machaqueo de una torpe pericia detrás de sus ojos, y comprendió de repente que el viejo Godolphin estaba siendo atormentado por una «necesidad terrible» y que, una vez más, su intuición había sido correcta. El orgullo que sentía por esta facultad suya era el orgullo del atleta por su fuerza o su habilidad; gracias a ella supo, por ejemplo, que Goodfellow era un espía y no un turista ocasional; más aún, le había revelado repentinamente que poseía un talento natural para el espionaje. Su decisión de ayudar a Godolphin no provenía de ninguna ilusión romántica acerca de esta actividad —veía en ella mayormente perversidad, falta de atractivo— sino antes bien sentía que la habilidad o cualquier otra virtù era una cosa deseable y encantadora puramente por sí misma; y que resultaba tanto más efectiva cuanto más se divorciara de toda intención moral. Aunque lo hubiera negado era una con Ferrante, con el Gaucho, con el signor Mantissa; al igual que éstos, cuando llegara la ocasión, actuaría por la fuerza de una única y privada glosa de El Príncipe. Sobrevaloraba la virtù, la acción individual de un modo muy parecido a como el signor Mantissa sobrevaloraba al zorro. Quizás un buen día uno de ellos preguntara: «¿cuál es la punta del cabo de una época sino esa suerte de desequilibrio que se inclina hacia el más descarriado, el menos fuerte?».

Mientras permanecía de pie, quieta como una piedra en la encrucijada, se preguntaba si el viejo habría confiado en ella, si la habría esperado. Rezaba para que lo hubiera hecho, no tanto por él como por cierto torvo afán de autosuficiencia, que la impulsaba a pretender que el curso de los acontecimientos se desarrollara de acuerdo con sus deseos, como glorioso testimonio de su habilidad. Una cosa que había evitado —probablemente debido al matiz sobrenatural que en su percepción los hombres adquirían— era la tendencia escolar a describir a todos los varones de más de cincuenta años como «señores encantadores», «pobres señores» o «señores muy simpáticos». Antes bien, en todo hombre de edad ella veía la imagen de ese hombre trasladada a veinte o treinta años atrás, como un fantasma que fundiera sus atributos con su contrapartida: joven, potente, dueño de poderosa fuerza muscular y manos sensitivas. De modo que había sido a la versión joven del capitán Hugh a quien había querido ayudar y convertir en parte de un vasto sistema de canales, esclusas y estanques que ella había cavado para el desenfrenado río de la Fortuna.

Si hay —como algunos investigadores de la mentalidad humana comenzaban a sospechar— una memoria ancestral, una reserva heredada de conocimiento primordial que configura algunas de nuestras acciones y de nuestros deseos casuales, no sólo su presencia aquí y ahora entre el purgatorio y el infierno, sino toda su entrega al catolicismo como necesaria y plausible, procedería y dependería asimismo de un artículo de fe primitiva que resplandece brillante y suprema en depósito, como el crucial mango de una válvula: la noción del fantasma o doble espiritual —ocurrente en raras ocasiones por multiplicación, pero con frecuencia por fisión— y el corolario natural que dice que el hijo es doppelgänger[26] del padre. Una vez aceptada la dualidad, halló Victoria que no quedaba más que un paso para la Trinidad. Y una vez visto el nimbo de un yo más viril reverberar en torno al viejo Godolphin, esperaba ahora fuera de la prisión mientras, en algún sitio a su derecha, una muchacha solitaria contaba las penas de la duda entre un hombre rico que era viejo y un hombre joven que era guapo.

Por fin oyó abrirse la puerta de la prisión, oyó que sus pasos comenzaban a aproximarse por una estrecha callejuela, oyó el golpe de la puerta al cerrarse de nuevo. Hundió la punta de su sombrilla en el suelo junto a un pie diminuto y bajó los ojos hacia ella. Le tenía encima antes de que se diera cuenta, casi choca con ella.

—¡Hombre! —exclamó.

Victoria levantó la vista. La cara de él era borrosa. Se aproximó más a ella.

—La he visto esta tarde —dijo—. La chica del tranvía ¿no es así?

Asintió murmurando.

—Y usted me cantó a Mozart.

No se parecía en absoluto a su padre.

—Una pequeña diversión —dijo Evan con monótono sonsonete—. No pretendía turbarla.

—Pues lo hizo.

Evan dejó caer la cabeza, con gesto avergonzado.

—Pero ¿qué está usted haciendo aquí afuera, a estas horas de la noche? —Forzó una risa—. No me estaría esperando a mí, seguro.

—Sí —dijo ella con tranquilidad—. Esperándole a usted.

—Es terriblemente halagador. Pero si puedo expresarme así, no es usted la clase de señorita que… Quiero decir, ¿es usted? Quiero decir, maldita sea, ¿por qué iba usted a estar esperándome? No porque le haya gustado mi voz.

—Porque es usted su hijo —dijo ella.

No había necesidad de pedir explicaciones. ¿No debería explicar cómo ha conocido usted a mi padre, cómo sabía que yo estaba aquí y que me iban a poner en libertad? Era como si lo que le había dicho al Gaucho, cuando estaban en la celda, hubiera sido una confesión; un reconocimiento de debilidad; y como si a su vez el silencio del Gaucho hubiera servido de absolución, redimiendo la debilidad e impeliéndole hacia una nueva clase de virilidad. Sentía que la certeza de Vheissu no le daba ya ningún derecho a dudar con la misma arrogancia con la que antes lo hiciera, que quizás, adondequiera que fuese de ahora en adelante habría de llevar a cabo como penitencia una inmediata aceptación de milagros o visiones semejantes al que este encuentro en la encrucijada se le antojaba ser. Echaron a andar. Ella se cogió a su brazo rodeándole el bíceps con ambas manos. Desde su poca mayor altura observó una peineta de marfil, las púas del todo hundidas en su cabello. Caras, cascos, brazos unidos; ¿crucificados? Miró más de cerca las caras. Todas parecían hundidas hacia abajo por el peso de los cuerpos: pero parecían gesticular más por convención —con un concepto oriental de la paciencia— que con un dolor más explícito o caucasiano. ¡Qué chica más extraña la que llevaba al lado! Estaba a punto de utilizar la peineta para abrir la conversación cuando ella habló.

—¡Qué extraña esta noche, esta ciudad! Como si algo temblara bajo su superficie, a punto de reventar.

—Sí, lo he sentido. Pienso para mí: no estamos ni mucho menos en el Renacimiento ninguno de nosotros. A pesar de los fra angélicos, los ticianos, los botticellis; la iglesia de Brunelleschi, los espíritus de los Medici. Es otra época, otro tiempo. Como el radio, espero: dicen que el radio cambia, poquito a poquito, durante inimaginables espacios de tiempo, hasta convertirse en plomo. Parece echarse de menos el brillo de la vieja Firenze, tiene más el aspecto de un gris plomizo.

—Quizás el único esplendor que quede esté en Vheissu.

Bajó la vista para mirarla.

—¡Qué rara es usted! —dijo—. Casi tengo la sensación de que sabe más que yo de ese sitio.

Victoria frunció los labios.

—¿Sabe lo que sentí cuando hablaba con él? Como si me hubiera contado las mismas historias que le contaba a usted cuando era niño y yo las hubiera olvidado pero no necesitara más que verle, que oír su voz, para que todos los recuerdos volvieran a toda prisa sin haberse estropeado.

Evan sonrió.

—Eso nos convierte en hermano y hermana.

Ella no contestó. Doblaron por Via Porta Rossa. Los turistas atestaban las calles. Tres músicos callejeros, guitarra, violín y chicharra, ocupaban una esquina tocando aires sentimentales.

—Quizás estemos en el limbo —dijo Evan—. O como en el sitio donde nos hemos encontrado: en algún punto muerto entre el infierno y el purgatorio. Extraño que no haya ninguna Via del Paradiso en Florencia.

—Quizás no la haya en ningún sitio del mundo.

Durante ese momento al menos parecieron dejar a un lado los planes externos, las teorías y los códigos, incluso la inevitable curiosidad romántica del uno con respecto al otro, para permitirse ser simple y puramente jóvenes, para compartir ese sentimiento de la aflicción del mundo, ese pesar que surge ante el espectáculo de nuestra condición humana, y que cualquiera a esa edad considera recompensa o don recibido por el hecho de haber sobrevivido a la adolescencia. Para ellos la música era dulce y penosa, las cadenas de turistas paseantes como una Danza de la Muerte. Se pararon en el bordillo, mirándose el uno al otro, empellados por buhoneros y visitantes, perdidos tanto quizás en ese pacto de juventud como en las profundidades de los ojos que cada uno de ellos contemplaba.

Fue él el primero en romperlo.

—No me has dicho tu nombre.

Se lo dijo.

—Victoria —dijo él, y ella sintió una especie de triunfo. Era por la forma en que lo había dicho.

Le palmeó él la mano.

—Ven —dijo sintiéndose protector, casi paternalmente—. Tengo que reunirme con él en el Scheissvogel.

—Pues claro —dijo ella. Doblaron a la izquierda, alejándose del Arno en dirección a Piazza Vittorio Emmanuele.

Los Figli di Machiavelli habían ocupado como cuartel general un almacén de tabacos abandonado cercano a Via Cavour. Estaba desierto de momento, a excepción de un hombre de porte aristocrático llamado Borracho, que estaba cumpliendo su obligación de todas las noches de pasar revista a los rifles. Sonaron de pronto unos golpes en la puerta.

—Dígame —gritó Borracho en castellano.

—El león y el zorro —llegó la respuesta.

Borracho descorrió los cerrojos y casi tira a tierra a un mestizo rechoncho llamado Tito, que se ganaba la vida vendiendo fotografías obscenas al Cuarto Cuerpo de Ejército. Tito parecía muy excitado.

—Se ponen en marcha —comenzó a balbucir— esta noche, medio batallón, con rifles y bayonetas caladas…

—Por Dios, ¿eso qué significa? —gruñó Borracho—. ¿Ha declarado Italia la guerra? ¿Qué pasa?

—El consulado. El consulado de Venezuela. Van a custodiarlo. Nos esperan a nosotros. Alguien ha traicionado a los Figli di Machiavelli.

—Cálmate —dijo Borracho—. Quizás ha llegado por fin el momento que el Gaucho nos ha prometido. Tenemos que esperarle, en ese caso. Rápido. Alerta a los demás. Ponles sobre aviso. Envía un mensajero a la ciudad para que localice a Cuernacabrón. Probablemente estará en el jardín de la cervecería.

Tito saludó, dio media vuelta, corrió hacia la puerta en la sombra, la abrió. Una idea pasó por su mente.

—Quizás —dijo—, quizás el propio Gaucho sea el traidor.

Abrió la puerta. Allí estaba el Gaucho, ceñudo. Tito se quedó boquiabierto. Sin decir una palabra el Gaucho descargó el puño, hacia abajo, sobre la cabeza del mestizo. Tito se tambaleó y se desplomó en el suelo.

—Idiota —dijo el Gaucho—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Está todo el mundo loco?

Borracho le contó lo del Ejército.

El Gaucho se frotó las manos.

Bravissimo. Una acción importante. Y aún no hemos tenido noticias de Caracas. No importa. Entramos en acción esta noche. Alerta a las tropas. Tenemos que estar allí a medianoche.

—No hay mucho tiempo, commendatore.

—Estaremos allí a medianoche. Vada.

—Sí, commendatore. —Borracho saludó y salió, pasando con cuidado por encima de Tito.

El Gaucho respiró hondo, cruzó los brazos, los extendió, los cruzó de nuevo.

—En fin —gritó en el vacío almacén—. ¡La noche del león ha vuelto a Florencia!

11

El Scheissvogel, Biergarten und Rathskeller era un lugar nocturno favorito no sólo para los viajeros alemanes que se encontraban en Florencia, sino también, al parecer, para los de las restantes naciones que hacían turismo. Un caffè italiano (se admitía) estaba muy bien para la tarde, mientras la ciudad holgaba en la contemplación de sus tesoros artísticos. Pero las horas que seguían a la puesta del sol demandaban una sociable jovialidad, un bullicio que los caffès indolentes —quizás también un tanto habituados a los corrillos— no proporcionaban. Ingleses, americanos, holandeses, españoles, parecían buscar un Hofbrauhaus del espíritu como un grial, tomar un krug de cerveza de Múnich como un cáliz. Aquí en el Sheissvogel se congregaban todos los elementos deseados: camareras rubias, con gruesas trenzas anudadas detrás de la cabeza, capaces de transportar ocho espumeantes brüge a la vez, un pabellón con una pequeña banda de música en el jardín y un acordeonista dentro, confidencias gritadas a voz en cuello por encima de las mesas, humo en cantidad, canciones en grupo.

El viejo Godolphin y Rafael Mantissa se sentaban en la parte posterior del jardín, a una pequeña mesa, más solos, se les antojaba, que nadie en la ciudad, mientras la brisa del río les condensaba el aliento en torno a la boca y el resoplido de la banda jugueteaba en torno a sus oídos.

—¿No soy tu amigo? —rogaba el signor Mantissa—. Tienes que contármelo. Quizás, como tú dices, has hecho una excursión fuera de la comunión del mundo. Pero ¿no he hecho yo otro tanto? ¿No me han arrancado a mí de las raíces y, gritando como una mandrágora, me han trasplantado de país en país para no encontrar sino un suelo árido, o un sol desapacible, o un aire corrompido? ¿A quién habrías de contar ese terrible secreto sino a tu hermano?

—Quizás a mi hijo —dijo Godolphin.

—Yo nunca tuve un hijo. Pero ¿no es cierto que pasamos la vida buscando algo valioso, alguna verdad para contársela a un hijo, para dársela con amor? La mayoría de nosotros no tenemos tanta suerte como tú, quizás hayamos de ser desgarrados del resto de los hombres antes de que consigamos tener unas palabras así que contar a un hijo. Pero ha durado todos estos años. Puedes esperar unos minutos más. Tomará tu regalo y lo utilizará para sí mismo, para su propia vida. No quiero calumniarle. Es la forma en la que actúa una generación más joven: así de sencillo. Tú, de muchacho, quizás te llevaste contigo algún regalo semejante de tu padre, sin darte cuenta de que seguía siendo todavía tan valioso para él como lo era para ti. Pero cuando los ingleses hablan de «transmitir» algo de una generación a la siguiente, se trata sólo de eso. Un hijo no retransmite nada hacia atrás. Quizás sea algo triste, y no sea cristiano, pero ha sido siempre así desde tiempo inmemorial y nunca cambiará. Dar y devolver es algo que sólo puede darse entre tú y otro de tu generación. Entre tú y Mantissa, tu buen amigo.

El viejo sacudió la cabeza con media sonrisa.

—No es para tanto, Raf. Me he acostumbrado a ello. Quizás encuentres que no es para tanto.

—Quizás. Resulta difícil comprender cómo piensa un explorador inglés. ¿Ha sido la Antártida? ¿Qué es lo que lleva a los ingleses a enviar expediciones a sitios tan terribles?

Godolphin se quedó con la mirada fija en el vacío.

—Creo que es lo opuesto de lo que envía a los ingleses a dar vueltas por todo el globo, en esas danzas disparatadas que se llaman viajes de Cook. Quieren únicamente la piel de cada sitio; el explorador quiere su corazón. Es quizás un poco como estar enamorado. Jamás había penetrado hasta el corazón de ninguna de esas tierras salvajes, Raf. Hasta Vheissu. Hasta la expedición del Sur del año pasado no había visto lo que había bajo su piel.

—¿Qué es lo que viste? —preguntó el signor Mantissa, inclinándose hacia adelante.

—Nada —suspiró Godolphin—. Lo que vi era la Nada —el signor Mantissa extendió una mano hasta el hombro del viejo—. Comprende —dijo Godolphin, encorvado e inmóvil—. Vheissu me había torturado durante quince años. Soñaba con aquel sitio, vivía en él la mitad del tiempo. No me dejaba. Colores, música, fragancias. Adondequiera que se me destinara me perseguían los recuerdos. Ahora me persiguen agentes. Ese dominio salvaje y demencial no puede permitirse dejarme escapar. Raf, vas a tenerlo sobre ti más tiempo que yo. A mí no me queda mucho. No debes decirlo jamás a nadie; no te pido que me lo prometas; lo doy por supuesto. He hecho lo que ningún hombre ha hecho. He estado en el Polo.

—El Polo. Amigo mío. ¿Por qué entonces no lo hemos…?

—¿Viste en la prensa? Porque yo hice que fuera así. Me encontraron, recuerdas, en el último depósito, medio muerto, con la nieve que había hecho entrar una tormenta. Todos supusieron que había intentado llegar al Polo y que había fracasado. Pero estaba de vuelta. Dejé que lo contaran a su manera. ¿Lo comprendes? Tiré por la borda un título seguro, rechacé la gloria por primera vez en mi carrera, algo que mi hijo ha estado haciendo desde que nació. Evan es rebelde, la suya no ha sido una decisión súbita; pero la mía sí lo fue, súbita y necesaria, debido a lo que encontré esperándome en el Polo.

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