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8. En el que Rachel recupera su yoyó, Roony canta una canción y Stencil va a visitar a Bloody Chic

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C a p í t u l o   o c h o

En el que Rachel recupera

su yoyó, Roony canta

una canción y Sten-

cil va a visitar

a Bloody

Chiclitz

V

1

Profane, sudando en los calores de abril, estaba sentado en un banco de un pequeño parque detrás de la Biblioteca Pública, intentando matar las moscas con las páginas de anuncios clasificados del New York Times hechas un rollo. Trazando las coordenadas de un plano mental, había decidido que el punto en el que se sentaba en ese momento era el centro geográfico del cinturón de agencias de empleo de la ciudad.

Horripilante zona aquella. A lo largo de una semana se había sentado pacientemente en una docena de oficinas, había llenado formularios, lo habían entrevistado y había observado a los demás, sobre todo a las chicas. Se había construido una interesante fantasía que se desarrollaba así: tú estás sin trabajo, yo estoy sin trabajo, henos aquí a los dos sin nada que hacer, vamos a follar. Estaba excitado. El poco dinero que había ahorrado del trabajo en las alcantarillas casi se le había acabado y estaba pensando en ligar. Ayuda a que el tiempo siga corriendo.

Hasta ahora ninguna de las agencias en las que había estado le habían mandado a ningún sitio para que le entrevistaran por un trabajo. No tenía más remedio que darles la razón. Para divertirse había mirado en la sección de «Se busca ayuda» por la letra S. Nadie necesitaba un schlemihl. A nadie le hacía falta un desgraciado. Los trabajos de jornalero eran para fuera de la ciudad: Profane quería quedarse en Manhattan, ya estaba hasta las narices de andar por los suburbios. Quería tener un sitio donde estar, una base de operaciones, un lugar donde poder joder en privado. Resultaba difícil llevarte a una chica a un refugio. Un chaval jovencillo, con barba y pantalones viejos de tela de mono, lo había intentado unas noches atrás en el sitio en el que estaba durmiendo Profane. El público, constituido por borrachos y vagabundos, tomó la iniciativa de darles una serenata después de unos minutos de limitarse a mirar. Te llamaré, amada mía, les cantaron, y lo curioso es que ninguno desafinaba. Unos cuantos tenían hermosas voces, algunos hacían la segunda voz. Puede que ocurriera como con el encargado del bar del alto Broadway que se mostraba cariñoso con las chicas y sus clientes. Es un modo que tenemos de comportarnos con los jóvenes cuando están excitados el uno con el otro, aun cuando haga tiempo que nosotros mismos no lo probamos ni sea probable que lo vayamos a probar muy pronto. Es un poco por cinismo, un poco por autocompasión, un poco por retracción; pero al mismo tiempo es por un deseo genuino de ver a dos personas jóvenes que se unen. Aunque surja por interés egocéntrico, es a menudo todo lo que un hombre joven como Profane puede hacer para salir de sí mismo e interesarse por otros seres humanos que le son extraños. Lo cual, cabe suponer, siempre es mejor que nada.

Profane suspiró. Los ojos de las neoyorquinas nunca ven a los vagabundos que deambulan por las calles ni a los muchachos que no tienen ningún sitio a donde ir. Las riquezas materiales y el hecho de acostarse con una mujer, se paseaban cogidos del brazo por la avenida central de la mente de Profane. Si hubiera sido de ese tipo de individuos que desarrollan teorías de la historia para su propia distracción, podría haber dicho que todos los acontecimientos políticos —las guerras, los gobiernos y las revueltas— tienen origen en el deseo de acostarse; porque la historia se desenvuelve de acuerdo con las fuerzas económicas, y la única razón por la que cualquiera desea hacerse rico es para poder acostarse con quien quiera y siempre que quiera. Todo lo que pensaba en ese sitio, en el banco detrás de la Biblioteca, era que quienquiera que trabajase por dinero inanimado para poder comprar más objetos inanimados, estaba mal de la cabeza. El dinero inanimado era para conseguir calor animado, uñas muertas clavándose en los omóplatos vivos, ardientes gritos contra la almohada, alborotados cabellos, ojos obturados por los párpados, lomos torsionados…

La corriente mental desembocó en erección. Cubriola con las páginas clasificadas del Times y esperó a que decreciera. Unas cuantas palomas le miraban con curiosidad. Era poco después del mediodía y el sol calentaba. «Tengo que seguir buscando», pensó, «el día no ha terminado. ¿Qué podía hacer?». Carecía, le decían, de especialidad. Todos los demás habían hecho sus paces con una máquina u otra. Ni siquiera el pico y la pala habían sido una excepción para Profane.

Se le ocurrió mirar hacia abajo. La erección había producido en el periódico un pliegue en forma de cruz que descendía línea a línea por la página, conforme disminuía gradualmente el abultamiento. Era una lista de agencias de colocación. «Okey», pensó Profane, «sólo por probar suerte voy a cerrar los ojos, contar hasta tres y abrirlos; la agencia donde caiga ese pliegue será la que vaya a ver. Será igual que echarlo a cara o cruz: moneda inanimada, papel inanimado, puro azar».

Abrió los ojos sobre la Agencia de Colocación Espacio-Tiempo, en el bajo Broadway, cerca de la calle Fulton. «Mala elección», pensó. Significaba quince centavos de metro. Pero un trato era un trato. En Lexington Avenue, en dirección al centro, vio a un vagabundo atravesado en el pasillo del vagón, en diagonal con respecto a los asientos. Nadie se sentaba cerca de él. Era el rey del metro. Debía de haber pasado allí toda la noche, yendo como un yoyó hasta Brooklyn y volviendo, con toneladas de agua arremolinándose por encima de su cabeza y él quizás soñando en su propio país submarino, poblado de sirenas y de criaturas de las profundidades marinas, todas en paz entre las rocas y los hundidos galeones; debía de haber dormido durante la hora punta, con toda clase de hombres trajeados y de muñecas de altos tacones con los ojos fijos en él, porque estaba ocupando el espacio de tres asientos pero sin atreverse nadie a despertarle. Si el mundo subterráneo y el mundo submarino son lo mismo, él era el rey de ambos. Profane se acordó de su encuentro en febrero con Fina y Kook, y se preguntó qué habían pensado de él en aquel momento. No debió de parecerles un rey, se figuraba: más bien un desgraciado, un sirviente.

Sumido en la autocompasión casi se pasa de la estación Fulton. Al cerrarse las puertas, el borde inferior de su chaqueta de ante quedó cogido entre ellas; casi va hasta Brooklyn de ese modo. Encontró la Colocación Espacio-Tiempo bajando la calle y subiendo diez pisos. La sala de espera estaba atestada cuando llegó. Una rápida comprobación puso de manifiesto que no había ninguna chavala a la que valiera la pena mirar, nadie en verdad excepto una familia que parecía recién salida de un telón de la época de la Gran Depresión, después de haber viajado hasta esta urbe en una camioneta Plymouth desde su tierra polvorienta: marido, mujer y una suegra, todos ellos gritándose los unos a los otros y sin que a ninguno, salvo a la vieja, le importara un comino conseguir un trabajo, de forma que allí estaba, con las piernas tiesas, en medio de la sala de espera, diciéndoles a los dos cómo tenían que rellenar sus solicitudes, con un cigarrillo colgando pegado a la pintura de los labios y a punto de quemarse con él.

Profane despachó su formulario, lo dejó encima de la mesa de la recepcionista y se sentó a esperar. No tardó en oírse el repicar sensual y apresurado de altos tacones, afuera, en el corredor. Como magnetizada le giró la cabeza y vio entrar por la puerta a una chica diminuta que con tacones y todo mediría 1,55. «Vaya, vaya», pensó, «buen género». Pero no era una solicitante de empleo: pertenecía al otro lado del mostrador. Sonriendo y saludando con la mano repiqueteó con garbo hasta su mesa. Podía oír el apagado roce de sus muslos besándose a través del doble nailon de las medias. «Hostias», pensó, «fíjate cómo se me está poniendo otra vez. Bájate, hijaputa».

La condenada no hacía caso. Empezó a caldeársele y a enrojecérsele el cogote. La recepcionista, una chica delgada que parecía ser muy prieta —prieta ropa interior, prietas medias, ligamentos, tendones, boca, una mujer hecha y derecha con la que llegar hasta el final— se movía con precisión entre las mesas, depositando solicitudes como una máquina automática de distribución de tarjetas. «Seis entrevistadoras», contó. «Una probabilidad entre seis de que me toque. Como la ruleta rusa». ¿Por qué así? ¿Sería capaz de destruirle, ella que tenía ese aspecto frágil, esas piernas tan suaves y bien cuidadas? Tenía agachada la cabeza estudiando la solicitud que tenía en la mano. Levantó la vista, él vio sus ojos, los dos se inclinaron hacia adelante del mismo modo.

—Profane —llamó ella, mirándole con el ceño un poco fruncido.

«¡Dios!», pensó, la cámara cargada. La suerte de un desgraciado que por sentido común perdería ese juego. «La ruleta rusa es sólo uno de sus nombres», gimió por dentro, «y mira: yo con este empinamiento». Volvió a pronunciar en voz alta su nombre. Se levantó de la silla dando un traspié, avanzó con el periódico sobre la ingle, dobló en ángulo de ciento veinte grados detrás del mostrador y se dirigió a la mesa de la chica. El letrero decía RACHEL OWLGLASS.

Se sentó rápidamente. Ella encendió un cigarrillo y le echó una ojeada a la parte superior del cuerpo.

—Ya iba siendo hora —dijo.

Él buscó nervioso el tabaco. Ella golpeó su cajetilla de cerillas con una uña que podía sentir ya recorriéndole la espalda, dispuesta a hundirse en ella con frenesí en el momento de llegarle el orgasmo.

¿Le llegaría acaso? Ya estaban en la cama; no veía él más que una nueva fantasía, un nuevo sueño de repente en el que ningún otro rostro más que ese rostro triste, pálido, efusión de parpadeo de ojos, se tensaría lentamente bajo su propia sombra. ¡Dios, lo había atrapado!

Extrañamente la tumescencia comenzó a descender en ese momento y a palidecer la carne de la nuca. Cualquier moneda de un soberano, o yoyó roto, debe de sentirse así después de un breve tiempo de yacer inerte, rodar, caer, para que de repente se le vuelva a conectar su cordón umbilical y sepa que el otro extremo está en manos de las que no puede escapar, manos de las que no quiere escapar. Debe de saber que su simple maquinaria de reloj ya no tiene necesidad de síntomas de inutilidad, soledad, falta de dirección, porque ahora tiene una senda señalada sobre la que carece de control. Ésa sería la sensación si existieran cosas tales como un yoyó animado. A falta de un hilo de urdimbre semejante en el mundo, Profane se sentía la cosa más parecida al yoyó animado y, por encima de sus ojos, comenzó a dudar de su propia condición de ser animado.

—¿Qué te parece de vigilante nocturno? —dijo ella por fin.

«¿Para vigilarte a ti?», se preguntó él.

—¿Dónde? —dijo.

Rachel mencionó una dirección próxima en Maiden Lane. «Anthroresearch Associates». Profane sabía que no sería capaz de pronunciarlo de prisa. En el respaldo de una tarjeta escribió ella las señas y un nombre: Oley Bergomask.

—Él contrata. —Le dio la tarjeta, un rápido contacto de las uñas—. Vuelve en cuanto sepas el resultado. Bergomask te lo dice enseguida; no pierde el tiempo. Si no da resultado veremos qué otra cosa hay.

Al llegar a la puerta volvió la vista. ¿Le estaba tirando un beso o es que bostezaba?

2

Winsome dejó pronto la oficina. Cuando volvió al apartamento encontró a su mujer, Mafia, sentada en el suelo con Pig Bodine. Estaban bebiendo cerveza y discutían la teoría de ella. Mafia se sentaba con las piernas cruzadas y llevaba unas bermudas muy apretadas. Pig, cautivado, no le quitaba la mirada del sexo. «Ese sujeto me irrita», pensó Winsome. Cogió una cerveza y se sentó junto a ellos. Se preguntó vagamente si Pig estaba consiguiendo algo de su mujer. Pero resultaba difícil decir quién conseguía qué de Mafia.

Hay una curiosa historia de mar acerca de Pig Bodine que Winsome había oído contar al propio Pig. Winsome sabía que Pig se proponía hacer algún día de protagonista en películas pornográficas. Tenía esa sonrisa perversa en la cara, como si estuviera contemplando rollo tras rollo de depravaciones, o quizás cometiéndolas. La cabina de radio del U.S.S. Scaffold —el buque de Pig— estaba atestada de libros que formaban parte de la biblioteca circulante de Pig, que había amasado a lo largo de los viajes por el Mediterráneo y alquilaba a la dotación a razón de diez centavos por libro. La colección era lo suficientemente obscena como para convertir a Pig Bodine en proverbial ejemplo de decadencia en toda la escuadra. Pero nadie suponía que Pig poseía también un talento creativo, aparte de su talento como custodio.

Una noche la Fuerza Operativa 60, constituida por dos portaaviones, algunas otras unidades pesadas y una pantalla circular formada por doce destructores, entre los que se encontraba el Scaffold, avanzaba a escasos cientos de millas al este de Gibraltar. Eran quizás las dos de la mañana, visibilidad ilimitada, las estrellas aparecían claras y rutilantes sobre un Mediterráneo negro como la pez. Los radares no revelaban contactos próximos, todo el mundo fuera de servicio, durmiendo, los vigías de proa contándose a sí mismos cuentos de mar para mantenerse despiertos. Esa clase de noche. De repente todos los teletipos de la fuerza operativa comenzaron a sonar, din, din, din, din, din. Cinco campanas, o FLASH, contacto inicial con fuerzas enemigas. Como era el año 1955 y más o menos tiempo de paz, se sacó a los capitanes de la cama, se llamó al Cuartel General, se ejecutaron los planes de dispersión. Nadie sabía lo que estaba ocurriendo. Cuando los teletipos comenzaron a funcionar de nuevo, la formación se había dispersado sobre un área de unos cuantos cientos de millas cuadradas de mar y la mayoría de las cabinas de radio estaban llenas a rebosar. Los teclados comenzaron a imprimir.

«Sigue mensaje». Los teletipistas, con los comandantes de abordo inclinados sobre ellos, tensos, pensaban en torpedos, rusos, tiburones y toda clase de desgracias.

«FLASH». «Sí, sí», pensaron, «cinco campanas. Flash. Adelante».

Pausa. Por fin comenzaron a sonar de nuevo los teclados.

«LA PUERTA VERDE. Una noche Dolores, Verónica, Justine, Sharon, Cindy Lou, Geraldine e Irving decidieron celebrar una orgía…». Venían a continuación, a lo largo de setenta y cinco centímetros de banda de papel de teletipo, las implicaciones funcionales de su decisión, contadas desde el punto de vista de Irving.

Por alguna razón que se desconoce, jamás pillaron a Pig. Posiblemente porque la mitad del equipo de radio del Scaffold, incluido el oficial de comunicaciones —un graduado de Annapolis llamado Knoop—, estaba en el ajo y cerraron la puerta a la radio tan pronto como se produjo la llamada al Cuartel General.

Pasó por una chifladura. La noche siguiente, bajo la indicación de Urgencia Operativa, apareció «HISTORIA CON UN PERRO», en el que aparecían un San Bernardo llamado Fido y dos WAVES. Pig estaba de servicio cuando saltó a los teletipos y reconoció ante su compinche Knoop, que el perro mostraba un cierto olfato. Fue seguido de otros opúsculos de alta prioridad: «LA PRIMERA VEZ QUE LO HICE», «POR QUÉ ES MARICA NUESTRO OFICIAL DE PUENTE», «EL AFORTUNADO PIERRE SE VUELVE LOCO». Para cuando el Scaffold llegó a Nápoles, el primer puerto que tocó, había una docena exacta de títulos, todos ellos cuidadosamente archivados por Pig en la letra F.

Pero el pecado inicial entraña eventualmente el castigo. Más tarde, en algún punto entre Barcelona y Cannes, sobrevinieron para Pig días aciagos. Una noche, mientras hacía el reparto de los mensajes, se quedó dormido en la puerta del camarote de un oficial de puente. El buque eligió ese preciso momento para inclinarse diez grados a babor y Pig cayó encima del aterrorizado segundo comandante como un cadáver.

—Bodine —gritó espantado el oficial—. ¿Estaba usted dormido?

Pig empezó a roncar en medio de un lecho de permisos especiales de desembarco. Le enviaron a la cocina. El primer día se quedó dormido cuando repartía la comida en la cola, dejando incomible una chalupa llena de puré de patatas. En consecuencia, al día siguiente lo pusieron delante del perol de la sopa, que hacía Patamós el cocinero y que, de todas formas, nadie comía. Al parecer, las rodillas de Pig habían desarrollado una extraña forma de encajarse que, de haber tenido el Scaffold una quilla pareja, le habría permitido dormir de pie. Era una curiosidad médica. Cuando el buque retornó a los Estados Unidos, estuvo bajo observación en el Hospital Naval de Portsmouth. Cuando volvió al Scaffold le destinaron al equipo de trabajo de cubierta, a las órdenes de un segundo contramaestre llamado Pappy Hod. Al cabo de dos días, Pappy logró sacarlo de sus casillas por primera vez en su vida y eso no fue más que el principio de una larga serie de provocaciones.

En la radio sonaba en ese momento una canción sobre Davy Crockett que enervaba considerablemente a Winsome. Era el año 1956, cuando la moda de los sombreros de piel de mapache llegaba a su apogeo. Millones de niños, por dondequiera que se mirase, andaban por ahí con esos peludos freudianos símbolos hermafroditas en la cabeza. Se propagaban absurdas leyendas sobre Crockett, todas ellas en directa contradicción con lo que Winsome había oído de niño, al otro lado de las montañas de Tennessee. Ese hombre, ese piojoso y malhablado borracho empedernido, corrompido legislador y mediocre pionero, era puesto ahora, ante la juventud de la nación, como ejemplo excelso y equilibrado de la superioridad anglosajona. Se lo había ensoberbecido hasta convertirlo en un héroe, tal como el que hubiera podido crear Mafia después de despertar de un sueño especialmente enajenado y erótico. La canción invitaba a la parodia. Winsome había llegado incluso a poner su propia autobiografía en rima, y esa ingenua combinación de tres —contadlos— cambios de acorde:

Nació en Durham el veintitrés

hijo de un papá que estaba ausente,

le llevaron a un linchamiento en el árbol vecino,

y cuando sólo tenía tres años un negro le zurró.

(Estribillo):

Roony, Roony Winsome, el rey de la decky-dance.

Bien pronto comenzó a crecer,

todos sabían que sería un castigador,

porque a menudo en las timbas

forzaba la suerte a dólar el tiro.

Entró así en Winston-Salem con un grito rebelde,

encontró para su menda una belleza del Sur

y todo iba sobre ruedas hasta que el papá montó en cólera

al ver que a la niña se le hinchaba la tripa.

Por fortuna la guerra empezó y se interpuso,

se unió al Ejército sintiéndose bravo y fuerte,

pero su patriotismo no duró gran cosa

y le metieron en una trinchera que no era de su elección.

Se buscó un enchufe con su primer jefe de Cuerpo,

le trasladaron de nuevo a Intendencia

y se pasó la guerra en un fantástico castillo,

incitando a las tropas para que avanzaran hacia Tokio.

Cuando la guerra hubo acabado y su lucha terminado,

colgó el caqui y el fusil Garand

se fue a Nueva York para divertirse un poco

pero no encontró trabajo hasta el cincuenta y uno.

Empezó a hacer textos para la MCA.

No era nada divertido, pero un sueldo regular,

y un hermoso día, en que se escabulló del trabajo

conoció a una muñequita llamada Mafi-yey.

Mafia pensaba que él tenía un futuro por delante,

y ella tenía el aspecto de saber qué hacer con una cama.

El viejo Roony debía estar mal de la cabeza

ya que pronto el asunto acabó en boda.

Ahora él tiene una empresa discográfica,

un tercio de los beneficios además del sueldo,

una mujer hermosa que quiere ser libre

para poder practicar su teoría.

(Estribillo):

Roony, Roony Winsome, el rey del decky-dance.

Pig Bodine se había quedado dormido. Mafia estaba en el cuarto de al lado mirándose desvestida en el espejo. «Y Paola», pensó Roony, «¿dónde estás?». Le había dado por desaparecer, a veces por dos o tres días seguidos y nadie sabía a dónde iba.

Quizás Rachel intercediera un poco por él ante Paola. Reconocía tener determinadas ideas decimonónicas respecto a lo que era correcto. La chica en sí era un enigma. Apenas hablaba. Ahora aparecía por el Rusty Spoon rara vez y eso cuando sabía que Pig estaba en cualquier otro sitio. Pig la deseaba. Escondido detrás de un código que sólo trataba de indecentes a los oficiales («¿y a los ejecutivos?», se preguntaba Winsome), Pig, estaba seguro, se imaginaba a Paola actuando frente a él en cada uno de los planos de sus fantasías pornocinematográficas. Era natural, suponía; la muchacha tenía el aspecto pasivo de ser un objeto de sadismo, algo para ataviar con diversos trajes y fetiches inanimados, para torturar, algo para someter a las rebuscadas indignidades del catálogo de Pig, retorciendo sus miembros suaves, y desde luego de aspecto virginal, para hacerlos adoptar actitudes que inflamasen un gusto decadente. Rachel tenía razón, Pig —y quizás también Paola— sólo podía ser producto de una decky-dance. Winsome, su autoproclamado rey, lamentaba únicamente que hubiera ocurrido. Cómo había ocurrido, cómo cualquiera, incluido él mismo, había contribuido a ello… eso no lo sabía.

Entró en la alcoba mientras Mafia estaba doblada por la cintura quitándose un calcetín de media caña. «Prendas de colegiala», pensó. Le dio un azote fuerte en la nalga que le pillaba más cerca; ella se estiró, se dio la vuelta y él le cruzó la cara de una bofetada.

—¿Qué pasa? —dijo ella.

—Algo nuevo —dijo Winsome—. Por amor a la variedad.

Agarrándola con una mano del sexo y con la otra del cabello, la levantó como la víctima que no era, medio la llevó, medio la empujó hasta la cama donde yacía despatarrada, piel blanca, negro vello del pubis y calcetines, todo en confuso montón. Winsome se bajó la cremallera de la bragueta.

—¿No olvidas algo? —dijo Mafia, tímida y medio asustada, echando el pelo hacia el cajón de la cómoda.

—No —dijo Winsome—, no se me ocurre nada.

3

Profane volvió a la agencia Espacio-Tiempo convencido de que Rachel, si no otra cosa, por lo menos le había traído suerte. Bergomask le había dado el empleo.

—Estupendo —dijo Rachel—. Él paga nuestros honorarios, tú no nos debes nada.

Era casi la hora de salir. Comenzaba a poner en orden las cosas de su mesa.

—Ven a casa conmigo —dijo ella sencillamente—. Espérame junto al ascensor.

Pero Profane recordaba, apoyado en la pared del corredor: con Fina había ocurrido lo mismo. Le había llevado casi como a un rosario que se encuentra en la calle y se había convencido a sí misma de que era mágico. Fina era católica devota, como su padre. Rachel era judía, recordó, como su madre. Quizás todo lo que quería hacer era alimentarle, ser una madre judía para él.

Bajaron en el ascensor apretados y sin hablar, ella serenamente envuelta en un impermeable gris. En el torniquete de entrada al metro ella echó el importe de los dos viajes.

—¡Eh! —dijo Profane.

—Tú estás sin dinero —le dijo.

—Me siento como un gigoló.

Y era cierto. Siempre habría 15 centavos y quizás medio salami en el frigorífico… algo que darle.

Rachel decidió alojar a Profane en casa de Winsome y darle de comer en la suya. El apartamento de Winsome era conocido de la Dotación como el refugio del West Side. Había espacio en el suelo para todos ellos a la vez, y a Winsome no le importaba quién durmiera allí.

A la noche siguiente Pig Bodine apareció en casa de Rachel a la hora de la cena, borracho y buscando a Paola, que Dios sabe por dónde anda.

—¡Eh, tú! —se dirigió Pig a Profane.

—Hombre… ¡compañero! —dijo Profane. Abrieron una cerveza.

Pronto Pig les había arrastrado al V-Note para oír a McClintic Sphere. Rachel se sentó y se concentró en la música, mientras Pig y Profane se recordaban el uno al otro historias del mar. En una de las pausas, Rachel se acercó a la mesa de Sphere y se enteró de que había firmado un contrato con Winsome para grabar dos LP para la Outlandish.

Charlaron un rato. La pausa terminó. El cuarteto subió a la tarima, bromearon un poco y empezaron tocando una composición de Sphere que se llamaba Fugue Your Buddy (Escapa de tu compañero). Rachel volvió con Pig y Profane. Estaban hablando de Pappy Hod y de Paola. «Maldita sea, maldita sea», dijo para sí misma, «¿adónde le he traído?, ¿adónde le he vuelto a traer?».

A la mañana siguiente, domingo, Rachel se despertó con una ligera resaca. Winsome estaba allí fuera llamando a la puerta.

—Es día de descanso —refunfuñó—. Qué demonios…

—Querido padre confesor —dijo Winsome, que tenía el aspecto de no haber dormido en toda la noche—, no te enfades.

—Ve a contárselo a Eigenvalue —se dirigió pesadamente a la cocina, puso agua para el café—. Venga —dijo—. ¿Cuál es tu problema?

Cuál iba a ser: Mafia. Así que todo era deliberado. Se había puesto la camisa de anteayer y no se había peinado aquella mañana para poner a Rachel en el estado de ánimo propicio. Si quieres que una chica haga de alcahueta de su compañera de apartamento no llegas y se lo dices así sin más. Hay sutilezas por las que hay que pasar. Lo de que quería hablarle de Mafia era sólo una excusa.

Rachel quería saber, como era natural, si había hablado con el dentista del asunto. Winsome dijo que no. Eigenvalue había andado ocupado últimamente manteniendo sesiones de parloteo con Stencil. Roony quería saber el punto de vista de una mujer. Rachel echó el café y le dijo que las dos chicas que vivían con ella se habían ido. Winsome cerró los ojos y le soltó:

—Creo que me ha estado engañando, Rachel.

—¿Ah, sí? Pues averígualo y divórciate.

Vaciaron por dos veces la cafetera. A las cinco llegó Paola, les dedicó una breve sonrisa y desapareció en su cuarto. ¿Se había sonrojado Winsome un poco? Los latidos del corazón se le habían acelerado. Maldita sea, estaba portándose como un novato. Se levantó.

—¿Podemos seguir hablando de esto? —dijo—. Aunque sólo sea charlar.

—Si sirve de ayuda —sonrió ella sin creérselo ni por un instante—. ¿Y qué es eso del contrato con McClintic? No me digas que Outlandish va a sacar ahora discos normales. ¿Qué estás buscando?, ¿religión?

—Si lo hiciera —le dijo Roony—, sería lo único que estoy consiguiendo.

Se fue andando de vuelta a su apartamento atravesando el Riverside Park, preguntándose si había hecho bien. Quizás, se le ocurrió, Rachel pensara que era detrás de ella de quien andaba, y no de su compañera de cuarto.

Al llegar a su casa encontró a Profane hablando con Mafia. «¡Cielos!», pensó, «lo único que quiero es dormir». Se fue a la cama, se colocó en posición fetal y enseguida, extrañamente, se quedó dormido.

—Y dices que eres mitad judío y mitad italiano —estaba diciendo Mafia en el otro cuarto—. Qué papel más divertido: como Shylock, non è vero? ¡ja, ja! Hay un actor que va por el Rusty Spoon y dice que es un judío armenio irlandés. Tenéis que conoceros.

Profane decidió no discutir. Así que todo lo que dijo fue:

—Es probable que esté bien ese sitio, ese Rusty Spoon. Pero se sale de mi clase.

—Sandeces —dijo ella—. Clase. La aristocracia reside en el alma. Puede que seas descendiente de reyes. ¡Quién sabe!

«Sí que lo sé», pensó Profane. «Soy descendiente de desgraciados, Job fundó mi estirpe». Mafia llevaba un vestido de un tejido de malla que se transparentaba. Estaba sentada con la barbilla apoyada en las rodillas, de forma que la parte inferior de la falda caía al suelo. Profane se dio media vuelta en el suelo y quedó tumbado boca abajo. «Bien, esto será interesante», pensó. Ayer Rachel le había llevado de la mano hasta allí donde encontraron a Charisma, Fu y Mafia jugando en el suelo del cuarto de estar a una especie de marro australiano.

Mafia había reptado hasta quedar tendida paralelamente a Profane. Al parecer había pensado en jugar a tocarse con la nariz. «Muchacho, te juego lo que quieras a que cree que es muy astuto», pensó. Pero Fang, el gato, saltó colocándose entre ellos. Mafia se tumbó de espaldas y comenzó a hacer cosquillas al gato y a balancearlo en el aire. Profane se fue a la nevera por más cerveza. Entraron Pig Bodine y Charisma, cantando una canción de borrachos:

Hay bares de enfermos en todas las ciudades de América,

donde la gente enferma puede pasarse las horas del día.

Se puede follar en el suelo en Baltimore,

hacer escenas freudianas en Nueva Orleans,

hablar del Zen y de Beckett en Keokuk, Ioway.

Hay máquinas exprés en Terre Haute, Indiana

que es un vacío cultural si alguna vez hubo un vacío,

pero aunque he arrastrado el culo desde Boston, Massachusetts,

hasta el océano Pacífico,

el Rusty Spoon sigue siendo el bar para mí,

el Rusty Spoon es el único sitio para mí.

Era como traerse un poquito de aquel lugar de reunión e introducirlo entre las decorosas fachadas de Riverside Drive. Pronto, sin que nadie se diera cuenta, empezó la fiesta. Fu llegó, cogió el teléfono y comenzó a llamar a varias personas. Milagrosamente aparecieron chicas en la puerta de entrada que había quedado abierta. Alguien encendió la radio en FM, alguien más salió a buscar cerveza. El humo de los cigarrillos comenzó a quedar suspendido del bajo techo en oscuros estratos. Dos o tres miembros apartaron a Profane en un rincón e iniciaron su adoctrinamiento en los modos y maneras de la Dotación. Él les dejó decir la lección y bebió cerveza. Pronto estaba borracho y era de noche. Se acordó de poner el despertador, encontró un rincón desocupado y se echó a dormir.

4

Aquella noche, 15 de abril, en su discurso del Día de la Independencia, David Ben-Gurion advirtió a su país que Egipto planeaba masacrar a Israel. Desde el invierno se venía gestando la crisis en Oriente Medio. El 19 de abril entró en vigor un alto el fuego entre los dos países. El mismo día Grace Kelly se casaba con el príncipe de Mónaco Rainiero III. Así iba transcurriendo la primavera, las grandes corrientes y los pequeños remolinos acababan por igual siendo titulares de prensa. La gente leía las noticias que quería y cada uno construía, de acuerdo con la información, su propia madriguera de ratas y privado concejo con los jirones y pajitas de la historia. Sólo en la ciudad de Nueva York había, haciendo una estimación aproximada, cinco millones de estas madrigueras, hogares de rata o concejos particulares diferentes. Sabe Dios lo que ocurría en la mente de los ministros, los jefes de Estado y los funcionarios públicos de las capitales del mundo. Sin duda sus versiones particulares de la historia se traslucirían en sus actos. Si entre ellos se daba la tipología normal, ciertamente así debía ser.

Stencil se apartaba del esquema general. Funcionario público sin escalafón, arquitecto a su pesar de intrigas y conferencias secretas, se habría inclinado, como su padre, a la acción. Pero, en vez de ello, pasaba los días en un vago estado vegetativo, hablando con Eigenvalue, esperando a que Paola revelara cómo encajaba ella en este gran pilar gótico de inferencias que iba creando con arduo trabajo. Desde luego tenía también sus «indicios» que seguía ahora lánguidamente y sólo a medias interesado, como si hubiera al fin y al cabo algo más importante que debía estar haciendo. Lo que esta misión fuera a ser no se le patentizaba, sin embargo, con más claridad que la forma última de su estructura en V… Desde luego no con mayor claridad que la razón por la cual, en primer lugar, iniciara la persecución de V. Sentía («por instinto» decía él) cuándo un pedazo, una unidad de información era útil y cuándo no; cuándo había que abandonar un indicio y cuándo había que seguirle la pista hasta el rastro inevitablemente sinuoso. Como es natural, con impulsos tan intelectualizados como los de Stencil, no puede hablarse en absoluto de instinto; su obsesión era, con toda seguridad, adquirida: ¿en qué punto de su trayectoria?, ¿y cómo demonios? A menos que Stencil fuera meramente, como él insistía que era, el hombre del siglo, cosa que de hecho no existe en la naturaleza. Resultaría sencillo en la jerga del Rusty Spoon llamarle hombre contemporáneo en busca de su identidad. Muchos de ellos ya habían decidido que ése era su problema. La dificultad residía en que Stencil poseía todas las identidades que le permitieran desenvolverse convenientemente en el momento preciso: era meramente «El que busca a V.» (y cualesquiera personificaciones que ello pudiera significar), y ella no era más su propia identidad que la de Eigenvalue, el dentista del alma, o cualquier otro miembro de la Dotación.

El asunto, no obstante, conllevaba una interesante nota de ambigüedad sexual. Menuda broma si al final de esta búsqueda acababa encontrándose de bruces consigo mismo, aquejado de una especie de travestismo anímico. ¡Cómo reiría sin parar la Dotación! En verdad no sabía de qué sexo podría ser V., ni siquiera de qué especie y género. Continuar suponiendo que Victoria, la muchacha turista, y Verónica, la rata de alcantarilla, eran una y la misma V., no era en absoluto poner en juego ninguna metempsícosis que valiera sino, únicamente, afirmar que la presa perseguida por Stencil cuadraba con «El grande único», con el maestro del siglo de la cábala, del mismo modo que había encajado Victoria en el complot de Vheissu o Verónica en el nuevo orden de las ratas. Si era un hecho histórico quería decir que continuaba activa aún hoy y en ese mismo momento, porque el «Complot que no tiene nombre», el complot último, no había tenido todavía lugar, aun cuando V. pudiera ser algo de condición más femenina que otras cosas a las que puede aplicarse tal género, como una nave velera o una nación.

A principios de mayo Eigenvalue presentó a Stencil y a Bloody Chiclitz, presidente de Yoyodyne, Inc., empresa con fábricas repartidas al alimón por todo el país y con tantos contratos del gobierno que realmente no sabía qué hacer con muchos de ellos. Al final de los años cuarenta Yoyodyne navegaba cómodamente con viento suave con el nombre de Chiclitz Toy Company (Compañía de Juguetes Chiclitz) con una diminuta tiendecita en las afueras de Nutley, Nueva Jersey, que proporcionaba independencia a su propietario. Por la razón que fuere los niños de América concibieron por aquellos años un deseo insaciable, simultáneo y psicopático de giróscopos sencillos, de ese tipo que se pone en movimiento mediante una cuerdecita atada al eje giratorio, algo así como una peonza. Chiclitz, reconociendo en este fenómeno un mercado potencial, decidió expandirse. Iba camino de acaparar el mercado de giróscopos de juguete cuando pasó por su tienda un grupo de escolares que iban de excursión y señalaron que estos juguetes funcionaban sobre la base del mismo principio que la brújula giroscópica o giróscopo direccional.

—¿Que qué? —dijo Chiclitz.

Los chavales le explicaron lo que eran los giróscopos direccionales, los giróscopos que miden la velocidad angular de viraje y los giróscopos libres. Chiclitz recordaba vagamente haber leído, en una revista dedicada al comercio, que el gobierno mantenía en el mercado una constante demanda de estos aparatos. Los utilizaban en los barcos, en los aviones y, últimamente, en los misiles o proyectiles dirigidos.

«Bueno», se dijo Chiclitz, «¿y por qué no?».

Se decía por aquel entonces que abundaban las oportunidades en este campo para las pequeñas empresas. Chiclitz comenzó a fabricar giróscopos para el gobierno. Antes de darse cuenta de ello se había metido también en el campo del instrumental telemétrico, en el de elementos para equipos de ensayo y verificación, y en el de pequeños equipos de comunicación. Siguió ampliando, comprando, fusionando. A la sazón, menos de diez años después, había levantado un reino de empresas vinculadas entre sí a través de sus consejos de administración que abarcaba la dirección de sistemas, estructuras completas de aviones, propulsión, sistemas de gobierno por señales electrónicas, equipo de apoyo terrestre. Dyne —le dijo un ingeniero recién contratado— era la palabra inglesa que designaba la dina, una unidad de fuerza. Así pues, para simbolizar los humildes comienzos del imperio Chiclitz y dar al mismo tiempo imagen de fuerza, de carácter emprendedor, de capacidad técnica y de recio individualismo, Chiclitz bautizó a la empresa, Yoyodyne.

Stencil recorrió una de las plantas en Long Island. Entre instrumentos de guerra, razonó, podría muy bien surgir alguna clave aplicable a la cábala. Y así fue. Se internó en una zona de oficinas, tableros de dibujo, clasificadores de planos. Sentado medio oculto tras un bosque de archivadores y, llevándose de vez en cuando a los labios el vaso de papel lleno de café que para el ingeniero de hoy en día constituye prácticamente el uniforme de faena, pronto descubrió Stencil a un caballero de calvicie incipiente y aspecto porcino, con traje de corte europeo. El nombre del ingeniero en cuestión era Kurt Mondaugen y había trabajado, sí, en Peenemunde, en el desarrollo de la Vergeltungswaffe Eins y Zwei. ¡La inicial mágica! Pronto cayó la tarde y Stencil concertó una cita con él para reanudar la conversación.

Aproximadamente una semana más tarde, en una de las habitaciones laterales apartadas del Rusty Spoon, sobre una abominable imitación de la cerveza de Múnich, Mondaugen fue devanando sus recuerdos de juventud en África Sudoccidental.

Stencil escuchó con atención. La narración en sí y las preguntas posteriores no les llevaron más de treinta minutos. Y, sin embargo, el miércoles siguiente por la tarde, cuando Stencil se la contó a su vez, la historia había sufrido considerables cambios: había sido, por decirlo en expresión de Eigenvalue, «stencilada».

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