V.

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9. La historia de Mondaugen

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Al instante él gritó:

—¡No! No, yo estuve allí. —Luego, moviendo la cabeza con dificultad para encararse con ella—: Yo no le conté nada sobre Vheissu, ¿verdad?

—Pues claro que me contó.

—Apenas yo mismo me acuerdo de Vheissu.

—Yo sí. Lo he recordado para nosotros.

—«He recordado» —repitió él y un ojo le latió brevemente. Pero el ojo se calmó y él siguió divagando—. Si algo me dio mi Vheissu fue el tiempo, el Polo, el servicio… Pero todo nos lo han quitado, me refiero al ocio y la compasión. Está de moda decir que fue la guerra. Como quiera. Pero Vheissu se ha ido y es imposible recuperarlo, junto con tantos chistes, canciones, «entusiasmos» de los viejos tiempos. Y la clase de belleza que se disfrutaba en Cleo de Mérode, o Eleonora Duse. La forma en que aquellos ojos miraban hacia abajo en las esquinas; la increíble extensión de los párpados por encima, como viejo pergamino… Pero usted era demasiado joven, no podrá recordarlo.

—Paso de los cuarenta —sonrió Vera Meroving— y claro que recuerdo. También yo tuve a la Duse. Me la dio de hecho el hombre que la dio a Europa, hace más de veinte años, en Il Fuoco. Estábamos en Fiume. Otro asedio. Las Navidades penúltimas, él las llamaba Navidades de sangre. Me la dio en forma de recuerdos, en su palacio, mientras el Andrea Doria lanzaba granadas sobre nosotros.

—Iban al Adriático de vacaciones —dijo Godolphin con una sonrisa boba, como si el recuerdo fuera suyo—; él, desnudo, se adentraba con su alazán en el mar mientras ella esperaba en la playa…

—No —de repente y sólo por un momento, con saña—, ni vendió sus joyas para evitar la venta de la novela donde ella era la heroína ni utilizaba el cráneo de una virgen como copa de amor, nada de eso es verdad. Ella tenía más de cuarenta y estaba enamorada, y él le hizo daño. Hizo todo cuanto pudo para hacerle daño. Eso fue todo lo que pasó.

—¿No estábamos por entonces los dos en Florencia? Mientras, él escribía la novela sobre su aventura. ¡Cómo íbamos a poder evitarlos! Y, sin embargo, siempre pareció que yo lo echaba de menos. Primero en Florencia, luego en París justamente antes de empezar la guerra, como si hubiera estado condenada a esperar hasta que él alcanzara su momento supremo, el punto culminante de su virtud: ¡Fiume!

—En Florencia… nosotros… —extrañada, débil.

Ella se echó hacia adelante, como indicando que le gustaría ser besada.

—¿No lo comprende? Este asedio. Es Vheissu. Ha ocurrido por fin.

De pronto se produjo uno de esos irónicos cambios en los que, el que se ha mostrado débil por un momento toma la iniciativa, y el que atacaba se ve forzado, en el mejor de los casos, a una maniobra de resistencia. Mondaugen, que les observaba, lo atribuyó menos a una lógica interna de su discusión que a la virilidad latente en el anciano que, en contingencias como ésas, disimulaba los lacerantes acosos de la edad.

Godolphin se rió de ella.

—Ha habido una guerra, Fräulein. Vheissu era un lujo, una indulgencia. No podemos ya permitirnos cosas semejantes a Vheissu.

—Pero su necesidad —protestó ella—, el vacío dejado. ¿Qué puede llenarlo?

Él irguió la cabeza y le dirigió una mueca risueña.

—Lo que ya está llenándolo. La realidad. Desgraciadamente. Ahí tiene su amigo D’Annunzio. Nos guste o no, esa guerra ha destruido cierta clase de intimidad, quizás la intimidad del sueño. Nos ha inducido como a él a elaborar angustias de las tres en punto, excesos del carácter, alucinaciones políticas aplicadas a una masa viva, a una población humana real. La discreción, el sentido de la comedia que rodeó el asunto de Vheissu ya no están con nosotros, nuestros Vheissus ya no son nuestros, ni siquiera quedan limitados a un círculo de amigos; son propiedad pública. Sabe Dios lo que el mundo tendrá que ver aún, o a qué extremos llegará. Es una lástima; y a mí sólo me queda alegrarme de no tener que vivir en él mucho tiempo más.

—Es usted un caso notable —fue todo lo que ella dijo; y después de aplastar con una piedra la cabeza a un curioso pez de oro, dejó solo a Godolphin.

Cuando se hubo marchado, éste dijo:

—Simplemente crecemos. En Florencia, a la edad de cincuenta y cuatro años, era un joven impetuoso. De haber sabido que la Duse se encontraba allí, su amigo el poeta podría haber encontrado un competidor peligroso, ¡ja, ja, ja! El único problema es que ahora, cuando me aproximo a los ochenta, no hago más que descubrir que esa maldita guerra ha envejecido al mundo más que a mí. El mundo desaprueba ahora que la juventud se mueva en un vacío, insiste en que hay que ocuparse de la juventud, utilizarla, explotarla. Ya no hay tiempo para travesuras. Y no hay más Vheissus. En fin y, con melodía de un foxtrot pegadizo, bastante sincopado, cantó:

Hubo un tiempo en que podíamos flirtear y acaramelarnos

allí junto al mar del verano.

Tu tía Ifigenia encontraba extravagante

vernos robar un beso en el Paseo, ¡oh!,

tú no pasabas de los diecisiete,

te encontraba bonita con tu sombrilla.

¡Ah, si pudiéramos volver a aquella temporada de luz!,

con nuestro amor juvenil elevándose como un alegre cometa de verano,

cuando aún no era tiempo de pensar en el otoño, o en la noche;

allí junto al mar del verano.

(Aquí hizo Eigenvalue su única interrupción:

—¿Hablaban en alemán? ¿En inglés? ¿Por entonces sabía Mondaugen inglés? —Previniendo una explosión nerviosa de Stencil—: Sólo me parece extraño que recordara una conversación sin nada de particular, y mucho menos de esa manera tan detallada, treinta y cuatro años más tarde. Una conversación que no significaba nada para Mondaugen y, en cambio, lo significaba todo para Stencil.

Stencil, callado, chupaba la pipa y observaba al psicoodontólogo; de vez en cuando, a través de las bocanadas de humo blanco, le aparecía, enigmática, una mueca hacia uno de los lados de la boca. Por fin:

—Fue Stencil quien lo llamó serendipity, no él. ¿Lo entiende? Naturalmente que lo entiende. Pero quiere oírselo decir a Stencil.

—Lo único que entiendo —dijo Eigenvalue con marcada lentitud— es que su actitud hacia V. debe de tener más facetas de las que usted está dispuesto a admitir. Es lo que los psicoanalistas solían llamar ambivalencia, y lo que nosotros ahora llamamos simplemente configuración heterodóntica.

Stencil no respondió; Eigenvalue se encogió de hombros y le dejó que continuara).

Por la noche se puso una ternera asada sobre una larga mesa en el comedor. Los huéspedes cayeron ebrios sobre ella, arrancando con las manos trozos de carne elegidos, manchando de salsa y grasa las prendas que llevaban puestas. Mondaugen sentía su habitual falta de ganas de volver a su trabajo. Recorrió pasillos alfombrados de carmesí, llenos de espejos, vacíos, mal iluminados, sin ecos. Se sentía esa noche un poco disgustado y deprimido sin que fuera capaz de decir exactamente por qué. Quizás porque había comenzado a detectar idéntica desesperación en la fiesta del asedio de Foppl, que la que había en Múnich durante el Fasching; pero sin una clara razón porque aquí, al fin y al cabo, había abundancia y no depresión, lujo y no la diaria lucha por la vida; sobre todo había, posiblemente, pechos y nalgas que podían pellizcarse.

Sin darse cuenta pasó junto al cuarto de Hedwig. Tenía la puerta abierta. Estaba sentada delante del espejo de la coqueta arreglándose los ojos.

—Entre —lo llamó—, no se quede ahí espiando.

—Sus ojitos tienen un aspecto tan anticuado…

—Herr Foppl ha ordenado a todas las señoras que se vistan y se maquillen como lo habrían hecho en 1904 —soltó una risita—. Yo ni había nacido en 1904, así que no debería ponerme nada. —Soltó otra risita—. Pero después de todo el trabajo que me he dado depilándome las cejas para parecerme a la Dietrich… Ahora tengo que pintármelas de nuevo como grandes alas oscuras y afinarlas en los dos extremos; ¡y tanto lápiz! —imitó un puchero—. Espero que nadie me parta el corazón, Kurt, porque las lágrimas echarían a perder estos ojos a la antigua.

—¡Ah, entonces tiene corazón!

—Por favor, Kurt, he dicho que no me haga llorar. Venga: me puede ayudar a arreglarme el pelo.

Al levantarle de la nuca los pesados y pálidos bucles vio, a unos cinco centímetros uno de otro, dos anillos paralelos de piel recientemente excoriada que le rodeaban el cuello. Si su sorpresa se comunicó a través del pelo de Hedwig por algún movimiento de sus manos, ella no dio la menor señal de haberlo advertido. Entre los dos levantaron el pelo en una especie de complicado moño de rizos y lo sujetaron con una cinta de satén negro. Alrededor del cuello, para taparse las excoriaciones, se ató un fino collar de cuentas de ónice, dejando que otras tres o cuatro vueltas cayeran sueltas sobre sus pechos.

Mondaugen se inclinó para besarle un hombro.

—No —se quejó y se puso frenética; cogió un frasco de agua de colonia, se lo volcó encima de la cabeza, se levantó de la coqueta y golpeó a Mondaugen en el mentón con el hombro que intentaba besarle.

Mondaugen, derribado, perdió el conocimiento durante una fracción de segundo, y lo recuperó justo a tiempo de verla salir por la puerta bailando sobre un pie y luego sobre el otro, mientras cantaba Auf dem Zippel-Zappel-Zeppelin, melodía popular a principios de siglo.

Salió al corredor: se había evaporado. Seductor fracasado, Mondaugen se dirigió a su torrecilla, a su oscilógrafo, y a los consuelos de la ciencia, que son glaciales y escasos.

Llegó hasta una gruta decorativa, situada en las mismas entrañas de la casa. Allí Weissmann, con su uniforme completo, se abalanzó sobre él desde detrás de una estalagmita.

—¡Upington! —gritó.

—¿Eh? —preguntó Mondaugen parpadeando.

—Es usted un tipo frío. Los traidores profesionales siempre son así de fríos —manteniendo la boca abierta, Weissmann olfateó el aire—. ¡Oh, cielos! ¿No huele a ratón? —los cristales de sus gafas destellaron.

Mondaugen, todavía atontado y envuelto en un miasma de colonia, no quería más que irse a dormir. Intentó forzar el paso que le cortaba el irritado teniente, con el extremo más grueso de un sjambok.

—¿Con quién ha estado en contacto en Upington?

—¿Upington?

—Tiene que ser Upington. Es la ciudad grande de la Unión que cae más cerca. No cabe esperar de los agentes operativos ingleses que abandonen las comodidades de la civilización.

—No conozco a nadie en la Unión.

—Cuidado cómo responde, Mondaugen.

Por fin cayó en la cuenta de que Weissmann debía de estar hablando del experimento de los sferics.

—No puede transmitir —gritó—. Si supiera usted algo se daría cuenta de ello inmediatamente. Es sólo para recibir, necio.

Weissmann lo favoreció con una sonrisa.

—Acaba de declararse usted convicto. Le envían instrucciones. Puede que yo no sepa electrónica, pero soy capaz de reconocer los garabatos de un mal criptoanalista.

—Si es usted capaz de hacerlo mejor, bienvenido —suspiró Mondaugen. Le habló a Weissmann de su capricho, el «código».

—¿Se refiere usted a eso? —dijo de modo brusco, casi infantil—. ¿Me dejará ver lo que ha recibido?

—Es evidente que ya lo ha visto usted todo. Pero nos acercará tanto más a una solución.

No tardó en ver a Weissmann riendo tímidamente.

—¡Oh, oh, ya veo! Es usted ingenioso. Sorprendente. ¡Ja, ja, ja! Ha sido necio por mi parte, ya ve. Le pido disculpas.

Con súbita inspiración, Mondaugen musitó:

—Estoy escuchando sus pequeñas emisiones.

Weissmann frunció el ceño.

—Eso es lo que acabo de decir.

Mondaugen se encogió de hombros. El teniente encendió una lámpara de aceite de ballena y ambos partieron hacia la torrecilla. Mientras ascendían por un corredor inclinado, en la gran villa resonaba una risa ensordecedora. Mondaugen sintió que el letargo se apoderaba de él, a sus espaldas la linterna se rompió. Se volvió y vio a Weissmann envuelto en llamitas azules y brillantes fragmentos de vidrio.

—El lobo de la playa —fue todo lo que Weissmann consiguió decir.

Mondaugen tenía brandy en su habitación, pero el rostro de Weissmann siguió del color de la ceniza de cigarro. No habló. Se emborrachó y no tardó en quedarse dormido en la silla.

Mondaugen trabajó en el código hasta la madrugada sin llegar, como de costumbre, a ninguna parte. Se quedaba dormido y le volvían a despertar los breves sonidos cloqueantes procedentes de los altavoces. A Mondaugen, medio en sueños, le sonaban como aquella otra risa escalofriante y le costaba volver a dormirse. Pero seguía durmiéndose a intervalos.

Fuera, en algún lugar de la casa (aunque puede que también esto lo soñara) un coro empezó a cantar Dies irae en canto llano. El coro se hizo tan fuerte que despertó a Mondaugen. Irritado, fue tambaleándose hasta la puerta y salió para decirles que se callaran.

Una vez pasados los almacenes, encontró los corredores adyacentes brillantemente iluminados. En el suelo blanqueado vio un rastro de gotas de sangre todavía húmedas. Intrigado, lo siguió. La sangre le llevó quizás cincuenta metros a través de cortinajes y doblando esquinas, hasta lo que debía de haber sido una forma humana, que yacía cubierta con un viejo trozo de lona de vela y que bloqueaba el paso. Más allá de la forma yacente, el suelo del corredor brillaba blanco y sin sangre.

Mondaugen tomó impulso, saltó limpiamente por encima de lo que quiera que fuese, y prosiguió casi al trote. Finalmente se encontró a la entrada de una galería de retratos que una vez atravesaran bailando Hedwig Vogelsang y él. Todavía le daba vueltas en la cabeza la colonia de ella. Hacia la mitad de la galería, iluminado por un candelabro contiguo, vio a Foppl, vestido con su viejo uniforme de soldado raso y puesto de puntillas para besar uno de los retratos. Cuando se fue, Mondaugen miró la chapa de latón del marco para verificar su sospecha. Era en efecto Von Trotha.

—Sentía amor por aquel hombre —había dicho—. Nos enseñó a no tener miedo. Es imposible describir la repentina sensación de libertad; el confort, el lujo; cuando uno sabía que podía olvidar todas las lecciones que hubo que aprenderse de memoria sobre el valor de la dignidad de la vida humana. En el Realgymnasium tuve una vez el mismo sentimiento cuando nos dijeron que no seríamos responsables en el examen, de todas las fechas históricas que nos habíamos pasado semanas enteras memorizando…

»Hasta que lo hicimos, nos habían enseñado que era malo. Pero una vez que lo hubimos hecho, venía la lucha: admitirte a ti mismo que realmente no tiene nada de malo. Que como el sexo prohibido, resulta placentero.

Se oyó un arrastrar de pies detrás de él. Mondaugen se volvió; era Godolphin.

—Evan —suspiró el anciano.

—Perdón.

—Soy yo, hijo. El capitán Hugh.

Mondaugen se aproximó, pensando que posiblemente a Godolphin le engañaban sus ojos. Pero era mayor la perturbación que le aquejaba. En cuanto a los ojos no había en ellos nada de particular, salvo las lágrimas.

—Buenos días, capitán.

—No necesitas seguir escondiéndote, hijo. Ella me lo ha dicho; lo sé; está bien. Puedes volver a ser Evan. Tu padre está aquí —el anciano le agarró el brazo por encima del codo y sonrió animosamente—. Hijo. Ya es hora de que volvamos a casa. ¡Santo Dios, hemos estado tanto tiempo lejos! Ven.

Tratando de ser gentil, Mondaugen dejó que el capitán de marina le marcara el rumbo por el corredor.

—¿Quién se lo ha dicho?

—Dijo que «ella».

Godolphin se tornó impreciso.

—La chica. Tu chica. ¿Cómo se llama?

Transcurrió un minuto antes de que Mondaugen recordara lo suficiente de Godolphin para preguntar, con cierta sensación de alarma:

—¿Qué es lo que le ha hecho ella?

La pequeña cabeza de Godolphin asintió, se frotó con el brazo de Mondaugen.

—Estoy tan cansado…

Mondaugen se agachó y cogió en brazos al anciano, que parecía pesar menos que un niño, y lo transportó así a lo largo de las blancas rampas —entre espejos y por delante de tapices, entre docenas de vidas diversas que este asedio había puesto en sazón y cada una de las cuales se escondía detrás de una pesada puerta—, subiendo por toda la enorme casa hasta su torrecilla. Weissmann seguía aún roncando en la silla. Mondaugen dejó al anciano encima de la cama circular, le cubrió con una colcha de satén negro. Y de pie junto a él cantó:

Sueña esta noche con colas de pavo real,

campos de diamantes y ballenas surtidor.

Los males son muchos, las bendiciones pocas,

pero esta noche te albergarán los sueños.

Deja que el ala chirriante del vampiro

oculte las estrellas mientras los banshees cantan;

deja que los ghouls engullan toda la noche;

los sueños te guardarán salvo y fuerte.

Esqueletos de dientes venenosos,

levantados del mundo de allá abajo,

ogro, gigante, loup-garou,

fantasma sanguinario que se parece a ti,

sombra en la sombra de la ventana

arpías en una correría nocturna,

duendes en busca de tiernas presas,

los sueños los harán huir a todos.

Los sueños son como un manto mágico

tejido por un pueblo fantástico,

que te cubren de los pies a la cabeza,

y te guardan de los vientos y calamidades.

Y si el Angel llegara esta noche

para arrastrar tu alma lejos de la luz,

santíguate y mira a la pared:

los sueños no te servirán de nada.

Fuera volvió a aullar el lobo de la costa. Mondaugen ahuecó un saco de ropa sucia para convertirlo en almohada, apagó la luz y, temblando, se echó a dormir sobre la alfombra.

3

Pero su comentario musical sobre los sueños no había incluido lo que resultaba evidente y para él quizás indispensable: que si los sueños son solamente sensaciones de la vigilia que primero se almacenan y, sobre los que después se opera, los sueños de un voyeur nunca pueden ser suyos. Cosa que quedó enseguida demostrada, de forma no demasiado sorprendente, como su creciente incapacidad para distinguir a Godolphin de Foppl: podía ser o no que Vera Meroving contribuyera a ello, y puede que en parte fuera soñado. Ahí, precisamente, residía la dificultad. Por ejemplo, era completamente incapaz de determinar el origen de esta declaración:

… Tantas sandeces soltadas acerca de la inferior posición de su cultura y acerca de nuestra Herrschaft,[30] aunque eso quedara para el káiser y los empresarios de nuestro país; aquí no lo creía nadie, ni siquiera nuestro alegre Lotario (como llamábamos al general). Seguramente eran tan civilizados como nosotros, no soy antropólogo y en todo caso no se pueden establecer comparaciones: eran un pueblo agrícola y de pastores. Amaban a su ganado como quizás nosotros amamos los juguetes desde la infancia. Bajo la administración de Leutwein se les arrebató el ganado, que se entregó a los colonos blancos. Claro está que los hereros se rebelaron, aunque quienes en realidad empezaron fueron los hotentotes bondelswaartz porque su jefe, Abraham Christian, había muerto en Warmbad. Nadie está seguro de quién fue el que disparó primero. Es una vieja disputa: ¿quién sabe?, ¿a quién le importa? Había saltado la chispa, se nos necesitaba y vinimos.

Foppl. Quizás.

Pero lo que sí comenzaba por fin a perfilarse para Mondaugen era su «conspiración» con Vera Meroving. Al parecer deseaba a Godolphin, por razones sobre las que él sólo podía hacer conjeturas, aunque su deseo parecía surgir de una sensualidad nostálgica cuyos apetitos nada sabían en absoluto de pasión ni de fogosidad; por el contrario pertenecían enteramente a la estéril intangibilidad del recuerdo. Era evidente que sólo había necesitado a Mondaugen para hacerlo aparecer como el hijo de antaño (era una suposición cruel que tendría que asumir), a fin de debilitar a su presa.

No sin razón habría usado asimismo a Foppl —quizás para sustituir al padre como creía haber sustituido al hijo—; a Foppl, demonio de la fiesta del asedio, que de hecho comenzaba a apretar más y más al grupo de invitados para prescribir su sueño común. Quizás fuera Mondaugen el único que escapaba a él gracias a sus peculiares hábitos de observación. Así, en un pasaje (recuerdo, pesadilla, devaneo, divagación, cualquier cosa) que era ostensiblemente de su anfitrión, pudo Mondaugen observar por fin que, aunque los acontecimientos pertenecían a Foppl, la generosidad fácilmente pudiera ser la de Godolphin.

Nuevamente una noche oyó aproximarse el Dies irae —o algún otro cántico extranjero cantado—, a varias voces hasta el límite de su zona neutral de estancias vacías. Sintiéndose invisible, se deslizó fuera para ver sin ser visto. Parecía ser que su vecino, un mercader de Milán de edad avanzada, se había desvanecido como consecuencia de un ataque al corazón, y se fue apagando hasta morir. Los otros, jaraneros, organizaron un velorio. Ceremoniosamente amortajaron el cuerpo con sábanas de seda que quitaron de su cama, pero antes de que fuera cubierto el último destello de carne muerta, Mondaugen pudo ver en una rápida y furtiva mirada, la decoración de surcos y el pobre tejido cicatrizado, cercenado en la flor de la edad. Sjambok, makoss, fusta de pollino… algo largo capaz de cortar.

Llevaron el cadáver hasta un foso para tirarlo dentro. Uno de ellos se quedó atrás.

—Así que él se queda en su habitación —comenzó ella.

—Por elección.

—No tiene elección. Tiene usted que hacerlo ir.

—Será usted quien tenga que hacer que se vaya, Fräulein.

—Entonces, lléveme hasta él —casi impertinente.

Sus ojos, ribeteados de negro de acuerdo con el 1904 de Foppl, necesitaban algo menos hermético que ese corredor vacío para enmarcarlos: fachada de palazzo, plaza de provincia, explanada en el invierno… y, sin embargo, más humano, quizás más humorístico que, digamos, el Kalahari. Era su incapacidad de quedar en reposo en ningún sitio dentro de extremos plausibles, su incesante y nervioso estado de movimiento, semejante al tintinear de la bola en los radios de la ruleta en busca de un compartimento aleatorio, pero teniendo sentido, habiéndolo tenido al final, únicamente como la incertidumbre dinámica que era, eso que molestaba a Mondaugen lo suficiente como para ponerse ceñudo y silencioso, y acabar diciendo, con una cierta dignidad: No, volveos, dejadla allí y volved a vuestros sferics. Ambos sabían que ese gesto no era en absoluto definitivo.

Encontrada la triste imitación de un hijo descarriado, Godolphin no quería ni pensar en volver a su habitación. Uno de los dos había engañado al otro. El viejo marino dormía, se amodorraba, hablaba. Dado que había «encontrado» a Mondaugen sólo después de que ella hubiera iniciado ya sobre él un programa de adoctrinamiento que más le valdría a Mondaugen no sospechar, no había modo de determinar con certeza, a posteriori, si el propio Foppl no habría ido allí a contar historias de cuando, años atrás, era soldado.

Dieciocho años atrás, todos estaban en mejor estado. Podía apreciarse cómo sus brazos y muslos se habían vuelto fláccidos; así como la capa de grasa que le rodeaba el cuerpo. El pelo comenzaba a caérsele. Le estaban saliendo tetas, lo que también le servía de recordatorio de cuando por primera vez llegó a África. Les habían puesto a todos las vacunas en ruta contra la peste bubónica; el médico de a bordo te pinchaba con una tremenda aguja en el músculo junto a la tetilla izquierda y, durante una semana o así, se hinchaba. Tal como suele hacerlo la tropa cuando no hay gran cosa que hacer, se divertían desabrochándose la parte superior de la camisa, exponiendo con ademán mojigato la nueva adquisición feminoide.

Más tarde, cuando se metieron en pleno invierno, el sol les clareó el pelo y les tostó la piel. El chiste permanente era: «No te cruces conmigo si no vas de uniforme, no vaya a ser que te confunda con un negrazo». Y esa «confusión» se produjo más de una vez. Sobre todo en los alrededores de Waterberg, recordaba, cuando andaban a la caza de hereros persiguiéndolos hasta la selva y el desierto, y había un puñado de soldados impopulares —¿reacios?—, humanitarios. Te andaban jodiendo de tal modo con sus críticas y sermones que acababas esperando que… Hasta qué punto había sido una «confusión» es un asunto que quedó por averiguar, es todo lo que Foppl decía. Para él, aquellos corazones blandengues no eran mucho mejor que los nativos.

La mayor parte del tiempo, gracias a Dios, estabas entre los tuyos: compañeros que sentían de la misma manera, que no iban a venirte con coñas, hicieras lo que hicieras. Cuando un tío quiere dárselas políticamente de moral, te habla de la hermandad entre los hombres. En el campo de batalla es donde la había. No sentías vergüenza. Por primera vez en veinte años de estarte educando para que te sintieras culpable, para que sintieras una culpa que en realidad no significaba nada, que se la habían inventado entre la Iglesia y los civiles emboscados; después de veinte años, llegar y no sentirte avergonzado de nada. Que cogieras y, antes de destriparla o lo que fueras a hacer con ella, pudieras tirarte a una muchacha herero delante de los ojos de tu oficial superior y no por eso se te arrugara. Y que hablaras con ellas antes de matarlas sin poner ojos de cordero, ni ponerte nervioso, ni que te entrara ese calor ni ese hormigueo que te entra cuando te da apuro hacer algo…

Sus esfuerzos por descifrar el código no conseguían contener el crepúsculo de ambigüedad que se echaba poco a poco sobre su habitación conforme el tiempo, inevitablemente, transcurría. Cuando se presentaba Weissmann a preguntar si podía ayudarle, Mondaugen se tornaba hosco.

—¡Afuera! —gruñía.

—Pero íbamos a colaborar.

—Ya sé lo que le interesa a usted —decía Mondaugen con misterio—. Sé la clase de «código» que anda buscando.

—Forma parte de mi trabajo —ponía la cara sincera de chaval de granja, se quitaba los lentes y los limpiaba, con fingida distracción, en la corbata.

—Dígale que no funcionará, que no ha funcionado —dijo Mondaugen.

El teniente, solícito, hizo rechinar los dientes.

—No puedo seguir tolerando sus fantasías por mucho tiempo —trató de explicar—; Berlín está impaciente, no voy a estar poniendo disculpas eternamente.

—¿Acaso trabajo para usted? —gritó Mondaugen—. Scheisse.

Pero esto despertó a Godolphin, que empezó a canturrear unos compases de baladas sentimentales y a llamar a su Evan. Weissmann contempló al anciano con los ojos muy abiertos, mostrando únicamente sus dos incisivos centrales.

—¡Dios mío! —dijo por último, sin tono en la voz; dio media vuelta y se fue.

Pero Mondaugen echó de menos la primera bobina de oscilógrafo; fue lo suficientemente caritativo para preguntar en voz alta «¿Perdida o sustraída?» a sus inertes equipos y a un abstraído capitán de barco, antes de echarle la culpa a Weissmann.

—Debe de haber entrado mientras yo dormía —ni el propio Mondaugen sabía cuándo había sido. ¿Y era la bobina todo lo que se había llevado? Sacudió a Godolphin—: ¿Sabe quién soy yo?, ¿dónde estamos? —y otras preguntas elementales que no debemos hacer, que sólo demuestran el miedo que tenemos ante otro ser hipotético cualquiera.

Miedo tenía y, tal como pudo verse, no sin razón. Porque media hora más tarde, el anciano estaba todavía sentado al borde de la cama estableciendo amistad con Mondaugen, a quien veía por primera vez. Con el tipo de humor negro de la República de Weimar (pero sin ninguno por su parte) se quedó Mondaugen ante la ventana de vidrio de color y se dirigió al veld[31] de la tarde preguntando: ¿era tan afortunado como voyeur? Conforme sus días en la fiesta del asedio se hicieron menos actuales y más contados (aunque no por él) había de preguntarse con exponencial frecuencia quién le había visto en realidad. ¿Uno siquiera? Cobarde como era y, por tanto, un gourmet de las calidades del miedo, se preparó Mondaugen para un exquisito convite sin precedentes. Ese componente no vislumbrado de su menú de angustias adoptó la forma de un dilema sobremanera alemán: si nadie me ha visto ¿estoy en realidad aquí? y, como una especie de entremés: si no estoy aquí ¿de dónde vienen entonces todos estos sueños, si es que son sueños?

Le dieron una encantadora yegua llamada Firelily: ¡cómo adoraba a aquel animal! No había forma de evitar sus corvetas y posturas; era una hembra típica. ¡Cómo brillaban al sol sus flancos y lomos de un oscuro alazán! Cuidaba de que su criado Bastard la tuviera siempre almohazada y limpia. Creía que la primera vez que el general se había dirigido a él directamente había sido para felicitarle por Firelily.

La montó por todo el territorio. Desde el desierto de la costa hasta el Kalahari, desde Warmbad a la frontera portuguesa, Firelily y él, y sus buenos camaradas Schwach y Fleische, corrieron alocadamente sobre arena, piedras, maleza; vadeaban corrientes que en media hora podían pasar de un chorrito de agua a un raudal de kilómetro y medio de ancho. Y siempre, fuera cual fuera la región que hollaran, por entre aquellos rebaños de negros cada vez más mermados. ¿En pos de qué iban? ¿De qué sueño juvenil?

Porque se hacía difícil evitar un sentimiento de impracticabilidad en relación con su aventura. Idealismo, predestinación. Como si los misioneros en primer lugar, luego los mercaderes y mineros, y últimamente los colonos y la burguesía, hubieran tenido todos su oportunidad de algo y hubieran fallado, y ahora le tocara el turno al Ejército. De ir y hacer sus correrías por aquella absurda cuña de tierra alemana entre los dos trópicos, sin ninguna otra razón, aparentemente, que la de darle a la clase de los guerreros su hora, igual que la habían tenido Dios, Mammon, Freyr. A buen seguro no por las habituales razones soldadescas, que aunque eran jóvenes, eso podían comprenderlo. Prácticamente no había nada que saquear; y en cuanto a la gloria, ¿qué gloria había en colgar, aporrear, ensartar con la bayoneta algo que no oponía resistencia? Fue desde el comienzo un espectáculo terriblemente desigual: los hereros no eran ni mucho menos el adversario que le cabe esperar a un joven guerrero. Se sentía engañado, marginado de la vida militar que los carteles le habían mostrado. Sólo una lastimosa minoría de los negros tenía armas, y de éstos, tan sólo una fracción poseía rifles que funcionaran o que dispusieran de munición. El Ejército tenía cañones Maxim y Krupp, y pequeños obuses. Con frecuencia ni siquiera veían a los nativos antes de matarlos; se limitaban a rodear un kopje y a bombardear el poblado, procediendo después a terminar con todos los que hubieran quedado.

Le dolían las encías, se sentía cansado y posiblemente dormía más de lo normal, sea lo que fuere normal. Pero en algún momento determinado estas sensaciones se modularon convirtiéndose en piel amarilla, intensa sed, manchas púrpura planas en las piernas; y su propio aliento le resultaba nauseabundo. En uno de sus momentos de lucidez, diagnosticó Godolphin que aquello era escorbuto, cuya causa era una mala dieta alimenticia (en rigor una dieta apenas existente): había perdido diez kilos de peso desde el comienzo del asedio.

—Necesita frutas y verduras frescas —le informó, preocupado, el viejo lobo de mar—. Debe de haber algo en la despensa.

—¡No, por Dios! —deliraba Mondaugen—, no salga de la habitación. Hienas y chacales campan por sus respetos en esos corredores.

—Trate de estar en la cama tranquilo —le dijo Godolphin—. Yo me las sé apañar. No tardaré nada.

Mondaugen saltó de la cama, pero los fláccidos músculos le traicionaron. El ágil Godolphin desapareció; la hoja de la puerta se cerró. Por primera vez desde que oyera hablar extensamente del Tratado de Versalles, Mondaugen se sorprendió llorando.

Le extraerán los jugos, pensó; acariciarán sus huesos con las garras, olisquearán sobre su hermoso cabello blanco.

El padre de Mondaugen había muerto no hacía tantos años, mezclado de algún modo en la revuelta de Kiel. Que el hijo pensara en él llegado a este punto indicaba tal vez que Godolphin no había sido el único en aquella habitación que «viera» apariciones. Mientras los festejantes se precipitaban como fantasmas hasta la torrecilla supuestamente aislada y la rodeaban, en borroso tumulto, se había hecho cada vez más visible una proyección fija sobre el muro de la noche: Evan Godolphin, a quien Mondaugen no había visto jamás, salvo a través de la incierta fluorescencia de una nostalgia que no quería, una nostalgia que le imponía algo que empezaba a contemplar como una coalición.

No tardó en oír pasos pesados que se aproximaban a través de las regiones exteriores de su Versuchsstelle. «Demasiado pesados», pensó, «para ser los pasos de Godolphin que viniera de vuelta»: así que Mondaugen se limpió una vez más las encías en las sábanas, se dejó caer de la cama y rodó bajo un tapiz-edredón de satén, adentrándose en aquel mundo frío y polvoriento de los viejos chistes burlescos y de muchos desafortunados-amantes-propensos-a-accidentarse en esta vida real. Arrebujado en el cobertor atisbaba y su vista daba directamente a un espejo que abarcaba, más o menos, un tercio de la habitación circular. El picaporte se dio vuelta, se abrió la puerta y entró de puntillas Weissmann, envuelto en un vestido blanco de los años cercanos a 1904 que le llegaba a los tobillos, con cuello, corpiño y mangas fruncidos, cruzó entre las fronteras del espejo y desapareció de nuevo cerca del equipo de los sferics. Repentinamente surgió como la aurora en el altavoz un coro, caótico al principio, pero que acabó por resolverse en un madrigal de las profundidades del espacio para tres o cuatro voces. A las que el intruso Weissmann, fuera de la vista, añadió otra más, en falsetto, para un charlestón en tono menor:

Ahora que acaba de empezar el crepúsculo,

para, mundo,

de dar vueltas;

el cuclillo está en su reloj con faringitis,

así que no puede decirnos qué noche es esta noche.

Ninguno de los demás danzarines tiene

ninguna

respuesta, sino

tú, yo, la noche

y un pequeño sjambok negro…

Cuando Weissmann volvió a aparecer en el espejo, llevaba consigo otra bobina de oscilógrafo. Mondaugen yacía entre las polvorientas criaturas del tapiz, y se sentía demasiado impotente para chillar: «¡Detente, ladrón!». El teniente travesti se había peinado con raya en el medio y untado las pestañas de rímel; las pestañas, al batir contra los cristales de las gafas, dejaban unas barras paralelas de forma que cada ojo se asomaba a través de la reja de su prisión. Al pasar junto al cobertor donde se dibujaba la forma del cuerpo escorbútico que lo acababa de ocupar, Weissmann le dedicó (imaginó Mondaugen) una tímida sonrisa, de soslayo.

Luego desapareció. Muy pronto, las retinas de Mondaugen se retiraron, por un tiempo, de la luz. O es de suponer que lo hicieran; o fue así o Bajo-la-Cama es un país todavía más extraño de lo que han soñado los niños neurasténicos.

Uno podía haber sido perfectamente un picapedrero. Se iba abriendo paso poco a poco, pero la conclusión era irresistible: no matabas, de ninguna manera. La voluptuosa sensación de seguridad, la deliciosa laxitud con la que se entraba en el exterminio, acababa antes o después siendo sustituida por una curiosísima «armonía funcional» —no emoción ya que en parte estaba constituida evidentemente por una ausencia de lo que por lo común llamamos «sentimiento»— se aproximaría más; simpatía operativa.

El primer ejemplo claro de esta experiencia que pudiera recordar, le sobrevino un día durante una expedición de Warmbad a Keetmanshoop. Por alguna razón, que sin duda tenía sentido para las altas jerarquías, el material de que disponía eran partidas móviles de prisioneros hotentotes. El recorrido era de 225 kilómetros y por lo general llevaba de una semana a diez días, más o menos; a ninguno de ellos le gustaban demasiado los pormenores. Un montón de prisioneros moría en ruta, y eso significaba parar toda la expedición, buscar al sargento que llevaba las llaves —que siempre parecía estar varios kilómetros atrás, a la sombra de un kameeldoorn, borracho como una cuba o muy cerca de estarlo—, cabalgar de nuevo hacia adelante, abrir el anillo del cuello del tipo que había muerto; a veces, reorganizar toda la fila para distribuir por igual el peso de la cadena sobrante. No precisamente para hacérselo más llevadero a los prisioneros, sino para no gastar más negros de los que hiciera falta.

Era un día espléndido, diciembre y caluroso; en algún sitio un ave se había vuelto loca con la estación. Firelily, debajo de él, parecía sexualmente excitada, retozaba y corveteaba como si estuviera a lo largo de la línea de marcha, cubriendo cinco kilómetros por cada kilómetro que hacían los prisioneros. Vista lateralmente, la fila tenía siempre un aire medieval: la forma en la que caía la cadena haciendo comba entre los collares de hierro, la fuerza con que el peso tiraba de ellos constantemente hacia la tierra, contrarrestada sólo mientras consiguieran mantener en movimiento las piernas. Detrás iban las carretas de bueyes del ejército, tiradas por los bastards de la tribu leal de Rehoboth. ¿Cuántos son capaces de entender la semejanza que él veía? En la iglesia de su pueblo natal, en el Palatinado, había un mural que representaba la «Danza de la Muerte», dirigida por una figura masculina de la muerte, aunque sinuosa y afeminada, con capa negra, llevando la guadaña y seguida de todos los rangos sociales desde el príncipe al campesino. La marcha de la muerte africana no era ni mucho menos tan elegante: únicamente podía ostentar una cuerda de sufrientes negros y un sargento borracho con un sombrero de ala ancha que llevaba un máuser. Y, sin embargo, esa asociación, que la mayor parte de ellos compartía, bastaba para dar a la impopular tarea una cierta atmósfera ceremoniosa.

No llevaría la expedición más de una hora de marcha cuando uno de los negros comenzó a quejarse de los pies. Le sangraban, decía. Su celador acercó a Firelily y miró: en efecto le sangraban. Apenas la sangre era absorbida por la arena, los pies del prisionero que le seguía la pisaban haciéndola desaparecer. No mucho después, el mismo prisionero se quejó de que la arena se le metía por las llagas de los pies y el dolor le hacía difícil caminar. Sin duda esto también era verdad. Se le dijo que o se callaba o se quedaba sin su ración de agua cuando hicieran un alto al mediodía para descansar. Los soldados habían aprendido de expediciones previas que, si se le permitía a un nativo quejarse pronto le imitaban los demás, con lo que, por alguna razón, todos marchaban más lentos. No cantaban ni canturreaban; eso quizás se hubiera podido tolerar. Pero la babel intemperante y lastimera que se levantaría… ¡Cielos, sería horrible! El silencio, por razones prácticas, era la norma y se hacía respetar.

Pero aquel hotentote no se callaba. Únicamente cojeaba un poco, no daba siquiera traspiés. Pero daba el coñazo más que el más descontento de toda la infantería. El joven soldado de caballería arrimó al negro su yegua, su Firelily, e hizo chasquear un par de veces un sjambok, y le golpeó. Desde la altura de un hombre a caballo un buen sjambok de rinoceronte bien manejado es capaz de hacer callar a un negrazo en menos tiempo y con menos molestias de las que requiere pegarle un tiro. Pero a aquél no le hacía ningún efecto. Fleische se dio cuenta de lo que ocurría y arrimó desde el otro lado su mohíno caballo capón.

Los dos al tiempo golpearon al hotentote en nalgas y muslos, obligándole a un extraño bailecillo. Requería un cierto talento hacer bailar a un prisionero de aquella manera, sin aminorar la marcha del resto de la expedición, debido a la forma en que iban encadenados todos juntos. Lo estaban haciendo bastante bien hasta que, por un absurdo error de cálculo, el sjambok de Fleische se enredó en la cadena y éste, arrancado del caballo, fue a caer a los pies de los prisioneros.

Tienen los reflejos rápidos, son como animales. Antes de que el otro soldado de caballería se hubiera percatado realmente de lo que acontecía, el individuo al que habían estado fustigando saltó sobre Fleische, tratando de rodearle el cuello con la comba de la cadena. El resto de la fila, percibiendo a través de un sexto sentido lo que había ocurrido —previendo un asesinato— se detuvo.

Fleische consiguió librarse del negro rodando hacia un lado. Entre los dos buscaron la llave del sargento, soltaron al negro apartándolo de la cuerda y le llevaron a un lado. Después de que Fleische, con la punta del sjambok, se entregara a la obligada diversión con los genitales del negro, le mataron a culatazos y arrojaron lo que quedó detrás de una roca para que dieran cuenta de ello las moscas y los buitres.

Pero mientras hacían aquello —y Fleische dijo después que él había sentido algo parecido— le invadió por primera vez una extraña paz, quizás como la que sintiera el negro al expirar. Habitualmente, lo más que se llegaba a sentir era fastidio; esa clase de fastidio que provoca un insecto que ha estado mosconeando a tu alrededor demasiado tiempo. Tienes que destruir su vida y el esfuerzo físico, lo obvio del acto, el saber que se trata solamente de una unidad de una serie al parecer infinita y que matar a ese ejemplar no pondrá fin a la serie, no te liberará de tener que matar más insectos mañana, y al día siguiente, y al otro, y al otro… la inutilidad del asunto te irrita y así en cada acto individual pones algo del salvajismo del hastío militar, que es un sentimiento muy poderoso como sabe todo soldado de caballería.

Esta vez no fue así. Las cosas parecieron adoptar inmediatamente una configuración: una gran agitación cósmica en el cielo brillante y vacío y cada grano de arena, cada espina de cactos, cada pluma del buitre que trazaba círculos por encima de ellos y cada invisible molécula de aire calentado, parecía desplazarse imperceptiblemente de forma que este negro y él, y él y todo otro negro al que de aquí en adelante tuviera que dar muerte, acababan alineándose, asumían una simetría de conjunto, un equilibrio como de danza. Significaba por fin algo distinto: distinto del cartel de reclutamiento, del mural de la iglesia y de los nativos ya exterminados —durmientes y lisiados quemados en masa en sus pontoks, niños de pecho lanzados al aire y ensartados al caer en las bayonetas, muchachas a las que te acercabas con el miembro dispuesto, velados los ojos ante la expectativa del placer o puede que sólo ante la expectativa de cinco minutos más de vida, para que únicamente les atravesaras la cabeza de un tiro y sólo después las violaras, naturalmente tras de hacerles percatarse de lo que les iba a ocurrir—, distinto del lenguaje oficial de las órdenes y directivas de Von Trotha, distinto del sentido de función y de la deliciosa e impotente languidez que forman simultáneamente parte de la obediencia a una orden militar, que se filtra como la lluvia primaveral a través de incontables niveles antes de llegar a ti; distinto de la política colonial, del trampeo internacional, de la esperanza de ascender en el ejército o de enriquecerse a su costa.

Tan sólo tenía que ver con el destructor y el destruido, y con el acto que unía a ambos. Y nunca antes había sido de ese modo. De vuelta del Waterberg con Von Trotha y su Estado Mayor, se encontraron a una vieja que sacaba de la tierra cebollas silvestres al lado de la carretera. Uno de los soldados, llamado Konig, saltó del caballo y la mató de un tiro: pero antes de apretar el gatillo puso la boca del cañón contra su frente y dijo: «Te voy a matar». La anciana levantó la vista y dijo: «Te lo agradezco». Poco después, hacia el atardecer, hubo una muchacha herero, de dieciséis o diecisiete años, para el pelotón; y el jinete de Firelily era el último. Tras de haberla poseído debió de vacilar un instante entre machete y bayoneta. La muchacha realmente sonrió entonces; señaló a ambos, y comenzó a mover lentamente las caderas en el polvo. Él usó las dos cosas.

Cuando mediante alguna forma de levitación se halló de nuevo encima de la cama, Hedwig Vogelsang entraba en la habitación montada en un bondel macho que avanzaba a cuatro patas. Llevaba puesto nada más que un par de calzas negras ajustadas y se había soltado el largo pelo.

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