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9. La historia de Mondaugen

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—Buenas noches, pobre Kurt —hizo llegar al bondel al borde de la cama y desmontó—. Puedes irte, Firelily. Le llamo Firelily —sonrió a Mondaugen— por su piel alazana.

Mondaugen intentó un saludo, pero estaba demasiado débil para hablar. Hedwig se estaba quitando las calzas ajustadas.

—Solamente me he arreglado los ojos —le dijo con un suspiro decadente—: mis labios ya se pondrán rojos con tu sangre al besarte.

Comenzó a hacerle el amor.

Él trató de responder pero el escorbuto le había debilitado. Cuánto tiempo prosiguió aquello no lo sabía. Pareció durar días. La luz de la habitación cambiaba. Hedwig parecía estar en todas partes al mismo tiempo, en ese círculo de satén negro al que el mundo había quedado reducido: o ella era infatigable o Mondaugen había perdido por completo el sentido del paso del tiempo. Parecían envueltos en un capullo de cabello rubio y de secos, ubicuos besos: una o dos veces debió de traerse a una muchacha bondel para que ayudara.

—¿Dónde está Godolphin? —gritó Mondaugen.

—Le tiene ella.

—¡Oh, Dios…!

Impotente a veces, a veces excitado a pesar de la laxitud, Mondaugen se mantuvo neutral; ni gozando de sus atenciones ni preocupándose de la opinión que ella pudiera tener de su virilidad. A la larga, se fue sintiendo frustrada. Él sabía lo que ella andaba buscando.

—Me odias —dijo ella vibrándole el labio de un modo antinatural, como forzado vibrato.

—Pero es que tengo que recuperarme.

Por la ventana entró Weissmann con el pelo peinado con flequillo, en amplio pijama de seda blanca, zapatos de charol con falsos diamantes, negras las cuencas de los ojos y los labios, para robar otra bobina de oscilógrafo. El altavoz comenzó a hacer ruidos como si estuviera furioso con él.

Más tarde se presentó Foppl en la puerta de la habitación con Vera Meroving, le cogió la mano y cantó con una alegre melodía de vals una intencionada canción:

Yo sé lo que quieres,

princesa de las coquetas:

extravíos, fantasías y secretos amuletos.

Trata de ir

más lejos aún

si es que no quieres vivir para ver otro amanecer.

Los diecisiete son crueles,

pero a los cuarenta y dos,

el purgatorio no arde más vivamente que tú.

Así pues, aléjate de él,

toma en cambio mi mano,

deja que los muertos se dediquen a enterrar a sus muertos;

nuevamente a través de esa puerta oculta,

bravo nuevamente por el año 4; soy

un alemán africanooccidental enamorado…

Una vez licenciados, los que se quedaron, se dirigieron hacia el oeste para trabajar en las minas como los khan o se hicieron colonos ocupando las tierras fértiles. Él era inquieto. Después de hacer lo que había estado haciendo durante tres años, un hombre no se asienta fácilmente o, al menos, no demasiado de prisa. Se dirigió, pues, a la costa.

Lo mismo que la arena suelta le arrebataba la lengua fría de una corriente que procedía del sur antártico, la costa comenzaba a devorar el tiempo desde el momento en que se llegaba a ella. No tenía nada que ofrecer a la vida: su suelo era árido; vientos salobres, enfriados por el gran Bengala, barrían desde el mar para malograr cuanto pretendiera crecer. Era constante la batalla entre la niebla —que intentaba helarte los tuétanos— y el sol; el cual, una vez que había consumido la niebla, venía por ti. Sobre Swakopmund el sol parecía a menudo inundar todo el cielo, hasta tal punto llegaba la difracción luminosa de la niebla marina. Un gris centelleante que tendía al amarillo y hería la vista. Pronto aprendías a llevar lentes ahumados contra el cielo. Si te quedabas bastante tiempo, llegabas a tener la sensación de que era casi una afrenta para los seres humanos vivir allí. El cielo era demasiado vasto, y demasiado insignificantes las colonias costeras que se establecían bajo él. El puerto de Swakopmund se llenaba de arena de manera lenta y continua; a los hombres los derribaba misteriosamente el sol de la tarde; los caballos se volvían locos y se perdían en el fango tenaz que cubría toda la longitud de las playas. Era una costa brutal, y la supervivencia de blancos y negros era menos una cuestión de elección que en cualquier otro lugar del territorio.

Le habían engañado, fue su primer pensamiento: allí las cosas no iban a ser como en el Ejército. Algo había cambiado. Los negros importaban todavía menos. No reconocías el hecho de que existieran del mismo modo en que lo habías hecho una vez. Los objetivos eran diferentes, eso sencillamente debía de ser todo. Había que drenar el puerto; construir ferrocarriles tierra adentro de los puertos de mar, que no podían florecer por sí mismos, así como era evidente que el interior tampoco podía sobrevivir sin ellos. Legitimada su presencia en el territorio, los colonos se veían ahora obligados a mejorar lo que habían hecho suyo.

Había compensaciones, pero no eran los lujos que había ofrecido la vida en el Ejército. Como Schachtmeister[32] te daban una casa para ti solo y tenías derecho a ser el primero en echar un vistazo a las muchachas que venían de la selva para rendirse. Lindequist, que había sucedido a Trotha, canceló la orden de exterminio, pidiendo a todos los nativos que habían huido que volvieran, prometiéndoles que no se les haría daño a ninguno. Era más barato que enviar expediciones para buscarlos y rodearlos. Dado que estaban pereciendo de hambre en la selva, las promesas de clemencia incluían promesas de comida. Después de darles de comer, se les ponía bajo custodia y se les enviaba a las minas, a la costa o a los Camerunes. Sus laagers, bajo escolta militar, llegaban del interior casi a diario. Por las mañanas bajaba a la zona de exhibición y asistía a la selección. Los hotentotes eran en su mayoría mujeres. Entre los pocos hereros que conseguían, la proporción era desde luego más pareja.

Después de tres años de madura voluptuosidad meridional, venir a parar a este llano ceniciento impregnado de un mar asesino hubiera requerido una fortaleza que la naturaleza no prodiga; necesariamente ha de mantenerla la ilusión. Ni siquiera las ballenas podían bordear aquella costa impunemente: cuando paseabas a lo largo de lo que servía como explanada, es fácil que vieras a una de esas criaturas en descomposición, varada, cubierta de gaviotas comensales que, al caer la noche, eran relevadas en el gigantesco banquete de carroña por una manada de lobos de la costa. Y en cuestión de días, no quedarían más que los vestíbulos de las grandes quijadas y una arquitectural trama de huesos mondos que el sol y la niebla acababan pulimentando y convirtiendo en falso marfil.

Los desnudos islotes frente a Lüderitzbucht eran campos de concentración naturales. Al pasar entre las formas apiñadas del anochecer, distribuyendo mantas, comida, alguna que otra caricia del sjambok, te sentías como el padre que la política colonial quería que fueses cuando hablaba de Väterliche Züchtigung, de la paternal corrección que debíamos imponer por derecho inalienable. Sus cuerpos, tan terriblemente delgados, brillantes por la humedad condensada, se apelotonaban para conservar juntos el calor que pudiera quedarles. Aquí y allí, una antorcha de juncos atados e impregnados en aceite de ballena, chisporroteaba desafiando la niebla. En noches como ésas un silencio pegajoso envolvía la isla: si se quejaban o gritaban a consecuencia de alguna lesión o calambre, las espesas nieblas detenían los gritos y todo lo que se oía era la marea que golpeaba siempre de lado a lo largo de la playa, viscosa, reverberante; que volvía luego llena de espuma al mar, violentamente salada, dejando una costra blanca sobre la arena que no se había llevado. Y sólo de vez en cuando, por encima del ritmo maquinal, del otro lado del breve estrecho, del vasto continente africano, se elevaba un sonido que hacía aún más fría la niebla, más oscura la noche, más amenazador el Atlántico: de haber sido humano podría habérsele llamado risa, pero no era humano. Era producto de una secreción desconocida bullendo dentro de sangre y agarrotada e intoxicada que contraía los ganglios, agrisaba el campo de la visión nocturna con formas amenazantes, provocando una picazón en cada fibra, una pérdida de equilibrio, una sensación general de error que sólo podían ser anulados por esos horrendos paroxismos, por esas ahusadas explosiones de aire que subían por la faringe, irritaban por reacción el velo de la cavidad bucal, llenaban las ventanas de la nariz, aliviando la irritabilidad bajo la mandíbula y a lo largo de la línea media del cráneo: era el grito de la hiena manchada, llamada lobo de la costa, que recorría la playa solitaria o con compañeros de especie en busca de moluscos, gaviotas muertas, cualquier cosa carnal e inmóvil.

Y así, mientras pasabas entre ellos, te veías obligado a mirarlos como un conjunto: sabías por las estadísticas que morían al día doce o quince, pero acababas no siendo capaz ni siquiera de preguntarte qué doce o quince: en medio de la oscuridad sólo se diferenciaban por el tamaño y eso te hacía más fácil no preocuparte como al principio te habías preocupado. Pero cada vez que el lobo de la costa aullaba a través del agua en el momento en el que, quizás, te estabas inclinando para examinar a una futura concubina que no habías descubierto en un primer acecho, sólo suprimiendo los recuerdos de los tres años que acababan de pasar, evitabas preguntarte si era esa muchacha precisamente lo que la bestia aguardaba.

En su condición de maestro de obras civil con paga del Estado, era éste uno de los muchos lujos a los que había tenido que renunciar: el lujo de ser capaz de verlos como individuos. Esto se hacía extensivo incluso a las concubinas propias; masificada, incluso, la vida doméstica, se tenían varias, unas meramente para los trabajos domésticos y otras para el placer. Las concubinas no eran de la exclusiva posesión de nadie salvo en el caso de los funcionarios de alto rango. Los subalternos, los hombres alistados y los contratados como él, compartían a las existentes en un fondo común encerrado en un campo de concentración rodeado de alambre espinoso y situado cerca del B.O.Q.[33]

Era problemático quiénes de entre las mujeres lo pasaban mejor en cuanto al puro bienestar físico como seres vivientes; las cortesanas que vivían dentro de la alambrada de púas o las obreras que estaban alojadas en un gran recinto de espinos más cerca de la playa. Hubo que contar principalmente con mano de obra femenina, ya que, por razones obvias, existía una aguda escasez de machos. Este aspecto bifuncional resultó útil para una serie de tareas. Con las mujeres se podían formar troncos de tiro y atándolas a las pesadas carretas, acarrear cargas de cieno dragado del fondo del puerto; o para transportar los raíles para el ferrocarril que se estaba construyendo a través del Namib en dirección a Keetmanshoop. Este último uso le recordaba, como es natural, los viejos días en los que había colaborado con las marchas de negros hacia allí. A menudo soñaba despierto bajo el tímido sol entre la niebla. Recordaba a veces los barrenos húmedos llenos hasta rebosar de cadáveres de negros, las orejas, narices y boca enjoyadas de verde, blanco, negro, iridiscentes de moscas con su descendencia; piras humanas cuyas llamas parecían elevarse tan altas como la Cruz del Sur; la frangibilidad de los huesos, el estallido de las vísceras abriéndose; la súbita pesantez incluso de un débil niño. Pero aquí no podía haber nada de eso: estaban organizados; se les obligaba a actuar en masa… lo que tenías que supervisar no era toda una expedición encadenada sino una larga y doble fila de mujeres que transportaban carriles con traviesas de hierro unidas; si una de las mujeres caía al suelo, ello no significaba más que un aumento proporcional de la fuerza requerida de cada portadora, no la confusión y paralización que resultaba de un solo fallo en una de las antiguas caravanas. Solamente podía recordar una vez que hubiera ocurrido algo parecido, y puede que se debiera a que la niebla y el frío, durante la semana anterior, habían sido peores de lo habitual, de forma que debían de tener las vísceras y articulaciones inflamadas —era el día en que también a él le dolía el cuello y tuvo dificultad para volver la cabeza y ver lo que había pasado—; de repente se escuchó un alarido y pudo ver que una de las mujeres había tropezado y caído arrastrando consigo a toda la fila. Se le levantó el ánimo; el viento del océano tornose suave como un bálsamo: tenía ante sí un fragmento del viejo pasado, que se revelaba como si la niebla se abriera y lo dejara pasar. Volvió hasta donde estaba la mujer, comprobó que el raíl caído le había partido la pierna; tiró de ella sacándola sin preocuparse de levantar el raíl, la empujó para que rodara por el terraplén y la dejó allí hasta que muriese. Le hacía bien, pensó; le arrancaba temporalmente de la nostalgia, que en aquella costa se tornaba agobiante.

Pero si la tarea física agotaba a las que vivían encerradas entre espinos, la tarea sexual podía fatigar igualmente a las que vivían cercadas de acero. Algunos militares se habían traído consigo ideas muy curiosas. Un sargento, situado demasiado bajo en la cadena de mando como para permitirse disponer de un muchacho adolescente (los adolescentes estaban escasísimos), hizo lo mejor que pudo para arreglarse con niñas en la prepubertad a las que todavía no les habían crecido los pechos. Les había rapado la cabeza y las tenía totalmente desnudas, con excepción de unas polainas del Ejército estrechadas. Otro hacía que sus parejas yacieran inmóviles, como cadáveres; cualquier respuesta sexual, tal como una súbita aspiración o espiración de aire, o una involuntaria sacudida, era reprimida con un elegante sjambok ornamentado con joyas que se había hecho diseñar en Berlín. De modo que aun en el caso de que las mujeres pensaran siquiera en ello, no había mayor elección que los espinos o el acero.

En cuanto a él, podía haber sido feliz en esa nueva vida corporativa; podía haber progresado a partir del trabajo de construcción, de no haber sido por una de sus concubinas, una niña herero llamada Sarah. Fue ella la que concentró su descontento; quizás incluso terminó convirtiéndose en una de las razones por las que acabó dejándolo todo y dirigiéndose al interior, para tratar de recuperar un poco del lujo y la abundancia que (temía) se habían desvanecido con Von Trotha.

La vio por primera vez a una milla Atlántico adentro, en un rompeolas que estaban construyendo con rocas lisas y oscuras que las mujeres llevaban a mano, de seis en seis, amontonándolas lenta y penosamente en un tentáculo que reptaba a lo largo del mar. Grises sábanas pendían aquel día del cielo y un nubarrón negro no se apartó del horizonte hacia el oeste en todo el día. Fueron sus ojos lo primero que vio, los blancos que reflejaban algo de la lenta turbulencia del mar; luego su espalda, adornada por viejas cicatrices de sjambok. Supuso que era simple lujuria lo que le había inducido a acercarse a ella, hacerle ademán de que dejara el pedrusco que había comenzado a levantar, y garabatear una nota para que la entregara al supervisor del cercado donde vivía.

—Dásela —le advirtió— o… —e hizo silbar el sjambok en el aire salado.

En los primeros tiempos no tenías necesidad de hacerles ninguna advertencia: de algún modo, a causa de aquella «simpatía operativa», siempre entregaban las notas, incluso cuando sabían que la nota muy bien pudiera ser una sentencia de muerte.

La muchacha miró la nota y luego a él. Nubes atravesaron aquellos ojos; nunca sabría si reflejadas o transmitidas. Agua salada les salpicaba a los pies; en el cielo giraban aves carroñeras. El rompeolas se extendía por detrás de ellos hacia la tierra firme y la seguridad; pero podía ser cosa de una sola palabra de cualquiera, la más inconsecuente, el que se impusiera en cada uno de ellos la idea perversa de que su propia senda iba en sentido contrario, en la invisible mole aún no construida; como si el mar pudiera ser pavimento para ellos, como lo fuera para nuestro Redentor.

Aquí había dado otra vez, como con la mujer pillada bajo el raíl, con otro fragmento de aquellos días de vida militar. Sabía que no quería compartir a aquella muchacha; sentía una vez más el placer de tomar una decisión cuyas consecuencias, incluso las más terribles, le cabía ignorar.

Le preguntó su nombre y ella respondió: Sarah, sin haber apartado en ningún momento los ojos de él. Un chubasco, frío como el Antártico, se acercó veloz a través del agua, los empapó, siguió su curso hacia el norte, aunque moriría sin llegar a ver nunca la boca del Congo o la ensenada de Benín. La muchacha se estremeció. La mano de él, en aparente movimiento reflejo, iba a tocarla, pero ella la evitó y se agachó para coger el pedrusco. La golpeó ligeramente en el trasero con el sjambok y el momento, cualquiera fuese su significado, ya pasó.

Aquella noche no acudió. A la mañana siguiente la buscó en la escollera, la hizo ponerse de rodillas, le apoyó la bota encima de la nuca y le sumergió la cabeza bajo el agua hasta que su sentido del tiempo le dijo que la dejara para que respirase. Pudo observar en ese momento que tenía los muslos largos y flexibles como una serpiente, y lo claramente que se marcaba la musculatura de sus caderas bajo la piel, piel que tenía un cierto brillo resplandeciente, aunque estriada por el largo ayuno en la selva. Aquel día la golpeó con el sjambok al más mínimo pretexto.

Al anochecer escribió otra nota y se la dio.

—Tienes una hora.

La muchacha le observó; no había en ella nada del animal que él había visto en otras mujeres negras. Tan sólo ojos que devolvían el sol rojo y las blancas chimeneas de niebla que habían comenzado a levantarse del agua.

No cenó. Esperó solo en su casa no lejos del cercado de alambre espinoso, escuchando a los borrachos que elegían a sus parejas para la noche. No podía tenerse de pie; quizás se había enfriado. Pasó la hora y ella no acudió. Salió afuera sin abrigo, atravesando las nubes bajas y se dirigió al cercado de espinos. Fuera, la oscuridad era completa, como boca de lobo. Húmedas rachas le golpeaban las mejillas; tropezó. Una vez en el cercado, cogió una antorcha y empezó a buscarla. Quizás pensaran que estaba loco, quizás lo estaba. No supo cuánto tiempo había buscado. No pudo encontrarla. Todas parecían iguales.

A la mañana siguiente, apareció como de costumbre. Él escogió a dos mujeres fuertes, dobló la espalda de la muchacha sobre un pedrusco y, mientras las mujeres la sujetaban, primero la golpeó con el sjambok y luego la poseyó. Ella yació con fría rigidez y, cuando hubo terminado, él se asombró al darse cuenta de que en algún momento del acto, como dueñas benevolentes, la habían soltado y se habían marchado a continuar su trabajo.

Y aquella noche, mucho después de que se acostara, Sarah había venido a su casa y se había deslizado dentro de la cama a su lado. ¡Perversidad de mujer! Era suya.

Pero ¿cuánto tiempo podría guardarla para sí? Durante el día la esposaba a la cama, y continuaba por la noche haciendo uso del fondo común de mujeres para no levantar sospechas. Sarah podría haber guisado, limpiado, podría haberle dado solaz, haber sido la cosa más próxima a una esposa que jamás tuviera. Pero en aquella costa llena de niebla y de sudor, en aquella costa estéril, no había propietarios, no se poseía nada. La comunidad puede que fuera la única solución posible frente a semejante afirmación de lo inanimado. Poco después su vecino, el pederasta, la descubrió y se quedó embelesado. Pidió a Sarah, a lo que se le contestó con la mentira de que procedía del fondo común y que el pederasta podía aguardar su turno. Pero esto sólo les proporcionó una tregua. El vecino visitó su casa durante el día, la encontró esposada e indefensa, la hizo suya a su modo y luego decidió, como sargento considerado, compartir su buena fortuna con todo su pelotón. Entre el mediodía y el tiempo de la cena, cuando la niebla evolucionaba en el cielo, la sometieron a una anormal distribución de preferencias sexuales; pobre Sarah, «su». Sarah, únicamente en el sentido que aquella costa ponzoñosa nunca consentiría.

Al volver a casa, la encontró babeando, los ojos agostados para siempre y para toda suerte de destino. Sin pensar, probablemente sin haberlo entendido todo, le abrió las esposas y fue como si un muelle hubiera almacenado toda la fuerza sumada que el alegre pelotón había gastado en divertirse con ella; con increíble ímpetu se liberó de su abrazo y huyó, y así fue como la vio, con vida, por última vez.

Al día siguiente su cuerpo apareció en la playa lamido por el agua. Había perecido en un mar que, en ninguna de sus partes, quizás conseguirían ellos calmar. Los chacales le habían devorado los pechos. Parecía que por fin algo había llegado a su consumación desde que arribara hacía siglos a bordo del buque de transporte de tropas Habicht, algo que sólo tenía que ver, como evidencia e inmediatez, con las inclinaciones pederastas del sargento en relación con las mujeres o con aquella vieja inyección contra la peste bubónica. Si fuera una parábola (cosa que dudaba) vendría probablemente a ilustrar el progreso de los apetitos o la evolución de los excesos, ambas cosas en una dirección que le resultaba desagradable contemplar. Si alguna vez le sobreviniera de nuevo una temporada como la de la Gran Rebelión, temía, no podría ser jamás en esa misma personal y aleatoria formación de actos de picaresca, que habría de recordar y celebrar en años posteriores, en el mejor de los casos, entre furioso y nostálgico; sino antes bien con una lógica que enfriara la confortable perversidad del corazón, que sustituyera el carácter por la capacidad, la epifanía política (tan incomparablemente africana) por un plan deliberado; y a Sarah, el sjambok, las danzas de la muerte entre Warmbad y Keetmanshoop, la tersa grupa de su Firelily, el cadáver negro empalado en un espino en un río desbordado por la lluvia súbita, a éstos, los lienzos más preciados de su galería anímica, había de sustituirlos este tapiz pálido, abstracto y para él carente de sentido, al que ahora daba la espalda, pero que iba a servir de telón de fondo a su retiro hasta que alcanzara el otro muro, el diseño técnico de un mundo que él sabía con entorpecida astucia, nada podía ahora impedir que se convirtiera en realidad, un mundo para cuya total desesperación, desde la posición ventajosa de dieciocho años de distancia, no podía siquiera encontrar parábolas adecuadas; pero un diseño cuyos primeros desmañados bosquejos pensaba que debieron de hacerse el año posterior a la muerte de Jacob Marengo, en aquella costa terrible, en la que la playa, entre Lüderitzbucht y el cementerio, estaba literalmente cubierta cada mañana por una veintena de cadáveres femeninos idénticos, una aglomeración que no parecía más sustancial que la de las algas contrastando con la insalubre arena amarilla; en la que el tránsito del alma tenía más de migración en masa, a través de aquel variable espectro del Atlántico, que el viento nunca dejaba en paz, desde una isla de nubes bajas, como un buque prisión anclado, hasta la simple integración con la masa inimaginable de su continente, en la que la única línea de carril todavía avanzaba hacia un Keetmanshoop que en ninguna iconología concebible podía formar parte del reino de la muerte; en ella, por último, la humanidad se reducía, por una necesidad que, en sus momentos de mayor desquiciamiento, él casi podía creer que fuera únicamente de la Deutsch-Südwestafrika (aunque en realidad sabía que no era así); por una confrontación que los hijos de los propios contemporáneos, que Dios les ayude, tenían aún que sufrir; la humanidad se reducía a un nervioso, inquieto, eternamente inadecuado pero indisoluble Frente Popular, contra enemigos falazmente no políticos y aparentemente menores, enemigos que le acompañarían hasta la tumba: un sol sin forma, una playa extraña como el antártico de la luna, bulliciosas concubinas tras alambres de púas, nieblas salinas, alcalina tierra, la corriente de Bengala, que jamás cesaría de acarrear arena para levantar el fondo del puerto, la inercia de la roca, la fragilidad de la carne, la estructural inseguridad de los espinos; el gemido no escuchado de una mujer agonizante; el grito amedrentador pero necesario del lobo de la costa en medio de la niebla.

4

—Kurt, ¿por qué ya no me besas nunca?

—¿Cuánto tiempo he dormido? —quiso saber. En algún momento alguien había corrido sobre la ventana pesadas cortinas azules.

—Es de noche.

Cobró conciencia de que algo faltaba en la habitación: terminó por localizar esa ausencia, como ausencia del ruido de fondo proveniente del altavoz, y se había tirado de la cama y avanzaba con paso vacilante hacia sus receptores, antes de darse cuenta de que se había recuperado hasta el punto de poder andar.

Tenía mal sabor de boca, pero ya no le dolían las articulaciones ni seguía sintiendo las encías inflamadas y acorchadas. Habían desaparecido las manchas púrpura de las piernas.

Hedwig soltó una risita.

—Te daban el aspecto de una hiena.

El espejo no tenía nada alentador que mostrarle. Parpadeó delante de él e, inmediatamente, se le quedaron pegadas las pestañas del ojo izquierdo.

—No vuelvas la vista, querido.

Estaba tumbada con el dedo gordo de un pie apuntando al techo mientras se ajustaba una media. Mondaugen le dirigió una mirada aviesa y comenzó a buscar las averías de su equipo. A su espalda oyó que alguien entraba en la habitación y Hedwig comenzó a quejarse. Tintinearon cadenas en el pesado aire de la habitación de enfermo, algo silbó e hizo ruidoso impacto contra lo que podría ser carne. Rasgarse de satén, frufrú de seda, tacones franceses tamborileando en el parqué. ¿Le había transformado el escorbuto de voyeur en écouteur, o era algo más profundo, parte de un cambio de raíz? La avería consistía en que se había quemado una válvula del amplificador. La sustituyó con una de repuesto, se dio la vuelta y vio que Hedwig había desaparecido.

Mondaugen se quedó solo en la torrecilla mientras se presentaban unas cuantas docenas de sferics, único vínculo que quedaba con el tiempo que continuaba transcurriendo fuera de la hacienda de Foppl. Le despertaron de un sueño ligero las explosiones que llegaban desde el este. Cuando por fin se decidió a salir para investigar por la ventana de vidrio coloreado, comprobó que todo el mundo se había precipitado a subir al tejado. Una batalla, una batalla de verdad, tenía lugar al otro lado del foso. Era tal la elevación en la que se hallaban que podían divisarlo todo panorámicamente, como si se desarrollara para su distracción. Un pequeño grupo de bondels se resguardaban amontonados detrás de unas rocas: hombres, mujeres, niños y unas pocas cabras famélicas. Hedwig bajó cuidadosamente por la suave vertiente del tejado para reunirse con Mondaugen y le cogió la mano.

—Qué emocionante —musitó, los ojos más inmensos de lo que él los hubiera visto jamás, sangre seca en sus muñecas y tobillos.

El sol que declinaba tenía los cuerpos de los bondels de un cierto tono anaranjado. Tenues jirones de cirros flotaban diáfanos en el cielo de la tardecilla. Pero pronto el sol los tornó de un blanco cegador.

Rodeaban a los asediados bondels, en un lazo irregular que se iba estrechando, blancos, en su mayor parte voluntarios, salvo por un cuadro de oficiales y suboficiales de la Unión. Intercambiaban fuego de vez en cuando con los nativos, que no parecían tener en total más de media docena de rifles. No cabe duda de que allá abajo tenía que haber voces humanas, voces que emitieran gritos de mando, de triunfo, de dolor; pero a aquella distancia tan sólo podían escucharse las diminutas explosiones de los disparos. A un lado había una zona chamuscada, sobre la que se esparcía el gris de la roca pulverizada y sembrada de cuerpos, y de trozos de cuerpos, que habían pertenecido a bondels.

—Bombas —comentó Foppl—. Eso es lo que nos ha despertado.

Alguien subió con vino y copas y cigarros puros. El acordeonista había traído su instrumento, pero después de unos cuantos compases le hicieron dejar de tocar: nadie, en el tejado, quería perderse ningún ruido de muerte que pudiera llegarles. Se inclinaban hacia la batalla: los tendones del cuello tensos, los ojos hinchados por el sueño, el pelo en desorden y lleno de caspa, dedos con las uñas sucias asiendo como garras el cuello enrojecido por el sol de las copas de vino; labios ennegrecidos por el vino, la nicotina, la sangre de ayer, que dejaban al descubierto dientes recubiertos de sarro de tal modo que el color original sólo asomaba en las grietas. Mujeres entradas en años cruzaban y descruzaban las piernas con frecuencia, el maquillaje que no se habían limpiado colgaba en grumos de las porosas mejillas.

Sobre el horizonte, viniendo de la dirección de la Unión, llegaban dos biplanos, en vuelo bajo y perezoso, como pájaros que se hubieran separado de una bandada.

—De ahí es de donde venían las bombas —anunció Foppl a la compañía.

Estaba ahora tan emocionado que vertía el vino sobre el tejado, Mondaugen observó cómo bajaba en dos corrientes paralelas hasta el alero. Le recordaba de algún modo su primera mañana en la mansión de Foppl, y los dos regueros de sangre del patio (¿cuándo había empezado a llamarlo sangre?). Un milano descendió sobre el tejado y comenzó a picotear el vino. Pronto remontó de nuevo el vuelo. ¿Cuándo había empezado a llamarlo sangre?

Parecía como si los aviones no se fueran a aproximar nunca, como si fueran a quedarse para siempre colgados allí en el cielo. Se ponía el sol. El viento había adelgazado terriblemente las nubes que comenzaban a resplandecer en rojo y parecían fajar el cielo en toda su longitud, membranosas y espléndidas, como si fueran ellas las que lo mantenían todo junto. Uno de los bondels pareció haberse vuelto loco de repente: se puso en pie, blandiendo una lanza, y comenzó a correr hacia la parte más cercana del cordón que avanzaba. Los blancos del sector se juntaron y dispararon contra él, en un barullo de estampidos al que servían de eco los tapones de las botellas en el tejado de Foppl. Casi había llegado hasta ellos cuando cayó.

Ahora podían oírse los aviones: un sonido ronco e intermitente. Bajaron sin gracia en picado hacia la posición de los bondelswaartz: el sol iluminó un instante las tres latas lanzadas desde cada uno de ellos, las convirtió en seis gotas de fuego anaranjado. Parecieron tardar un siglo en caer. Pero pronto, dos horquillando las rocas, dos en medio de los bondels y dos en la parte donde yacían los cadáveres, florecieron por fin seis explosiones, haciendo saltar en cascada tierra, piedra y carne contra el cielo casi negro con su alta cubierta de nubes escarlata. Segundos más tarde llegaron hasta el tejado superponiéndose, los ruidosos estallidos carrasposos. ¡Cómo jalearon el hecho los espectadores! El cordón avanzó entonces con rapidez, atravesando lo que era ahora un palio de humo delgado, matando a los que aún se movían, a los heridos, tiroteando a los cadáveres, las mujeres, los niños, hasta a la única cabra que había sobrevivido. Luego el crescendo de descorches cesó bruscamente y cayó la noche. Y después de unos minutos, alguien encendió un fuego de campamento allí afuera, en el campo de batalla. Los espectadores subidos al tejado se retiraron al interior, en busca de una noche de celebración aún más tumultuosa.

¿Había comenzado una nueva fase de la fiesta del asedio con esa intrusión crepuscular del año actual, 1922, o fue el cambio puramente interno y de Mondaugen: un desplazamiento en la configuración de las visiones y sonidos que estaba filtrando en ese momento y que había decidido pasar por alto? No había modo de decirlo, ni nadie a quien decirlo. De dondequiera que surgiera, de la recuperación de la salud o de la simple impaciencia con lo hermético, comenzaba a sentir esas primeras presiones glandulares tentativas que un día acaban convirtiéndose en ultraje moral. Al menos iba a experimentar un para él raro Achphenomenon: el descubrimiento de que su voyeurismo había sido determinado puramente por acontecimientos vistos, y no por ninguna decisión deliberada, ni por ningún conjunto preexistente de necesidades físicas personales.

Nadie vio ya más batallas. De vez en cuando, se veía en la distancia alguna fuerza de hombres a caballo que atravesaban desesperadamente la meseta, levantando un poco de polvo; se oían explosiones, kilómetros más allá en la dirección de las montañas de Karas. Y una noche oyeron a un bondel, perdido en la oscuridad, gritar el nombre de Abraham Morris, al tropezar y caer en un foso. En las últimas semanas de la estancia de Mondaugen, todos se quedaban en la casa, durmiendo sólo unas pocas horas por cada período de veinticuatro. Fácilmente un tercio de ellos estaban enfermos en cama: varios, además de los bondels de Foppl, habían muerto. Se había convertido en diversión visitar a un inválido cada noche para darle vino y excitarle sexualmente.

Mondaugen se quedaba arriba en su torrecilla, trabajando diligentemente en su código, con frecuentes interrupciones para subirse solo al tejado, y preguntarse si escaparía alguna vez a una maldición que parecían haberle echado durante un carnaval: verse rodeado de decadencia sin que importara la exótica región, al norte o al sur, a la que emigrara. No podía ser sólo Múnich, concluyó en algún momento: ni siquiera el hecho de la depresión económica. Esto era una depresión anímica que seguramente habría de infectar a Europa como había infectado esa casa.

Una noche le despertó un Weissmann desaliñado que apenas podía tenerse en pie de excitación.

—Mire, mire —gritó agitando una hoja de papel ante los ojos de Mondaugen que parpadeaban lentamente.

Mondaugen leyó:

DIGEWOELDTIMSTEALALENSWTASNDEURFUALRLIKST

—¡Ah! —bostezó Mondaugen.

—Es su código. Lo he descifrado. Vea: saco una letra de cada tres y obtengo: GODMEANTNUURK. Que reordenando las letras resulta Kurt Mondaugen.

—Bien —gruñó Mondaugen—. ¿Y quién diablos le ha dicho que puede usted leer mi correspondencia?

—El resto del mensaje —prosiguió Weissmann— ahora dice: DIEWELTTSTALLESWASDERFALLIST.

—El mundo es todo de lo que se trata —dijo Mondaugen—. He oído eso ya antes —comenzó un esbozo de sonrisa—. Weissmann, es una vergüenza. Renuncie a su misión: se ha equivocado usted totalmente de trabajo. Podría ser usted un buen ingeniero. Ha estado usted trasteando.

—Le juro que… —protestó Weissmann, herido.

Más tarde, encontrando la torrecilla opresiva, Mondaugen salió por la ventana y anduvo por los aguilones, corredores y escaleras de la villa hasta que se puso la luna. Por la mañana temprano, cuando sólo eran visibles sobre el Kalahari los nacarados comienzos de la aurora, rodeó un muro de ladrillo y entró en un pequeño patio sembrado de lúpulo. Colgado sobre los surcos, con cada muñeca atada a un alambre diferente, columpiando los pies sobre las plantas tiernas del lúpulo, enfermas ya de lanuginosos hongos parásitos, pendía otro bondel, quizás el último de los de Foppl. Debajo, danzando alrededor del cuerpo y dándole golpecitos en las nalgas con un sjambok, estaba el viejo Godolphin. Vera Meroving estaba a su lado y parecían haberse intercambiado la ropa. Godolphin, llevando el ritmo con el sjambok, se lanzaba trémulo a un reestreno de Abajo junto al mar del verano.

Mondaugen esta vez se retiró, prefiriendo por fin no mirar ni escuchar. En vez de ello, volvió a la torrecilla y recogió sus cuadernos de bitácora, oscilogramas y una mochila con ropa y artículos de aseo. Se deslizó escaleras abajo y salió por una puerta vidriera de dos hojas, encontró un tablón largo en la parte trasera de la casa y lo arrastró hasta el foso. Foppl y sus huéspedes fueron de algún modo alertados de su partida. Se agolparon en las ventanas; algunos se sentaron en los balcones y en el tejado, otros salieron al porche para verle. Con un gruñido final, Mondaugen cruzó el tablón sobre una parte estrecha del foso. Mientras avanzaba cautelosamente sobre el tablón, tratando de no mirar hacia abajo, a la diminuta corriente que discurría a setenta metros de profundidad, el acordeón comenzó a tocar un tango lento y triste, como si pitara para desembarcar, pero la música pronto adoptó el aire de una animada despedida que todos cantaron a coro:

¿Por qué abandonas la fiesta tan pronto,

cuando precisamente se empezaba a poner bien?

¿Resultaban las gentes y la risa un poquito aburridas?

¿Acaso la chica a la que tenías echado el ojo fue y estropeó el juego?

Dime

dónde hay música más alegre que la nuestra y dime

dónde hay vino y señoras en tan amplio surtido.

Si sabes de una fiesta en el Protectorado Sudoccidental,

dínoslo y apareceremos por allí

(en cuanto acabemos ésta).

Dínoslo y apareceremos por allí.

Alcanzó el otro lado, se ajustó la mochila e inició penosamente la marcha hacia un grupo distante de árboles. Después de unos cientos de metros se decidió por fin a mirar hacia atrás. Todavía le estaban observando y su silencio era ahora el mismo que envolvía todo el monte bajo. El sol de la mañana les blanqueaba los rostros de un blanco de carnaval que recordaba haber visto en otro sitio. Miraban desde el otro lado del barranco, deshumanizados y lejanos, como si fueran los últimos dioses en la Tierra.

Tres kilómetros más adelante, en una bifurcación del camino, encontró a un bondel que iba sobre un burro. El bondel había perdido el brazo derecho.

—Por todas partes —dijo—, muchos bondels muertos, bases muertos, Van Wijk muerto. Mujer mía, niños, muertos.

Le dejó a Mondaugen cabalgar detrás de él. En aquel momento no sabía Mondaugen hacia dónde se dirigían. Conforme se levantaba el sol se iba amodorrando y despertándose, la mejilla contra la espalda llena de cicatrices del bondel. Parecían ser los únicos tres objetos animados sobre el camino amarillo que, más pronto o más tarde, conducía, sabía, hasta el Atlántico. La luz del sol era inmensa, la meseta ancha, y Mondaugen se sentía pequeño y perdido en el desierto pardo. Pronto, mientras avanzaban al trote, el bondel comenzó a cantar, con una voz débil que se perdía antes de llegar a los primeros arbustos de Ghana. La canción era en dialecto hotentote y Mondaugen no podía entenderla.

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