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11. Confesiones de Fausto Maijstral

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Conozco máquinas que son más complejas que la gente. Si esto es hipostasía, hekk ikun. Para tener un humanismo tenemos primero que estar convencidos de nuestra condición humana. Conforme avanzamos más hacia la decadencia esto se hace más difícil.

Cada vez más ajeno a sí mismo, Fausto II empezó a detectar una encantadora falta de vida en el mundo que le rodeaba.

«Ahora el gregal del invierno trae bombarderos del norte; como Euroclidón introdujo a san Pablo. Bendiciones, maldiciones. Pero ¿constituye el viento parte de nosotros? ¿Tiene en absoluto algo que ver con nosotros?

»En algún sitio, quizás, detrás de una colina —algún refugio— los campesinos siembran trigo para la cosecha de junio. Los bombardeos se concentran en torno a La Valetta, las Tres Ciudades, el puerto. La vida pastoral se ha vuelto enormemente atractiva. Pero hay bombas perdidas: una de ellas mató a la madre de Elena. No podemos esperar más de las bombas que del viento. No deberíamos esperar. Si no quiero convertirme en marid b’mohhu, sólo puedo seguir adelante como zapador, como enterrador, tengo que negarme a pensar en ninguna otra condición, pasada o futura. Mejor decir: “Esto ha sido siempre. Siempre hemos vivido en el purgatorio y nuestro tiempo aquí es en el mejor de los casos indefinido”».

Al parecer fue por entonces cuando dio en deambular por las calles, durante los ataques, arrastrando pesadamente los pies. Las horas que libraba en Ta Kali y en las que debería dormir. No por intrepidez de ninguna especie, ni por ninguna razón relacionada con su trabajo. Ni, al principio, durante mucho tiempo.

«Montón de ladrillos, en forma de sepultura. Boina verde yaciendo al lado. ¿Comandos reales? Granadas como estrellas fugaces de los Bofors sobre Marsamuscetto. Luz roja, sombras largas que proceden de detrás de la tienda de la esquina y que se mueven a la luz vacilante en torno a un oculto punto pivotal. Imposible decir sombras de qué.

»Sol temprano todavía bajo sobre el mar. Cegamiento. Larga pista cegadora, blanca carretera desde el sol hasta el punto de visión. Sonido de Messerschmitts. Invisible. Sonido que crece. Trepan Spitfires trabajosamente, elevado ángulo de subida. Pequeños, negros, en tan brillante sol. Rumbo hacia el sol. Sucias manchas aparecen en el cielo. Naranja-marrón-amarillo. Color de excremento. Negro. El sol torna dorados los bordes. Y los bordes se desplazan como aguamalas hacia el horizonte. Las manchas se extienden; otras nuevas florecen en el centro de las viejas. Aire arriba suele haber tal calma. Otras veces un viento, mucho más arriba, ha de llevarlos a la nada en cuestión de segundos. Viento, máquinas, humo sucio. A veces, el sol. Cuando está lloviendo nada puede verse. Pero el viento entra y baja barriendo y puede oírse todo».

Durante cuestión de meses, poco más que «impresiones». ¿Y qué más era La Valetta? Durante los ataques todo lo que era civil y tenía alma vivía en el subsuelo. Otros estaban demasiado ocupados para «observar». La ciudad estaba dejada a sí misma; a no ser por los vagabundos como Fausto, que no sentían sino una muda afinidad y eran lo suficientemente parecidos a ella como para no cambiar la verdad de las «impresiones» por el acto de recibirlas. Una ciudad deshabitada es diferente. Diferente de lo que vería un observador «normal» que deambulara en la oscuridad —la oscuridad ocasional—. Es un pecado universal entre los falsamente animados o los carentes de imaginación negarse a dejar estar las cosas suficientemente. Su tendencia a juntarse, su miedo patológico a la soledad traspasa incluso el umbral del sueño; de forma que cuando vuelven la esquina, como todos hemos de volverla, como todos la hemos vuelto y la volvemos —unos con más frecuencia que otros— para encontrarnos en la calle… Sabes la calle que quiero decir, hija. La calle del siglo XX, en cuyo extremo más alejado o vuelta —esperamos— hay alguna sensación de hogar o de seguridad. Pero ninguna garantía. Una calle en la que nos han puesto en el extremo equivocado, por razones que los que mejor conocen son los agentes que nos ponen allí. Si es que hay tales agentes. Pero una calle por la que tenemos que pasar.

Es la prueba del ácido. Multiplicarse o no multiplicarse. Fantasmas, monstruos, criminales, descarriados, representan el melodrama y la debilidad. El único horror de que están rodeados es el propio horror del soñador al aislamiento. Pero el desierto o una hilera de falsos frontispicios de tiendas; un montón de escoria, una forja en la que los ruegos están cubiertos de ceniza, todo esto y la calle y el soñador, él mismo tan sólo una sombra inconsecuente en el paisaje, participante en el desalmamiento de esas otras masas y sombras; ésta es la pesadilla del siglo XX.

No era hostilidad, Paola, este dejaros solas a Elena y a ti durante los ataques. Ni era tampoco la habitual irresponsabilidad egoísta de la juventud. Su juventud, la de Maratt, la de Dnubietna, la juventud de una «generación» (tanto en el sentido literario como en el literal) se desvaneció bruscamente con la primera bomba del 8 de junio de 1940. Los artificieros de la antigua China y sus sucesores Schultze y Nobel inventaron un filtro mucho más potente de lo que pensaban. Una sola dosis y la «Generación» se volvía inmune de por vida; inmune al miedo de la muerte, al hambre, al trabajo duro, inmune a las banales seducciones que arrastran a un hombre lejos de una esposa y un hijo, y de la necesidad de preocuparse de ellos. Inmune a todo salvo a lo que ocurrió a Fausto una tarde durante el séptimo de trece ataques aéreos. En un momento de lucidez durante su fuga escribió Fausto:

«Qué bello el oscurecimiento de La Valetta. Antes de que la “oleada” de esta noche venga del norte. La noche llena la calle como un fluido negro; fluye por los arroyos, con sus corrientes tirándote de los tobillos. Como si la ciudad estuviera bajo las aguas; una Atlántida bajo el mar de noche.

»¿Es sólo la noche lo que envuelve a La Valetta? ¿O es una emoción humana, “un aire de expectación”? No como la expectación de los sueños, donde lo por nosotros aguardado es indefinido e innombrable. La Valetta sabe bastante bien lo que aguarda. No encierra este silencio tensión o malestar; es frío, seguro; el silencio del tedio o de un ritual al que se está más que acostumbrado. Un grupo de artilleros que va por la calle próxima se dirige apresuradamente a su emplazamiento. Pero su vulgar canción se desvanece, queda al final una sola voz que azorada lo deja a media palabra.

»Gracias a Dios que estás a salvo, Elena, en nuestro otro hogar subterráneo. Tú y la niña. Si el viejo Saturno Aghtina y su mujer se han mudado definitivamente a la vieja alcantarilla, podrán cuidar de Paola cuando tú tengas que salir para ir a hacer tu trabajo. ¿Cuántas otras familias la han cuidado? Todos nuestros niños han tenido tan sólo un padre, la guerra; y una madre, Malta, sus mujeres. Malas perspectivas para la familia, y para el gobierno maternal. Los clanes y el matriarcado son incompatibles con esta Comunión que la guerra ha traído a Malta.

»No me voy de ti, amor, porque deba irme. Nosotros los hombres no somos una raza de saqueadores o infieles; no cuando nuestros barcos de valioso cargamento son presa y pasto del malvado pez de metal cuyo cubil es un submarino alemán. No hay más mundo que la isla; y hay tan sólo un día hasta cualquier orilla del mar. No hay abandono que valga, Elena; no, en verdad.

»Pero en el sueño siempre hay dos mundos: la calle y lo que está debajo de la calle. Uno es el reino de la muerte; el otro, el de la vida. ¿Y cómo puede vivir un poeta sin explorar los dos reinos, aun cuando no sea más que como una especie de turista ocasional? El poeta necesita alimentarse de sueños. Si ya no llega ningún convoy ¿qué otra cosa le queda para alimentarse?».

Pobre Fausto. La «canción vulgar» tenía la música de una marcha llamada Coronel Bogie:

A Hitler

sólo le queda un huevo,

Goering

tiene dos pero son pequeños;

Himmler

tiene algo parecido,

pero Goebbels

no tiene ningún huevo…

Lo cual demostraba quizás que la virilidad, en Malta, no dependía de la movilidad. Eran todos, como Fausto era el primero en admitir, trabajadores, no aventureros. Malta y sus habitantes permanecían como una roca inamovible en medio del río Fortuna, que ahora experimentaba la crecida bélica. Los mismos motivos que nos han hecho poblar una calle onírica nos hacen también aplicar a una roca cualidades humanas como «invencibilidad», «tenacidad», «perseverancia», etcétera. Más que metáfora es engaño. Pero Malta sobrevivía a base de la fuerza de este engaño.

Por eso la hombría se definía así en Malta, cada vez más, en términos de resistencia de roca. Esto tenía sus peligros para Fausto. Viviendo como vive gran parte del tiempo en el mundo de la metáfora, el poeta tiene siempre una conciencia muy aguda de que la metáfora carece de valor más allá de su función; de que no es más que un invento de la imaginación, un artificio. De modo que, mientras otros pueden ver en las leyes de la física una legislación y a Dios como una forma humana con barbas medidas en años luz, y nebulosas por sandalias, los de la especie de Fausto se enfrentan en solitario con la tarea de vivir en un universo de cosas que simplemente son y de disimular esa innata carencia con unas cuantas metáforas confortables y piadosas de forma que la mitad «práctica» de la humanidad pueda seguir manteniéndose en la Gran Mentira, confiada en que sus máquinas, hogares, calles y clima comparten idénticos motivos humanos, idénticos rasgos personales e idénticos arrebatos de testarudez que sus componentes.

Los poetas han venido haciendo este trabajo a lo largo de los siglos. Es la única finalidad útil que tienen para la sociedad: y si todos los poetas desapareciesen mañana mismo, la sociedad no viviría más tiempo del que tardase en desaparecer la memoria viva y los libros muertos de su poesía.

Tal el «papel» del poeta, en este siglo XX. Mentir. Dnubietna escribió:

Si dijera la verdad

no me creeríais.

Si dijera: ningún alma compañera

cae muerta desde el aire, ningún plan consciente

nos ha impelido a vivir bajo tierra, reiríais

como si hubiera convulsionado la boca de cera

de mi máscara trágica hasta dibujar una sonrisa:

una sonrisa para vosotros; para mí la verdad que se esconde

tras la catenaria: locus de lo trascendental:

Y = a/2 (ex/a+e-x/a).

Fausto se cruzó con el poeta-ingeniero una tarde en la calle. Dnubietna se había emborrachado, y ahora que se le estaba pasando retornaba al escenario de su parranda. Un comerciante sin escrúpulos llamado Tifkira tenía vino acaparado. Era domingo y llovía. El tiempo había sido malo, los ataques menos frecuentes. Los dos jóvenes se encontraron junto a las ruinas de una pequeña iglesia. El único confesonario había quedado partido por la mitad, pero Fausto no acertaba a saber qué parte era la que había quedado, la del sacerdote o la del feligrés. El sol aparecía detrás de las nubes de lluvia como un parche de gris luminoso, una docena de veces su tamaño normal, descendido del cenit hasta medio camino. Casi lo bastante brillante como para arrojar sombras. Pero caía de detrás de Dnubietna, por lo que los rasgos del ingeniero no se distinguían bien. Llevaba un mono caqui manchado de grasa y una gorra azul de mecánico; gruesas gotas de lluvia caían sobre ambas prendas.

Dnubietna indicó la iglesia con la cabeza. «¿Has estado, cura?».

—En misa, no —hacía un mes que no se veían. Pero no había ninguna necesidad de ponerse mutuamente al corriente.

—Ven. Vamos a emborracharnos. ¿Cómo están Elena y la niña?

—Bien.

—La de Maratt está embarazada otra vez. ¿No echas de menos la vida de soltero?

Bajaban por una calle estrecha y empedrada que la lluvia abrillantaba. A ambos lados había montones de cascotes, unos cuantos muros o escalones de porche que quedaban en pie. Franjas de piedra pulverizada, mate contra los brillantes adoquines, interrumpían aleatoriamente el dibujo del pavimento. El sol casi había adquirido realidad. Las sombras atenuadas se alargaban hacia atrás. Seguía cayendo la lluvia.

—O quizás, habiéndote casado cuando lo hiciste —prosiguió Dnubietna—, equipares la soltería con la paz.

—¿Paz? —dijo Fausto—. Curiosa palabra.

Iban esquivando y saltando sobre los trozos desperdigados de argamasa y ladrillo.

—Sylvana —cantó Dnubietna—, con tu falda roja / vuelve, vuelve/. Puedes quedarte con mi corazón, / pero devuélveme el dinero…

—Deberías casarte —dijo Fausto en tono fúnebre—. De otro modo no es justo.

—La poesía y la ingeniería no tienen nada que ver con la domesticidad.

—Hace meses —recordó Fausto— que no tenemos una buena discusión.

—Aquí.

Bajaron un tramo de escalones que conducía a un edificio que se mantenía aún razonablemente intacto. Al descender levantaron nubes de yeso pulverizado. Comenzaron las sirenas. Dentro del local, Tifkira estaba tumbado durmiendo encima de una mesa. En un rincón dos mujeres jóvenes jugaban sin interés a las cartas. Dnubietna desapareció un momento detrás de la barra, y reapareció con una botellita de vino. Una bomba cayó en la calle contigua, haciendo temblar las vigas del techo, poniendo en movimiento oscilante un candil que colgaba de ella.

—Debería estar durmiendo —dijo Fausto—. Trabajo esta noche.

—Remordimientos de un medio-hombre gurrumino —gruñó Dnubietna al tiempo que escanciaba vino. Las chicas levantaron la cabeza—. Es el uniforme —dijo confidencialmente, lo que era tan ridículo que Fausto tuvo que echarse a reír.

Pronto se habían trasladado a la mesa de las chicas. La conversación era irregular, ya que había un emplazamiento de artillería casi justamente encima de ellos. Las chicas eran profesionales e intentaron durante un rato hacer que Fausto y Dnubietna se decidieran.

—Es inútil —dijo Dnubietna—. Yo nunca he tenido que pagar y éste es casado y además cura.

Los tres se echaron a reír: a Fausto, que se iba emborrachando, no le hizo gracia.

—Eso hace tiempo que pasó —dijo tranquilo.

—El que ha sido cura una vez lo sigue siendo siempre —replicó Dnubietna—. Vamos. Bendice el vino. Conságralo. Es domingo y no has ido a misa.

Por encima de sus cabezas, el Bofors comenzó a vomitar fuego intermitente y ensordecedoramente: dos explosiones por segundo. Los cuatro se concentraron en beber vino.

—En batería —gritó Dnubietna por encima de la cortina de fuego antiaéreo. Una palabra que ya no significaba nada en La Valetta. Tifkira se despertó.

—Robándome el vino —gritó el dueño. Se dirigió con paso inseguro hasta la pared y apoyó en ella la frente. Comenzó a rascarse a fondo el peludo abdomen y la espalda por debajo de la camiseta—. Podríais darme un trago.

—No está consagrado. Es culpa de Maijstral el apóstata.

—Es que Dios y yo tenemos un acuerdo —comenzó Fausto como si quisiera corregir una mala inteligencia—. Él olvidará que no he acudido a su llamada si dejo de hacer preguntas. Si me limito a sobrevivir.

¿Cuándo se le había ocurrido eso? ¿En qué calle?, ¿en qué punto de estos meses de impresiones? Quizás lo había pensado en aquel mismo momento. Estaba borracho. Tan cansado que no habían hecho falta más que cuatro vasos de vino.

—¿Cómo? —preguntó una de las chicas en serio—, ¿cómo puede haber fe si no se hacen preguntas? El cura dijo que está bien que hagamos preguntas.

Dnubietna miró al rostro de su amigo, no vio que fuera a haber respuesta: así que se volvió y dio a la chica una palmadita en el hombro.

—Ése es el follón, amor. Bébete el vino.

—No —chilló Tifkira, apoyado contra la otra pared, observándoles—. Lo vais a desperdiciar todo —comenzó de nuevo el ruido del cañón.

—¿Desperdiciar? —rió Dnubietna por encima del estrépito—. No hables de desperdiciar, idiota.

En ademán beligerante cruzó el local. Fausto apoyó la cabeza en la mesa para descansar un momento. Las mujeres reanudaron su partida de cartas, utilizando la espalda de Fausto como mesa. Dnubietna había agarrado al dueño por los hombros. Inició una dilatada denuncia de Tifkira, señalando cada punto con sacudidas que arrancaban estremecimientos cíclicos al grueso torso.

Arriba, la sirena daba por terminada la alarma. Poco después se oyó ruido en la puerta. Dnubietna abrió y allá entró armando follón en busca de vino, la dotación artillera, sucia, exhausta. Fausto se despertó y se puso de pie cuadrándose y saludando: las cartas se esparcieron en chaparrón de corazones y picas.

—¡Fuera, fuera! —gritó Dnubietna. Tifkira, abandonando su sueño de un gran tesoro vinícola, se dejó caer en posición sedente contra la pared y cerró los ojos—. ¡Tenemos que poner a Maijstral en condiciones de trabajar!

—Iros al… caitiff —gritó Fausto, volvió a saludar y cayó hacia atrás.

Entre risitas y traspiés, Dnubietna y una de las chicas consiguieron ponerle de pie. Al parecer Dnubietna tenía la intención de llevar a Fausto hasta Ta Kali andando (el método habitual consistía en hacer autostop y subirse a algún camión militar) para que se espabilara. Cuando salían a la oscurecida calle comenzaron a sonar de nuevo las sirenas. Miembros de la dotación del Bofors, cada uno con un vaso de vino en la mano, subieron ruidosamente las escaleras y tropezaron con ellos. Dnubietna, irritado, se liberó bruscamente del brazo de Fausto que llevaba sobre el hombro y lanzó un puñetazo al estómago del artillero más próximo. Se armó una reyerta. Las bombas caían sobre el Gran Puerto. Las explosiones comenzaron a aproximarse lenta y regularmente, como las pisadas de un ogro infantil. Fausto yacía en el suelo y no sentía un especial deseo de acudir en ayuda de su amigo que, en franca inferioridad numérica, estaba siendo machacado. Por fin le dejaron y se dirigieron al Bofors. No muy arriba, un ME-109, clavado por los reflectores, salió súbitamente de la capa de nubes y picó. Aparecieron a continuación trazadoras naranja.

—Dale a ese cabrón —gritó alguien en el emplazamiento.

El Bofors abrió fuego. Fausto miró con ligero interés. Las sombras de la dotación del cañón, iluminadas desde lo alto por las explosiones de los proyectiles y el «barrido» de los reflectores, entraban y salían de la noche con las oscilaciones luminosas. En uno de los resplandores Fausto pudo ver, disminuyendo lentamente en un vaso acercado a los labios de un municionero, el arrebol del vino de Tifkira. Las granadas antiaéreas disparadas desde algún lugar del puerto hicieron impacto en el Messerschmitt: sus depósitos se inflamaron en medio de una gran florescencia amarilla y cayó, lento como un globo; el humo negro de su tránsito ondulante atravesó los haces de los reflectores, que demoraban un instante en el punto de interceptación antes de pasar a ocuparse de otro asunto.

Dnubietna se cernía sobre él, macilento, un ojo comenzaba a hincharse.

—¡Fuera, fuera! —graznó.

Fausto, reacio, se puso de pie y ambos salieron. No hay indicación alguna en el diario de cómo lo hicieron, pero llegaron a Ta Kali en el momento justo en que las sirenas anunciaban el final de la alarma. Hicieron quizás un kilómetro y medio a pie. Es de suponer que se pusieran a cubierto cuando las bombas caían demasiado cerca.

Por último se encaramaron a la parte de atrás de un camión que pasaba.

«No puede decirse que fuera heroico», escribe Fausto. «Estábamos los dos borrachos. Pero no he sido capaz de quitarme de la cabeza que aquella noche se me otorgó una dispensa. Que Dios suspendió las leyes del azar por las que sin duda tenían que habernos matado. Sin que supiéramos cómo, la calle —el reino de la muerte— nos fue propicia. Quizás porque guardé el pacto y no bendije el vino».

Post hoc. Y sólo parte de la «relación» de conjunto. Es a esto a lo que yo llamo la simplicidad de Fausto. No hizo nada tan complejo como apartarse de Dios o rechazar su Iglesia. La pérdida de la fe es un asunto complicado y requiere tiempo. No hay epifanías, no hay «momentos de la verdad». Requiere pensar mucho y gran concentración en las fases avanzadas, fases que a su vez se producen mediante una acumulación de pequeñas contingencias: ejemplos de la injusticia general, la desgracia que cae sobre el piadoso, las plegarias propias que quedan sin respuesta. Fausto y su «Generación» no tuvieron tiempo sencillamente para tan ociosa charlatanería occidental. Se habían deshabituado, habían perdido un cierto sentido de sí mismos, se habían alejado más de la paz universitaria y se habían acercado más a la ciudad cercada, de lo que ninguno de ellos estaba dispuesto a admitir; eran más malteses que ingleses.

Dado que todo el resto de su vida había pasado al mundo subterráneo, que había adquirido una trayectoria en la que las sirenas aparecían como único parámetro, se percató Fausto de que los viejos pactos, los viejos acuerdos con Dios, tendrían también que cambiar. En consecuencia, para mantener cuando menos una relación funcional con Dios, Fausto hizo lo que había venido haciendo respecto al mantenimiento de un hogar, la comida, al amor marital: se aparejó provisionalmente, improvisó. Pero su lado inglés todavía estaba allí, llevando el diario.

La niña —tú— creció más saludable, más activa. El año 1942 te habías unido a un bullicioso grupo de chicos cuya diversión principal era un juego llamado R.A.F. Entre ataque y ataque, una docena o así de vosotros salíais a la calle, extendíais los brazos como aeroplanos y entrabais y salíais por entre los muros en ruinas, montones de cascotes y hoyos de la ciudad, gritando y zumbando. Los chicos más altos y más fuertes eran, naturalmente, Spitfires. Otros —los chicos poco estimados, las chicas y los más pequeños— hacían de aviones enemigos. Tú solías ser, creo recordar, un dirigible italiano. La más alegre niña-globo del trozo de alcantarilla que ocupamos aquella temporada. Hostigada, perseguida, esquivando las piedras y palos que lanzaban en tu camino, conseguías cada vez, con la agilidad «italiana» que tu papel exigía, escapar al sojuzgamiento. Pero siempre, tras haber conseguido burlar a tus oponentes, acababas por cumplir tu deber patriótico y te rendías. Sólo cuando estabas dispuesta a ello.

Tu madre y Fausto no estaban contigo la mayor parte del tiempo: enfermera y zapador. Quedabas a merced de los dos extremos de nuestra sociedad subterránea: los ancianos, para los que apenas existía la distinción entre desgracia súbita y gradual, y los niños, que inconscientemente ibais creando un mundo aparte, un prototipo del mundo que Fausto III, ya anacrónico, heredaría. ¿Se neutralizaron estas dos fuerzas, dejándoos en el solitario promontorio que separaba a los dos mundos? ¿Puedes aún, hija, mirar a ambos lados? En tal caso tienes una envidiable ventaja: sigues siendo aquella beligerante de cuatro años con la historia desenfilada. El Fausto actual no puede mirar a ningún sitio, sino hacia atrás, a los estadios separados de su propia historia. Sin continuidad. Sin lógica. «La historia», escribió Dnubietna, «es una función-madrastra».

¿Era excesiva la creencia de Fausto?, ¿era la comunión mera ilusión para compensar algún fracaso como padre y marido? Según las normas de tiempo de paz era sin duda alguna un fracasado. El curso normal antes de la guerra habría sido un lento crecer de su amor por Elena y Paola conforme aquel joven, prematuramente arrojado al matrimonio y la paternidad, aprendía a asumir la carga que corresponde a todo hombre en el mundo adulto.

Pero el asedio creó diferentes cargas y resultaba imposible determinar qué mundo era más real: el de los hijos o el de los padres. A pesar de todo lo sucios, lo ruidosos y lo gamberros que eran, los chavales malteses desempeñaban una función poética. El juego de la R.A.F. fue sólo una metáfora que idearon para ocultar el mundo real.

¿En favor de quién? Los adultos estaban trabajando, a los viejos no les importaba nada, los críos estaban todos en el secreto. Debió de ser por falta de algo mejor. Hasta que sus músculos y sus cerebros se desarrollaran como para que pudieran asumir su participación en la carga del trabajo de la ruina en que se estaba convirtiendo su isla. Era un tiempo de espera: era poesía dentro de un vacío.

Paola: hija mía, hija de Elena, pero, sobre todo, hija de Malta. Tú eras uno de ellos. Estos niños sabían lo que estaba ocurriendo: sabían que las bombas mataban. Pero ¿qué es, al fin y al cabo, un ser humano? Nada diferente de una iglesia, de un obelisco, de una estatua. Tan sólo una cosa importa: es la bomba la que gana. Su visión de la muerte no era humana. Uno se pregunta si nuestras actitudes de adultos, mezcladas sin remedio con el amor, las formas sociales y la metafísica, funcionaban mejor. Sin duda había más sentido común en la forma en que la veían los niños.

Los niños recorrían La Valetta por sus propias rutas, fundamentalmente subterráneas. Fausto II registra su mundo independiente, sobrepuesto a la ciudad reventada: tribus harapientas esparcidas por Xaghriet Mewwija, que de vez en cuando incurrían en escaramuzas mutuamente destructivas. Las patrullas de reconocimiento y las bandas saqueadoras estaban siempre presentes, aparecían siempre en el filo del campo visual.

«Deben de estar cambiando las tornas. Sólo un ataque hoy, el de esta mañana temprano. Anoche dormimos en la alcantarilla, cerca de Aghtina y su mujer. La pequeña Paola salió tan pronto como cesó la alarma con el hijo de Maratt y otros para explorar el mundo del Arsenal. Hasta el tiempo parecía señalar una especie de tregua. La lluvia de anoche había arrastrado el yeso y el polvo de piedra, limpiado las hojas de los árboles haciendo que entrase una alegre cascada de agua en nuestro alojamiento, a menos de diez pasos del jergón de ropa limpia. En consecuencia hicimos nuestras abluciones en este riachuelo bien encauzado, retirándonos poco después al domicilio de la señora Aghtina, donde interrumpimos el ayuno con unas nutritivas gachas que la buena mujer había preparado hacía poco para una contingencia como ésta. ¡Cuánta bondad y nobleza nos ha tocado en suerte desde que se inició el asedio!

»Arriba en la calle brillaba el sol. Subimos a la superficie; Elena me cogió de la mano y una vez arriba no la soltó. Echamos a andar. Su rostro, fresco del sueño, era tan puro a la luz del sol… El viejo sol de Malta, el rostro joven de Elena. Parecía como si la acabara de conocer; o como si, niños de nuevo, nos hubiéramos perdido por el mismo huerto de naranjos, nos hubiéramos metido sin darnos cuenta en la misma vaharada de azaleas. Comenzó a hablar, charla de adolescente, en maltés: de lo gallardo que era el aspecto de los soldados y marineros (“Quieres decir lo sobrio”, comenté, se echó a reír e hizo como que se enfadaba); qué divertido era un inodoro solitario situado en la habitación superior derecha del edificio de un club inglés cuyo muro había desaparecido: sintiéndome joven me dio la vena airada y política ante ese retrete.

»—Hermosa democracia la de la guerra —declaré—. Antes nos excluían de sus exquisitos clubes. La interrelación anglo-maltesa era una farsa. Pro bono; ¡ja, ja, ja! Mantener a los nativos en su sitio. Pero ahora la habitación más sacrosanta de ese templo está abierta a la mirada pública.

»De este modo recorrimos la calle casi como si celebrásemos una fiesta; la lluvia había traído una especie de primavera. En días como aquél teníamos la sensación de que La Valetta recordaba su historia pastoral. Como si, de repente, fueran a crecer viñedos en los bastiones de la costa, a brotar olivos y granados por las pálidas heridas de Kingsway. El puerto centelleaba: saludábamos con la mano a cuantos pasaban, les sonreíamos o nos dirigíamos a ellos; los cabellos de Elena capturaban el sol en su red viscosa, motas de sol danzaban en sus mejillas.

»Cómo llegamos a aquel jardín o parque, nunca lo supe. Anduvimos toda la mañana junto al mar. Habían salido las barcas de pesca. Unas cuantas mujeres de pescadores chismorreaban entre las algas y los pedazos de baluarte amarillo que las bombas habían arrojado a la playa. Remendaban las redes, contemplaban el mar, gritaban a sus hijos. Hoy había niños por todas partes en La Valetta, descolgándose de los árboles, saltando al mar desde los derruidos extremos de los malecones: oídos sin ser vistos en las cáscaras vacías de las casas bombardeadas. Cantaban, salmodiaban, bromeaban o chillaban meramente. ¿No eran en realidad nuestras propias voces guardadas durante años en alguna casa y que sólo ahora salían para producirnos embarazo al pasar?

»Encontramos un café. Había vino procedente del último convoy —¡una rara cosecha!— vino y un pobre pollo que oímos cómo mataba el propietario en la trastienda. Nos sentamos, bebimos el vino, contemplamos el puerto. Las aves se adentraban en el Mediterráneo. Presión alta. Quizás tenían también un portal sensorial para los alemanes. El pelo se le metía en los ojos. Pudimos hablar por primera vez en un año. Le había dado algunas lecciones de conversación inglesa antes del 39. Hoy quería continuarlas: ¿quién sabía, dijo, cuándo habría otra oportunidad? Criatura seria. ¿Cómo la quería?

»A primera hora de la tarde el propietario salió y se sentó con nosotros: una mano todavía pegajosa de sangre y con unas cuantas plumas pegadas.

»—Mucho gusto en conocerle, señor —le saludó Elena, jubilosa. El viejo rió con satisfacción.

»—Ingleses —dijo—. Sí, lo supe desde el momento en que les vi. Turistas ingleses.

»Seguimos la broma. Mientras me tocaba por debajo de la mesa, traviesa Elena, el dueño siguió su absurda perorata sobre los ingleses. El viento del puerto era fresco, y el agua que no sé por qué sólo la recuerdo marrón o amarillo-verdosa, era ahora azul: de un azul de carnaval cabrilleado de blanco. Hermoso puerto.

»Media docena de niños doblaban la esquina corriendo: chicos en camiseta masculina, brazos tostados, dos niñas en camiseta femenina les seguían de cerca pero la nuestra no era ninguna de ellas. Pasaron a nuestro lado sin vernos, corriendo colina abajo hacia el puerto. Había aparecido una nube no se sabía de dónde, mancha hinchada, de aspecto sólido entre los cables invisibles del trolebús solar. El sol estaba en rumbo de combate. Elena y yo acabamos por levantarnos y seguir calle abajo. No tardó en salir otra multitud de niños de estampida, de una callejuela, veinte metros por delante de nosotros: cortando a través, doblando calle arriba, desaparecieron en fila india en los cimientos de lo que una vez había sido una casa. Nos llegaba la luz del sol quebrado por los muros, los marcos de las ventanas, las vigas de los tejados: cual osamenta. Nuestra calle estaba perforada por miles de pequeños hoyos igual que el puerto bajo el sol entero del mediodía. Poco ágiles, dábamos traspiés apoyándonos de vez en cuando el uno en el otro para conseguir mantener el equilibrio.

»La mañana para el mar, la tarde para la ciudad. Pobre ciudad destrozada. Inclinada hacia Marsamuscetto; ninguna estructura de piedra —sin tejados, sin paredes, sin ventanas— podía esconderse del sol, que arrojaba todas las sombras colina arriba y hacia el mar. Los niños, parecía, seguían nuestros pasos. Los oíamos detrás de un muro roto: o tan sólo el leve roce de pies descalzos y el aire que hacían al pasar. Y de vez en cuando volvíamos a oír sus voces, algo más arriba, en la calle siguiente. Los nombres no se distinguían debido al viento que venía del puerto. Colina abajo el sol se aproximaba poco a poco a la nube que bloqueaba su paso.

»¿Fausto, llamaban? ¿Elena? ¿Era nuestra hija uno de ellos, o seguía nuestros pasos por algún curso invisible? Nuestros pasos los dirigíamos por la red de la ciudad, sin rumbo, en fuga: una fuga de amor o de recuerdo o de algún sentimiento abstracto que siempre viene detrás del hecho y que nada tenía que ver aquella tarde con la calidad de la luz o la presión de cinco dedos en mi brazo que despertaban mis cinco sentidos y más…

»Triste es una palabra necia. La luz no es triste: o no debería serlo. Con miedo de mirar hacia atrás incluso a nuestras propias sombras, no fuera a ser que se movieran de un modo diferente o desaparecieran por la cloaca o por una de las grietas del suelo, recorrimos minuciosamente La Valetta hasta el final de la tarde como si anduviéramos en busca de algo definido.

»Hasta que por fin —a última hora de la tarde— llegamos a un parquecillo diminuto en el corazón de la ciudad. En uno de sus extremos el viento hacía crujir un pabellón de música, cuyo techo se mantenía milagrosamente sujeto por sólo unas cuantas columnas que quedaban en pie. La estructura estaba combada y pájaros de alguna clase habían abandonado sus nidos en el borde: todos menos uno, cuya cabeza asomaba, mirando a Dios sabía qué, sin asustarse de nuestra aproximación. Parecía disecado.

»Fue allí donde despertamos, allí donde los niños se acercaron rodeándonos. ¿Habían estado jugando al escondite con nosotros todo el día? ¿Había desaparecido toda la música residual con los veloces pájaros, o había un vals que sólo ahora soñábamos? Estábamos de pie en medio del serrín y las astillas de un árbol desgraciado. Arbustos de azalea nos aguardaban al otro lado del pabellón, pero el viento soplaba en la dirección indebida: desde el futuro, haciendo retomar todo el aroma hacia el pasado. Por encima, altas palmeras se inclinaban con falsa solicitud arrojando sombras afiladas.

»Frío. Y entonces el sol se encontró con su nube, y otras nubes que no habíamos advertido para nada parecieron al mismo tiempo desplazarse hacia la nube del sol. Como si los vientos soplaran hoy al mismo tiempo desde los treinta y dos puntos de la rosa para juntarse en el centro en una gran manga de viento que elevara el globo de fuego como una ofrenda, incendiando las costas inferiores del firmamento. Desaparecieron las sombras de las hojas; toda luz y sombra se disolvía en un gran verde ácido. El globo de fuego continuaba reptando colina abajo. Las hojas de todos los árboles del parque comenzaron a rascarse unas con otras como las patas de las langostas. Suficiente música.

»Tuvo un escalofrío, se arrimó a mí un instante, luego se sentó bruscamente sobre la hierba aplastada. Yo me senté junto a ella. Debíamos de parecer una pareja extraña: con los hombros encorvados para protegernos del viento, en silencio, de cara al pabellón como si esperásemos a que comenzara una representación. Entre los árboles, por el rabillo del ojo, veíamos niños. Superficies blancas que podían ser rostros, o el reverso de las hojas, indicando tormenta. El cielo se estaba nublando: la luz verde se oscurecía, arrastrando a la isla de Malta y a la isla de Fausto y Elena, sin remedio, más profundamente en su destemplanza onírica.

»¡Oh cielos!, era la misma estupidez que habría que atravesar de nuevo: la súbita caída del barómetro que no esperábamos; la mala fe de sueños que envían patrullas de escaramuza por sorpresa a través de una frontera que debería ser estable; el terror del escalón desconocido en la oscuridad en lo que pensamos que era calle horizontal. Hemos dado pasos verdaderamente nostálgicos esta tarde. ¿Adónde nos han traído?

»A un parque que no volveríamos a encontrar.

»Al parecer no habíamos hecho más que utilizar a La Valetta para tapar nuestros propios huecos. Las piedras y el metal no pueden alimentar. Estábamos sentados, con ojos de hambre, escuchando las nerviosas hojas. ¿Qué podría haber para alimentarnos? Sólo el uno del otro.

»—Tengo frío.

»Lo dijo en maltés: y no se aproximó. El inglés, por lo visto, ya no le servía de nada. Quería preguntar: Elena ¿qué esperamos… a que estalle la tormenta, a que los árboles o los edificios muertos nos dirijan la palabra? Pregunté:

»—¿Qué ocurre?

»Movió la cabeza. Dejó que sus ojos fueran de un lado para otro entre el suelo y el pabellón crujiente.

»Cuanto más estudiaba su rostro —el pelo alborotado, los escorzados ojos, las pecas que se iban disolviendo en el verde general de la tarde— tanto más angustiado me sentía. Quería protestar pero no había nadie ante quien protestar. Quizás tenía ganas de llorar, pero el puerto salobre lo habíamos dejado a las gaviotas y a los botes de pesca; no lo habíamos incorporado como habíamos hecho con la ciudad.

»¿Había dentro de ella los mismos recuerdos de azaleas, o alguna sensación de que esta ciudad era una burla, una promesa siempre incumplida? ¿Compartíamos algo? Cuanto más nos hundíamos en el crepúsculo menos lo sabía yo. Amaba a esta mujer —argüía— con todo cuanto en mí había capaz de desencadenar y afianzar el amor: pero aquí tratábase de amor en medio de una oscuridad creciente: agotándose, sin claro conocimiento de qué parte del amor emitido se perdía, qué parte sería alguna vez recuperada. ¿Veía siquiera el mismo pabellón, oía a los mismos niños en las fronteras de nuestro parque: estaba de hecho aquí o como Paola —¡Dios del cielo, ni siquiera nuestra hija sino la hija de La Valetta!— andaba sola por ahí fuera, vibrando como una sombra en alguna calle en la que la luz es demasiado clara, el horizonte demasiado nítido como para ser otra cosa que una calle creada por la nostalgia del pasado, de la Malta que fue pero que no podría volver a ser?

»Hojas de palma desgastadas por el roce, desgarrándose unas a otras hasta convertirse en verdes fibras de luz; ramas de árbol arañadas, hojas de algarrobo, secas como cuero, vibradas y sacudidas. Como si hubiera una reunión detrás de los árboles, una congregación en el cielo. La vibración que nos rodeaba, creciente, fue presa del pánico, aumentó su alboroto por encima del de los niños o del de los espíritus de los niños. Temerosos de mirar, no apartábamos los ojos del pabellón aunque Dios sabía lo que podría aparecer allí.

»Sus uñas, rotas de enterrar a los muertos, se habían estado clavando en la parte desnuda de mi brazo donde la camisa estaba remangada. La presión y el dolor se incrementaron, nuestras cabezas, flojas, giraron lentamente como cabezas de marionetas hacia un encuentro de los ojos. En el anochecer sus ojos se habían vuelto enormes y velados. Traté de mirar a sus blancos como miramos los márgenes de una página, tratando de evitar lo que estaba escrito en el negro de los iris. ¿Era sólo noche lo que se “congregaba” en el exterior? Algo noctoideo había conseguido introducirse aquí, destilado y preformado en ojos que tan sólo esta mañana habían reflejado el sol, las cabrillas, los niños reales.

»Mis propias uñas cerraron en respuesta y nos volvimos gemelos, simétricos, compartiendo el dolor, quizás todo lo que podríamos jamás compartir: su rostro empezó a distorsionarse, medio por el esfuerzo que tenía que hacer para hacerme daño, medio por el daño que yo le hacía a ella. El dolor aumentaba, las palmas y los algarrobos se volvieron locos: sus iris rodaron hacia el cielo.

»—Missierna li-inti fis-smewwiet, jitqaddes ismek

»Rezaba. En retirada. Habiendo alcanzado un cierto umbral, resbalaba hacia atrás, hacia lo que era más seguro. Los ataques, la muerte de una madre, la diaria manipulación de los cadáveres, no habían sido capaces de conseguirlo. Fue necesario un parque, el asedio de unos niños, el movimiento de los árboles, la noche echándose encima.

»Sus ojos retornaron a mí.

»—Te quiero —desplazándose en la hierba—, te quiero, Fausto.

»Dolor, nostalgia, deseo, se mezclaban en sus ojos, eso parecía. Pero cómo podía saberlo: con el mismo positivo alivio que hay en saber que el sol se va enfriando, que las ruinas del Hagiar Kim progresan hacia el polvo, como nos pasa a nosotros, como le pasa a mi pequeño Hillman Minx que fue enviado a un garaje por viejo en 1939 y que ahora se desintegra allí, inmóvil, bajo toneladas de cascotes de garaje. Cómo podía colegirlo: siendo la única sombra de excusa el razonamiento por analogía de que los nervios irritados y heridos por mis uñas eran los mismos que los míos propios, que su dolor era el mío y por extensión el de las hojas que se agitaban nerviosas a nuestro alrededor.

»Dejando resbalar la mirada más allá de sus ojos vi hojas completamente blancas. Habían sacado su lado pálido y las nubes eran nubes de tormenta después de todo.

»—Los niños —le oí decir—. Los hemos perdido.

»Los habíamos perdido. O ellos nos habían perdido a nosotros.

»—¡Oh! —exhaló—. ¡Oh, mira!

»Me soltó mientras yo la soltaba y ambos nos poníamos de pie y contemplábamos las gaviotas que cubrían la mitad del cielo visible, gaviotas que estaban todas en nuestra isla y a las que ahora daba el sol. Regresaban todas juntas debido a una tormenta en algún lugar del mar —terriblemente silenciosas— avanzando lentamente, hacia arriba y hacia abajo e inexorablemente rumbo a tierra, miríada de gotas de fuego.

»No había ocurrido nada. Tanto si los niños, las hojas enloquecidas o la meteorología onírica eran o no reales, no hay epifanías en Malta en esta época, no hay momentos de verdad. Habíamos utilizado la materia inerte de nuestras uñas tan sólo para estampar en caliente la carne viva; para arañar y destruir, no para penetrar las defensas de ninguna de nuestras dos almas».

Limitaré la inevitable anotación de esta súplica. Observa el predominio de los atributos humanos aplicados a lo inanimado. Todo el «día» —si es que se trató de un solo día, y no de la proyección de un estado de ánimo que quizás se prolongó más tiempo— cobra al leerlo la calidad de un resurgimiento o de la condición humana en el autómata, de la salud en la decadencia.

El pasaje es importante no tanto por esta aparente contradicción como por los niños, que eran completamente reales, cualquiera que fuere su función en la iconología faustiana. Parecían ser los únicos que en aquel momento eran conscientes de que la historia no había quedado en suspenso al fin y al cabo. De que las tropas eran cambiadas de posición, se entregaban Spitfires, los convoyes estaban al pairo frente a Sant Elmo. Esto fue, naturalmente, en 1943, al «cambiar las tornas», cuando los bombarderos con base aquí comenzaron a devolver parte de la guerra a Italia y cuando la calidad de la guerra antisubmarina en el Mediterráneo se hubo desarrollado hasta tal punto que podíamos ya prever más de las «tres comidas por delante» del doctor Johnson. Pero anteriormente —después de que los críos se recuperasen del primer susto— los «adultos» los mirábamos con una especie de recelo supersticioso, como si fueran ángeles registradores, que llevasen los legajos de lo vivo, lo muerto, lo fingidamente enfermo; que anotasen cómo iba vestido el gobernador Dobbie, qué iglesias habían sido destruidas, cuál era el volumen de entradas y salidas de los hospitales.

También tenían conocimiento del Mal Cura. Hay una cierta afición a lo maniqueo, común a todos los niños. Aquí, la combinación de un asedio, una educación católica y una identificación inconsciente de la madre con la Virgen eran cosas todas ellas que convertían el simple dualismo en esquemas en verdad extraños. Lo que se les había predicado tal vez se refería a una lucha abstracta entre el bien y el mal; pero hasta las peleas entre perros estaban muy por encima de ellos para ser reales. Derribaban los Spitfires y los ME con su juego de la R.A.F., pero era una simple metáfora, tal como queda anotado. Los alemanes eran sin duda puro mal y los aliados puro bien. Los niños no eran los únicos en sentir así. Pero si pudiera describirse gráficamente su idea de la lucha, no sería en forma de dos vectores de igual tamaño cabeza con cabeza, siendo su cabeza una X de valor desconocido; sino, antes bien, como un punto, sin dimensión —el bien— rodeado de un número cualquiera de flechas radiales —vectores del mal— que apuntarían al centro. Es decir: el bien defendiéndose contra el acoso. La Virgen asediada. La madre protectora herida del ala. La mujer pasiva. Malta en estado de sitio.

Una rueda con este diagrama: la rueda de la Fortuna. Girase como girase, la disposición básica era constante. Efectos estroboscópicos podían alterar el número aparente de rayos; la dirección podía cambiar; pero el cubo seguía manteniendo los rayos en su sitio y el punto de encuentro de los rayos seguía definiendo al cubo. La vieja idea cíclica de la historia se limitó a enseñar la llanta, a la que estaban atados príncipes y siervos por igual; una rueda orientada verticalmente; en ella uno se elevaba y caía. Pero la rueda de los niños estaba completamente a nivel y su llanta era sólo el horizonte marino: así de voluptuosa, así de «visual» es nuestra raza maltesa.

En consecuencia, no asignaron al Mal Cura un oponente: ni Dobbie, ni el arzobispo Gonzi ni el padre Avalanche. El Mal Cura era tan ubicuo como la noche, y los niños, a fin de proseguir sus observaciones, tenían que tener al menos la misma movilidad. No se trataba de una cosa organizada. Estos ángeles registradores jamás pusieron nada por escrito. Era más bien, si lo prefieres, una «conciencia colectiva». Se limitaban a observar, pasivos: podía vérseles como centinelas encima de un montón de escombros cualquier día a la puesta del sol; o asomando la cabeza por la esquina de una calle, acuclillados en los escalones, corriendo al galope corto de dos en dos, los brazos echados mutuamente por encima del hombro, cruzando un solar vacío, sin ir aparentemente a ningún sitio. Pero siempre, en algún punto de su línea de visión, se agitaría una sotana o pasaría una sombra más oscura que las restantes.

¿Qué tenía este cura que le situaba aparte, en un mismo plano con el Lucifer de alas de cuero, con Hitler, con Mussolini? Tan sólo una parte, creo, de lo que nos hace intuir suspicazmente al lobo en el perro, al traidor en el aliado. No es que aquellos niños fueran muy inclinados a creer cosas inspiradas por el deseo. A los curas, como a las madres, había que venerarlos: pero mira Italia, mira el cielo. Aquí había habido traición e hipocresía: ¿por qué no también entre los curas? Una vez el cielo había sido nuestro amigo más constante y seguro: un medio o plasma para el sol. Un sol que el gobierno trata ahora de explotar por razones turísticas: pero antes —en los días de Fausto I— fue el ojo vigilante de Dios y el cielo, su clara mejilla. Desde el 3 de septiembre de 1939 aparecieron pústulas, manchas y señales de pestilencia: los Messerschmitt. El rostro de Dios había enfermado y su ojo comenzaba a extraviarse, a cerrarse (a hacer guiños, insistía el ateo rampante de Dnubietna). Pero tal es la devoción del pueblo y la segura fuerza de la Iglesia que no se atribuyó la traición a Dios; antes bien al cielo: bellaquería de la piel capaz de albergar tales gérmenes y de rebelarse así contra su divino propietario.

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