V.

V.


13. En el que la cuerda del yoyó se revela como un estado de ánimo

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C a p í t u l o   t r e c e

En el que la cuerda del

yoyó se revela co-

mo un estado

de ánimo

V

1

La travesía hasta Malta tuvo lugar a finales de septiembre, atravesando un Atlántico en cuyo cielo nunca asomó el sol. El barco era el Susanna Squaducci, que ya figurase anteriormente una vez en la custodia largamente interrumpida que Profane había ejercido sobre Paola. Profane volvió aquella mañana al barco en medio de la niebla sabiendo que el yoyó de la Fortuna había vuelto también a un punto de referencia No volvía de mala gana, ni con un sentimiento premonitorio, ni nada de nada; sino preparado meramente para flotar, comprar un pasaje y marchar a la deriva a donde la Fortuna quisiera. Si es que la Fortuna era capaz de querer algo.

Unos cuantos miembros de la Dotación habían acudido para desear buen viaje a Profane, Paola y Stencil. Todos aquellos que no estaban en la cárcel, que no habían tenido que salir del país, ni se encontraban hospitalizados. Rachel no había venido. Era día laborable y tenía que ir a trabajar. O eso suponía Profane.

Estaba aquí por puro accidente. Unas semanas antes, mientras en la orilla exterior del campo-de-dos que Rachel y Profane habían establecido, Stencil rondaba la «palanca activadora» de la ciudad, en busca de billetes, pasaportes, visados, vacunas para Paola y para él, Profane sintió que por fin había alcanzado el punto muerto en Nueva York; que había encontrado a su chica, hallado su vocación como vigilante frente a la noche y como hombre leal para SHROUD, su hogar en un apartamento de tres chicas, una de las cuales había partido para Cuba, otra estaba a punto de partir para Malta y otra, la suya, se quedaba.

Se había olvidado del mundo inanimado y de la ley del justo castigo. Así como de que el campo-de-dos, la envoltura gemela de paz, había sido alumbrada tan sólo unos minutos después de que se hubiera liado a patadas con los neumáticos, lo que para un schlemihl es puramente una forma de poner sobre aviso.

No les costó mucho. Tan sólo unas noches más tarde, Profane se introdujo a las cuatro, haciéndose la idea de hacer seda durante ocho horas antes de tener que levantarse para ir a trabajar. Cuando por fin abrió los ojos, la calidad de la luz que entraba en la habitación y el estado de su vejiga le indicaron que se había dormido. El reloj eléctrico de Rachel gemía alegremente a su lado, con las manecillas señalando la una y media. Rachel andaba por algún sitio. Encendió la luz y comprobó que el despertador estaba puesto a media noche. El botón de detrás estaba colocado en posición para sonar. Había fallado. «Hijoputa». Cogió el reloj y lo lanzó al otro lado de la habitación. Al pegar contra la pared del cuarto de baño, empezó a sonar con un zumbido BZZZ fuerte y arrogante.

Pues bien, se puso los zapatos cambiados, se cortó al afeitarse, la ficha que tenía no entraba en el molinete de la entrada, el metro se marchó unos diez segundos antes de que él llegara. Cuando llegó al centro, el reloj no marcaba mucho más al sur de las tres y en Anthroresearch Associates había un follón impresionante. Se encontró a Bergomask en la puerta, lívido.

—Adivina lo que ha pasado —gritó el jefe.

Parece ser que había en marcha un experimento rutinario que iba a durar toda la noche. Hacia la 1.15, uno de los grandes montones de instrumentos electrónicos se había vuelto loco: se fundió la mitad de la circuitería; se dispararon los timbres de alarma; el sistema de aspersores y un par de cilindros de CO2 entraron en funcionamiento automáticamente. Todo ello no sacó de su pacífico sueño al técnico de guardia.

—A los técnicos —bufó Bergomask— no se les paga para que se despierten. Por eso es por lo que tenemos vigilantes nocturnos. —SHROUD estaba sentado, apoyado en la pared y emitiendo un tranquilo pitido. En cuanto se hubo percatado de todo, Profane se encogió de hombros.

—Es absurdo, pero es algo que estoy diciendo constantemente. Una mala costumbre. Bueno. En fin. Lo siento.

No teniendo respuesta se dio la vuelta y se desentendió. Le mandarían el despido por correo, suponía. A menos que le quisieran hacer pagar el estropicio. SHROUD le llamó:

Bon voyage.

—Y eso qué se supone que quiere decir.

—Nos veremos.

—Hasta luego, chaval.

—Tómatelo con calma. Tómatelo con calma, pero alerta. Es una advertencia, Profane, para la mañana que te espera. En fin, ya te he dicho demasiado.

—Me apuesto algo a que debajo de ese cínico pellejo de butirato hay un sensiblero. Un sentimental.

—No hay nada aquí debajo. ¿A quién quieres engañar?

Las últimas palabras que intercambió con SHROUD. De vuelta a la calle Ciento doce despertó a Rachel.

—Bueno, chico, vuelta a arreglar las calles.

Trataba de mostrarse alegre. Eso se lo concedía Profane, pero estaba furioso consigo mismo por tener la debilidad de olvidar su derecho de nacimiento como schlemihl. Y era Rachel la única persona con la que podía desquitarse.

—Tanto mejor para ti —dijo—. Tú has sido solvente toda tu vida.

—Lo bastante solvente como para que vayamos tirando hasta que la Agencia de Empleo Espacio/Tiempo y yo encontremos algo bueno para ti. Bueno de verdad.

Fina había intentado empujarle por el mismo camino. ¿Era ella aquella noche en Idlewild? ¿O tan sólo otro SHROUD, otra conciencia culpable dándole el coñazo por encima del ritmo del bayón?

—Quizás no quiera conseguir un trabajo. Quizás prefiera ser un vagabundo. ¿Recuerdas? Soy yo el que ama a los vagabundos.

Rachel se corrió hacia el borde para dejarle sitio; inevitablemente había vuelto a reflexionar sobre aquello.

—No quiero hablar de amar nada —le dijo a la pared—. Es siempre peligroso. Tenemos que aprender a conocernos el uno al otro un poco, Profane. ¿Por qué no dormimos?

No: no podía dejarlo así.

—Déjame avisarte, es todo. Que yo no amo nada, ni siquiera a ti. Siempre que lo diga, y lo diré, será mentira. Incluso lo que estoy diciendo ahora es medio un juego por compasión.

Ella hizo como que estaba roncando.

—Muy bien, sabes que soy un schlemihl. Hablas en plan emisor-receptor. Rachel O., ¿eres así de tonta? Todo lo que un schlemihl puede hacer es recibir. Recibir lo que quieran echar encima las palomas del parque, o lo que quiera dar una chica encontrada en cualquier calle, lo malo y lo bueno, un schlemihl como yo recibe y nunca devuelve nada.

—¿No puede haber un momento para eso más tarde? —preguntó mansamente—. ¿No es posible retrasar las lágrimas un poco, la crisis entre amantes? Ahora no, querido Profane. Duerme, por favor.

—No —se inclinó sobre ella—, cariño. No te estoy enseñando nada de mí, nada escondido. Puedo decir lo que he dicho sin que pase nada, porque no es ningún secreto. Todo el mundo puede verlo. No tiene nada que ver conmigo; todos los schlemihls son así.

Rachel se volvió hacia él separando las piernas:

—Calla…

—¿Es que no te das cuenta —excitándose aunque era la última cosa que habría querido— de que siempre que yo, que un schlemihl, hace que una chica crea que hay un pasado, o un sueño secreto del que no puede hablarse, no te das cuenta, Rachel, de que es un timo? Y nada más que un timo —como si SHROUD le estuviera apuntando—: No hay nada dentro. Sólo la concha de peregrino. Mi querida muchachita —diciéndolo en el tono más afectado de que era capaz…— los schlemihls lo saben y lo utilizan, porque saben que la mayoría de las mujeres necesitan misterio, algo romántico ahí. Porque una mujer sabe que su hombre no sería más que un coñazo si ella averiguara todo lo que hay que saber. Ya sé qué estás pensando: pobre chico, por qué se tira así por los suelos. Y estoy utilizando este amor que tú, pedazo de tonta, sigues pensando que es de doble dirección, para correrme así entre tus piernas, así, y recibir, sin pensar jamás en lo que tú sientes, sin preocuparme de si te corres, más que para poder pensar que soy lo bastante bueno como para hacer que te corras…

Así habló, durante todo el tiempo, hasta que los dos hubieron terminado y él se dio media vuelta para quedar boca arriba y sentir la tradicional tristeza.

—Tienes que crecer —dijo ella por fin—. Eso es todo: mi pobrecito infeliz, ¿no has pensado nunca que nosotras también actuamos? Somos más viejas que vosotros. Vivimos una vez dentro de vosotros: la quinta costilla, pegadita al corazón. Y lo aprendimos todo entonces. Y después de aquello, tuvo que convertirse en nuestro juego alimentar un corazón que todos vosotros pensáis que no tiene nada dentro aunque nosotras sabemos que no es así. Y luego, todos vosotros vivís dentro de nosotras durante nueve meses, y todas las veces que, después, decidís volver.

Profane roncaba de verdad.

—Querido, qué vanidosa me estoy poniendo. Buenas noches… —Y se durmió y tuvo sueños alegres, de brillantes colores, explícitos sueños de trato carnal.

Al día siguiente, mientras se echaba de la cama para vestirse, prosiguió:

—Miraré a ver lo que tenemos. Quédate aquí. Te llamaré.

Lo que consiguió desde luego impedirle volverse a dormir. Deambuló por el apartamento un rato insultando a las cosas. «El metro», dijo, del mismo modo que el Jorobado de Notre Dame gritaría «santuario». Después de pasarse el día en plan yoyó, subió de nuevo a la calle al anochecer, se sentó en un bar de la vecindad y se emborrachó. Rachel le encontró en casa (¿en casa?) sonriendo y disimulando.

—¿Qué te parecería hacerte vendedor? Máquinas de afeitar eléctricas para perros de lana franceses.

—Nada inanimado —consiguió decir—. Esclavas jóvenes, puede ser…

Entró en la alcoba detrás de él y le quitó los zapatos cuando se quedó dormido encima de la cama. Incluso le tapó y remetió la ropa.

Al día siguiente, con la resaca del whisky, hizo el yoyó en el ferry de Staten Island, mirando cómo las parejas de adolescentes enamorados se besaban, se abrazaban, soltaban, enlazaban.

Y al otro se levantó antes que ella y se dirigió al mercado de pescados de Fulton para contemplar la actividad de la madrugada. Pig Bodine se fue con él.

—Tengo aquí un pez —dijo Pig— y me gustaría colocárselo a Paola, jieg, jieg.

A Profane no le hizo gracia la broma. Se dieron un garbeo por Wall Street y echaron un vistazo a los tableros de unos cuantos agentes. Subieron andando hasta Central Park. Todo ello les llevó hasta media tarde. Estuvieron contemplando un semáforo durante una hora. Se metieron en un bar y vieron un serial de TV.

Volvieron tarde, vacilando. Rachel no estaba.

Salió en cambio Paola, con los ojos de sueño, en camisón. Pig comenzó a hacer surcos en la alfombra arrastrando los pies por ella.

—¡Ah! —al ver a Pig—. Puedes hacer café —bostezó—. Me vuelvo a la cama.

—Eso es —murmuró Pig—. Tienes toda la razón.

Y con los ojos fijos en su cintura, la siguió como un zombi metiéndose en la alcoba y cerrando la puerta tras de ellos. Profane, que estaba haciendo el café, no tardó en oír gritos.

—¿Qué pasa?

Fue a mirar al dormitorio. Pig se las había apañado para colocarse encima de Paola y parecía atado a la almohada por un largo hilo de baba que brillaba a la luz fluorescente de la cocina.

—¿Auxilio? —preguntó indeciso Profane—. ¿Violación?

—Quítame a este cerdo de encima —chilló Paola.

—¡Eh, Pig, quítate de encima!

—Quiero echar un polvo —protestó Pig.

—¡Fuera! —dijo Profane.

—Frótate la minina —gruñó Pig— con trementina.

—De eso nada. —Y diciendo esto, Profane agarró el cuello de la chaqueta de lona que llevaba Pig y tiró de él.

—Me estás estrangulando, ¿eh? —dijo Pig después de un rato.

—Es verdad —dijo Profane—. Pero te salvé la vida una vez, acuérdate.

Y así había sido efectivamente. En los tiempos del Scaffold Pig había contado a todos los miembros de la tripulación que querían escucharle, que se negaba a ponerse un preservativo a menos que se tratara de un cosquilleador francés, dispositivo que consistía en una goma normal y corriente ornamentada en bajorrelieve (a menudo con una cabeza en la punta) para estimular las terminaciones nerviosas femeninas que no resultan estimuladas con los medios usuales. De su última travesía a Kingston, Jamaica, había vuelto Pig con cincuenta cosquilleadores franceses con la cabeza del elefantito Jumbo, y otros cincuenta con la del ratón Mickey. Llegó al fin la noche en que Pig se quedó sin provisiones, gastadas una semana antes en la memorable batalla con su antiguo colega, el teniente Knoop, en el puente del Scaffold.

Pig y su amigo Hiroshima, el técnico en electrónica, tenían montado un tinglado en la playa con las lámparas de radio. En un destructor como el Scaffold, los técnicos electrónicos llevan su propio inventario de componentes electrónicos. En consecuencia, Hiroshima podía hacer chanchullos y empezó a hacerlos tan pronto como encontró una salida discreta en el centro de Norfolk. De vez en cuando Hiroshima mangaba unas cuantas válvulas y Pig las escondía en una chaqueta reglamentaria y las llevaba a tierra.

Una noche Knoop tenía guardia en el puente. Todo lo que suele hacer un oficial de guardia es permanecer en el alcázar y saludar a la gente que entra o sale. Es también una especie de instructor que se asegura de que todo el mundo sale con el lazo del cuello bien puesto, la cremallera de la bragueta subida y llevando su propio uniforme; también tiene que preocuparse de que nadie saque del barco ni meta a bordo nada que no deba. En los últimos tiempos, el viejo Knoop había empezado a aguzar la vista. Howie Surd, el pañolero borracho, que se había hecho dos surcos pelados entre los pelos de las piernas pegándose botellas de bebidas diversas con cinta adhesiva debajo del culo acampanado, a fin de proporcionar a la dotación del buque algo un poco más aceptable para el paladar que el «jugo de torpedo» que se destilaba clandestinamente a bordo, casi había recorrido los cuatro pasos que separaban el alcázar de la oficina del buque, cuando Knoop, como un boxeador siamés le dio una ágil patada en la nalga. Y allí se quedó Howie con el Scheley Reserve y la sangre corriendo por sus mejores zapatos de vestir. Knoop, naturalmente, dio gritos de júbilo. También había cogido a Profane tratando de pasar cinco libras de carne picada para hacer hamburguesas, robadas en la cocina. Profane había escapado de la acción legal repartiendo el botín con Knoop, que tenía dificultades conyugales y, no se sabe cómo, se le había ocurrido la idea de que dos libras y media de hamburguesas podían servirle como ofrenda pacificadora.

Así pues, como habían pasado sólo unas cuantas noches después de aquello, Pig estaba comprensiblemente nervioso, tratando simultáneamente de saludar, enseñar sus tarjetas —de identidad y de salida— y no perder de vista, con un ojo a Knoop y con el otro su saco reglamentario.

—Solicito permiso para ir a tierra, señor —dijo Pig.

—Permiso concedido. ¿Qué hay en el saco?

—¿En el saco?

—Sí; en ése.

—¿Qué hay en él? —dijo Pig reflexivo.

—Una muda —sugirió Knoop— un gorro de ducha, revistas para leer, ropa sucia para que la lave mamá.

—Ahora que habla usted de ello, señor Knoop… Válvulas de radio, también.

—¿Qué? Abra el saco.

—Me gustaría… pienso que… —dijo Pig— quizás podría ir usted por un minuto a la oficina y leer el Reglamento Naval, señor, para ver si quizás lo que me está usted ordenando que haga no es un poco, como diría yo, ilegal…

Sonriendo horriblemente, Knoop dio un salto súbito en el aire y cayó de lleno encima del saco, que se aplastó y tintineó de modo descorazonador.

—¡Ajá! —dijo Knoop.

Se dio parte al capitán y una semana más tarde Pig fue arrestado. Hiroshima no salió nunca a colación. Normalmente los hurtos de este tipo se llevaban ante consejo de guerra, se castigaban con el calabozo, con licenciamiento deshonroso, todo lo cual refuerza la moral. Pero parecía ser que el capitán del Scaffold, un tal C. Osric Lych, había reunido en torno a él a un círculo íntimo de hombres alistados, a todos los cuales podía tenerse por transgresores habituales. Estaban comprendidos en semejante cohorte Baby Face Falange, el ayudante de máquinas, que periódicamente se colocaba una babushka y dejaba que los miembros del grupo A se alinearan en la sección y le pellizcaran la mejilla. Lazar, el marinero que hacía pintadas obscenas en el monumento a la Confederación en el centro de la ciudad y al que, cuando salía de permiso, solían traerle de vuelta con una camisa de fuerza; Teledu, su amigo que, en una ocasión, para eludir un pelotón de trabajo, se había ido a esconder en un frigorífico, decidió que le gustaba y estuvo viviendo allí durante dos semanas a base de huevos crudos y hamburguesas congeladas hasta que el sargento encargado de la policía y los arrestados, más un voluntario le sacaron de allí; y Groomsman, el cabo de mar, que tenía su segundo hogar en la enfermería, ya que estaba constantemente infectado por una raza de ladillas que sólo cedía desgraciadamente a la superfórmula mataladillas del sanitario jefe.

El capitán, comprobada en todas sus partes esta característica de la Dotación, dio en llamarlos con afecto «sus muchachos». Movió hilos e incurrió en toda clase de procedimientos extralegales a fin de mantenerlos en la Armada y a bordo del Scaffold. Pig, por derecho propio uno de los (por así llamarlos) «hombres del capitán», salió con un mes sin permiso de salida. El tiempo se le hizo pesado. Y así, Pig acabó gravitando hacia el parasitado Groomsman.

Groomsman fue el agente de la relación casi fatal de Pig con las azafatas aéreas Hanky y Panky quienes, junto con otra media docena de su especie, compartían un gran picadero cerca de Virginia Beach. A la noche siguiente de haber cumplido Pig su arresto, Groomsman le llevó allí después de detenerse en una tienda de licores para comprar bebida.

Bien, Pig iba por Panky, ya que Hanky era la chavala de Groomsman. Pig tenía al fin y al cabo su código. Nunca averiguó sus verdaderos nombres, pero ¿qué importaba? Eran virtualmente intercambiables: ambas rubias artificiales, ambas entre veintiuno y veintisiete, entre 1,57 y 1,70 (peso en proporción), piel clara, sin gafas ni lentes de contacto. Leían las mismas revistas, compartían la misma pasta de dientes, jabón, desodorante; se ponían ropa civil cuando no estaban de servicio. Una noche Pig terminó efectivamente en la cama con Hanky. A la mañana siguiente fingió haberse emborrachado hasta no saber lo que hacía. Las disculpas a Groomsman no resultaron demasiado penosas, dado que él había hecho lo propio con Panky por un error parecido.

El idilio marchaba viento en popa; la primavera y el verano llevaron hordas a la playa y (de vez en cuando) a un patrullero de la costa chez Hanky Panky para apaciguar reyertas y quedarse a tomar café. Bajo la presión incesante del interrogatorio de Groomsman resultó que Panky «hacía» algo durante el acto amatorio que, como decía el propio Pig, le ponía cachondísimo. Lo que fuera aquello nadie pudo averiguarlo nunca. Pig, nada reservado normalmente en tales cuestiones, se comportaba en este caso como un místico después de una visión; incapaz, o quizás no deseoso, de expresar en palabras este inefable o supremo talento de Panky. Fuera lo que fuese, arrastraba a Pig hasta Virginia Beach todas las noches de permiso y algunas noches en que estaba de servicio. Una noche que tenía servicio en el Scaffold bajó después de la película a darse una vuelta por la cámara de oficiales y encontró al cabo de mar balanceándose en lo alto y dando chillidos como un mono.

—La loción del afeitado —dijo Groomsman desde arriba llamando a Pig— es lo único que les pega a estas hijaputas.

Pig dio un respingo.

—Se la cogen con ella y caen dormidas.

Bajó para hablarle a Pig de sus ladillas. Había desarrollado últimamente la teoría de que hacían bailes populares entre el bosque de su vello púbico los sábados por la noche.

—Vale —dijo Pig—. ¿Qué hay del Club?

Se trataba del Club Exclusivo de Caballeros y Prisioneros en Libertad, constituido hacía poco con la finalidad de urdir complots contra Knoop, que era también el oficial de sección de Groomsman.

—Una cosa —dijo Groomsman— que Knoop no puede soportar es el agua. No sabe nadar y tiene tres paraguas.

Se pusieron a discutir una forma de poner a Knoop en contacto con el agua que no fuera tirarle directamente por la borda. Unas cuantas horas después del toque de silencio, Lazar y Teledu se unieron al complot en el comedor de marineros después de una partida de monte (jugándose la paga siguiente). Los dos habían sido perdedores. Como lo eran todos los hombres del capitán. Tenían un quinto de Old Stag que le habían sacado a Howie Surd.

El sábado estaba Knoop de servicio. Al caer el sol la Armada tiene esa tradición llamada arriar bandera, que resulta impresionante en los muelles de escolta de convoyes de Norfolk. Contemplando la ceremonia desde el puente de un destructor se vería cómo se paralizaba todo movimiento —a pie o en vehículo— cómo se cuadraba todo el mundo y cómo se volvían todos para saludar a las banderas norteamericanas en docenas de popas.

Knoop tenía guardia de cuatro a seis de la tarde. Como oficial de puente Groomsman tenía que pasar la consigna «En cubierta, atención a la bandera». El buque auxiliar del destructor, el U.S.S. Mammoth Cave, a cuyo costado estaban amarrados el Scaffold y su división, había adquirido hacía poco un trompeta que había estado destinado en tierra en Washington, D.C., por lo que esa noche contaban incluso con una corneta para tocar retirada.

Entretanto Pig estaba tumbado encima de la caseta de navegación, con un montón de objetos curiosos a su lado. Teledu estaba debajo, junto al grifo de agua que había a popa de la caseta de navegación, llenando gomas —entre ellas los cosquilleadores franceses de Pig— y pasándoselas a Lazar que las iba colocando cerca de Pig.

—A cubierta —dijo Groomsman.

Desde arriba llegó la primera nota del toque de retreta.

Unos cuantos destructores de la formación, vibrante el cañón, comenzaron a arriar sus banderas. En el puente, Knoop venía a supervisar.

—Atención a la bandera.

¡Plaf!, se cayó una goma a cinco centímetros del pie de Knoop.

—¡Oh, oh! —dijo Pig.

—Dale mientras está haciendo el saludo —musitó Lazar frenético.

La segunda goma aterrizó intacta en la gorra de Knoop. Por el rabillo de un ojo Pig vio cómo la magna inmovilidad nocturna, teñida de naranja por el sol, se apoderaba de toda el área de los muelles. El corneta sabía lo que hacía e hizo sonar el toque de retreta claro y fuerte.

La tercera goma erró totalmente el blanco saliendo por la borda. A Pig le temblaba el pulso.

—No puedo darle —repetía.

Lazar, exasperado, le quitó dos y huyó.

—Traidor —bramó Pig arrojando una tras él.

—¡Ajá! —dijo Lazar desde abajo entre las bocas de 76 milímetros y, a su vez, lanzó una bolea contra Pig. El corneta hizo una improvisación.

—Sigue —dijo Groomsman.

Knoop bajó elegantemente la mano derecha al costado y con la izquierda se quitó de la gorra el preservativo lleno de agua. Comenzó a subir tranquilamente la escalera adosada a la caseta de navegación en pos de Pig. Al primero que vio fue a Teledu, que agachado junto al grifo seguía llenando gomas. Abajo, en la cubierta de los torpedos, Pig y Lazar mantenían una batalla de agua, persiguiéndose entre los tubos grises a los que la puesta del sol teñía ahora de bermellón subido. Armándose con las reservas que Pig había abandonado, Knoop se unió a la pelea.

Acabaron empapados, agotados y jurándose mutua lealtad. Groomsman llegó al extremo de nombrar a Knoop miembro honorario del Club Exclusivo de Caballeros y Prisioneros en Libertad.

La reconciliación cogió por sorpresa a Pig, que esperaba las sanciones de rigor. Se sentía humillado y no veía otro medio de recuperarse que ir a echar un polvo. Pero desgraciadamente estaba aquejado de falta de anticonceptivos. Trató de que le prestaran unos cuantos. Era uno de esos momentos sombríos y tristes justo antes del día de paga cuando a nadie le queda nada: ni dinero ni cigarrillos ni jabón, para no hablar ya de preservativos y mucho menos de cosquilleadores franceses.

—¡Cielos! —se quejaba Pig—. ¿Qué hago yo ahora? —En su rescate acudió Hiroshima, técnico electrónico de tercera clase.

—¿No te ha contado nadie —dijo aquella eminencia— los efectos biológicos de la energía de r-f?[35]

—¿Qué…? —dijo Pig.

—Ponte delante de la antena del radar mientras está emitiendo —dijo Hiroshima— y te dejará temporalmente estéril.

—¿De veras? —dijo Pig. Efectivamente. Hiroshima le enseñó un libro que lo decía.

—Pero me da vértigo la altura —dijo Pig.

—Es la única salida —le dijo Hiroshima—. Lo que tienes que hacer es trepar al mástil y yo voy a apagar el SPA 4 Able.

Temblando ya, Pig subió dispuesto a trepar por el mástil. Howie Surd se acercó a él y le ofreció solícito un trago de una pócima oscura en una botella sin etiqueta. En su ascenso, Pig pasó junto a Profane que se balanceaba libre como un pájaro en una guindola sujeta por un gancho al palo. Estaba pintando el mástil.

—Dam de dam, de dam —cantaba Profane—. Buenas tardes, Pig.

Mi viejo amigo, pensó Pig. Las suyas serán probablemente las últimas palabras que oiré en mi vida.

Hiroshima apareció debajo.

—Yohu, Pig —gritó.

Pig cometió el error de mirar hacia abajo. Hiroshima le hizo la señal del círculo formado con el índice y el pulgar. Pig sintió ganas de vomitar.

—¿Qué andas haciendo por esta zona del bosque? —dijo Profane.

—Oh, sólo quería dar una vuelta —dijo Pig—. Veo que estás pintando el mástil.

—Exacto —dijo Profane—, de gris cubierta.

Examinaron ampliamente el tema de la gama de colores del Scaffold, así como la vieja disputa jurisdiccional que hacía que Profane, marinero de cubierta, tuviera que estar pintando el mástil cuando en realidad era responsabilidad del grupo de radar.

Hiroshima y Surd, impacientes, comenzaron a gritar.

—En fin —dijo Pig—. Adiós, chaval.

—Ten cuidado cuando andes por esa plataforma —dijo Profane—. He robado más carne picada de la cocina y la he almacenado ahí arriba. Tengo pensado sacarla por la cubierta 01.

Pig, asintiendo con la cabeza, siguió trepando por la escala.

Al llegar arriba asomó la nariz por encima de la plataforma como Kilroy y estudió la situación. Aunque parezca imposible ahí estaba la carne picada de Profane. Pig comenzaba a trepar cuando su nariz ultra-sensible detectó algo. Lo levantó del suelo.

—Qué curioso —dijo Pig en voz alta— huele a hamburguesa frita —examinó un poco más de cerca el depósito de víveres de Profane—. ¿Sabes una cosa? —dijo, y rápidamente comenzó a bajar de espaldas por la escala.

Cuando estuvo a la altura de Profane le gritó:

—Compa, me acabas de salvar la vida. ¿Tienes un trozo de cuerda?

—¿Qué vas a hacer? —dijo Profane echándole un trozo de cuerda enrollado—, ¿colgarte?

Pig hizo un lazo en un extremo y volvió a subir por la escala. Después de dos o tres intentos consiguió atrapar la masa de carne frita en el lazo, la subió, se quitó el gorro blanco y echó la carne en él, cuidando de mantenerse todo lo posible fuera del alcance de las radiaciones de la antena. Cuando estuvo de nuevo a la altura de Profane le enseñó la carne.

—Sorprendente —dijo Profane—. ¿Cómo lo has hecho?

—Algún día —dijo Pig—, tendré que hablarte de los efectos de la r-f —y al decirlo invirtió el gorro en dirección a Hiroshima y Howie Surd, dándoles a los dos un baño de carne frita—. Cualquier cosa que quieras —añadió luego Pig— no tienes más que pedírmela, compa. Tengo un código y yo no olvido.

—Muy bien —dijo Profane unos años más tarde, junto a la cama de Paola en un apartamento de Nueva York de la calle Ciento doce retorciendo ligeramente el cuello de la chaqueta—, ahora quiero cobrarme aquello.

—Un código es un código —dijo Pig sofocado. Se levantó y huyó entristecido. Cuando se hubo marchado, Paola cogió a Profane de una mano, tiró de él hacia abajo y le atrajo hacia sí.

—No —dijo Profane—, siempre estoy diciendo no, pero es que no.

—¡Hace tanto que no te he visto! Tanto desde que vinimos en el autobús.

—¿Y quién dice que haya vuelto?

—¿Rachel? —Le sujetaba la cabeza de una manera nada más que maternal.

—Sí, está Rachel, pero…

Ella esperó. Profane continuó:

—Lo diga como lo diga resulta desagradable. Pero no quiero tener a nadie que dependa de mí, eso es todo.

—Pero los tienes.

«No», pensó, «ha perdido la cabeza. Yo no, un schlemihl no».

—¿Entonces por qué has hecho que se largara Pig?

Eso fue algo que a Profane le dio que pensar durante algunas semanas.

2

Todo se combinaba para la despedida.

Una tarde, cuando faltaba poco para la fecha en que Profane iba a embarcar para Malta, pasó casualmente cerca de Houston Street, su antiguo barrio. El otoño había refrescado: oscurecía más pronto y los pequeños que jugaban a la pelota estaban a punto de dejarlo para otro día. Sin ninguna razón especial, Profane decidió pasarse por casa de sus padres.

Dobló dos esquinas y subió las escaleras, pasando por delante del piso de Basilisco, el policía cuya mujer dejaba la basura en el corredor; por delante de Miss Angevine, que estaba en la profesión pequeña escala; de los Venusberg, cuya hija gorda había tratado siempre de atraer a Profane hacia su cuarto de baño; de Maxixe el alcohólico y Flake el escultor y su chavala; y del viejo Min De Costa que criaba ratones huérfanos y practicaba la brujería. Pasando por delante de su pasado aunque ¿quién lo iba a saber? Profane, no.

Delante de su antigua puerta tocó con los nudillos, aunque sabía —del mismo modo que por el sonido del teléfono podemos decir si ella está o no en casa— que el interior estaba vacío. Naturalmente, ya que había llegado hasta allí, no tardó en tocar el timbre. Nunca cerraban las puertas: la abrió y al verse del otro lado entró automáticamente en la cocina para echar un vistazo a la mesa. Jamón, un pavo, roast beef. Fruta: uvas, naranjas, una piña tropical, ciruelas. Plato de Knishes, cuenco de almendras y nueces del Brasil. Ristra de ajos como el collar de una señora rica sobre ramos frescos de hinojo, romero, estragón. Un par de bacalaos cuyos ojos sin vida miraban a un inmenso provolone, un parmigiano amarillo pálido y Dios sabe cuántos pescados similares rellenos, gefühlte, en un cubo de hielo.

No, su madre no era telepática, no estaba esperando a Profane. No estaba esperando a su marido Gino, a la lluvia, a la pobreza, a nada. Lo único que pasaba es que sentía esa compulsión de alimentar. Profane estaba seguro de que, sin madres como ésa, el mundo sería peor todavía.

Estuvo en la cocina una hora, mientras la noche se echaba encima, errante por ese mundo de comida inanimada, convirtiendo pellizcos o trozos de ella en materia animada, incorporándoselos. Pronto oscureció y lo único que se distinguía era la costra asada de las carnes, la piel de las frutas, brillante por la luz que procedía del apartamento al otro lado del patio. Comenzaba a llover. Se marchó.

Sabrían que había estado allí.

Profane, que tenía ahora libres las noches, decidió que podía permitirse frecuentar el Rusty Spoon y el Forked Yew sin comprometerse demasiado.

—Ben —dijo Rachel gritando—, esta situación me resulta humillante —desde la noche en que le despidieron de Anthroresearch Associates parecía como si hubiera estado ensayando todos los medios posibles para humillarla—. ¿Por qué no permites que te busque un empleo? Estamos en septiembre, los chicos de la universidad salen de la ciudad, el mercado de trabajo nunca ha estado mejor.

—Llámalo unas vacaciones —dijo Profane.

¿Pero cómo tomarse unas vacaciones con dos personas dependiendo de uno?

Antes de que nadie se percatara de ello, Profane se había convertido en miembro de pleno derecho de la Dotación. Bajo el tutelaje de Charisma y Fu, aprendió a utilizar los nombres propios; la forma de no emborracharse demasiado, de mantener la cara rígida, de fumar marihuana.

—Rachel —dijo al entrar, una semana más tarde—, he fumado chocolate.

—Pues sal de aquí.

—¿Qué…?

—Te estás convirtiendo en un gilipollas.

—¿No te interesa saber cómo es?

—He fumado chocolate. Es una estupidez, como la masturbación. Si consigues emociones de esa manera, muy bien, pero lejos de mí.

—Sólo ha sido una vez. Sólo por la experiencia.

—Yo sólo lo diré una vez, y se acabó; esa Dotación no vive, sólo experimenta. No crea nada, se limita a hablar de la gente que lo hace. Varese, Ionesco, Kooning, Wittgenstein, me dan ganas de vomitar. Se satiriza a sí misma sin tener intención de hacerlo. La revista Time los toma en serio y lo hace con intención.

—Es divertido.

—Y te estás volviendo menos hombre.

Estaba todavía colocado, demasiado colocado para discutir. Se fue a dar una vuelta, enganchándose a Charisma y Fu.

Rachel se encerró en el baño con una radio portátil y estuvo gritando durante un rato. Alguien cantaba la típica canción sobre cómo siempre haces daño a aquel que quieres, al único al que no deberías hacer daño. «Efectivamente», pensó Rachel, «¿pero me quiere siquiera Benny? Yo le quiero. Creo. No hay ninguna razón para que le quiera». Siguió llorando.

Así pues, a la una de la madrugada estaba en el Spoon con el cabello lacio, vestida de negro, sin maquillaje, a excepción del rímel en tres tristes anillos de mapache en torno a los ojos, con el mismo aspecto de todas aquellas mujeres y muchachas: vivanderas.

—Benny —dijo—, lo siento.

Y luego:

—No hace falta que te esfuerces para no herirme. Sólo es necesario que vengas a casa, conmigo, a acostarte…

Y mucho más tarde, en su apartamento, mirando a la pared:

—Ni siquiera tienes que ser un hombre. Sólo tienes que hacer como que me quieres.

Nada de lo cual hizo que Profane se sintiera mejor. Como tampoco impidió que siguiera yendo al Spoon.

Una noche en el Forked Yew se emborrachó con Stencil.

—Stencil va a abandonar el país —dijo Stencil.

Al parecer tenía ganas de hablar.

—Me gustaría marcharme también del país.

Joven Stencil, viejo Maquiavelo. Pronto consiguió que Profane le hablara de sus problemas con las mujeres.

—No sé lo que quiere Paola. Tú la conoces mejor. ¿Sabes tú lo que quiere?

Una pregunta embarazosa para Stencil. La soslayó:

—¿No sois los dos… cómo diría uno?

—No —dijo Profane—. No, no.

Pero Stencil acudió de nuevo, a la noche siguiente.

—La verdad del caso es —admitió— que Stencil no puede manejarla y tú sí.

—No hables —dijo Profane—. Bebe.

Horas después los dos habían perdido la cabeza.

—¿Por qué no lo piensas y te vienes con ellos?

—He estado allí una vez. ¿Qué razón habría para volver?

—¿No te sentiste de alguna manera tocado por La Valetta? ¿No te hizo sentir nada?

—Bajaba al Gut y me emborrachaba como todos los demás. Estaba demasiado borracho para sentir nada.

Cosa que supuso un alivio para Stencil. Le asustaba mortalmente La Valetta. Se sentiría mejor si Profane o cualquier otro le acompañaba en esa correría; a) para cuidar de Paola, b) para no estar solo.

Qué vergüenza, decía su conciencia. El viejo Sidney había ido allí con las cartas mal barajadas. Solo.

Y así le fue, pensó Stencil, un tanto disgustado, un tanto inquieto. A la ofensiva:

—¿De dónde eres, Profane?

—De dondequiera que esté.

—Desarraigado. ¿Quién de ellos no lo es? ¿Quién de esta Dotación no podría coger mañana y marcharse a Malta, o marcharse a la luna? Pregúntales por qué y te responderán que por qué no.

—Nada podría interesarme menos que La Valetta.

Pero ¿no había habido al fin y al cabo algo en los edificios destruidos por las bombas, en los escombros color ante, en la animación de Kingsway? ¿Cómo había llamado Paola a la isla? Una cuna de la vida.

—Siempre he querido que me entierren en el mar —dijo Profane.

Si Stencil hubiera pescado el enganche de ese tren de asociaciones, a buen seguro habría cobrado ánimos. Pero Paola y él nunca habían hablado de Profane. ¿Quién era Profane, al fin y al cabo?

Por el momento ya estaba bien. Decidieron largarse para ir a una fiesta en Jefferson Street.

Al día siguiente era sábado. A primera hora de la mañana Stencil iba precipitadamente de un lado a otro para ver a sus contactos, informándoles a todos de un posible tercer pasaje.

El tercer pasajero, entretanto, tenía una horrible resaca. Su chica estaba más que pensativa.

—¿Por qué vas al Spoon, Benny?

—Y ¿por qué no?

Ella se recostó sobre un codo.

—Es la primera vez que has dicho eso.

—Todos los días te desvirgan de una manera u otra.

Sin pensar:

—¿Y qué hay del amor? ¿Cuándo vas a terminar allí con tu status de virgen, Ben?

Como respuesta, Profane se dejó caer de la cama, fue a gatas hasta el cuarto de baño y puso la cabeza encima del retrete pensando en vomitar. Rachel se entrelazó las manos delante de un pecho, como una soprano de concierto.

—Mi hombre.

Pero Profane decidió en cambio hacerse muecas a sí mismo delante del espejo.

Se acercó por detrás de él, el cabello todo suelto y desparramado para la noche, y le puso la mejilla contra la espalda, como lo hiciera Paola en el ferry de Newport News el invierno anterior. Profane se inspeccionó los dientes.

—Quítate de mi espalda —dijo.

Todavía pegada a él:

—¡Ah, mira! No ha fumado más que una vez y ya está colgado. ¿Es ése tu lenguaje simiesco?

—Es mi lenguaje. Aléjate.

Rachel se apartó.

—¿Cuánto quieres que me aleje, Ben?

Todo se calmó entonces. Blando, penitente:

—Si estoy colgado de algo es de ti, Rachel O. —dijo observándola astuto en el espejo.

—De las mujeres —dijo ella—, de lo que tú crees que es el amor: tomar, tomar. No de mí.

Profane comenzó a cepillarse los dientes con fiereza. En el espejo, mientras ella miraba, brotó una gran flor de espuma de un color leproso, que le caía por la boca y a ambos lados de la barbilla.

—Quieres marcharte —gritó ella—. Pues márchate.

Él dijo algo. Pero a través del cepillo y de la espuma ninguno de los dos entendió qué.

—Te aterroriza el amor, y todo lo que sea otra persona que no seas tú —dijo ella—. Mientras no tengas que dar nada, que sujetarte a nada; muy bien: puedes hablar del amor. Las cosas de las que hay que hablar no son reales. No es más que una manera de elevarte. Y de mirar hacia abajo a quien trate de abrirse paso hasta ti, como me ocurre a mí.

Profane hizo gárgaras en el lavabo: bebía del grifo, se enjuagaba la boca.

—Vamos a ver —levantó la cabeza para coger aire—. ¿Qué te dije yo? ¿No te lo advertí?

—La gente puede cambiar. ¿No podías hacer un esfuerzo? —Si lloraba estaba perdida.

—Yo no cambio. Los schlemihls no cambian.

—Me pones enferma con eso. ¿No puedes dejar de sentir lástima por ti mismo? Has cogido tu alma floja y desmañada y la has amplificado hasta convertirla en Principio Universal.

—¿Y qué hay de ti y del MG?

—¿Y qué tiene que ver eso con…?

—¿Sabes lo que he pensado siempre? Que eres un accesorio. Que tú, carne, te desarmarías antes que el coche. Que el coche seguiría adelante; aunque estuviera en un depósito de chatarra seguiría conservando su aspecto y tendrían que pasar mil años antes de que esa cosa pudiera oxidarse hasta el punto de que no se le reconociera. Pero la buena de Rachel haría ya tiempo que habría desaparecido. Una parte, una pieza blanda, como una radio, un calentador, una planchuela del limpiaparabrisas.

Parecía turbada. Insistió.

—Sólo empecé a pensar que era un schlemihl, que existía un mundo de cosas de las que había que guardarse, después de verte sola con el MG. Ni siquiera me paré a pensar que podía ser una perversión lo que estaba viendo. Sólo estaba aterrado.

—Demostrando lo mucho que entiendes de mujeres.

Comenzó a rascarse la cabeza, lanzando por todo el cuarto de baño una lluvia de grandes escamas de caspa.

—Slab fue el primero. Ninguno de aquellos pollos deportivos del Schlozhauer consiguió más que hacer manitas. Pobre Benny, ¿no sabes acaso que una chica tiene que entretener su virginidad con algo, un periquito, un coche, aunque la mayor parte del tiempo sea consigo misma?

—No —dijo, el cabello todo alborotado, con las uñas amarillentas por la materia inerte procedente del cuero cabelludo—. Hay más. No trates de escaparte de ese modo.

—No eres un schlemihl. No eres nadie especial. Todo el mundo es un schlemihl de algún modo. Lo único que tienes que hacer es salir de una vez de esa concha de peregrino y ya verás.

Allí estaba hecho un infeliz, con forma de pera, bolsas bajo los ojos.

—¿Qué es lo que quieres? ¿Cuánto te propones sacar? ¿No tienes bastante —e hizo oscilar en la mano un dije inanimado— con esto?

—No puede ser. Para mí no. Ni para Paola.

—Paola, ¿dónde…?

—Adondequiera que vayas siempre habrá una mujer para Benny. Tómalo como un consuelo. Siempre habrá un agujero en el que puedas meterte sin temor a perder nada de tu preciosa condición de schlemihl —se paseó por la habitación dando patadas en el suelo—. Está bien, somos todas rameras. Tenemos precio fijo y detallado para cada cosa: normal, francés, vuelta al mundo. ¿Lo puedes pagar, amor? ¿Todo: sexo, todo corazón?

—Si piensas que Paola y yo…

—Tú y cualquiera. Hasta que esa cosa ya no funcione. Toda una fila de ellas, algunas mejores que yo, pero todas igual de tontas. Se nos puede engañar a todas porque tenemos un chisme de éstos —tocándose el sexo— y cuando habla, escuchamos.

Estaba en la cama.

—Vamos, cariño —dijo, casi a punto de llorar— éste es gratis. Por amor, móntate encima. Buen material, sin cobrar.

Absurdamente pensó en Hiroshima, el técnico en electrónica, recitando una serie de reglas mnemotécnicas para una codificación de colores de resistencias.

Los chicos malos violan a nuestras niñas detrás de las vallas del jardín de la victoria (o «pero Violeta se deja voluntariamente»). Buen material, sin cobrar.

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