Underworld

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Capítulo 5

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Capítulo 5

El abandonado túnel estaba abarrotado de licanos, tanto machos como hembras. Aullando y ululando se agolpaban entre las ruinas subterráneas, iluminadas por la luz errática de unas toscas antorchas encajadas aquí y allá entre los ladrillos de las paredes. El suelo supuraba agua y en el aire mohoso reinaban los olores del humo, el sudor, las feromonas y la sangre. Las grasientas y sucias ropas de los licanos contribuían más aún a la peste generalizada. Sombras antropomórficas bailaban sobre las paredes cubiertas de telarañas y los suelos de roca estaban cubiertos de huesos blanquecinos y roídos, humanos y de otras criaturas. Las ratas se escabullían por los extremos del túnel, alimentándose de los horripilantes desechos de los licanos. Las botellas vacías de cerveza y Tokay tintineaban al rodar entre los pies de los presentes. La escena entera estaba dotada del frenesí amotinado y descontrolado de una reunión de Ángeles del Infierno o una bacanal de piratas del siglo XVIII.

Desde el centro de la muchedumbre, el anillo de licanos que se había formado alrededor del irresistible espectáculo y que se empujaban unos a otros sin miramientos para poder ver mejor, llegaban gruñidos animales.

Dos gigantescos licántropos macho estaban librando un fiero combate, lanzándose dentelladas y atacándose con las garras mientras daban vueltas el uno alrededor del otro como sendos perros de presa furiosos. Las matas de pelaje gris y negro volaban cuando las babeantes bestias intercambiaban golpes y mordiscos y se abalanzaban salvajemente la una sobre la otra para tumultuoso deleite de la muchedumbre. Sangre fresca manchaba los rostros deleitados de los espectadores licanos, que parecían enanos en comparación con los licántropos de casi dos metros y medio. Los cráneos cubiertos de pelaje de las criaturas se alzaban por encima de las cabezas de una audiencia principalmente humana.

—¡Cógelo! —gritó un enardecido licano, aunque no estaba demasiado claro a cuál de los monstruosos hombres-bestia estaba jaleando—. ¡Destrózalo!

—¡Eso es! —exclamó otro espectador mientras daba un pisotón en el suelo. Una rolliza rata negra se escabulló en busca de un escondite—. ¡No retrocedas! ¡Busca su garganta!

Penoso, pensó Lucian mientras contemplaba el triste espectáculo. Con un suspiro fatigado, levantó la escopeta.

¡BLAM! La resonante detonación irrumpió entre los gritos y los aullidos como una hoja de plata abriéndose camino por el corazón de un hombre-lobo. La ruidosa muchedumbre guardó silencio y hasta los dos licántropos que estaban combatiendo pusieron freno a su brutal enfrentamiento. Ojos sobresaltados, tanto humanos como lupinos, se volvieron hacia la solitaria figura que se había detenido al final del ruinoso túnel.

Aunque de apariencia engañosamente liviana, Lucian se conducía con el porte y la gravedad de un líder nato. Amo incuestionable de la horda licana, poseía un aire de cultivado lustre del que carecían sus súbditos. Sus expresivos ojos grises, su larga cabellera negra y la barba y bigote pulcramente recortados le otorgaban la apariencia de una especie de Jesucristo urbano. Se peinaba el cabello hacia atrás y se lo recogía en una coleta, exponiendo una frente de proporciones shakesperianas. No parecía tener muchos más de treinta años, aunque sus verdaderos orígenes se perdían en las impenetrables nieblas de la historia. Y además estaba vivito y coleando, a pesar de su muerte supuesta, acaecida casi seis siglos atrás.

Su atuendo marrón oscuro era considerablemente más caro y elegante que la ropa barata y de mala calidad con que se cubrían sus súbditos. La cola de su abrigo de lustroso cuero ondeaba tras de sí como la túnica de un monarca. Sus guantes y botas eran igualmente suntuosos y brillantes. Llevaba alrededor del cuello una cadena con un colgante en forma de luna creciente. El resplandeciente medallón reflejaba la luz de las antorchas y llenaba de deslumbrantes rayos la escasamente iluminada catacumba.

Los acobardados licanos se apartaban con nerviosismo de su camino mientras avanzaba lleno de confianza entre la multitud con una humeante escopeta apoyada en el hombro. Pasó una mirada de desaprobación por los rostros de sus sicarios, quienes se encogieron de aprensión. Todos inclinaron la cabeza en un gesto de sumisión hacia su líder.

—Estáis actuando como una manada de perros rabiosos —dijo con desdén, en un húngaro con cierto acento británico—. Y eso, caballeros, resulta sencillamente inaceptable. En especial si pretendéis derrotar a los vampiros en su propio terreno. En especial si pretendéis sobrevivir. —Miró por encima de las cabezas agachadas de los espectadores cubiertos de sangre hasta encontrar a las dos poderosas bestias infernales que habían estado luchando—. ¡Pierce! ¡Taylor!

La muchedumbre se abrió por la mitad para mostrar a dos gladiadores humanos, cuyos cuerpos desnudos estaban cubiertos de sangre y sudor. Sus pechos jadeantes mostraban numerosos cortes y arañazos y ellos jadeaban de fatiga. Parecía como si dos acabaran de correr una maratón al medio de un campo de rosales, pero en sus ojos seguía brillando un resplandor de deleite y rapacidad animales.

Deberían reservar su celo depredador para nuestros adversarios, pensó Lucian, horrorizado por semejante desperdicio de sangre y energía. Y lo más triste de todo es que aquellos eran sus lugartenientes de más confianza.

Unos ojos grises y fríos examinaron a la pareja con abierto desprecio. Pierce, el más alto, era un musculoso caucasiano cuyo cabello negro, crecido hasta la altura de su cintura, le hacía parece un bárbaro de tebeo. Taylor, su adversario, era también blanco y tenía el cabello y el bigote de un color entre castaño y rojizo. Los dos estaban en posición de firmes, con las cabezas inclinadas y los dedos extendidos a ambos lados, como si sus manos ostentasen aún garras del tamaño de dagas.

Lucian sacudió la cabeza. Puedes sacar al hombre del lobo, pensó, pero no puedes sacar al lobo del hombre.

—Poneos algo de ropa encima, ¿queréis?

La estación de metro de la Plaza Ferenciek, escenario reciente de un tiroteo y una matanza, estaba ahora abarrotada de oficiales de la policía y forenses húngaros. Al igual que sus camaradas americanos, los policías locales vestían uniformes azul marino y lucían expresiones pétreas en el rostro. Michael observó cómo examinaba una pareja de forenses los restos chamuscados de lo que parecía la víctima de un incendio. Es curioso, pensó mientras parpadeaba lleno de confusión, no recuerdo que hubiera ningún fuego…

Pálido y conmocionado, estaba apoyado contra un pilar cubierto de agujeros y balazos mientras un oficial achaparrado, que se había identificado a sí mismo como sargenteo Hunyadi, le tomaba declaración. Los pantalones y la camiseta del joven y aturdido norteamericano seguían empapados de sangre. Milagrosamente, ni una sola gota era suya.

—¿Tatuajes, cicatrices o alguna otra marca distintiva? —preguntó el policía, que estaba tratando de elaborar una descripción de los atacantes.

Michael sacudió la cabeza.

—No. Como ya le he dicho, todo ocurrió muy deprisa.

Su mirada pasó por encima de los hombros del oficial y se posó en los dos enfermeros que estaban subiendo a la adolescente herida a una camilla. La desgraciada muchacha había perdido mucha sangre pero parecía que iba a superarlo. Dejó escapar un suspiro de alivio. Daba gracias por poder haberla mantenido con vida el tiempo necesario para que llegara la ayuda. No es de extrañar que no me acuerde del aspecto de los atacantes, pensó. ¡Estaba demasiado ocupado con una arteria cortada!

Hunyadi asintió mientras apuntaba algo en su cuaderno. Tras él, los enfermeros empezaron a girar la camilla de la chica en dirección al montacargas.

—¡Doctor! —gritó uno de ellos a Michael—. ¡Si quiere que lo llevemos, será mejor que se apresure!

El policía dirigió la mirada a la chapa de identificación del hospital que llevaba Michael en la chaqueta.

—Lo siento —dijo éste mientras se encogía de hombros—. Tengo que irme.

¡Gracias a Dios!, pensó, ansioso por abandonar el escenario de aquella carnicería. Se volvió un instante mientras corría detrás de los enfermeros y gritó.

—¡Lo llamaré si recuerdo algo importante!

Como de alguna manera pudiera encontrarle algún sentido a lo que había ocurrido allí aquella noche.

La mansión, conocida durante mucho tiempo como Ordoghaz («Casa del Diablo») se encontraba a una hora al norte del centro de Budapest, en las afueras del pintoresco pueblecillo de Szentendre, en la orilla occidental del Danubio. La lluvia seguía cayendo sobre el parabrisas tintado del Jaguar XJR de Selene mientras se aproximaba a la intimidante verja de hierro de la enorme finca de Viktor. Las cámaras de seguridad la examinaron exhaustivamente antes de que las puertas coronadas de escarpias se abrieran de manera automática.

A pesar de las condiciones climatológicas, el Jag recorrió la larga y pavimentada vereda tan deprisa como su conductor se atrevió. Kahn y los demás tenían que saber lo antes posible lo que había ocurrido en la ciudad, aunque Selene no estaba impaciente por presentarse allí sin Rigel, cuyo cadáver ennegrecido había tenido que dejar atrás, ni Nathaniel, que había desaparecido y a quien podía darse también por muerto. Dos Ejecutores caídos en una sola noche, pensó consternada. Kraven va a tener que tomarse esto en serio… espero.

Ordoghaz, un gran edificio gótico que databa de los tiempos en que los señores feudales regían Hungría con puño de hierro, se erguía amenazante frente a ella. Sobre sus colosales muros de piedra se alzaban afiladas agujas y almenas y su suntuosa fachada estaba adornada con arcos de medio punto y majestuosas columnas. El tenue brillo de las velas podía verse al otro lado de las estrechas y lancetadas ventanas, lo que sugería que las actividades nocturnas de Ordoghaz seguían todavía en plena ebullición. Una fuente circular, situada al otro lado del paseo desde la amplia arcada de la puerta, lanzaba un chorro de agua espumosa y blanca al frío aire de la noche.

Hogar, dulce hogar, pensó Selene sin demasiado entusiasmo.

Tras aparcar junto a la entrada principal, subió a toda prisa los escalones de mármol y cruzó las pesadas puertas de roble. Unos criados vampiros que esperaban junto a la puerta se ofrecieron a hacerse cargo de su abrigo pero ella los apartó sin contemplaciones, concentrada en informar cuanto antes a quienes había que informar. El disco extraído de la cámara de Rigel y que contenía información vital sobre sus asesinos descansaba en su bolsillo.

El vestíbulo era tan impresionante como el exterior de la mansión. Tapices y óleos de incalculable valor colgaban de las lustrosas paredes forradas de roble. Los mosaicos de mármol cubrían el suelo hasta el pie de una majestuosa escalera imperial que ascendía a los pisos superiores de Ordoghaz. Una inmensa lámpara de cristal resplandecía sobre el regio salón y dio la bienvenida a Selene al llegar de la noche.

Tras apartar un tapiz colgante, entró a paso vivo en el gran salón, que estaba decorado con sumo gusto en suaves tonos rojos y negros y un rico marrón nogal. Había candelabros ligeros colgados den las paredes y del techo y su brillo iluminaba una alfombra de lana de color rosa con un diseño floral. Sobre las antiguas mesas de caoba y bajo las molduras de elaborada talla que corrían a lo largo de los bordes del techo descansaban lámparas ornamentales con pantallas opacas de color negro. Las ventanas estaban cubiertas por gruesas cortinas de terciopelo de un color borgoña muy intenso que mantenía a raya a cualesquiera ojos que hubiesen logrado atravesar la cancela y pretendiesen espiar desde el exterior de la casa.

Una bandada de elegantes vampiros perdía el tiempo en estos lujosos escenarios, tendidos con aire indolente sobre divanes forrados de terciopelo, cuchicheando en los rincones o intercambiando risillas y chismes. El trino de las agudas carcajadas se mezclaba con el suave tintineo de las copas de cristal llenas de tentador líquido carmesí. Por entre las sonrisas hastiadas de elegantes vampiros y vampiresas, ataviados con los últimos diseños de Armani y Chanel, asomaban colmillos tan blancos como perlas.

El rostro de Selene se endureció. No tenía demasiada paciencia para quienes eran como aquellos. Aunque sin duda vampiros, aquellos presuntuosos no eran Ejecutores, sino meros diletantes y libertinos no-muertos, más interesados en sus propios placeres epicúreos que en la interminable batalla contra los odiados licántropos. ¿Es que no saben que hay una guerra?, se preguntó, puede que por millonésima vez.

La decadente atmósfera hedía a perfume caro y plasma humeante pero, a pesar de los numerosos cuerpos que llenaban el salón, la temperatura seguía siendo agradablemente fresca. Los vampiros eran criaturas frías por naturaleza.

Su repentina aparición no llamó demasiado la atención. Unas pocas cabezas curiosas se volvieron hacia ella y examinaron a la empapada Ejecutora con ojos aburridos y carentes de todo interés antes de continuar con entretenimientos más sugerentes. Apenas causó una onda en el flujo de cuchicheos sofisticados y réplicas ingeniosas que recorría de un lado a otro la lujosa cámara.

No importa, pensó Selene. Aquellos no eran los vampiros con los que tenía que hablar. Sus ojos recorrieron la habitación con la esperanza de localizar al propio Kraven, pero el amo temporal de la mansión no estaba a la vista.

Una sonrisa amarga se encaramó a sus labios. Si Kraven no estaba allí, presidiendo las celebraciones del salón, ella sabía dónde debía de estar…

No por vez primera, Kraven dio gracias a los dioses oscuros por el hecho de que, al contrario de lo que aseguraban el mito y el folclore, los vampiros fueran perfectamente capaces de admirar su imagen en los espejos.

Estaba posando con el pecho desnudo frente al espejo triple de su suntuosa suite privada, que antaño había pertenecido al propio Viktor. El vestidor tenía el tamaño de un pequeño apartamento y estaba lujosamente decorado con elementos elegantes de calidad y diseño superlativos. Un armario de proporciones colosales contenía el considerable guardarropa del regente, mientras que una intrincada alfombra persa protegía la fina pedicura de sus pies. Una lámpara de Tiffany hecha a medida brillaba sobre su cabeza ofreciéndole la luz que necesitaba para admirarse a sí mismo.

El espejo de cuerpo entero ofrecía tres visiones igualmente sobrecogedoras del cuerpo de Adonis del señor de los vampiros. Una melena de bucles ensortijados que crecían hasta los hombros le proporcionaba el aire romántico de un Heathcliff o un Byron mientras que su pecho y bíceps de proporciones perfectas resultaban impresionante hasta un vampiro. Unos negros y penetrantes ojos, complacidos por lo que estaban viendo, le devolvían la mirada desde el espejo central. Sólo el tono rosado de la piel, más claro de lo que era normal en un vampiro, sugería los siglos de indulgencia que se había concedido.

No está mal para setecientos y pico, se dijo con admiración. Kraven había sido un caballero desde al menos el Renacimiento…

Dos atractivas vampiresas, ni siquiera con una vida a sus espaldas cada una de ellas y por consiguiente menos para él que criadas y tan hechizadas aparentemente por su perfección física y aparente masculinidad como él mismo, lo atendían con toda diligencia. Arrodilladas a su lado, lo ayudaron a ponerse unos pantalones de seda hechos a medida. Primero un pie y luego el otro, sus fríos y ansiosos dedos trazaron los contornos hinchados de su esculpida musculatura mientras se los subían hasta las piernas y a continuación procedían lentamente a abrocharle los botones desde arriba, centímetro a centímetro. Tras intercambiar una mirada de soslayo, se echaron a reír como colegialas perversas.

A Kraven le complacía la adoración de las criadas. Que se diviertan, pensó con magnanimidad. ¿Por qué no iban a sentirse privilegiadas de poder poner las manos sobre el amo y señor de la mansión? ¿Acaso no era el vampiro más importante de todo el continente?

Y muy pronto sería mucho más que eso.

Las puertas de sus aposentos se abrieron de par en par y lo sacaron a la fuerza de sus dichosas ensoñaciones. Se volvió y vio a Selene, precisamente Selene, irrumpiendo en la privacidad de sus habitaciones. El cabello castaño de la Ejecutora estaba empapado y desordenado de manera muy poco favorecedora; sin embargo, Kraven sintió una punzada de lujuria al ver las hermosas facciones de la vampiresa. Era una lástima que, a juzgar por su expresión severa, Selene no estuviera aquella noche de un humor más amoroso.

¿Qué pasará ahora?, pensó Kraven con amargura.

Las criadas se apartaron instintivamente mientras Selene atravesaba la habitación. Tras empapar a conciencia su alfombra persa, introdujo una mano en la gabardina y arrojó un objeto pesado sobre la faz lacada de la antigua mesa de caoba de Kraven. Éste observó, no sin cierto desagrado, que el objeto en cuestión era una especie de arma de fuego. Kraven no veía nada especialmente llamativo en la pistola pero saltaba a la vista que Selene pensaba de manera diferente.

Unos vehementes ojos castaños se clavaron en los suyos.

—Tenemos un problema muy serio —afirmó.

El dojo se encontraba en el último piso de la mansión, en un antiguo ático reconvertido. A diferencia de la opulenta decoración que predominaba en el resto de Ordoghaz, la zona de entrenamiento, dedicada en exclusiva a las artes de la guerra, tenía un aspecto espartano. El suelo estaba cubierto de colchonetas que, junto con un campo de tiro insonorizado, ocupaban la mayor parte del espacioso desván. Sobre las gruesas paredes de piedra se apoyaban numerosos armeros que mostraban exóticas armas blancas y de fuego. La plata brillaba en todos los filos y todas las superficies.

Aparte de sus aposentos privados, este ático bien armado era uno de los pocos lugares de la mansión en los que Selene se sentía verdaderamente a gusto. Era un lugar para los guerreros.

—Voy a tener que hacer algunas pruebas, eso está claro —dijo Kahn, que sostenía la brillante bala con unos fórceps. Unas gafas de seguridad tintadas le permitían examinarla a corta distancia—. Pero desde luego se trata de alguna clase de fluido radiante.

Una mezcla de preocupación y curiosidad iluminaba las agudas e inteligentes facciones del comandante y maestro armero de los Ejecutores. Un vampiro de aspecto imponente y ascendencia africana, Kahn vestía completamente de negro. Hablaba inglés con un fuerte acento Cockney que había adquirido durante un largo período de esclavitud a bordo de un navío mercante.

Kahn tenía varios siglos ya y sus orígenes estaban envueltos en misterio. Algunos decían que había luchado junto al gran Shaka, mientras que otros susurraban que el enigmático Ejecutor había aprendido las artes de la lucha antes de ser iniciado en el vampirismo. Lo único que Selene sabía con toda seguridad —lo único que necesitaba saber— era que el compromiso de Kahn con la guerra era tan sólido como el suyo. A diferencia de los inmortales diletantes que había visto en el salón, Kahn no tenía tiempo que perder.

Puso la bala en su mesa de trabajo, junto a las piezas desensambladas de la pistola de Trix. Las luces del techo resplandecieron sobre la superficie de ébano de su cráneo afeitado.

Selene se llevó una mano a los ojos para protegerlos de la molesta radiación de la bala capturada.

—Munición ultravioleta —se maravilló en voz alta.

—La luz del día utilizada como arma —asintió Kahn mientras se quitaba las gafas tintadas—. Y, a juzgar por lo que me has descrito, sumamente efectiva.

Selene se encogió para sus adentros al recordar la ardiente muerte de Rigel. Aún podía ver cómo brotaban los rayos de luz corrosiva de su cuerpo destrozado. Al menos no sufrió demasiado, pensó. Un amargo consuelo. Murió en cuestión de segundos.

Kraven, por su parte, no podía haberse mostrado menos interesado o impresionado.

—¿Pretendes que crea que un animal salvaje os atacó con munición de alta tecnología diseñada específicamente para matar vampiros?

Con aire levemente distraído, estaba de pie junto a la mesa de trabajo con Kahn y Selene. Llevaba una camisa de algodón de color oscuro con un collar de brocado bajo una elegante chaqueta negra. Los engarces de plata de sus anillos despedían destellos de piedras preciosas. Como de costumbre, su actitud aburrida molestaba a Selene. Sospechaba desde hacía mucho tiempo que Kraven había servido como Ejecutor sólo para ascender de posición en el seno del aquelarre. En una organización jerárquica basada principalmente en la antigüedad, una reputación de héroe de guerra proporcionaba un atajo bastante eficiente a los escalones superiores de la sociedad vampírica. La muerte del famoso Lucian le había hecho famoso y, al menos por lo que Selene sabía, desde entonces había avanzado a lomos de ese triunfo. Para su perpetuo asombro, el regente vampírico carecía de toda paciencia para cualquier cosa que interfiriera en sus hedonísticos entretenimientos, y eso incluía evidentemente a esta improvisada reunión.

A poca distancia, apoyadas contra un armero antiquísimo lleno de dagas y cimitarras de plata, dos de las núbiles doncellas de Kraven puntuaban obedientemente cada una de sus afirmaciones con un coro de risillas. La presencia de las criadas en la sala indignaba a Selene. No tenía nada contra las frívolas filies de chambre, a quienes difícilmente podía culparse por su inmadurez, pero su lugar no era un consejo de guerra. ¿Es que Kraven no podía pasar sin sus adoradoras ni el corto espacio de tiempo que durara la reunión?

—No, apuesto a que se trata de un diseño del ejército —replicó Kahn en respuesta al sarcástico comentario de Kraven. Señaló con un gesto de la cabeza el brillante proyectil ultravioleta—. Una especie de bala trazadora de alta tecnología.

La impaciencia de Selene iba rápidamente en aumento.

—No me importa de dónde haya sacado estas cosas —declaró. No quería perder la perspectiva—. Rigel está muerto y Nathaniel podría seguir allí. Deberíamos reunir a los Ejecutores y regresar en mayor número.

Ni siquiera era medianoche. Quedaban horas de sobra antes de que llegara el amanecer.

—Imposible —dijo Kraven sin titubeos—. En este momento es imposible. Y más para llevar a cabo una incursión gratuita. —Sacudió la cabeza como si la mera idea fuera un completo absurdo—. Sólo quedan pocos días para el Despertar y esta casa ya vive en un estado de inquietud tal como están las cosas.

Selene no daba crédito a lo que oía.

—¿Gratuita? Abrieron fuego sobre nosotros a la vista de los mortales. —Sólo eso, pensó, violaba las reglas tácitas que gobernaban el largo y secreto conflicto que había enfrentado a vampiros y licanos—. Y a juzgar por la conmoción que oí en el túnel, allí…

—Tú misma has dicho que en realidad no viste nada —la interrumpió Kraven. Cruzó los brazos sobre el pecho, desafiándola a contradecirlo.

Selene aspiró hondo para contener su temperamento. Le gustara a ella o no, Viktor había puesto a Kraven al mando del aquelarre como recompensa por su histórica victoria en las montañas de Moldavia. Éste no era momento de atizar viejas rencillas.

—Sé lo que oí —insistió en cuanto estuvo un poco más calmada—. Y sé lo que me dicen las entrañas. Y te digo que podría haber docenas de licanos en los túneles del metro. Quién sabe, puede que hasta centenares.

Un completo silencio respondió a la ominosa afirmación de Selene. Hasta las dos risueñas criadas callaron y prestaron atención, horrorizadas por la mera idea de una horda de licanos oculta prácticamente bajo sus mismas narices. Kraven pareció incómodo por un instante pero a continuación adoptó un aire de divertida incredulidad.

—Los hemos llevado al borde de la extinción —dijo sencillamente. Una sonrisa condescendiente se dibujó en sus facciones.

Hasta Kahn parecía poner en duda la afirmación de Selene.

—Kraven tiene razón —le aseguró—. Hace siglos que no existe una madriguera de esa magnitud… desde los tiempos de Lucian.

O eso hemos creído hasta ahora, pensó Selene con un presentimiento siniestro.

—Lo sé, Kahn. —No podía culparlo por su escepticismo—. Pero preferiría que me demostraras que estoy equivocada comprobándolo.

Kahn comprendió lo que quería decir y asintió. Se volvió hacia Kraven en busca del permiso del regente.

Kraven, por su parte, lanzó una mirada impaciente a su reloj. Exhaló un suspiro de exasperación.

—Muy bien —accedió—. Que tus hombres refuercen la seguridad en la mansión. Ordenaré a Soren que reúna un equipo de búsqueda.

Soren era el sabueso personal de Kraven y sólo respondía ante él. Selene siempre lo había considerado más un matón que un soldado, pues carecía de la disciplina y el compromiso de un auténtico Ejecutor. La sigilosa pero constante rivalidad entre los Ejecutores y el pelotón de matones de Soren era casi tan antigua como la misma guerra.

—Quiero dirigir el equipo en persona —declaró.

—De eso nada —dijo Kraven—. Soren se encargará.

Selene se volvió hacia Kahn con la esperanza de que el veterano comandante insistiera en que un Ejecutor se hiciera cargo de la investigación pero el vampiro africano no quiso desafiar la orden del regente. Debe de pensar que no merece la pena presentar batalla por esto, comprendió, decepcionada por la falta de fe de Kahn en sus instintos.

Acaso envalentonado por el silencio de Kahn, Kraven no pudo evitar mofarse un poco.

—Puede que hasta centenares —la imitó mientras sacudía la cabeza de la manera más condescendiente posible.

Selene se mantuvo firme.

—Viktor me hubiera creído —anunció con tono helado, antes de darle la espalda a Kraven y salir dando un portazo. ¡Ojalá Viktor volviera a estar entre nosotros!, pensó con ansiedad y con una expresión neutra en el rostro que ocultaba una creciente aprensión. ¿Cómo es posible que nuestra seguridad y nuestro futuro dependan de un ególatra insufrible como Kraven?

La descarada impertinencia de Selene había dejado sin habla al objeto de su desprecio. ¿Cómo se atreve a darme la espalda de ese modo?, pensó Kraven, indignado. ¡E invocando el nombre de Viktor, nada menos! ¡Ahora yo soy el amo y señor de la mansión, no nuestro durmiente sire!

Con el rostro enrojecido por una sangre que no era suya, Kraven fulminó con la mirada a Selene mientras ésta abandonaba la sala. Kahn evitó diplomáticamente toda mención a la abrupta marcha de la Ejecutora, pero ello no hizo que Kraven se sintiera menos desdeñado y humillado. Su mente buscó frenéticamente algún comentario ingenioso con el que salvar la cara.

Para su sorpresa, una de las criadas se le acercó sigilosamente y le puso una mano suave sobre el brazo.

—Yo nunca me atrevería a trataros así —dijo con voz seductora, mientras le acariciaba el brazo con un dedo, una invitación obvia a cualquier cosa que él pudiera desear.

Kraven volvió la mirada hacia la rastrera vampiresa. De hecho, había olvidado por completo la presencia de sus dos sirvientes, pero ahora miró con más atención a la solícita doncella que tenía a su lado. Era una criatura esbelta y rubia, de ojos violetas y una figura de sílfide que apenas cubría su vestido negro de lentejuelas y sus largos guantes del mismo color. Una gargantilla de encaje de color negro rodeaba su cuello y ofrecía una velada imagen de la yugular.

¿Cómo se llamaba…?, pensó Kraven, ausente. Recordaba vagamente haberla iniciado en una discoteca de Piccadilly, menos de treinta años atrás. Ah, sí… Erika.

La muchacha apretó su delicado cuerpo contra el suyo, deleitada por su mera atención. Sus ojos adoradores prometían devoción y obediencia absolutas, en cuerpo y alma.

—Por supuesto que no lo harías —le informó con voz seca. Su tono desdeñoso golpeó a la enamorada vampiresa como un bofetón en plena cara. ¡Pensar que tiene la audacia de ofrecerme la obediencia ciega que ya me pertenece por derecho! Su orgullo herido extrajo cierto consuelo de la expresión aplastada y escarmentada del rostro de la necia zorra. Al menos hay alguien a quien puedo poner en su lugar, pensó amargamente.

Se quitó de encima el brazo de la muchacha con frialdad.

—Y ahora corre y asegúrate de que Selene está convenientemente vestida y preparada para la llegada de nuestros importantes invitados.

Erika se alejó mansamente, mientras se le atragantaba un sollozo descorazonado. Kraven la observó mientras bajaba sumisamente las escaleras en compañía de su menos presuntuosa hermana en la servidumbre.

Ojalá Selene pudiera ser tan solícita, fantaseó. En todos los sentidos.

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