Underworld

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Capítulo 12

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Capítulo 12

Imágenes febriles pasaban marcha atrás por la mente de Michael:

Fragmentos de cristal negro convergían frente a sus ojos, unos fragmentos minúsculos que volaban por el vacío hacia atrás y formaban un patrón que no terminaba de discernir…

Cadenas de hierro arrancadas serpenteaban hacia un húmedo y malsano suelo de granito y los eslabones rotos tintineaban ruidosamente mientras volvían a unirse y las cadenas se clavaban con enorme fuerza al suelo…

Una preciosa mujer morena, ataviada con los restos desgarrados de un vestido antaño elegante, colgaba de las aterradoras garras de un aparato de tortura medieval. Un grito estrangulado abría sus mandíbulas y mostraba unos extraños dientes afilados bajo los labios carmesí. Sus espeluznantes ojos blancos estaban inyectados en sangre. De algún modo, Michael sabía que el nombre de la prisionera era Sonja y que era una especie de princesa, además del amor de su vida…

Sonja —murmuró al mismo tiempo que el rostro de la mujer se tomaba borroso frente a sus ojos y se convertía en el de la mujer del metro que lo había salvado del loco del cuchillo y los dientes ensangrentados. ¿Quién?, se preguntó. Si tal cosa era posible, la mujer era aún más hermosa que la princesa cautiva. ¿Cómo?

—No te muevas —dijo la mujer, no Sonja. Una mano suave se apoyó con firmeza sobre su hombro—. Te has dado un buen golpe en la cabeza.

Michael parpadeó, confuso, y despertó, o algo parecido, reclinado sobre un tílburi. Todavía aturdido, miró a su alrededor y se dio cuenta de que ya no se encontraban junto a la orilla del río. Ahora estaba rodeado de paredes forradas de roble y muebles de aspecto antiguo.

—¿Tienes alguna idea de por qué esos… hombres te perseguían? —le preguntó la mujer misteriosa, mientras le miraba la cara con mucha atención. Michael sintió alivio al ver que estaba viva y bien, a pesar de que seguía sin saber quién era.

—¿Dónde…? —Michael trató de incorporarse pero el movimiento hizo que le diera vueltas la cabeza. Una alternancia de escalofríos y oleadas de calor recorrió su cuerpo. Su visión empezó a oscilar y sintió náuseas.

—Estás a salvo —le aseguró la mujer. Estaba a su lado, inclinada sobre él, con la cara a escasos centímetros de la suya—. Me llamo Selene.

Selene. Michael se aferró al nombre como si fuera un salvavidas mientras el oleaje de oscuridad lamía su consciencia. Estaba exhausto y sentía náuseas. Como si su cuerpo estuviera combatiendo alguna infección… y fuera perdiendo por goleada. Sentía un lejano dolor en el sitio en el que el loco del cuchillo le había mordido y la luz de la luna, que entraba en la elegante estancia por una rendija de la ventana, le provocaba escalofríos. Sentía un extraño hormigueo en la piel y tenía el vello erizado, como si una corriente eléctrica estuviera recorriendo su cuerpo. Un aullido quejumbroso resonaba en el interior de su cráneo, como un timbrazo en sus oídos.

Y yo Michael, pensó por encima del cacofónico aullido. Abrió los labios para presentarse pero el esfuerzo lo dejó exhausto y se dejó caer sobre los cojines de terciopelo del sofá. Trató de mantener los ojos abiertos pero la fuerza primordial de la creciente oscuridad era demasiado grande para resistirse. El rostro de Selene se volvió borroso y su voz se perdió en la distancia mientras él sucumbía al olvido una vez más.

—Selene —susurró y se llevó su nombre consigo a la oscuridad.

Selene reprimió un suspiro de impaciencia al ver que Corvin volvía a perder la consciencia. Estaba claro que el golpe que había recibido en la cabeza y que le había dejado una fea cicatriz rodeada por un moratón oscuro, le había hecho mucho efecto. Llevaba como muerto casi once horas, tiempo suficiente para que el sol se hundiera al fin bajo el horizonte y Selene, liberada, pudiera abandonar su forzado cautiverio a la orilla del río.

Corvin había permanecido inconsciente mientras ella alquilaba un coche para reemplazar su perdido Jaguar y luego había dormido como un muerto durante el viaje de regreso a Ordoghaz. Selene lamentaba no haber podido llevarlo a urgencias pero ahora que los licanos lo estaban persiguiendo con tanto denuedo, estaba más seguro en sus aposentos.

Pero ¿por qué te persiguen?, volvió a preguntarse. ¿Qué es lo que te hace tan especial? Aparte de tu cara y de tu tendencia a actuar como un buen samaritano, quiero decir. Estaba claro que para interrogar al exhausto humano tendría que esperar hasta que se hubiera recobrado de lo ocurrido la noche anterior. Con suerte, puede que fuera capaz de responder unas pocas preguntas al amanecer.

Le mojó la frente con un paño húmedo, con especial cuidado alrededor del área del moratón. Debería examinarlo con más cuidado, pensó. Acababa de llegar a la mansión con su insensata carga así que todavía no había tenido tiempo de comprobar si tenía alguna herida más debajo de la ensangrentada chaqueta. Se dio cuenta de que no recordaba cómo se había lastimado la cabeza. Debe de haber ocurrido después de que yo perdiera el conocimiento.

Aunque la herida de su hombro estaba curada casi por completo, seguía sintiendo un dolor apagado en el lugar en el que había recibido el ataque del desconocido licano. El atisbo de un colgante de metal pasó por sus recuerdos fugazmente y volvió a preguntarse de quién se trataba. No había visto su cara en ninguno de los numerosos archivos que los Ejecutores mantenían sobre sus enemigos.

—De modo que —una voz impertinente interrumpió sus cavilaciones—, por una vez los rumores son ciertos.

Selene apartó la mirada del sofá y vio que Erika entraba despreocupadamente en su habitación. Frunció el ceño, disgustada. La atrevida criada rubia estaba invadiendo sus aposentos con tanta frecuencia que empezaba a sentirse como si le hubieran asignado una compañera de cuarto. Además, nada de aquello era asunto de Erika.

—Toda la casa está cotilleando sobre tu nueva mascota —dijo Erika con entusiasmo. Se acercó al sofá y examinó a Corvin con franca curiosidad—. Oh, dios mío. Vas a tratar de convertirlo, ¿no?

Selene puso los ojos en blanco.

—Por supuesto que no. —En todos los largos años que había pasado entre los no-muertos, nunca había convertido a un humano en vampiro. Su trabajo era matar licanos, no seducir inocentes. Y lo que Kraven y su séquito de inmortales diletantes dijera sobre ella no podía importarle menos.

Erika asintió, como si comprendiera lo que Selene quería decir. La vampírica sílfide rodeó lentamente el sofá, arrastrando las uñas pintadas por el borde de los almohadones de terciopelo de color borgoña.

—Tu postura por lo que a los humanos se refiere es digna de mención —reconoció.

Para Selene, los humanos eran estrictamente víctimas inocentes en la guerra contra los licanos pero, aparte de eso, jamás había pensado demasiado en ellos.

—No tengo ninguna postura —insistió, quizá con un tono que indicaba que estaba a la defensiva—. No tengo nada que ver con ellos.

—Exacto —señaló Erika con un brillo malicioso en la mirada. Sus blancos hombros sobresalían de la parte superior de su corpiño negro de volantes—. ¿Por qué lo has traído aquí, entonces?

Touché, pensó Selene. Por mucho que le molestara admitirlo, en eso no le faltaba cierta razón a la necia chiquilla. ¿Por qué se había tomado tantas molestias por un simple humano, aparte de por el instinto natural de privar de su presa a los licanos? Confundida, registró su propia alma en busca de razones mientras contemplaba el atractivo rostro moreno de Corvin. Si derrotar a los licanos era su único objetivo, ¿por qué estaba allí ocupándose de un humano comatosos como una especie de Florence Nightingale vampírica? ¿Qué le importaba a ella si vivía o moría?

—Me ha salvado la vida —dijo en voz baja después de pensarlo un momento. Ignoraba lo que había pasado exactamente después de que perdiera el conocimiento al volante del Jaguar pero estaba segura de que nunca habría podido llegar a la orilla de no haber sido por la ayuda de Corvin. ¿Y quién sino él podía haberle vendado el hombro herido?

Erika se quedó boquiabierta y unos colmillos blancos y afilados aparecieron a la vista. Estaba claro que la idea de que un simple humano acudiera en auxilio de un vampiro —¡Y un Ejecutor, nada menos!— la dejaba pasmada. Se volvió hacia Corvin con más interés y puede que una pizca de celos. ¿Le envidiaba a Selene su Príncipe Encantado humano?

Selene experimentó un fuerte sentimiento de protección hacia Corvin. De repente se dio cuenta de que Erika no había dado ninguna explicación para su presencia allí. Entornó la mirada con suspicacia.

—¿Qué haces aquí?

Erika se encogió casi imperceptiblemente bajo la mirada severa de la Ejecutora y se apartó del sofá y su adormecido ocupante.

—Me ha enviado Kraven —dijo tragando saliva—. Quiere verte. Ahora mismo.

Sonaban truenos en el exterior y la lluvia azotaba las ventanas mientras Kraven y Selene discutían en los aposentos palaciegos de aquél. Los dos vampiros se estaban arrojando al cuello el uno del otro, figurada si no literalmente.

—Es del todo inaceptable —exclamó Kraven, indignado, mientras caminaba arriba y abajo sobre la alfombra persa tejida a mano. Sus furiosos ademanes cortaban el aire. Como de costumbre vestía un traje hecho a medida y completamente negro—. ¿Contradices mis órdenes y pasas el día lejos del refugio de la mansión… con un humano? ¿Un humano que luego decides traer a mi casa?

Selene no se amilanó. A diferencia de Kraven, ella no caminaba ni sacudía los brazos al hablar sino que permanecía tan inmóvil y compuesta como un Antiguo en hibernación.

—Por lo que a mí se refiere, ésta sigue siendo la casa de Viktor.

Kraven le lanzó una mirada envenenada. No le gustaba que le recordaban que sólo era el amo en ausencia de Viktor. Embargado por una furia creciente, se acercó a la ventana y se asomó a la noche tormentosa. Selene entrevió una brillante y gibosa luna por entre los abigarrados nubarrones de la tormenta.

—Mira —dijo bajando la voz. Su ajustada ropa de cuero seguía manchada de sangre y barro: no había tenido tiempo de cambiarse desde que regresara a Ordoghaz—. No quiero discutir. Sólo necesito que entiendas que por alguna razón Michael es importante para los licanos.

Kraven giró sobre sus talones y la miró con un fuego de ardiente suspicacia en los ojos.

—De modo que ahora es Michael —se burló en tono acusador.

Selene reprimió un suspiro de impaciencia. Lo último que necesitaba en este momento eran los celos de adolescente de Kraven. Había demasiado en juego.

—Kraven, ¿quieres escucharme? —Aspiró profundamente antes de tratar de explicárselo de nuevo—. Hay algo…

Él la interrumpió sin contemplaciones.

—Se me escapa por qué estás tan obsesionada con esa teoría absurda. —Desechó sus preocupaciones con un ademán desenvuelto—. ¡Es imposible que Lucian sienta interés alguno por un simple humano!

¿Lucian? Selene no pudo ocultar su sorpresa. ¿Por qué estaba Kraven hablando de un licano muerto hacía tiempo? Hacía siglos que habían matado al infame Lucian. No lo entiendo, pensó Selene mientras trataba de desentrañar el sentido de la curiosa afirmación de Kraven.

Por fortuna, éste tomó su expresión meditabunda por algo completamente diferente.

—Aguarda —dijo con aire dramático, como un fiscal delante de un jurado—. Te has encaprichado de él. Admítelo.

—Vaya. Ésa sí que es una teoría ridícula —repuso ella, aunque con algo menos de vehemencia de la que le hubiera gustado. Sus palabras le sonaron extrañamente falsas incluso a ella misma.

Kraven se aprovechó del atisbo de indecisión de su voz.

—¿De veras? —exigió.

El destello de un rayo en el exterior se vio seguido por un trueno colosal que estremeció los cristales de las ventanas.

La tormenta estaba arreciando.

A solas en los aposentos privados de Selene, mucho más elegantes que los suyos, Erika examinó al inconsciente humano que dormitaba sobre el tílburi. Lo cierto es que era bastante guapo, aunque no al modo de dios griego de Lord Kraven. No está mal para ser un humano, decidió, si a una le gustan esa clase de cosas…

Aburrida, se tendió a su lado y disfrutó de la calidez del cuerpo mortal contra su carne fría. Pasó un dedo juguetón por su cuello, trazó la línea de la yugular con una uña y le enredó los rizos castaños con los dedos. Mientras tanto, trató de no pensar en que Selene estaba a solas con Kraven en su opulenta suite. No seas tonta, se reprendió mientras expulsaba de sus pensamientos las celosas fantasías que la atormentaban. Cuando había enviado a Erika a buscar a Selene, Kraven estaba claramente indignado y enfurecido. A juzgar por la expresión iracunda de su rostro, era mucho más probable que la azotara a que le hiciera el amor.

O eso esperaba ella.

Francamente, no me importaría recibir unos buenos azotes de Lord Kraven, pensó, siempre que fuese por las razones apropiadas. Era horriblemente injusto. ¡Selene disfrutaba de todas las atenciones de Kraven y ni siquiera las apreciaba!

Divertirse con el juguete de Selene le proporcionó cierta sensación de revancha. Inspeccionó la garganta desnuda del humano y reparó en una serie de pequeños agujeros en el hombro de su chaqueta. ¿Qué es esto?, pensó abriendo mucho los ojos violeta. ¿Acaso la altiva Selene, a pesar de sus protestas, había sido incapaz de resistirse a la tentación de probar la mercancía?

Intrigada, Erika le abrió el cuello de la camisa al humano. Como estaba buscando las marcas de un beso de vampiro, al encontrarse con la fea e hinchada marca de un mordisco en el inflamado hombro derecho del mortal se quedó estupefacta. Las crueles marcas de colmillos eran toscas y descuidadas, muy diferentes a la señal discreta que dejaban los de un vampiro, y unos pelos negros, erizados y gruesos asomaban en las profundidades de las sanguinolentas heridas.

—¡La puta…! —exclamó Erika mientras de repente perdía todo interés en probar la sangre del durmiente humano. No era una Ejecutora y nunca había visto hasta entonces a la víctima de un licano, pero reconocía un mordisco de licano cuando lo veía. Lo han convertido, comprendió con alarma y asco, y se apartó de la carne infectada. ¡Es uno de ellos!

Un cegador destello iluminó la habitación. Sonó un trueno y el humano despertó de repente y profirió un grito con todas sus fuerzas. Aquello fue demasiado para Erika, que dio un respingo como una gata sobresaltada y se pegó al techo de la habitación mientras siseaba al humano que había debajo, que aún seguía gritando. Hundió las garras en el yeso, más de dos metros por encima de la cabeza del humano mientras éste, confundido, la miraba parpadeando con una expresión de asombro horrorizado, como un hombre atrapado en una pesadilla interminable.

Erika no sabía cuánto tiempo tardaba un humano en transformarse en licántropo pero no quería correr riesgos.

El eco de las pisadas de Kraven resonaba por el pasillo jalonado de retratos, al unísono con los truenos que llegaban desde el exterior de la mansión, mientras caminaba con decisión virulenta en dirección a los aposentos de Selene, situados en el ala este. Selene iba tras él, temerosa por la seguridad de Michael Corvin.

—¿Qué vas a hacerle? —exclamó con voz inquieta.

Kraven ni siquiera se volvió.

—¡Lo que me plazca! —declaró sin dejar que nada frenara su marcha por la mansión. Sus garras extendidas temblaban a ambos lados de su cuerpo, como si ya estuvieran apretando la garganta de Michael.

¡No!, pensó Selene con ansiedad. Apretó el paso y fue tras él. Era consciente de que Michael estaba en grave peligro. A pesar de sus aires presuntuosos, Lord Kraven podía ser brutalmente letal cuando se enfurecía. No puedo dejar que mate a Michael, pensó, desesperada.

Pero ¿había alguna manera de detenerlo?

¡Tengo que salir de aquí!

Michael lanzó una mirada frenética a su alrededor, tratando desesperadamente de encontrar una salida. La situación entera era una locura: cuchillos y armas y una rubia que levitaba. No tenía la menor idea de dónde se encontraba o qué le había ocurrido a Selene pero sabía que tenía que alejarse a toda costa de todos aquellos lunáticos armados.

Una ventana iluminada por la luna atrajo su atención y se acercó a ella con paso tambaleante. La abrió de un empujón. Fuera estaba cayendo un aguacero de mil demonios y un soplo de aire helado le azotó la cara con su gélida humedad. Michael ignoró la lluvia y se asomó por la ventana. Para su consternación, vio que había una caída de casi siete metros hasta el suelo.

—¡Mierda! —musitó. Le dio la espalda a la ventana y se volvió hacia el interior… justo a tiempo de ver cómo caía la rubia del techo y le tapaba la salida al pasillo. La nínfula de cabello dorado fulminó a Michael con la mirada mientras siseaba como un gato enfurecido. Alzó las manos frente a su cara, con las crecidas uñas extendidas como garras. Le enseñó un dentadura blanca y brillante, con sus colmillos afilados y todo, que parecía sacada de una película de terror de Hollywood.

A la mierda, pensó Michael y decidió probar suerte en la ventana. Se encaramó al alféizar y saltó a la noche.

Cayó dos pisos en picado antes de aterrizar sobre el húmedo césped que había debajo. El golpe lo dejó aturdido y durante un segundo todo se volvió negro. Los ojos se le cerraron y de repente se encontró en otro lugar.

El negro cristal estalló hacia fuera cuando se arrojó de cabeza contra la vidriera que cubría la ventana. El tintineo del cristal roto resonaba todavía en sus oídos mientras aterrizaba sobre el rocoso patio. El olor de la cercana arboleda resultaba tentador para su olfato, una promesa de seguridad y libertad.

Rodó sobre su espalda y el cielo de la noche apareció ante sus ojos, frío y antipático, mientras las estrellas distantes lo miraban sin misericordia. Una luna del rojo color de la sangre, llena y gigantesca, pendía de allí, entre nubarrones hinchados, como un presagio enfurecido, proyectando una luz espeluznante sobre los elevados muros de piedra de la ancestral fortaleza.

Unos ladridos y gruñidos fieros irrumpieron en la escena y arrastraron bruscamente a Michael de regreso a la realidad. Sus ojos se abrieron de repente y recordó que estaba tendido en el césped. La regia mansión gótica se erguía sobre él, por completo diferente al imponente edificio de piedra de su… ¿qué? ¿Sueño? ¿Visión? ¿Recuerdo?

¿De dónde coño ha venido eso?, se preguntó, aturdido. La insólita y alucinante experiencia había sido más vivida que un sueño y más parecida a un recuerdo, pero sabía que él nunca había vivido nada parecido. ¡Creo que si hubiera saltado por una vidriera me acordaría!

Los ladridos se hicieron más ruidosos y cercanos. Parpadeó repetidas veces para aclarar sus pensamientos y levantó su dolorida cabeza de la hierba mojada.

—¡La madre que me parió! —exclamó mientras sus ojos enfocaban la alarmante visión de tres rottweilers, que parecían los primos menos amistosos del Sabueso de los Baskerville, y que se le estaban acercando corriendo por el césped. Unos colmillos marfileños resplandecieron a la luz de la luna.

El pánico puso a Michael en movimiento. Se incorporó apresuradamente y, cojeando como un loco, corrió hacia el muro exterior de la finca, seguido de cerca por los ladridos furiosos de los perros.

De alguna manera sabía que nadie iba a contenerlos en el último segundo.

Kraven irrumpió hecho una furia en la habitación y Erika, sobresaltada, lanzó un agudo chillido. Ignorando a la sirvienta, el regente registró la habitación en busca del tal Michael Corvin con el que Selene estaba tan obsesionada. Le romperé el cuello delante de ella, juró, y me beberé su sangre hasta la última gota. Esbozó una sonrisa cruel al pensarlo. Eso le enseñará a no anteponer sus caprichos a sus deberes para con el aquelarre… y conmigo.

Pero el inconveniente humano no estaba a la vista. Frustrado, Kraven lanzó una mirada inquisitiva a Erika, quien señaló la ventana abierta con un gesto temeroso de la cabeza. Una brisa helada le azotó la cara y sacudió sus rizos oleosos y su chaqueta de seda mientras los ladridos de los perros llegaban hasta él desde el jardín.

—¡Maldita sea! —exclamó. ¿Por qué no podía estarse quieto ese maldito humano?

Con los sabuesos pisándole los talones, Michael se encaramó a la valla de hierro y trepó por encima de ella. Estaba exhausto y sus jadeos entrecortados pintaban el gélido aire de vaho. Con mucho cuidado para no clavarse ninguna de las oxidadas puntas de lanza de la valla, se dejó caer al otro lado. Los furiosos sabuesos metieron el morro entre los barrotes de metal y trataron de alcanzar con dentelladas y ladridos a su esquiva presa.

Adiós, perritos, pensó con sarcasmo mientras se alejaba de la valla. Una oscura línea de robles y hayas prometía cobijo y la seguridad de un escondite así que se dirigió cojeando hacia los árboles mecidos por la tormenta. El viento le azotaba el rostro y las manos con gélida lluvia y el estallido de un trueno señalaba el paso de cada angustiado minuto.

¿Se estaba dirigiendo al norte o al sur, hacia la ciudad o lejos de ella? Michael no lo sabía y tampoco le preocupaba. Lo único que le importaba por el momento era alejarse lo máximo posible de los perros… y de aquella mansión de monstruos de pesadilla.

El hombro infectado le dolía espantosamente.

Kraven se acercó con impaciencia a la ventana al mismo tiempo que Selene entraba en el cuarto tras él. Puede que los perros hubieran acabado ya con el humano, pensó. No sería tan satisfactorio, desde luego, como matar a Corvin con sus propias manos pero decidió que bastaría con que la mascota de Selene fuera destrozada por los sabuesos. Un final apropiado, decretó en silencio, para una criatura tan insignificante.

Sus ojos de muerto viviente penetraron con facilidad la oscuridad del exterior. Sin embargo, y para su decepción, no vio a los rottwailers destrozando con entusiasmo el cadáver ensangrentado de Corvin. En su lugar, lo que vio fue a los perros ladrando con impotencia a la valla exterior y se vio obligado a llegar a una conclusión sumamente enojosa.

El humano había escapado.

Los relámpagos iluminaban la noche, expulsando las sombras por espacio de un microsegundo cada vez que se manifestaban. El trueno resonaba en los cielos, aunque sin acallar del todo el aullido lupino que resonaba en el interior del cráneo de Michael. Corría por los bosques como un preso fugado, helado y empapado y casi sin aliento. El corazón le latía furiosamente y no dejaba de mirar atrás, temiendo lo que quiera que pudiera estar siguiéndolo. Trastabilló y tropezó en una raíz que apenas había visto. Cayó hacia delante y se desgarró las palmas de las manos en la espesura pero no dejó de avanzar mientras volvía penosamente a ponerse en pie. Los charcos llenos de barro lo cogían por sorpresa y le empapaban por completo los destrozados calcetines y las zapatillas. El ladrido de los sabuesos lo seguía no muy lejos, urgiéndolo a continuar.

¿Y si abren las puertas?, se preguntó, mientras se imaginaba a los rottweilers siguiendo su rastro por el bosque. ¿Y si me echan los perros encima?

Una negrura completa lo envolvió, pero un instante después fue deshecha por la llamarada de un nuevo relámpago. Las sombras se levantaron y se llevaron a Michael lejos de allí. A otro lugar, a otro tiempo.

Corría con los pies desnudos por un inmenso bosque oscuro y escuchaba tras de sí el estrépito que hacían sus perseguidores al atravesar la densa maleza. Miró atrás y los distinguió tras la niebla de la noche: figuras sombrías que avanzaban entre los troncos de los árboles de hoja perenne, destellos de luz de luna que resplandecían sobre el metal de sus cotas de malla y sus corazas. Se sentía completamente desnudo e indefenso frente a aquellas figuras guerreras.

Emergieron de la arremolinada niebla blanca, empuñando ballestas cargadas con letal plata. Implacables negociantes de la muerte, saltaban y corrían entre los frondosos pinos y abetos, tratando de avistar a Michael con claridad.

Múltiples siseos atravesaron la noche y una descarga de proyectiles de plata pasó silbando junto a sus hombros y fue a clavarse en el tronco de un grueso pino, a pocos pasos de él. El brillo argénteo de los letales proyectiles llenó su alma de miedo y repulsión.

Un gruñido de furia se formó en el fondo de su garganta. Una parte salvaje de su alma deseaba volverse y afrontar a sus perseguidores, responder a las armas y armaduras con garras y colmillos desatados, pero sabía que estaba demasiado débil, demasiado menguado por la tortura y el cautiverio. En otro momento, se juró. En otra noche.

Por ahora, no podía más que correr y correr, esquivando los proyectiles de plata afilada que pasaban zumbando junto a sus oídos…

Michael se encogió y por un instante temió ver el astil de un virote clavado en su pecho. Entonces la oscuridad cayó y volvió a levantarse, bisecada por un nuevo y cegador relámpago, y el volvió a encontrarse en el bosque azotado por la tormenta.

Miró a su alrededor embargado por la confusión. No había ballestas con virotes de plata, ni arqueros entre las sombras, sólo los ladridos furiosos de los perros guardianes, que iban disminuyendo de volumen a medida que se alejaba de la mansión sin nombre y la finca que la rodeaba. Los pinos de montaña, erizados de agujas, habían vuelto a trocarse por los denudados robles y hayas de antes.

¿Qué me está pasando?, se preguntó. Ya nada tenía sentido, ni siquiera las febriles imágenes de su propia mente. Su hombro herido palpitaba en sincronía con los acelerados latidos de su corazón. Tiritaba incontroladamente, tanto de frío como por un creciente sentimiento de temor extremo. Por si los secuestradores asesinos y los gángsteres no fueran suficiente, ahora sus propios sentidos lo estaban traicionando. No entiendo nada de esto, pensó mientras se alejaba cojeando por el desconocido bosque sin saber si se encontraba muy lejos de Budapest y de la vida cotidiana que conocía. ¿Me estaré volviendo loco?

Kraven se apartó de la ventana abierta. Al ver su expresión amarga y truculenta, Selene supo que algo había ido mal, para él y para los rottwailers.

El alivio la embargó e hizo lo que pudo para ocultárselo a Kraven. El imperioso regente vampiro ya estaba de un humor suficientemente malo. Malditos sean Kraven y sus infernales celos, dijo en silencio. ¡Jamás he alentado sus intenciones románticas!

Erika permanecía encogida y asustada cerca de la puerta, temiendo sin duda que Kraven la culpara por la fuga del humano. Selene en cambio creía que la esbelta criada no tenía nada que temer. La cólera de Kraven estaba dirigida exclusivamente contra ella.

—¡Déjanos! —le espetó a Erika, quien obedeció al punto dejando a solas a Selene con el amo de facto de la mansión.

Selene se volvió hacia él sin miedo. Estaba preparada para aceptar su castigo por haber llevado a Michael a Ordoghaz, pero no estaba dispuesta a disculparse por sus acciones y mucho menos a suplicar misericordia. Por alguna razón, Michael era de una importancia vital, y no sólo para ella, pensara lo que pensara Kraven.

La seguridad de mi propio aquelarre es lo único que me preocupa, se dijo para sus adentros. ¿O estoy siendo demasiado vehemente?

Kraven cruzó la habitación hasta ella. Sus ojos ardientes de furia se clavaron en los de ella. Selene mantuvo una expresión pétrea y resuelta, preparada recibir cualquier amenaza o ultimátum que el vampiro le tuviera reservados.

Pasó un momento silencioso y Kraven abrió la boca para empezar su diatriba. Selene se puso tensa, aguardándola, pero en el último segundo, Kraven cambió de idea y le propinó una fuerte bofetada con el dorso de la mano.

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