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Primera parte » Línea Marunouchi (destino a Ogikubo)

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Línea Marunouchi (destino a Ogikubo)

El equipo formado por Kenichi Hirose y Koichi Kitamura fue el encargado de colocar y liberar el gas sarín en el tren de la línea Marunouchi procedente de Ikebukuro, que se dirigía al oeste con destino a Ogikubo.

Nacido en Tokio en 1964, Hirose tenía treinta años en el momento del atentado. Después de graduarse en el Instituto de Enseñanza Secundaria de Waseda, paso previo para optar al ingreso en la prestigiosa universidad del mismo nombre, se matriculó en el departamento de ingeniería, donde se licenció en física aplicada con la mejor nota entre sus cien compañeros de promoción. Un verdadero estudiante modélico. En 1989 terminó sus estudios de posgrado, rechazó todas las ofertas de trabajo que le llegaban y, en lugar de embarcarse en una exitosa carrera profesional, juró votos en Aum.

Se convirtió en un importante miembro de la brigada química del ministerio de ciencia y tecnología de la secta. Junto a su cómplice en el atentado, Masato Yokoyama, Hirose fue una pieza clave en el plan de desarrollo de armas de luz automáticas. Joven, alto, de aspecto serio y tranquilo, aparenta menos edad de la que en realidad tiene. Durante la celebración del juicio que se siguió contra él, elegía sus palabras cuidadosamente, hablaba en voz baja, nunca se iba por las ramas.

La mañana del 18 de marzo, Hirose recibió órdenes de Hideo Murai, su superior en el ministerio. El objetivo: llevar a cabo un ataque terrorista en el metro de Tokio con gas sarín. «Me sorprendió mucho», explicaría más tarde en el juicio. «Me estremecí al pensar en todas las personas que íbamos a sacrificar. Por otra parte, me di cuenta de que si pensaba así, era porque no estaba suficientemente versado en las “enseñanzas”.» Abrumado por la extrema gravedad de su misión, sintió una «resistencia instintiva» a obedecer las órdenes, pero su adhesión a las llamadas «enseñanzas» de Aum era aún más fuerte. Aunque más adelante llegaría a admitir su terrible error, en su defensa argumentó que no había tenido en realidad ni la libertad ni la voluntad suficientes para desobedecer una orden que llegaba de arriba, es decir, del mismísimo Shoko Asahara.

Le ordenaron tomar el metro en la estación de Ikebukuro, en concreto, subirse al segundo vagón del tren de la línea Marunouchi con destino a Ogikubo. En cuanto el convoy entrase en la estación de Ochanomizu, debía agujerear los dos paquetes que contenían el gas sarín y salir a la calle, donde le estaría esperando en un coche su cómplice Kitamura. El número del tren era el A777. Las instrucciones precisas sobre cómo actuar se las dio su «hermano mayor», Yasuo Hayashi. La madrugada del 20 de marzo lo llevaron al refugio que Aum tenía en la localidad de Kamikuishiki. Hirose practicó allí los movimientos que tendría que repetir en el tren. Durante el entrenamiento, pinchó la bolsa que se asemejaba a la que contendría el gas sarín con tal fuerza que dobló la punta del paraguas.

Salieron del ajid, el piso franco de Aum en Shibuya, al oeste del centro de Tokio, a las 6 de la mañana del 20 de marzo. Kitamura condujo hasta la estación de Yotsuya. Hirose tomó allí un tren de la línea Marunouchi en dirección a Shinjuku. Después cambió a la línea Saikyo en dirección norte destino Ikebukuro. Compró un periódico deportivo en el quiosco de la estación para envolver los paquetes que contenían el sarín. Esperó antes de subirse al tren que le habían asignado. Finalmente lo hizo por la puerta central del segundo vagón. Cuando llegó el momento de liberar el gas, la envoltura de papel de periódico hizo un ruido que llamó la atención de una colegiala que iba a su lado. Al menos eso pensó él en ese momento.

Incapaz de soportar la tensión, se apeó del tren en Myogadani y se quedó de pie en el andén. Abrumado por el horror que le producía la misión que le habían encomendado, le invadió un incontrolable deseo de huir y no llevar a cabo su cometido. Más tarde confesó: «Tenía envidia de la gente que caminaba por allí sin más». Visto con la perspectiva del tiempo, aquél fue un momento crucial en que las cosas podían haber tomado un rumbo bien distinto. De haber huido como le decía su instinto, se habría evitado el sufrimiento a los cientos de personas que se vieron afectadas por su acción.

Sin embargo, Kenichi Hirose apretó los dientes y superó sus dudas. «Al fin y al cabo, sólo se trata de la salvación», se dijo a sí mismo para convencerse. El acto en sí era lo más importante. Además, no se trataba sólo de él; otros adeptos también cumplían en ese instante las mismas órdenes. No podía decepcionarlos, no podía huir empujado por su debilidad.

Hirose volvió a subir al tren antes de que partiera, pero lo hizo en otro vagón, el tercero. De esa manera evitaría la inquisitiva mirada de la colegiala. Cuando el convoy se aproximaba a la estación de Ochanomizu, sacó de su bolsa los paquetes que contenían el sarín; los colocó discretamente en el suelo. Al hacerlo, la envoltura de papel de periódico se deslizó y el paquete de plástico quedó a la vista. Sin embargo, no le preocupó. Ya no tenía tiempo de rehacerlo. Repetía sin cesar uno de los mantras que había aprendido en Aum para serenarse. Cuando el tren entró en la estación de Ochanomizu y las puertas se abrieron, desterró todas sus dudas y pensamientos: agujereó las bolsas con la punta de su paraguas.

Antes de montar en el coche en el que le esperaba Kitamura, Hirose lavó con agua la punta del paraguas y lo guardó en el maletero. A pesar de sus precauciones y del extremo cuidado con el que realizó todos y cada uno de sus movimientos, pronto padeció los inequívocos síntomas de envenenamiento por la inhalación del gas. Era incapaz de hablar con normalidad, tenía dificultades al respirar, su muslo derecho empezó a contraerse de forma incontrolada.

Sin más dilación se inyectó la dosis de sulfato de atropina que le había entregado Ikuo Hayashi. Gracias a su excelente formación científica, Hirose sabía bien lo mortífero que podía resultar el gas sarín, pero le aterrorizó comprobar lo rápido y tóxico que era. Si él ya se encontraba en ese estado, cuál sería la situación en el vagón, se preguntó. Un oscuro pensamiento cruzó su mente: «¿Y si muero?». Recordó el consejo de Ikuo Hayashi: «Al primer síntoma, dirígete al hospital Aum Shinrikyo, en Nakano. Allí recibirás tratamiento médico». Hirose ordenó a Kitamura que lo llevase de inmediato a Nakano, pero al llegar se quedó pasmado cuando se dio cuenta de que los médicos no sabían nada del atentado ni del gas sarín. Regresaron a toda prisa al ajid de Aum en Shibuya. Allí le atendió de emergencia el propio Ikuo Hayashi.

De regreso en Kamikuishiki, Hirose y Kitamura se reunieron con los otros autores materiales del atentado para comunicarle a Asahara la noticia: «Misión cumplida», dicho lo cual, Asahara los elogió: «Confiaba plenamente en que el ministerio de ciencia y tecnología llevaría a buen término esta misión». Cuando Hirose confesó que había cambiado de vagón al sospechar que le habían descubierto, Asahara aceptó su explicación: «He seguido vuestras proyecciones astrales durante todo este tiempo», explicó, «y he visto que la de Sanjaya (el seudónimo de Hirose en el culto) parecía más tenue de lo normal, como si hubiera ocurrido algo. ¿Así que se trataba de eso?».

«Las “enseñanzas” nos dicen que los sentimientos humanos son el resultado de ver e interpretar las cosas de una manera incorrecta», aseguraba Hirose a menudo. «Debemos superar nuestros sentimientos humanos.»

Hirose agujereó diligentemente dos bolsas de plástico que contenían gas sarín, gracias a lo cual liberó novecientos mililitros en el suelo del vagón. Un pasajero murió; trescientos cincuenta y ocho sufrieron lesiones de diversa consideración.

Cuando el tren entró en la estación de Nakano-sakaue, un pasajero informó al personal del metro de que alguien se había desmayado. Dos de los heridos más graves no se recuperaron. Uno falleció, la otra, Shizuko Akashi, quien también aparece en este libro, entró en coma vegetativo. Uno de los encargados de la estación, Sumio Nishimura, limpió el sarín desparramado por el suelo del vagón, lo recogió todo y lo llevó a la oficina de la estación. El tren continuó su trayecto, pero el suelo seguía impregnado con el gas. A las 8:38 llegó a Ogikubo, el final de la línea. Subieron los pasajeros que viajaban en dirección contraria, hacia el este. Muy pronto comenzaron a sentirse mal. Varios de los empleados que se habían hecho cargo de las tareas de limpieza resultaron afectados. Tuvieron que acudir al hospital a toda prisa. El tren quedó fuera de servicio dos paradas más adelante y regresó a la cochera en Shin-koenji sin pasajeros.

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