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Primera parte » Línea Marunouchi (destino a Ogikubo) » «La noche anterior al atentado cenamos en familiay nos felicitamos por nuestra suerte»

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«La noche anterior al atentado cenamos en familia
y nos felicitamos por nuestra suerte»

TATSUO AKASHI (37)

Hermano mayor de Shizuko Akashi, víctima en estado crítico

La señorita Shizuko Akashi resultó herida de gravedad en la línea Marunouchi. Estuvo en coma vegetativo durante un tiempo y en la actualidad continúa bajo atención hospitalaria. Su hermano mayor, Tatsuo, trabaja en un concesionario de coches en Itabashi, al norte de Tokio. Está casado y tiene dos hijos.

Tras el colapso sufrido por su hermana soltera, va a visitarla al hospital cada dos días, ya que sus padres, de avanzada edad y enfermos, no pueden hacerse cargo de ella.

Atiende sus necesidades con una devoción admirable. Como responsable de la familia, su indignación ante ese crimen sin sentido está más allá de las palabras. Uno lo percibe hasta en su piel cuando habla con él. Detrás de su sonrisa pacífica y de su voz cadenciosa hay amargura, reserva, una determinación tenaz.

¿Qué hizo su honesta, gentil y querida hermana, una mujer que no le pedía nada a la vida aparte de una pequeña parcela de felicidad, para que esa gente la atacara y truncara su futuro?

Hasta el mismo día en que Shizuko pueda salir del hospital por su propio pie, Tatsuo seguirá haciéndose, sin duda, esa difícil pregunta.

Somos sólo dos hermanos y nos llevamos cuatro años, como mis hijos. Mi madre dice que se comportan igual que hacíamos nosotros. Supongo que eso quiere decir que nos peleábamos mucho (risas), aunque no recuerdo especialmente esas peleas. Es probable que discutiéramos por cosas pequeñas, por el mando de la tele, por un trozo de tarta… Por otra parte, mi madre dice que cada vez que le daba a Shizuko un dulce o algo para comer, ella siempre le decía: «Dale también a mi hermano». Es exactamente lo mismo que hace mi hija pequeña, no sé si porque es chica o porque es la menor.

En el ánimo de Shizuko siempre estuvo ayudar a los demás. Si tuviera que destacar una virtud suya, le diría que siempre fue una niña cariñosa, aunque a veces resultase algo entrometida. En el jardín de infancia y en el colegio, si había algún niño llorando, ella se acercaba para preguntarle qué le ocurría.

Es una mujer concienzuda por naturaleza. Empezó a escribir un diario cuando estaba en la escuela secundaria y no dejó de hacerlo un solo día. No falló nunca. Así hasta el día anterior al atentado. Yo soy perezoso y me siento incapaz de algo así, pero desde que se encuentra en este estado me preocupo por su diario y escribo en su lugar. Registro todo lo que ha sucedido en el día. Me gustaría enseñárselo cuando se recupere para que pueda entender en qué estado se encontraba. Ya llevo tres cuadernos enteros.

Shizuko no terminó el bachillerato. En vez de eso se matriculó en una academia de corte y confección. Pensaba que nuestros padres se hacían mayores y no quería seguir con los estudios, sino encontrar un trabajo lo antes posible para aligerar la carga que soportaban. Recuerdo que cuando me lo dijo pensé: «No cabe duda de que tienes mucha más altura moral que yo». Era una persona muy honesta y demostraba mucha consideración hacia ellos. Es como si pensara siempre las cosas hasta sus últimas consecuencias. Nunca fue capaz de pasar sin más por encima de algo y darlo por concluido.

Gracias a la academia consiguió un trabajo como costurera. Por desgracia, la empresa estaba mal gestionada y terminó por quebrar tres o cuatro años después.

Buscó otro trabajo donde poder demostrar sus habilidades, pero no le salió nada. Por eso empezó a trabajar en un supermercado. En un principio estaba muy desilusionada, pero no es de esa clase de personas que desaparecen a la primera de cambio para vivir su vida dejando a sus padres en la estacada. Al final, aceptó el único trabajo que consiguió cerca de casa.

Iba en autobús desde casa de mis padres. Trabajó allí diez años, casi siempre en la caja. Después de todo ese tiempo se convirtió en una auténtica veterana. Hoy en día, después de pasar dos años ingresada en el hospital, aún consta oficialmente como empleada fija. El supermercado ha sido de gran ayuda después de lo que pasó.

Si vivía en Saitama y trabajaba en un supermercado cercano, ¿por qué fue a Nakano aquella mañana en la línea Marunouchi?

Tenía que hacerse cargo de un seminario en Suginami, al oeste de Tokio. En el mes de abril iban a llegar nuevos empleados y Shizuko era la responsable de su formación. Ya lo había hecho el año anterior y el jefe, satisfecho con el resultado, le había pedido que se ocupase de nuevo.

El día anterior al atentado, el domingo 19 de marzo, fuimos a comprar una mochila para mi hijo porque empezaba el colegio. Salimos todos juntos, mi mujer, mis padres, los niños y yo. Después del mediodía fuimos a buscar a Shizuko para ir a comer a un restaurante cercano. Los supermercados suelen estar llenos los domingos y Shizuko no podía tomarse mucho tiempo libre, pero de algún modo se organizó para venir con nosotros. Solíamos ir a comer juntos. Siempre hemos tenido una estrecha relación familiar.

Fue entonces cuando mencionó que al día siguiente debía ir a Suginami. «Yo te llevo a la estación», le propuse. Tenía que llevar de todos modos a los niños a la guardería y mi mujer siempre coge el metro en esa misma estación. Normalmente aparco cerca de la guardería y desde allí tomo el tren para ir al trabajo, así que sólo tenía que desviarme un poco para dejarlas a ellas. «No te preocupes, es demasiada molestia. Tomaré la línea Sayko y allí cambiaré a la Marunouchi», me dijo ella. «¡Vas a tardar una eternidad!», repliqué yo, «mejor ve directamente a Kasumigaseki y allí cambias a la línea Marunouchi.» Lo pienso ahora y me doy cuenta de que, si no le hubiera dicho eso, probablemente no habría sufrido tanto.

A Shizuko le gustaba visitar lugares nuevos. Tenía una amiga íntima que conservaba desde el colegio y solían ir juntas de vacaciones. El problema es que un supermercado no es una empresa al uso; nunca tienes tres o cuatro días libres seguidos, así que para disfrutarlos no le quedaba más remedio que esperar a que llegara una época tranquila y pedirle a algún compañero que la sustituyera.

Otra cosa que le encantaba era ir al Disneylandia de Tokio. Estuvo con su amiga en varias ocasiones y cada vez que libraba un domingo nos animaba: «¡Venga, vamos!». Tenemos muchas fotos de las veces que estuvimos juntos. Lo que más le gustaba a Shizuko eran las montañas rusas, las atracciones extremas, cosas de ese estilo. A mi mujer y a mi hijo mayor también les gusta mucho, pero a mí no. Cada vez que se subían los tres en una de esas aterradoras cosas, yo les esperaba con la niña en el tiovivo. «Vosotros id a divertiros. Nosotros os esperamos aquí tranquilos.» Era la excusa perfecta. Creo que Disneylandia es el lugar al que más veces fuimos todos juntos.

Cada vez que había una ocasión especial, Shizuko se presentaba con un regalo: En el cumpleaños de nuestros padres, en el de los niños, en nuestro aniversario de boda. Tenía todas las fechas grabadas en la memoria, se acordaba de lo que más nos gustaba a cada uno de nosotros. No probaba jamás una gota de alcohol, pero como a nuestros padres les gusta beber, aprendió a distinguir las mejores marcas de sake y se presentaba con una botella. Siempre era así de rigurosa y atenta con la gente que la rodeaba. Si, por ejemplo, se marchaba de vacaciones a alguna parte, no se olvidaba de comprar algunos recuerdos o dulces de té para sus colegas de trabajo. Se preocupaba mucho de mantener sus relaciones. Siempre ha sido una persona sincera que se lo toma todo muy a pecho, hasta el punto de que el más mínimo desaire la hiere. No cae bien a todo el mundo porque tiene muy claro qué tipo de gente le gusta y cuál no.

¿No se ha casado? ¿No ha tenido la ocasión de hacerlo?

No. Creo que en parte se debe a que siempre se ha sentido responsable de nuestros padres. Ha habido algunos intentos, pero o bien su pretendiente vivía demasiado lejos, o bien ella no estaba dispuesta a separarse de ellos. Al final las distintas tentativas no llegaron a cuajar. Cuando yo me casé, me marché de casa. Supongo que ella asumió entonces la responsabilidad de quedarse a cargo de nuestros progenitores. Mi madre sufre de las rodillas desde hace tiempo y necesita un bastón para caminar. Estoy seguro de que eso despertó en Shizuko un fuerte sentimiento del deber, evidentemente mucho más fuerte que el mío.

Por si fuera poco, la empresa donde trabajaba nuestro padre quebró y se quedó en el paro. Ella asumió esa carga financiera extra. Ha sido siempre una gran trabajadora, nunca se ha quejado por la falta de tiempo libre, ha trabajado sin descanso.

El 20 de marzo pasé por casa de mis padres para recogerla. A mi mujer y a ella las llevé a la estación. Serían las 7:15 de la mañana. Mi mujer tenía turno de mañana. Dejé a los niños en la guardería antes de las 7:30. Caminé de vuelta a la estación y me fui a la oficina, que está en Itabashi.

Si Shizuko alcanzó al tren de las 7:20, quiere decir que llegó a Kasumigaseki antes de las 8. Hay un largo trecho en el transbordo entre las líneas Chiyoda y Marunouchi. Si se calculan los tiempos, resulta que subió justo al tren donde habían colocado el gas sarín. Para empeorar las cosas, es más que probable que lo hiciese en el vagón donde estaban los paquetes. Sólo utilizaba la línea Marunouchi una vez al año para ir al seminario. Fue cuestión de mala suerte, aunque pensar eso no sirve de consuelo.

Se desmayó en la estación de Nakano-sakaue. De allí la llevaron al hospital. Me dijeron que el empleado del metro que le practicó el boca a boca para tratar de reanimarla también inhaló el gas y perdió el conocimiento antes de terminar. No he llegado a conocerlo en persona, así que no puedo estar completamente seguro de que las cosas sucedieran así.

Me enteré del atentado por nuestra oficina central. Queda a la altura de la línea Hibiya, así que varios empleados resultaron heridos. Nos llamaron para saber si en nuestra zona estábamos todos bien. Encendí el televisor a toda prisa para ver qué había ocurrido. Nunca había visto semejante caos.

Llamé de inmediato a mi mujer. Estaba bien. Después llamé a mi madre, porque, de haberle ocurrido algo a Shizuko, ella ya la habría llamado. No sabía nada, así que supuse que no había problema. «Seguro que está con las clases del seminario», pensé, pero no poder contactar con ella directamente me inquietaba. El horario de los trenes coincidía. Me temía lo peor. Traté de mantener la calma. Sabía que si me preocupaba en exceso no lograría nada bueno. Iba en un coche de la empresa a ver a un cliente, cuando me llamaron de la oficina. Me dijeron que llamase a mi madre urgentemente. Fue entre las 10:30 y las 11. «Nos ha llamado la policía», dijo. «Shizuko está herida y la han llevado al hospital. ¡Ve enseguida!» El hospital estaba en Nishi-Shinjuku.

Volví a la oficina de inmediato y me fui derecho a la estación para tomar el tren hasta Shinjuku. Llegué al hospital a eso de las 12. Les había llamado desde la oficina para preguntar cómo se encontraba, pero no me dijeron nada. «No estamos autorizados a decir nada a los familiares a no ser que vengan personalmente.» Insistí. Les pregunté si era cuestión de vida o muerte. Me dijeron que su estado era crítico.

La recepción del hospital estaba atestada de heridos. Les habían puesto suero a todos y esperaban su turno para los análisis. Fue entonces cuando tomé verdadera conciencia de la gravedad de lo que pasaba. En la tele habían hablado de un gas venenoso, pero seguía sin conocer los detalles. Los médicos tampoco fueron de mucha ayuda, la verdad. Todo cuanto me explicaron fue que mi hermana había inhalado un virulento producto químico similar a un pesticida.

Ni siquiera me permitieron verla. Allí estaba yo, implorando ver a mi hermana para saber qué le había sucedido. Nadie me dio una explicación, tampoco me permitieron acercarme a la zona donde la atendían. El hospital estaba desbordado, reinaba una confusión total. Shizuko estaba en urgencias. Sólo se la podía ver entre las 12:30 y la 13 del mediodía y entre las 7 y las 8 de la tarde.

A pesar de la gravedad de su estado y de ser usted familiar directo, ¿no le permitieron verla?

No hubo manera. Fue inútil. Esperé dos horas, dos extenuantes horas que se me hicieron eternas. Al final me permitieron entrar un instante. Llevaba puesto uno de esos camisones de hospital. Estaba tumbada en la cama, conectada a un dializador. Su hígado estaba muy afectado y necesitaba ayuda externa para filtrar las toxinas del torrente sanguíneo. Le habían colocado varias vías intravenosas. Tenía los ojos cerrados. Según me explicó la enfermera que estaba a cargo de ella, se encontraba en un «estado de sueño». Me acerqué para tocarla, pero el doctor me lo impidió: no llevaba guantes profilácticos.

Le susurré al oído: «¡Shizuko, soy yo, tu hermano!». Su respuesta fue un ligero movimiento, al menos eso me pareció a mí, aunque el médico me explicó que era muy improbable que respondiera al estímulo de mi voz. Lo más probable es que se tratase sólo de un pequeño espasmo del sueño. Sufría convulsiones desde que la ingresaron.

Su cara parecía más la de una persona muerta que la de alguien dormido. Le habían colocado una máscara de oxígeno en la boca, no había expresión alguna en su rostro, ni dolor, ni sufrimiento, nada. El aparato que controlaba el latido de su corazón apenas parpadeaba, tan sólo emitía un tenue «bip» de vez en cuando. Estaba muy grave. No soportaba verla en ese estado.

«Se lo digo con toda sinceridad: esta noche es crítica», me dijo el médico. «Se encuentra bajo vigilancia todo el tiempo, se lo aseguro. Le ruego que limite sus visitas a los horarios que le hemos indicado.» Pasé la noche en la sala de espera por si ocurría algo. Al amanecer pregunté cómo se encontraba. «Estable.» Fue todo lo que me dijeron.

Aquella misma tarde, la del 20 de marzo, mis padres, mi mujer y mis hijos fueron al hospital. No sabía qué podía pasar, por eso hice que vinieran también los niños. Quería que estuviéramos todos juntos. Es cierto que eran muy pequeños para entender la situación, pero nada más verlos, la tensión que me atenazaba se relajó y al fin pude dar rienda suelta a mis sentimientos. «Le ha pasado algo horrible a la tía Shizuko», les expliqué entre lágrimas. Los niños estaban muy alterados. Sabían que hablaba en serio. Nunca me habían visto llorar. Trataron de consolarme como buenamente pudieron. Al final todos rompimos a llorar. Mis padres son de otra generación, la del labio superior rígido, ya sabe, no expresan emociones. Se contuvieron todo el tiempo, pero al regresar a casa no pudieron soportarlo más.

Mi mujer y yo nos tomamos una semana libre en el trabajo. El 22 de marzo el médico nos hizo un resumen de la situación. La presión sanguínea y la respiración de mi hermana se habían estabilizado ligeramente, pero seguían con las pruebas para determinar el posible daño cerebral. Aún podía empeorar.

No nos explicaron nada sobre los efectos secundarios del gas sarín. Simplemente nos enseñaron una radiografía de su cerebro y nos dijeron que estaba hinchado. Eso parecía, sin duda, pero no supieron determinar si era debido al gas o a la falta continuada de oxígeno. No podía respirar por sí misma. Estaba conectada a una máquina de respiración asistida, aunque no podía seguir así indefinidamente. El 29 de marzo le practicaron una traqueotomía. Así continúa hasta el día de hoy. Fui a verla todos los días mientras estuvo ingresada en el Hospital de Nishishinjuku. No fallé uno solo. Acudía después del trabajo, a las siete de la tarde, que era la hora de las visitas externas. En varias ocasiones me llevó mi jefe. Estuve así cinco meses, hasta el 23 de agosto, que es cuando la trasladaron a otro hospital. Perdí mucho peso.

Anoté en mi agenda que sus ojos se entreabrieron el 24 de marzo. No es que los abriera del todo, sino que los movió bajo los párpados medio entornados. Ocurrió mientras le hablaba. El médico me advirtió de que no miraba a su alrededor para reconocer las cosas, era sólo pura coincidencia. Me dijo que no albergase grandes esperanzas. El 1 de abril dijo: «A juzgar por los daños cerebrales ocasionados por las contusiones y hemorragias no hay, virtualmente, esperanza de recuperación». En otras palabras, aunque estrictamente hablando no mencionó la palabra «vegetal», lo más probable es que quedase postrada en cama durante el resto de su vida. A pesar de que se expresó con palabras suaves, la realidad es que es muy probable que vaya a ser incapaz de volver a levantarse, mantener una conversación normal, ser consciente de nada.

Resulta muy duro de aceptar. Mi madre no lo resistió: «Estaría mejor muerta, así no sería un problema ni para ella ni para vosotros». Sus palabras me hicieron mucho daño. Entendía perfectamente lo que quería decir, pero no supe qué responderle. Al final, sólo acerté a decir: «Si Shizuko no fuera ya de ninguna utilidad, entonces el Cielo la habría dejado morir, pero eso no ha sucedido. Shizuko está viva, está con nosotros. Existe la posibilidad de que se recupere, por muy remota que sea. ¿Acaso no es verdad? Si no creemos en eso, no hay esperanza para ella. Tenemos que obligarnos a creer». Mi madre rompió a llorar.

Para su madre tuvo que ser muy duro. Ya era mayor y al no poder hacerse cargo de ella tenía que dejarla en sus manos.

Eso fue lo peor de todo. Si mis padres llegaron a decir semejantes cosas, que Shizuko estaría mejor muerta, ¿qué se suponía que debía decir yo? Sucedió más o menos diez días después del atentado.

Al poco tiempo, mi padre sufrió un ataque. El 6 de mayo le diagnosticaron un cáncer y lo ingresaron para operarle de urgencia en el Centro Nacional del Cáncer de Kashiwa. Mi día a día transcurría entre las visitas a Shizuko y las visitas a mi padre. Mi madre no estaba en condiciones de hacer ninguna de las dos cosas. No sólo era duro para mí, también para mi mujer e hijos.

En el mes de agosto trasladaron a Shizuko al hospital donde trabaja ese joven doctor especializado en terapia. A día de hoy ha progresado tanto que es capaz de mover la mano derecha. Recupera los movimientos lentamente. Cuando le preguntan: «¿Dónde tienes la boca?», se la señala con la mano. Aún le cuesta hablar, pero da la impresión de que entiende la mayor parte de lo que decimos. El médico, sin embargo, sigue sin estar seguro de que entienda bien la relación con los distintos miembros de la familia. Yo no dejo de repetirle cada vez que voy a verla que soy su hermano. Si entiende o no el significado de esa palabra es otro asunto. Ha perdido gran parte de la memoria.

A veces le pregunto dónde vive y sólo acierta a responder: «No lo sé». Al principio todo era no lo sé: el nombre de sus padres, su edad, cuántos hermanos tenía, el lugar donde nació. Lo único que sabía era su nombre, pero poco a poco recupera facultades. Actualmente está en dos terapias, la de recuperación física y la de recuperación del habla. Practica desde la silla de ruedas, se levanta, se apoya en la pierna derecha, mueve la mano, estira la pierna que tiene doblada, pronuncia las vocales: «a, i, u, e, o…». Como no puede comer por sí misma, la alimentan a través de la nariz con una cánula que conecta directamente con el estómago. Tiene los músculos de la garganta agarrotados. Sus cuerdas vocales funcionan, pero los músculos que las controlan no se mueven.

Según el médico, el objetivo del hospital es lograr que salga de allí por su propio pie. Lo que no tiene claro es si será capaz de lograrlo algún día. Yo confío en él, confío en el hospital. Lo dejo todo en sus manos.

Ahora voy a verla cada dos días. Llego a casa a las 11 de la noche. Me paso el día corriendo de visita en visita. He engordado. Quizá porque ceno tarde, justo antes de irme a la cama. También he empezado a beber. Durante la semana voy dos días solo; y con mi familia, el domingo. A los niños les cuesta entender que tengamos que visitarla todos los domingos en lugar de ir a otra parte. Trato de explicárselo, de que comprendan que es lo mismo que haríamos por ellos. Así al menos se muestran más comprensivos con la situación de su tía. Mi madre también viene con nosotros. A mi padre le han dado el alta, pero aún no puede salir porque le sube la fiebre si está mucho tiempo fuera de casa.

¿Carga usted con toda la responsabilidad?

Llevo todo el peso de la situación sobre mis hombros, pero se trata de mi familia. Siento lástima por mi mujer. De no haberse casado conmigo, no tendría que soportar todo esto. También lo siento por mis hijos. Si mi hermana estuviera bien, seguramente los llevaría de vacaciones a alguna parte.

El día que Shizuko volvió a hablar yo estaba a su lado para celebrarlo. En realidad no fue más que un gruñido, pero lloré de emoción. La enfermera también. Por extraño que parezca, mi hermana también lloró. No supe cómo interpretar su llanto, la verdad. Según el médico, cuando las emociones se producen en el cerebro, lo más fácil es que se manifiesten a través de la inestable forma del llanto. Fue un primer paso.

El 23 de julio volvió a hablarles a nuestros padres: «Mamá». Era la primera cosa que le oían decir en cuatro meses. Los dos rompieron a llorar.

Este año ha vuelto a reír. En su cara se dibuja una sonrisa. Se ríe con cualquier tontería, cuando le hago pedorretas y bobadas por el estilo. Le pregunto: «¿Quién se ha tirado un pedo?», y ella responde: «Hermano». Hasta ese extremo ha logrado recuperarse. Aún no habla bien del todo, resulta difícil entender lo que dice, pero al menos intenta expresarse. «¿Qué te apetece hacer?», le pregunto. «Ir a dar un paseo», responde ella. Ha recuperado la voluntad a pesar de que apenas ve, tan sólo un poco con el ojo derecho.

La noche anterior al atentado cenamos en familia y nos felicitamos por nuestra suerte… Una forma modesta de felicidad que al día siguiente quedó destruida por esa panda de imbéciles. Esos criminales nos la arrebataron. Después del atentado estaba enloquecido de rabia. Caminaba por los pasillos del hospital y le daba golpes a las paredes, a las columnas. Aún no sabía que había sido cosa de Aum, pero fuera quien fuera el responsable, estaba listo para darle una paliza. No me di cuenta hasta unos días más tarde de lo dolorido que tenía el puño. Le dije a mi mujer: «¡Qué extraño! Me duele mucho la mano». «Normal, cariño», contestó ella, «te pasas el día dándole golpes a todo.» Estaba tan furioso que ni siquiera me había percatado de eso. Ahora, casi dos años después, las cosas han mejorado mucho. Se lo debo a mi jefe, a los colegas de trabajo de mi hermana, a los médicos y enfermeras. Todos han sido de gran ayuda.

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