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LOS MUEBLES DE LA CASA BLANCA

20 de enero de 2000. Se llevaron muebles. Se llevaron jarrones chinos. Se llevaron obras de arte. Se llevaron vajillas. Horas antes de partir habían ido de sala en sala señalando a sus ayudantes todo lo que se iban a llevar. «Ese mueble. Ese jarrón. Ese cuadro. Esa vajilla…».

Hacía casi dos décadas que vivían en residencias oficiales. Primero, en la que ocupan los gobernadores del estado de Arkansas. Después, en el edificio sito en el 1600 de la Avenida de Pennsylvania en la ciudad de Washington, Distrito de Columbia. Pero ahora tenían dos casas que amueblar y decorar. Una estaba en la capital. Había costado una fortuna. La otra, en Nueva York, comprada allí para justificar que Hillary era residente en el estado y competir por uno de los dos puestos neoyorkinos en el Senado. El coste de aquel hogar no era menor que el de Washington.

El 20 de enero de 2001, el ya expresidente Bill Clinton y la ya senadora electa Hillary Clinton abandonaban la Casa Blanca. Para siempre. Eso es lo normal. Es lo que hacen los que abandonan la Casa Blanca. Pero nada hay normal en los Clinton. Se prometieron que no sería para siempre. Tenían que volver. Aquel era su lugar. Sentían que el poder que emanaba esa residencia solo fluía con naturalidad si sus ocupantes eran ellos. Nadie más podía estar allí sin convertirse en un cuerpo extraño, como un órgano trasplantado que no encaja bien y sufre el rechazo del receptor. Llamar a aquella residencia Casa Blanca era incompleto y engañoso. Su verdadero nombre debió ser desde el principio, y desde luego era obligado que fuera así a partir de entonces, The Clinton White House (la Casa Blanca de los Clinton).

Por eso, cuando el cumplimiento de la ley les obligaba a dejar atrás el lugar y cederlo a los nuevos inquilinos, el alma se les resistía. Había sido un tiempo difícil de vivir. Durante meses, incluso insufrible. Y no se podía decir que hubieran ganado. Pero, sin duda, no habían perdido. Resistieron. Siguieron resistiendo. Y cuando ya no se podía resistir más, resistieron.

La prensa miserable y la maquinaria de pulverizar presidentes en que se ha convertido la televisión de veinticuatro horas de noticias no han podido con nosotros, Bill. No han podido, Hillary. La extrema derecha republicana que tanto nos odia no ha sido capaz de derribar nuestra fortaleza, Bill. No ha sido capaz, Hillary. El fiscal especial que investigó hasta tu ropa interior no ha acabado con nosotros, Bill. No, Hillary, no ha acabado con nosotros. Tampoco Monica (Lewinsky), Bill… ¿Bill? ¿Hola?

Habían resistido. Pero el mundo era un lugar triste en la mañana del 20 de enero de 2001, porque el reto diseñado casi treinta años atrás, en los tiempos de universidad, había concluido. Sí, Bill había sido presidente. Sí, Hillary había sido primera dama. Era increíble haberlo conseguido. Pero se terminaba. Quizá por eso cogieron muebles, jarrones chinos, obras de arte y vajillas. No podían evitarlo. Tenían que llevar consigo algo que perteneciera a aquel lugar. Su lugar. Esto es nuestro, Bill. Sí, es nuestro, Hillary. Nos lo llevamos. Llega la hora, Bill. No puede ser, Hillary. Tenemos que irnos, querido. Pero volveremos, querida. ¿Me lo prometes? Te lo prometo…

El día podría haber sido más desapacible, pero no era fácil. Caía una leve pero constante cortina de aguanieve. El frío se podía masticar. Los motores de los coches humeaban. No había mano sin guante, ni cuello sin bufanda. Enero en Washington.

Hillary, la casi ya exprimera dama y desde hacía pocos días senadora Clinton del estado de Nueva York, salió bien abrigada y casi sonriente (casi) por la puerta norte de la Casa Blanca. Vestía de negro brillante, apariencia de cuero travoltiano, pero sin estridencias de Grease. Pelo más corto de lo que había sido su costumbre. Junto a ella, Laura Bush. Seria, serena. De un azul casi explosivo con cuello negro. Pelo igual de contenido que su antecesora. Cinco pasos por detrás, una bella joven morena de media melena se aparecía discretamente por la puerta con cuatro bolsos de tamaño no despreciable. Era Huma Abedin, inseparable ayudante y confidente de Hillary, y protagonista de episodios sísmicos en la carrera que años después su jefa lanzaría para volver al mismo lugar del que las dos salían en ese momento. El lugar que no querían abandonar, pero que no tenían otro remedio que dejar atrás. De momento…

Los responsables del protocolo presidencial dieron entonces el aviso al presidente y a su sucesor. Ya podían salir. Era su turno. Bill Clinton y George W. Bush charlaban en el hall de entrada. La descripción más ajustada a la realidad es que Bill hablaba y George escuchaba, o no, lo que le decía Bill. Ante la orden de salir, el presidente dio treinta pasos: los necesarios para alcanzar la puerta de la limusina presidencial. Sus últimos treinta pasos como líder del mundo libre en la residencia que tanto amaba. Su poder se diluía por momentos. Saludó sonriente a quienes le aplaudían. Bush ni siquiera hizo una mueca. No parecía relajado, aunque aquel espacio no le resultaba extraño. Su padre lo había ocupado antes que él. Todo consistía en volver al lugar de autos. Bill y George iban bien armados con abrigos rotundos para dar la batalla a las dos horas de temperatura gélida que tenían por delante.

Asfalto mojado y chubasqueros con gente dentro acompañaron el recorrido del cortejo presidencial hasta la otra punta de la Avenida de Pennsylvania, donde se erige el Capitolio, un edificio monumental, sede del poder legislativo. Bill sonreía a todo el mundo. George no sonreía a casi nadie, a pesar de ser considerado un tipo simpático y campechano. Estaba tenso. Agarrotado. Estrechaba con desgana y por obligada cortesía la mano de quienes se la querían estrechar. Pero parecía decir que le dejaran en paz en aquel momento. No estaba para dispersarse. Su esposa Laura se manejaba con mucha mayor normalidad. George miraba a su alrededor como si sus ojos fuesen el objetivo de una cámara de vídeo grabando un lento plano panorámico.

Su vicepresidente Richard Cheney juró el cargo sin quitarse el abrigo ni bajar sus solapas del cuello. Para entonces, casi el mediodía del 20 de enero, el frío empezaba a resultar imposible de asumir para las manos y los pies, por muy protegidos que estuvieran. Los invitados a la toma de posesión llevaban allí, al aire libre y sin moverse del sitio, no menos de dos horas, y les faltaba como poco otra hora más. Ya no aspiraban solo a asistir al acto histórico del inicio de una presidencia, sino a sobrevivir para contarlo.

A las doce en punto, George W. Bush pronunció el juramento de rigor y, esta vez sí, sonrió durante dos segundos (no mucho más), mientras sonaban salvas y su familia se precipitaba a besarle sus gélidas mejillas. Tenía los ojos vidriosos, y no era por la lluvia. La emoción y el nerviosismo le superaban. A pocos metros, su rival en las elecciones sonreía con falso desahogo y aplaudía con impostado agrado. Al Gore fue caballeroso hasta el final, aunque su derrota no se hubiera producido exactamente en las urnas, sino en la sala de plenos de la Corte Suprema de los Estados Unidos, situada a muy poca distancia de allí, y donde los nueve magistrados decidieron quién sería el presidente por cinco votos contra cuatro. La democracia americana sufrió un duro castigo a sus bases más sólidas con aquel novedoso método de elección: un presidente seleccionado por jueces… Reflexión.

Una hora después, de izquierda a derecha, Laura, George, Bill y Hillary, agarrados por las manos de dos en dos, bajaron las escalinatas del Capitolio. Bill y Hillary sonreían como si fueran felices. Laura y George se mostraban extraordinariamente serios, como si les debieran algo o si fueran ellos quienes se marchaban de vuelta a casa. Se despidieron. Bill Clinton tenía solo cincuenta y cuatro años y ya era uno de los más jóvenes expresidentes de la historia. Ronald Reagan ni siquiera había sido todavía gobernador de California a esa edad. Y no llegaría a la presidencia de los Estados Unidos hasta diecisiete días antes de cumplir los setenta, los mismos que Donald Trump cuando ganó las elecciones.

Atrás quedaban ocho años de poder y decepciones, de éxitos y desastres, de amor y desamor, de mentiras y sexo, de riesgos inmensos y logros históricos, de pequeños episodios guerreros y tremendos episodios político-judiciales. Atrás quedaba la Casa Blanca. Pero no. Aquellos muebles, esos jarrones y obras de arte, y las vajillas que tanto nos gustan se vendrán con nosotros, Bill. Nos pertenecen, Hillary. ¿O no? La presidencia de los Clinton había terminado, pero sus guerras seguían latentes.

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