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6. ¿Por qué? » Y Trump cuestionó la limpieza de las elecciones

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Y TRUMP CUESTIONÓ LA LIMPIEZA DE LAS ELECCIONES

Y entonces, en aquel domingo 27 de noviembre en el que hacía pocas horas que habías celebrado en público la muerte del «brutal dictador» Fidel Castro, los dedos se te escaparon de las manos para tuitear aquello que nunca debe tuitear todo un presidente electo. Porque un presidente electo ya no es solo un ser humano, es una institución, y las instituciones no pueden hablar con el hígado. Tú lo hiciste. Empezaste por una burla despreciativa hacia los «derrotados y desmoralizados demócratas» que se unían a la petición de recuento de los Verdes. Después añadías que los demócratas, cuando todavía creían que iban a ganar, te habían exigido a ti que aceptaras el recuento de la noche electoral sin rechistar. Tenías razón. Y al tercer tuit te lanzaste directamente a la yugular de Hillary, recordando cómo te llamó aquella noche del 8 de noviembre para reconocer tu victoria, y cómo lo dijo después en público; cómo había hablado de «elecciones libres y limpias»; y cómo antes te había criticado cuando en plena campaña te negabas a confirmar que fueras a aceptar el resultado si no ganabas.

Y, entonces sí, los dedos escribieron solos: «Además de ganar por una enorme distancia en el Colegio Electoral, gané el voto popular si se deducen los millones de personas que votaron ilegalmente». Caíste en tu propia trampa, Trump: ¿cómo se puede defender la limpieza de tu victoria si en la frase siguiente aseguras que «millones de personas» votaron de forma ilegal?

Rompiste el molde. La acusación era gravísima, especialmente si la realiza el presidente electo, y sin aportar una sola prueba. Y, como consecuencia, conseguías dar verosimilitud a la teoría de que, en efecto, se había podido producir un fraude electoral. Más aún: si el presidente electo considera que se ha producido un fraude electoral masivo, razón de más para realizar una investigación igual de masiva, recontando otra vez todos los votos. Es mejor que nadie se quede con la duda.

Pero la duda seguía viva en aquellos días de noviembre de 2016, incluso después de que el gobierno de los Estados Unidos hubiera hecho pública una nota informativa en The New York Times asegurando que «los resultados electorales reflejan el deseo del pueblo americano», y que «el gobierno federal no ha observado un incremento en el nivel de actividad cibernética maliciosa» para afectar al proceso electoral. «Seguimos confiando en la integridad general de la infraestructura electoral, una confianza que se confirmó el día de las elecciones. Como resultado, creemos que nuestras elecciones fueron libres y justas desde una perspectiva cibernética». Dicho por la administración Obama. Pero aquella nota apenas tuvo eco. Y, desde luego, no frenó las dudas ni las insinuaciones ni las acusaciones directas. La verdad no siempre resulta más atractiva que las teorías conspirativas. Y, Donald, entraste en pánico tuitero.

Aún más, en diciembre la CIA entregó un informe al Senado en el que confirmaba cómo Rusia había tratado de interferir en la campaña y en el resultado de las elecciones. Sus hackers se habían colado en los sistemas informáticos de partidos e instituciones. Y quién sabe si también pudieron modificar los datos del recuento en los Estados clave. La CIA no lo descartaba.

Pero, a pesar del ruido ambiente, ya en aquellos días de noviembre de 2016 parecía muy improbable, incluso imposible, que un recuento en Michigan, Wisconsin y Pennsylvania pudiera alejarte del poder. Sí, había dudas razonables sobre irregularidades en el voto en esos estados, especialmente en lo que se refería al voto no presencial. La sospecha de que un ciberataque desde el exterior (todos apuntaban a Rusia) hubiera cambiado el resultado real de las elecciones tenía fundamento, pero carecía de pruebas relevantes. La duda solo se resolvería con un recuento completo, y ni siquiera eso era seguro que sacara de dudas al país. La propia campaña de Clinton reconocía esa realidad, aunque hubiera hecho un guiño solidario hacia sus deprimidos seguidores. Todos sabían que las elecciones estaban perdidas salvo un milagro que, por su propia naturaleza, es muy improbable. Ni siquiera los más afines, como algunos representantes del Partido Demócrata en las entidades públicas encargadas del control electoral, consideraban que fuera realista aspirar a un cambio en el resultado. Tendrían que revisarse los votos de esos tres estados, y para ser presidenta Hillary tenía que ganar ese recuento en los tres. Solo con dos no era suficiente.

En su desesperación, los más arrojados demócratas pensaron entonces en un plan C: convencer a los electores del Colegio Electoral para que votaran en contra de su mandato de elegir a Donald Trump. El 13 de diciembre se hacía pública la lista completa de los 538 electores, y el 19 de diciembre —un mes y un día antes de la toma de posesión del presidente— se efectuaba la votación. Lo normal es que nadie preste atención a este trámite. Pero en estas elecciones nada se ha ajustado a la normalidad, tal y como la conocíamos. Por eso, algunos electores demócratas trataban de influir en sus colegas republicanos para que asumieran su derrota en el voto popular y trasladaran ese resultado al del Colegio Electoral. Pero ese camino también estaba salpicado de trabas. La principal, que los electores republicanos querían un presidente republicano, como parece de rigor. Pero además, en veintinueve Estados y en el Distrito de Columbia hay leyes que obligan a los electores a votar lo que les han ordenado los ciudadanos en las urnas, aunque la sanción para quien no lo haga es poco disuasoria por escasa. Y, en medio de todo esto, apareció la CIA, que se fue al Senado a decir que Rusia te había ayudado a ganar las elecciones con sus campañas de bulos y sus intentos (quién sabe si su éxito) de hackear el sistema de votaciones en los estados clave de Wisconsin, Michigan y Pennsylvania. No consiguieron su objetivo, pero sí dañaron tu imagen. A las teorías conspirativas que tú alentaste, ellos respondieron con otras teorías conspirativas para dañarte. Maldito Obama. Malditos Clinton. Maldita CIA. Maldito John McCain, que dice ser republicano, pero que siempre se alía con los demócratas. Malditos todos.

Pero nadie iba a arrebatarte, Donald, lo que te habían entregado la noche del 8 de noviembre. Habías conseguido lo que nunca imaginaste que conseguirías, porque pasaron cosas que ahora son más fáciles de entender y analizar que antes de la votación. Como explica tu asesor Luis Quiñones, ganaste las elecciones porque «el 78 por ciento de los ciudadanos están preocupados por el estado económico, social, de seguridad y moral de su país. Porque los votantes olvidados que normalmente no participan en votaciones decidieron cumplir con su deber de ciudadanos y votar contra el establishment corrupto e inefectivo. Porque la deuda del país se había disparado y hay que devolverla. Porque no ha habido un plan para frenar el terrorismo y resolver los conflictos en los países árabes. Porque los votantes están enojados con la corrupción y el sistema que ha permitido a los políticos que actúen con impunidad. Porque la actitud de Obama de dedicarse a hacer viajes de vacaciones y jugar golf le ha costado más de 5000 millones de dólares a los contribuyentes. Porque el desempleo real está en más del 14 por ciento, y los porcentajes que da el gobierno y que son publicados por la prensa son falsos. Porque solo consideran oficialmente como paradas a las personas que se han apuntado a las listas del desempleo por primera vez durante un mes concreto. Muchas de las personas que no encuentran trabajo dejan de ser contadas en el informe, igual que aquellas que dejan de recibir ayuda. Y esas ayudas a los parados están limitadas normalmente a solo seis meses».

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