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LAS «ENFERMEDADES» DE HILLARY

Ese mismo día entró en acción Katrina Pierson, mujer del equipo de Trump, lanzando una nueva teoría de la conspiración médica: Hillary sufría disfasia, un desorden del lenguaje oral, que provoca problemas para coordinar las palabras, fruto de una lesión cerebral. Algunos periódicos de los considerados serios hicieron énfasis en el hecho de que Pierson había tenido recientes dificultades para contar alguna verdad sobre cualquier asunto que tuviera que ver con la candidata rival. Pero eso no restó cierta efectividad a la acusación. ¿Por qué podía ser creíble la nueva campaña de Trump sobre la salud de Hillary?

Años atrás, en 2012, la entonces secretaria de Estado Clinton sufrió un desmayo en su casa provocado, según la versión oficial de la época, por una infección estomacal. El desmayo hizo que Hillary cayera al suelo, golpeándose la cabeza. El comunicado de los Clinton aseguraba en 2012 que se trataba de una «conmoción cerebral leve», de la que se recuperó en pocos días o semanas. Dos años después, Bill Clinton estableció el tiempo de recuperación en seis meses, lo que podría cuestionar la supuesta levedad del problema. El propio Trump alimentó los rumores asegurando en Fox News que «Hillary da discursos con teleprompter y después desaparece. No sé si se va a casa a dormir. Y se toma muchos fines de semana libres. En realidad, se toma mucho tiempo libre. Y, sinceramente, eso no es justo», se burló el candidato republicano. Trump lanzaba este discurso después de que una web de extrema derecha pusiera en circulación la especie de que Hillary utilizaba sillas de forma disimulada como si fueran muletas, para sostenerse en pie en algunos actos públicos. Un médico, supuesto conocedor de la situación, llegó a declarar en medios americanos que Hillary no estaba recibiendo el tratamiento adecuado para una persona que sufre hipotiroidismo, además de una trombosis como consecuencia de la conmoción cerebral.

Los rumores sobre la mala salud de Hillary se fueron propagando conforme avanzaba la campaña. Y era incapaz de frenarlos. La realidad, cuando se hace tan evidente en actos públicos, es imposible de ocultar.

La mañana del 11 de septiembre de 2016 se cumplían quince años de los ataques del 11-S. Como en cada aniversario, la ciudad de Nueva York rindió homenaje a las víctimas en el lugar que un día ocuparon las Torres Gemelas. Nadie importante faltó a la cita. Hillary, tampoco. Vestía traje de chaqueta y pantalón azul oscuro preotoñal. Esta vez lucía un peinado distinto de los habituales, con el pelo recostado hacia atrás. Eligió unos zapatos negros, sin apenas tacón, de estilo taurino. Y se puso unas gafas de sol extraordinariamente oscuras y nada favorecedoras. No era su mejor día. Daba la sensación de que esa mañana no había dedicado mucho tiempo a ocuparse de su aspecto.

La candidata demócrata se situó de pie, junto a otras autoridades. Donald Trump no estaba lejos de allí. Durante el acto se vio a Hillary hablar al oído con una ayudante. Al poco tiempo se sintió mareada. Trató de superar la incomodidad y mantenerse firme en su lugar. Cuando estás en campaña electoral para ser la presidenta siempre hay una cámara pendiente de ti. Pero no pudo soportar más la situación.

Salió de allí casi levitando como un fantasma. Las gafas oscuras no permitían ver sus ojos, pero era fácil imaginar que tenía la mirada perdida en cualquier lugar. La llevaban en volandas a través de la gente, mientras el Servicio Secreto conformaba una muralla de seguridad en torno a ella. Uno de los agentes, el responsable del grupo, pidió a través de su micrófono que viniera el coche con urgencia para llevársela. Pero el coche no llegó tan de inmediato. No había dónde sentar a la candidata mientras esperaban. Decidieron apoyarla en un bolardo. A duras penas se mantenía en pie. Estaba rodeada por una docena de personas que la protegían. A pocos metros, una cámara grabada la escena para horror de los expertos en imagen de la campaña de Hillary, para inmensa satisfacción de los expertos en imagen de la campaña de Trump, y para YouTube.

Por fin apareció el coche. Se detuvo a dos metros de Hillary. Un agente del Servicio Secreto abrió la puerta con cierta parsimonia, dadas las circunstancias. La ayudante que tenía agarrado el brazo derecho de la candidata le dijo que ya podían entrar en el coche. Ella no contestó. Seguía mirando a cualquier lugar o a ningún sitio. Hillary no se podía mover. Sus piernas temblaron como si los adoquines que tenía bajo sus pies fueran en realidad arenas movedizas. Las rodillas se doblaron hacia dentro. Parecían a punto de quebrarse. Dos agentes de paisano decidieron intervenir, uno en cada brazo, como si acabaran de detener a un delincuente y tuvieran que meterlo esposado y a la fuerza en el coche de la policía. Era como un pelele. Dio un mínimo paso hacia delante y se desplomó. Solo los músculos de los agentes del Servicio Secreto evitaron que se derrumbara de cara sobre el asfalto. De un último arreón la metieron en el coche. La cabeza estaba casi a la altura del suelo. El objetivo de la cámara ya no alcanzaba a captar su silueta.

Hillary Clinton estaba a menos de dos meses de la gran meta de su vida, la presidencia de los Estados Unidos, pero cuanto más se acercaba más lejos la veía. Su imagen recordaba la de Gabriela Andersen-Schiess.

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