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HILLARY Y LA MARATONIANA

Quien tenga la edad suficiente no habrá podido olvidar a esa atleta suiza en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, en 1984. Competía en el maratón. Después de correr más de 40 kilómetros consiguió llegar al estadio. Tenía que dar una vuelta completa a la pista. Eran solo 400 metros, pero duraron toda una vida. Gabriela no podía. Estaba deshidratada. Arrastraba una pierna, porque los músculos ya no cumplían las órdenes del cerebro. Tenía la mente perdida, pero mantenía la obsesión de llegar a la meta. Caminaba más hacia los lados que de frente, como si estuviera ebria. La gorra de medio lado le daba un aspecto aún más dramático a la escena. Los médicos la seguían a poca distancia, pero ella no dejaba que se acercaran porque si la tocaban quedaría eliminada de la prueba. Tardó casi seis minutos en dar la vuelta al estadio. Estaba dispuesta a morir, pero no a pararse. Decenas de miles de personas lloraban en las gradas viendo la escena. Centeneras de millones de seres humanos en todo el mundo se secaban las lágrimas asistiendo a aquel momento épico en directo a través de la televisión.

Gabriela dio el último paso por encima de la línea de meta y se desplomó sobre los brazos de los médicos. La sacaron de allí a toda prisa porque, después de alcanzar su objetivo de terminar la carrera, ahora había que salvar su vida. La atleta sobrevivió para seguir corriendo. Volvió a competir solo dos semanas después. Nadie recuerda quién ganó aquella carrera. Todos recuerdan a Gabriela, aunque quedó trigésimo séptima. Había protagonizado una de las imágenes más impresionantes que jamás se hayan visto en unos Juegos Olímpicos. Pero la imagen que convierte en heroína a una atleta podía resultar destructiva para una aspirante presidencial.

En el vídeo de Hillary Clinton desvanecida no había épica. Solo había una candidata a la Casa Blanca que desde hacía años ocultaba su estado de salud a la opinión pública. Había una mujer de apariencia débil y sin control ni sobre su mente ni sobre su cuerpo. ¿Podía en esas circunstancias asumir una de las más altas responsabilidades en el mundo? ¿Alguien con esa fragilidad física está en condiciones de enfrentarse a duras negociaciones con mandatarios de otros países que no sean amigos? ¿Puede un país ponerse en manos de alguien que no acredita disponer de todas sus capacidades físicas y psicológicas?

Hora y media después, Hillary Clinton salía por la puerta del edificio de lujosos apartamentos en el que vive su hija Chelsea, The Whitman, en Manhattan. Para entonces, el vídeo de su desmayo inundaba Twitter, ocupaba un espacio muy principal en las webs de los diarios más importantes y abría los informativos de televisión en cualquier esquina del mundo.

Hillary salió sola, pretendidamente sonriente, pretendidamente saludable y pretendidamente simpática. Seguía con sus horrorosas gafas de sol puestas. Saludó con la mano derecha en alto mientras la tribu periodística le gritaba desde el otro lado de la calle, preguntando si se encontraba bien. Era una pregunta retórica. Todos sabían que no y, por supuesto, ella respondió que sí. «Me siento muy bien, muy bien». Le preguntaron qué le había pasado y optó por hablar del tiempo: «Hace un día precioso en Nueva York», respondió, mientras abría los brazos y levantaba la vista al cielo, en busca de algún rayo de sol que diera fidelidad a sus palabras.

Decidió entonces ignorar el resto de preguntas, miró a su derecha y empezó a hacer el papel que le habían preparado sus asesores, tratando en vano de que la televisión mostrara esta imagen y no la de su colapso anterior. La escena prefabricada consistía en una niña que se acercó a la candidata y se hizo una foto con ella. Conmovedor. «Gracias a todos». Hillary fue engullida de nuevo por su coche acorazado y huyó de allí. Huía de un día terrible para sus opciones de victoria. Podía huir, incluso, de sí misma. Porque otra escena como la del desmayo y su campaña se hundiría por completo.

Las horas siguientes no fueron mucho mejores para ella. La primera versión oficial del incidente médico consistió en asegurar que solo había sufrido un inoportuno golpe de calor. Horas después la mentira (una más de su larga colección) se desvelaba. Los médicos confirmaban que Hillary Clinton sufría una neumonía desde días antes. Le habían recomendado que suspendiera la campaña por unos días para recuperarse, pero no lo había hecho. Como la primera versión se había demostrado falsa, ya nadie tenía motivos suficientes para creer que la segunda iba a ser más cierta. Hillary volvía a protagonizar un episodio de falsedades. La relación de los Clinton con el fingimiento, las medias verdades y el encubrimiento ha sido siempre muy estrecha.

Los problemas de salud obligaron a paralizar la campaña durante cuatro días, al término de los cuales la candidata reapareció en un mitin mientras en los altavoces sonaba la canción de James Brown «I feel good» (me siento bien). Hillary, como la maratoniana suiza, iba a seguir corriendo.

Pero el episodio no terminaba aquí. Donald Trump había encontrado la confirmación gráfica de que sus acusaciones sobre la salud de Hillary se acercaban a la realidad. Aquello era un filón para sus opciones de recuperar terreno en los sondeos y aproximarse a la victoria en noviembre. Forzó que los dos candidatos presentaran en público sus informes médicos, cuando él se había negado a presentar sus declaraciones de la renta. Según sus respectivos médicos particulares, tanto Hillary como Donald estaban en plenas facultades físicas y mentales para tener en su mano el maletín con los códigos de las armas nucleares. Estupendo. Aunque, dadas las dudas sobre la salud de dos personas de esta edad, en el ambiente empezaba a circular la idea de que quizá había llegado la hora de saber algo más sobre los candidatos a vicepresidente, por si se llegara a dar el caso…

Llegados a esas alturas de la campaña electoral, Trump tenía setenta años y Hillary estaba a punto de cumplir sesenta y nueve. Si la salud de alguno o de ambos no era la mejor, había que pensar en lo que vendría después de la toma de posesión de cualquiera de ellos: ¿estarían en condiciones de gobernar durante los cuatro años de mandato? ¿Podrían hacerlo durante ocho si ganaban la reelección? ¿Tendría el vicepresidente que asumir las funciones presidenciales en algún momento, o para siempre?

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