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3. Ruta hacia la Casa Blanca » Deportar a once millones de personas

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DEPORTAR A ONCE MILLONES DE PERSONAS

La frasecita fue interpretada como el primer movimiento de timón para que el trasatlántico Trump diese un viraje de 180 grados. Y por dos motivos: el candidato republicano necesitaba los votos de los hispanos y, casi tan importante como eso, expulsar del país a once millones de personas se acerca mucho a una decisión imposible de cumplir. Tiempo atrás, el think tank American Action Forum había elaborado un estudio con un resultado rotundo: esa deportación masiva podía suponer un coste de 400 mil millones de dólares, reduciendo el Producto Interior Bruto del país en un billón de dólares (poco menos que todo el PIB español).

Lo más que Trump había llegado a explicar es que quería repetir la experiencia de la llamada «Operación Espaldas Mojadas» (Operation Wetback) llevada a cabo por el presidente Eisenhower en 1954, cuando un millón de personas fueron detenidas cerca de la frontera mexicana en los estados de Texas y California. Toda aquella gente fue deportada a México.

La realidad es que Trump prometió muchas veces acometer una deportación de ese estilo, pero nunca dijo cómo pensaba buscar por el país a once millones de personas sin documentos identificativos (¿cuántos policías hacen falta para hacerlo?), proceder a su detención, mantenerlos detenidos (¿dónde?), someter a esas personas a un proceso judicial (¡once millones de juicios!), apartarlos de sus familias y, finalmente, ponerlos en la frontera. ¿Se imagina alguien la imagen de una masa de once millones de personas, una a una, conducidas hasta la frontera por cientos de miles de policías armados? «Ya se decidirá» era la nueva respuesta a tantas dudas.

En aquel momento, el rumor empezó a correr entre quienes seguían de cerca la campaña de Trump: quizá esté buscando una manera de prometer, no la deportación, sino la legalización de muchos de los inmigrantes ilegales. Sería un cambio casi sideral. El Trump que acusó a los inmigrantes mexicanos de «violadores», y que prometió deportarlos, ¿estaba a punto de legalizarlos para conseguir el voto de la creciente minoría hispana? Quizá el mundo iba a asistir al reblandecimiento de las intensas convicciones de Trump y al primer ejercicio de eso que en la política americana se conoce con el apelativo de flip-flop: prometer una cosa y luego su contraria.

A menudo, este ejercicio de contorsionismo político va acompañado de palabras tan intensas como las que se utilizaron tiempo atrás para defender la tesis antagónica. Y, por supuesto, aquellos que defendieron la posición inicial son ahora acusados de inmovilismo por el político que le da la vuelta a sus promesas como si fueran un calcetín recién extraído de la lavadora. Si algún lector conoce a un solo político que jamás haya hecho un ejercicio de flip-floping póngase por favor en contacto con el autor. Ese personaje merece otro libro.

Pero es muy interesante observar cómo se produce el flip-flop. Porque una vez ejecutado el cambio radical de criterio, el político que lo realiza y sus colaboradores más cercanos ocupan los días siguientes en negar con toda sus capacidades dialécticas que estén haciendo cosa distinta de la que prometieron hacer.

Pero, desengáñense. A principios de septiembre, setenta días antes de las elecciones, Donald Trump aceptó una invitación del presidente de México. Enrique Peña Nieto, en un alarde de candor político (y de insensatez ilimitada) creyó que él sí iba a conseguir lo que nadie había conseguido: que Trump se convirtiera en una persona razonable. Le trató como a un igual, como si ya fuera jefe de Estado. Peña Nieto y Trump estrecharon sus manos, dieron una conferencia de prensa conjunta perfectamente prescindible, y sin una palabra más alta que otra, en la que Trump llevaba la voz cantante y el presidente mexicano parecía apocado y timorato. El candidato republicano llegó a decir, revestido de piel de cordero de todo a cien, que se sentía muy honrado de estar en México, y que consideraba a Peña Nieto «mi amigo».

Se despidieron. Trump se dirigió de vuelta al aeropuerto de la Ciudad de México, embarcó, voló a Phoenix y dejó que su cerebro se recalentara con los aplastantes 40 grados de temperatura del desierto de Arizona, cuando aún no había terminado el verano. Ni un paso atrás: reiteró su promesa de construir un muro inabordable en la frontera con México; el muro lo pagará México, «aunque ellos no lo saben todavía»; y se expulsará a todos los inmigrantes ilegales (once millones), empezando por los delincuentes que son, según dijo, dos millones (tras ganar las elecciones aumentó esa cantidad a tres millones). En realidad, en esa cifra incluye también a los que alguna vez han sido multados por aparcar en un lugar no permitido. David Duke, un conocido exjefe del Ku Klux Klan, se sumó entonces con entusiasmo al bando de Trump, pidiendo el voto para él. Los responsables de campaña del magnate neoyorkino no sabían cómo quitárselo de encima.

El objetivo último de aquellos mensajes de ida y vuelta, de endurecer y reblandecer el discurso, no eran solo los negros y los hispanos. Quizá, ni siquiera fueran en realidad esas minorías, aunque pudiera parecerlo. Eran también los blancos independientes y moderados. Aquellos que pudieran dudar entre votar a Clinton o a Trump, y que estaban más tentados de dar su voto a la candidata demócrata porque no se sentían cómodos poniéndose del lado de un candidato que pasa por ser un racista. Y esos votantes menos politizados y más predispuestos a decidir su voto al final podían ser determinantes.

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