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4. Bill, Hillary, Monica y la conspiración » Sangre en la cama de los Clinton

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SANGRE EN LA CAMA DE LOS CLINTON

Se publicaron dos historias sobre lanzamiento de libros por parte de Hillary a la cabeza de su marido. Uno de esos libros era la Biblia. Pero nada parecido a lo que se contó poco después de que estallara el escándalo Lewinsky. Una mañana, una empleada del servicio de limpieza encontró manchas de sangre en la cama de los Clinton. Se dijo que la sangre era de Bill y que él había explicado que se debía a un golpe que se había dado en el baño, cuando se levantó en medio de la noche. Otras versiones hablaban de un nuevo incidente matrimonial.

La historia de la sangre en la cama de Bill y Hillary no es necesariamente incompatible con otra especie que siempre ha circulado alrededor de los Clinton: que han dormido en habitaciones separadas desde muchos años atrás, y que su unión es puramente política, nada amorosa y mucho menos sexual. Monica apareció alrededor de Bill cuando, según alguno de sus hagiógrafos con ánimo más exculpatorio, él se sentía más poderoso y, sin embargo, más solo y más necesitado de cariño. Pero Bill Clinton no ha sido el único presidente incapaz de controlar sus pasiones encendidas.

Se han publicitado lo suficiente las aventuras sexuales de Kennedy con Marilyn Monroe, entre otras muchas mujeres, como, por ejemplo, tres becarias que han pasado a la historia con los apelativos de Faddle (Patricia Weir), Fiddle (Jill Cowan) y Mimi (Marion Beardsley).

Según quienes han investigado estas aventuras, Marilyn no llegó a compartir lecho con JFK en la Casa Blanca, sino en hoteles de Nueva York o en el apartamento de su hermano Bobby en el Departamento de Justicia. Ese apartamento era un dúplex que Robert Kennedy utilizaba cuando se quedaba a trabajar hasta la noche. Bobby conoció allí a Marilyn, y después pasó lo que pasó: también él intimó con la famosa actriz.

Sin embargo, las becarias eran visitantes habituales de la piscina de la Casa Blanca cuando JFK estaba allí, generalmente por las tardes. Los agentes del Servicio Secreto eran testigos (casi siempre mudos, pero no ciegos) de lo que ocurría, temerosos de que cualquier día una de ellas, quizá agente al servicio de Moscú, asesinara a Kennedy y los focos del mundo se volvieran sobre ellos por su incompetencia para proteger la vida del presidente en la mismísima residencia presidencial. Pero el peligro no estaba en el Kremlin. El peligro se llamaba J. Edgar Hoover, eterno director del FBI, que tenía datos, testimonios y grabaciones. Lo sabía casi todo, o al menos lo suficiente como para utilizar la información en forma de herramienta de chantaje.

Conocer los pecados de los presidentes permitió a Hoover ser el jefe del FBI (incluida la oficina que precedió al FBI) durante casi cinco décadas. Vio pasar por el Despacho Oval a Calvin Coolidge, Herbert Hoover, Franklin Roosevelt, Harry Truman, Dwight Eisenhower, John Kennedy, Lyndon Johnson y Richard Nixon. Hoover murió en el cargo. Ninguno de esos ocho presidentes se atrevió a destituirle. Sabía demasiado.

Sabía, por ejemplo, que hubo orgías en la Casa Blanca de JFK que incluían sesiones de intercambio de parejas. El mito y la realidad se mezclan cuando se trata de Camelot.

Jackie, la esposa de JFK, raramente iba por allí. Muy a menudo estaba fuera de la Casa Blanca. Pero, en previsión de males de naturaleza mayor, el Servicio Secreto había instaurado una metodología de respuesta rápida: si aparecía la primera dama se daba la voz de alarma para que las chicas (Faddle, Fiddle, Mimi y otras muchas) pudieran salir de la piscina por una puerta trasera. Se da por hecho que Jackie las vio huir alguna vez.

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