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4. Bill, Hillary, Monica y la conspiración » «Nos besamos apasionadamente»

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«NOS BESAMOS APASIONADAMENTE»

El 28 de diciembre, Monica Lewinsky estuvo, una vez más, en el despacho privado de Clinton. «Nos besamos apasionadamente». Poco después, la secretaria Currie recogía en casa de Monica una caja que contenía buena parte de los regalos que le había hecho el presidente. Buena parte, pero no todos. Currie los llevó a su casa y los metió debajo de la cama. Cuando fue interrogada por este episodio, la secretaria Currie respondió a todas las preguntas con un «no lo sé» o «no lo recuerdo». Fidelidad hasta el final. Monica ya no podía entregar ante los investigadores los regalos que no estaban en su poder. Días después, ante una sugerencia de Vernon Jordan, Monica se deshizo de unas cincuenta notas escritas que ella había enviado o tenía intención de enviar al presidente. A pesar de la presión sobre las notas y los regalos, Monica quiso hacer a Bill un último regalo: un libro sobre los presidentes de los Estados Unidos con una nota de amor. Era el 4 de enero de 1998.

Para entonces, Linda Tripp se había puesto ya en manos de… ¡los abogados de Paula Jones! Cuando esos abogados conocieron la historia de Monica y el presidente entraron en trance: si unían las dos aventuras de Clinton podrían demostrar más fácilmente que el presidente era un embustero acosador de mujeres distintas de la suya. El caso estaba ganado. Linda Tripp entregó las grabaciones de sus charlas con Monica al fiscal Kenneth Starr a cambio de inmunidad. Tripp relató a Starr buena parte de los detalles, incluidos los más escabrosos, que luego iban a figurar en su informe sobre el caso.

El 7 de enero Monica fue llamada a declarar en el curso de la investigación. Para mantener a salvo su identidad en el documento figuraba como la testigo «Jane Doe». Monica juró decir la verdad bajo la amenaza de cometer perjurio, y lo negó todo: «Nunca tuve relaciones sexuales con el presidente, él nunca me propuso que las tuviéramos, no me negó un empleo u otra clase de beneficios por rechazar una relación sexual, no conozco a ninguna persona que haya tenido relaciones sexuales con el presidente». Monica había mentido, salvo por un detalle que ella no consideró menor a efectos judiciales y que explicó tiempo después: «En el documento se dice que no tuvimos relaciones sexuales, y pensé que yo podía defender eso, porque nunca tuvimos relaciones completas». Todo quedó en sexo oral y telefónico. Es el mismo argumento con el que Clinton trató de defenderse, cuando en ese mismo mes de enero de 1998 declaró con cara de indignación que «no he tenido relaciones sexuales con esa mujer; las acusaciones son falsas».

El estallido público del caso se acercaba. El periodista de Newsweek Michael Isikoff llamó a la secretaria Currie para pedir información sobre los regalos de Monica Lewinsky al presidente. Era cuestión de días que aquella historia estuviera en los periódicos. De muy pocos días.

El 17 de enero de 1998 pasó a la historia porque William Jefferson Clinton se convirtió en el primer presidente de los Estados Unidos que durante su mandato tiene que declarar bajo juramento en un caso judicial. «Te someterán a impeachment (proceso de destitución parlamentaria) si mientes», le dijo su abogado. Pero Clinton estaba relativamente sosegado al saber que la declaración de Monica iba en la misma dirección que la suya: negar que hubieran tenido relaciones sexuales.

Antes de empezar la declaración del presidente, la jueza del caso, Susan Webber Wright, se creyó en la necesidad de establecer una definición común de «relación sexual», para evitar equívocos y regates cortos malintencionados. Según puso después por escrito el fiscal Starr, la jueza estableció que existe relación sexual a los efectos de ese caso concreto «cuando la persona entra en contacto con los genitales, el ano, la ingle, el pecho, la cara interna de los muslos o las nalgas de cualquier persona con la intención de excitar o satisfacer el deseo sexual». Y se entiende por «contacto», tocar intencionadamente, ya sea de forma directa o a través de la ropa. A Clinton se le cerraban las vías de escape.

Clinton dijo pocas verdades, algunas medias verdades y un buen número de mentiras. Por ejemplo, dijo que Monica era una amiga de su secretaria, la señora Currie. No era del todo falso, pero, desde luego, no era toda la verdad. Dijo no recordar si alguna vez había estado a solas con Monica en la Casa Blanca. «Quizá sí, pero no lo recuerdo». Tampoco recordaba ninguna conversación con ella. Pero los abogados de Paula Jones tenían muchos datos y fueron arrinconando a Clinton. Le preguntaron directamente si había tenido una relación sexual extramatrimonial con Monica. Clinton lo negó. Sí reconoció haber recibido algún regalo de ella y recordó haberle enviado un pin. Pero negó «enfáticamente» haber mantenido relaciones sexuales con Monica: «Nunca he tenido una relación sexual con Monica Lewinsky. Nunca he tenido un affaire con ella».

Clinton se reunió después con la secretaria Currie. La conversación era un evidente intento de dirigir las respuestas que la secretaria tendría que dar sobre el caso, con una idea muy principal: Clinton quería que Currie confirmara en su declaración que ella siempre estuvo presente las veces en que Bill y Monica coincidieron en la Casa Blanca. Currie no quiso contradecir al presidente, pero ante las preguntas no pudo evitar acercarse a la verdad: quizá ellos dos se vieran alguna vez cuando ella no trabajaba, y quizá estuvieron alguna vez juntos en el despacho privado del presidente. Pero, eso sí, «no oí nada». El desastre estaba en marcha. Solo faltaba una filtración a la prensa. Y la duda no era si se produciría, sino cuándo. Había llegado la hora.

El rumor merodeaba desde hacía tiempo por las redacciones de Washington. Algo turbio ocurría en la Casa Blanca. Pero nadie tenía datos suficientes como para lanzarse a publicarlo. El periodista que estaba más cerca de la verdad era Michael Isikoff. Su investigación sobre el caso Paula Jones le había conducido de forma automática hacia Monica Lewinsky. Isikoff recibía datos de Linda Tripp, la mujer que odia guardar un secreto y a la que Monica consideraba su amiga. También accedió a filtraciones de Lucianne Goldberg, una editora a la que Tripp se lo contaba todo. A partir de esos datos solo había que tirar del hilo. Isikoff tenía la información, pero no pudo publicarla. Su revista, Newsweek, no se atrevía a poner la historia en la portada. Y, como ocurre siempre en periodismo, la exclusiva que no das tú la da otro.

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