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4. Bill, Hillary, Monica y la conspiración » Un espía en las filas del enemigo

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UN ESPÍA EN LAS FILAS DEL ENEMIGO

Hillary apenas había necesitado unos pocos segundos para pasar del impacto emocional a darse cuenta de que ella y su marido iniciaban ese día la más dura batalla personal y política de sus vidas. Iba a ser una lucha a matar o morir, y en la que los prisioneros serían un estorbo. La mujer fuerte, decidida, inteligente y brillante creyó a su esposo. Eso le dijo aquella mañana a su amigo Sidney Blumenthal: «Son acusaciones falsas», mientras repetía una tras otra las mismas explicaciones que le había dado Bill.

Sidney Blumenthal había conocido a los Clinton diez años antes, cuando era periodista de The Washington Post. Bill era entonces gobernador de Arkansas, pero ya tenía en mente la lucha por la presidencia. Y se lo contó a Sidney. En 1992, durante la campaña, Blumenthal estrechó lazos con Hillary. Cuando Bill llegó al poder, el periodista ya era corresponsal en la Casa Blanca para la revista The New Yorker. Tiempo después, empezó a trabajar desde las sombras en los discursos del presidente y, al final, terminó por ser contratado como asesor de Clinton. Y fue muy útil para el matrimonio, especialmente durante los tormentosos meses del escándalo Lewinsky, porque Blumenthal disponía de una fuente informativa con acceso directo a los planes de la derecha republicana. Se llama David Brock. En tiempos era un iluminado ultraderechista, obsesionado con acabar con los Clinton. Por algún motivo difícil de entender, Blumenthal consiguió poco a poco, a base de comidas en elegantes restaurantes de la capital, convencerle de las bondades de la administración demócrata, y Brock pasó de odiar a los Clinton a querer salvarles de sí mismos. La fe del converso. Brock le tenía al tanto de casi todo lo que tramaban sus enemigos políticos. Era su espía.

Para entonces, Blumenthal había organizado una vasta estrategia de control de daños y recopilaba información que pudiera servirle para poner en marcha las operaciones de contragolpe. Reunió toda la información conocida y subterránea a la que pudo tener acceso sobre la vida pública y privada de sus enemigos: el fiscal Starr, sus colaboradores, Paula Jones, sus abogados, los líderes de la oposición republicana, periodistas poco amistosos… En definitiva, todo lo que se pudiera conseguir sobre aquellos a los que llamaba «los elfos», los componentes del equipo de la conspiración derechista contra los Clinton.

¿Y qué haría Hillary? Muchos que la conocían, y la querían, piensan que es imposible que fuese tan ingenua como para creer en Bill, porque sabía mejor que nadie cómo es su marido. Pero la primera dama no iba a romper con el presidente. Hubiera sido la destrucción del matrimonio, de cada uno de sus dos miembros individualmente, de la presidencia de Bill (que ambos compartían) y de las aspiraciones políticas de Hillary. En aquel momento, con la crisis en plena erupción, ella era la clave para salvar la presidencia y sus vidas. Si Hillary rompía la baraja, todo se desplomaría. Si Hillary se mantenía firme junto a su marido a la vista de los americanos, aún había alguna opción de seguir adelante. Y se mantuvo. Creyera o no la versión de Bill, se mantuvo.

Justo después de la llamada de Hillary a Blumenthal fue el presidente quien le citó en su despacho. Quería darle una explicación suplementaria que resultara creíble, porque era consciente de la estrecha relación que Sidney tenía con su mujer. Era evidente que hablaría con Hillary y le necesitaba como aliado. Le dijo a su amigo que Monica había querido tener sexo, pero que él se negó y ella reaccionó con una amenaza. Cuantos más detalles daba, más mentía. Blumenthal se mostraba escéptico, y le preguntó si alguna vez había estado a solas con la becaria. El presidente le dijo que siempre había alguien cerca. Clinton era un hombre apagado, a la defensiva y rodeado de una mezcla de fantasmas reales e inventados, pero todos igual de dañinos para su integridad emocional y mental.

Tres horas después de que Bill despertara a Hillary con The Washington Post en la mano, ella se dirigía en tren hacia la ciudad de Baltimore, cerca de la capital. Tenía que dar un discurso en una universidad. Mal día para salir de casa. Nunca tantos periodistas habían seguido un acto de la primera dama. «¿Confía en su marido?», preguntaban a gritos los reporteros. «Absolutamente», fue su única respuesta.

Por suerte, el texto de su intervención ya estaba escrito, y podía dedicar el corto viaje a iniciar la elaboración de una estrategia de supervivencia. Era pronto. Había muchos americanos que ni siquiera sabían todavía lo que pasaba. Pero tenía que adelantarse a los acontecimientos. Manejar los tiempos es determinante en política. Era necesario actuar con rapidez, pero manteniendo las actividades previstas, como si nada ocurriera. Y, también, disponer del armamento adecuado para utilizarlo en caso de necesidad. Y era evidente que sería necesario.

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