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EL DISCURSO DESPUÉS DEL ESCÁNDALO

Establecidas así las relaciones de poder político, el presidente de los Estados Unidos nunca comparece ante el Congreso para someterse a su veredicto, porque su legitimidad no deriva del poder legislativo. Pero sí lo hace una vez al año en el discurso sobre el estado de la Unión.

La Constitución de los Estados Unidos determina en su artículo II sección 3 que el presidente informará al Congreso «de vez en cuando» (from time to time). Se pretende que explique su gestión y avance sus planes de futuro. La tradición ha hecho que este informe se realice en algún momento entre finales de enero y principios de febrero. El primer presidente, George Washington, sí pronunció su discurso ante una sesión conjunta de las dos cámaras del Congreso. Pero Thomas Jefferson prefirió enviar la información por escrito, evitando así su presencia ante senadores y miembros de la Cámara de Representantes. De esta forma fue hasta que en 1913 el presidente Woodrow Wilson entendió las ventajas que para su imagen podía tener un discurso ante el Congreso. Desde entonces, solo excepcionalmente algún presidente ha evitado acudir al edificio del Capitolio para pronunciar lo que antaño se conocía como el «mensaje anual del presidente al Congreso», y que en 1934 el presidente Roosevelt rebautizó para la posteridad como «el discurso sobre el estado de la Unión».

No es en sí un debate, como el del estado de la nación en España (que se empezó a celebrar a mediados de los años ochenta por decisión del presidente Felipe González, y tomando como inspiración el americano). Nadie replica al presidente desde la tribuna, al contrario de lo que ocurre en el Congreso de los Diputados español. Apenas hay una respuesta posterior televisada, por parte de algún congresista del partido contrario al del presidente, pero no se le presta mucha atención mediática.

El discurso sobre el estado de la Unión es un acto político para mayor gloria del presidente. Supone, de una manera simbólica, renovar el poder que le fue concedido en las urnas y que le fue confiado un 20 de enero (las tomas de posesión son siempre el 20 de enero) en un acto con mucho ringorrango en las escalinatas posteriores del Congreso. Hay que prepararlo bien. Y si era una semana después del estallido del caso Lewinsky, con más motivo.

El discurso estaba previsto para las nueve de la noche, hora de la costa este de los Estados Unidos. Es así desde que la televisión se convirtió en el electrodoméstico preferido de la humanidad, porque ese es el horario de máxima audiencia para los americanos, y en casi cualquier país normal: las 21.00 horas en el este y las 18.00 horas en el oeste. En España nada funciona igual: comemos después de las dos de la tarde, cenamos pasadas las nueve de la noche y nuestro prime time televisivo empieza después a las 22.30. Incluso hay programas para niños a esas horas. Inaudito. Spain is different.

La mañana previa, Bill Clinton se encerró con un grupo de ayudantes en la sala de cine de la Casa Blanca. Es el lugar en el que ocasionalmente se reúne la familia presidencial, con o sin invitados, para ver películas. Fue el presidente Roosevelt el que decidió tener un cine en casa. En 1942 transformó un viejo guardarropa del Ala Este del edificio en una sala de proyección. Pero ya se habían organizado sesiones de cine en la Casa Blanca antes de que existiera esta sala. La primera película que se vio en la residencia fue El nacimiento de una nación, dirigida por David Grifftith en 1915. El presidente Woodrow Wilson quiso halagar a unos amigos sureños que le habían apoyado proyectando este film racista en el que los activistas del Ku Klux Klan aparecían como un grupo heroico.

Ya en los años cincuenta, el presidente Eisenhower tuvo la oportunidad de disfrutar de varios cientos de películas del oeste, su género preferido. A su sucesor, John F. Kennedy, le instalaron en la sala una silla especial para sofocar sus dolores de espalda. Cuando esos problemas empeoraron retiraron la silla y le pusieron una cama. El presidente Lyndon Johnson no era conocido por su afición a las películas, pero sí había una de apenas diez minutos de duración que vio docenas de veces: un documental narrado por el actor Gregory Peck en el que se ensalzaban las cualidades políticas del propio Johnson. Yo, mí, me, conmigo. Richard Nixon solía ver películas bélicas con su amigo de golf Charles Rebozo. La primera vez que Jimmy Carter se sentó en aquella sala de la Casa Blanca fue para ver Todos los hombres del presidente, la historia del caso Watergate que provocó la dimisión de Nixon. Ronald Reagan, que había sido actor, vio pocas películas en la Casa Blanca. Prefería darse sesiones cinematográficas en la residencia de descanso de Camp David. A veces veía las películas que él mismo había protagonizado. De George Bush se dice que era muy aficionado a la serie Austin Powers, aunque después del 11-S empezó a ver películas de guerra. Y su antecesor Bill Clinton solía pasar ratos con la familia en la sala de cine para ver La lista de Schindler o American Beauty.

Pero aquella mañana del discurso sobre el estado de la Unión, Clinton no estaba para películas. Entró en la sala de cine cuyas paredes hoy están decoradas con tonos rojizos, pero en la que entonces predominaban los cortinajes blancos, salpicados con toques anaranjados y marrones y motivos florales. Había espacio para unas cuarenta personas, aunque en ese momento eran muchos menos. Solo los imprescindibles. No más de veinte.

Justo delante de la pantalla se instaló un atril, escoltado a ambos lados por las dos pantallas de cristal transparente del teleprompter, sujetas por delgados trípodes metálicos. El presidente leería su discurso en esas pantallas. Justo delante se había preparado para la ocasión una amplia mesa en la que los redactores de discursos del presidente seguían el ensayo armados con sus ordenadores. Estaba presente Harry Tomason, un productor de cine y televisión nativo de Arkansas (como el presidente) y amigo personal del matrimonio Clinton. Tiempo después, Tomason se vio obligado a declarar ante la justicia por el caso Lewinsky y más tarde produjo un documental sobre los intentos de derribar a Clinton titulado La caza de un presidente. Ahora estaba allí para asesorar a su amigo sobre cómo actuar ante el Congreso y ante sus conciudadanos de Estados Unidos. En otra butaca de la sala estaba Michael Sheehan, experto en coaching para hablar en público. Y a su lado, Tommy Caplan, escritor de novelas y compañero de universidad de Bill Clinton, que le ayudaba a dar forma a determinadas frases.

El presidente empezó a leer el discurso que tenía preparado y en el que los redactores de la Casa Blanca y otros asesores llevaban trabajando semanas, desde mucho después de que Monica Lewinsky disfrutara de la comodidad del despacho privado de Clinton, pero desde mucho antes de que Monica Lewinsky apareciera en el titular de un periódico de la mañana. Nadie pronunció su nombre en aquella sala, pero estaba en la mente de todos.

A cada paso en la lectura del discurso se hacían propuestas de cambio en determinadas palabras o en algunos párrafos concretos, hasta que, según cuenta Blumenthal, Clinton hizo un aparte con él y dos asesores más: «¿Debo incluir alguna mención a ese asunto en el discurso?», preguntó. La respuesta unánime fue que no. «Es lo mismo que pienso yo», dijo el presidente. «No diré nada», concluyó.

Mientras Clinton ensayaba su discurso en la sala de cine, en su despacho de la Casa Blanca Hillary Clinton hacía una llamada tras otra a miembros del Congreso pertenecientes al Partido Demócrata. Quería asegurarse su fidelidad. Pedía un fuerte aplauso para el presidente aquella noche, y el apoyo en las duras semanas de lucha política y judicial que se avecinaban. Hillary at her best.

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