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4. Bill, Hillary, Monica y la conspiración » Un grito en el Congreso

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UN GRITO EN EL CONGRESO

¡Mister Speaker! ¡The President of the United States! Es el grito que se oye en la sala de plenos un instante antes de que aparezca el presidente por la puerta trasera. El encargado de hacer el anuncio es el sergeant at arms, el jefe de los ujieres de la Cámara de Representantes, un alto funcionario que tiene responsabilidades administrativas y de protocolo. El sergeant at arms en 1998 era Wilson Livingood, un veterano del Servicio Secreto. Otros treinta y cinco hombres le habían precedido en el cargo.

Los aplausos acompañaron la entrada de Bill Clinton. Algunos de sus colaboradores llegaron a pensar en los días previos que Clinton no llegaría a vivir ese momento como presidente. El rumor de que dimitiría se había convertido en la comidilla de Washington durante toda la semana. Pero allí estaba. Había sobrevivido, de momento. Adelante, siempre adelante.

Miembros de la Cámara y del Senado se acercaban al pasillo para estrechar la mano del presidente, que repartía sonrisas equitativamente a un lado y a otro. En la tribuna, una bandera de los Estados Unidos colgada mirando al suelo y, puestos en pie, Al Gore (que, como todo vicepresidente ostenta también el cargo de presidente del Senado) y Newt Gingrich, presidente de la Cámara de Representantes. Clinton se abrió camino hasta el estrado, saludó a Gore y a Gingrich, entregó a cada uno de ellos un sobre con el contenido de su discurso, como dicta la tradición, y se volvió hacia una sala repleta que aplaudía como si fuera el último día antes de que se prohibieran los aplausos. Los congresistas demócratas querían creer a su presidente y este era el mejor momento para demostrarlo. Se lo había pedido Hillary y allí estaban ellos. Clinton parecía emocionado, aunque la mentira y sus posibles consecuencias catastróficas tenían que merodear por su cabeza. De hecho, en esa misma cámara, tiempo después, se debatiría su impeachment.

Momentos antes, Hillary Clinton había protagonizado una escena aún más imponente, dadas las circunstancias: la esposa que había sido desafiada en los medios como víctima del adulterio de su marido, entraba en el salón de plenos erguida, pero sin exagerar la postura para no parecer pretendidamente orgullosa. Seguía siendo la primera dama de los Estados Unidos. Solo ella lo era. Majestad, ante todo.

Se oyó un repentino estruendo de gritos de apoyo y aplausos. Las cabezas de todos se volvieron bruscamente hacia el lado izquierdo de la tribuna para saber qué justificaba tanto ruido. Allí arriba, en la galería, había aparecido el otro gran personaje de aquel evento político. Hillary bajó unas escaleras camino de su butaca y saludó a algunos invitados. Vestía un hermoso traje de tonos rosados, muy favorecedor, a juego con un elegante bolsito de mano. Miró a la sala desde su posición elevada y saludó como lo hacen las reinas. Hasta Newt Gingrich la aplaudía. La cortesía es primordial, aunque se pretenda hacer la revolución.

«Huelga decir que estábamos nerviosos acerca del recibimiento que le darían a Bill —contó Hillary después—, pero yo sabía que todo estaría bien en cuanto me sentara en mi puesto de la galería del Congreso. Me saludó una cascada de aplausos compresivos y los ánimos de más de una mujer del público». Solidaridad femenina en circunstancias difíciles. La ovación duró más de un minuto.

En su libro de memorias, Bill Clinton no hace mención a ese momento tan difícil que Hillary pasó en su llegada al Congreso. Sí recuerda que pocas horas antes, aquella misma mañana, su mujer le había defendido en televisión, lo que «me hizo sentir aún más avergonzado (…). Como marido había hecho algo malo por lo que debía disculparme y pedir perdón. Como presidente, estaba envuelto en una lucha política y legal contra fuerzas que habían abusado de la legislación civil y penal y que habían perjudicado gravemente a gente inocente, en su intento de destruir la presidencia y limitar mi capacidad para cumplir con mis funciones. Finalmente, después de años dando palos de ciego, les había dado algo con lo que trabajar. Había perjudicado a la presidencia y al pueblo a causa de mi mala conducta. Eso no era culpa de nadie, solo mía. No quería agravar el error dejando que los reaccionarios prevalecieran». Ni un paso atrás.

Newt Gingrich dio cinco golpes con el mazo que utiliza el presidente de la Cámara para ordenar las sesiones y dijo algo que no sentía: «Miembros del Congreso, tengo el privilegio y el honor de presentarles al presidente de los Estados Unidos». Nueva ovación, todos en pie. Pasaban pocos minutos de las nueve de la noche del martes 27 de enero de 1998. ¿Diría Clinton algo sobre Monica Lewinsky en sede parlamentaria? Las cadenas de televisión que emitían en directo desde el Congreso (la casi totalidad) llevaban horas de programa especial ofreciendo datos sobre el affaire Clinton-Lewinsky y especulando sobre ellos. Irónicamente, minutos antes del discurso, la CNN anunciaba para el día siguiente un programa especial. Se trataba de un debate en el que participarían espectadores de televisión, gente corriente, para discutir si los medios se habían vuelto locos: Media maddness.

El periodista Jeff Greenfield describía la situación: «Hace poco más de una semana, la Casa Blanca estaba en el séptimo cielo. Llegaba el discurso sobre el estado de la Unión con la mejor situación económica en treinta años, con mejores datos de criminalidad… Todas las cifras van en la dirección correcta, incluidos los sondeos, que están en datos de récord». Todo eso se había dilapidado en unas cuantas sesiones de entretenimiento sexual en el despacho privado de la Casa Blanca, en cuanto salieron a la luz.

Clinton sabía que pocas veces en la historia del país las palabras de un presidente en el discurso sobre el estado de la Unión iban a ser tan seguidas y tan analizadas. Y se mantuvo firme: «El estado de la Unión es fuerte», aseguró ante unos congresistas (sobre todo los demócratas) dispuestos a eliminar hasta las comas del discurso. Clinton utilizó esta misma frase en el discurso sobre el estado de la Unión celebrado un año después. Para entonces ya había sobrevivido. A duras penas.

No iba a pronunciar el nombre de Monica Lewinsky ante el Congreso. Bajo ningún concepto ensuciaría su discurso con aquella historia que amenazaba con destruir su vida y, quizá tan importante o más para un animal político como él, su presidencia. Economía, educación, pensiones… pero Monica, no. Ni una sola referencia, ni siquiera indirecta o subliminal, en más de hora y cuarto de intervención. En su libro de memorias, Clinton recuerda que su objetivo era suplantar esa polémica con una «idea nueva más importante: primero hay que salvar la Seguridad Social». Es indiscutible que salvar la Seguridad Social era un asunto primordial para el pueblo americano, pero ningún debate sesudo es capaz de imponerse a un buen escándalo sexual, en especial si lo protagoniza el presidente.

Clinton sí quiso nombrar a su esposa antes de terminar, pero solo para agradecer su liderazgo en una irrelevante campaña para preservar los tesoros históricos de Estados Unidos, incluida una «deshilachada vieja bandera de barras y estrellas» que inspiró a Francis Scott Key para escribir la letra del himno americano a principios del siglo XIX. Un regalito para Hillary.

«Que Dios os bendiga y que Dios bendiga a los Estados Unidos». Bill Clinton terminó su discurso, cerró la carpeta en la que llevaba los papeles (no necesitó mirarlos, porque para entonces el teleprompter era herramienta indispensable de la política en el país), dibujó en su boca media sonrisa de satisfacción sintiéndose interesante, apretó los labios como siempre hace cuando se siente halagado y admirado, se volvió hacia la tribuna presidencial, estrechó la mano de Newt Gingrich y después la de Al Gore. Entonces giró la cabeza hacia su izquierda y elevó la vista hacia la tribuna de invitados. Allí estaba ella. Hillary. En pie. Como los demás. Aplaudiendo. Como todos. Sonriente. Como todos los demócratas. Todavía creía a su marido. Eso dice. Bill levantó el brazo y la saludó delante del mundo. Mission accomplished. Sobreviviremos a esto, Hillary. Sobreviviremos, Bill. Y seguiremos adelante con nuestros planes, Hillary. Nadie nos detendrá, Bill.

Nada de eso salió de sus bocas, aunque es tentador suponer que lo pensaban. Quién sabe…

Bill salió de aquella sala del Capitolio hacia el suntuoso pasillo que conduce a las soberbias escalinatas que dan acceso a la puerta y que, desde el exterior y por el lado este, se ven justo debajo de la impresionante cúpula de 88 metros de altura y 29 de diámetro. Una ley de 1898 estableció que ningún edificio del Distrito de Columbia (el equivalente al municipio de Washington) podía superar la altura de esa cúpula. Los rascacielos más cercanos se tuvieron que construir fuera de los límites de la ciudad debido a esa normativa. En la sala que hay debajo son velados los cuerpos sin vida de aquellos presidentes que mueren en el ejercicio de su cargo. La cúpula está coronada por la Estatua de la Libertad, bajo la cual se veían aquella noche dos luces, una blanca y otra roja. Es el signo que advierte a los vecinos y visitantes de Washington de que las dos cámaras del Congreso están reunidas, en ese caso en sesión conjunta.

Allí, Bill se reunió con Hillary. El ujier vigilaba que cada detalle del protocolo se cumpliera con pulcritud y puntualidad. La limusina presidencial esperaba al pie de las escaleras, separadas por un amplio jardín arbolado de la sede de la Corte Suprema de los Estados Unidos y de la Biblioteca del Congreso.

El matrimonio presidencial pasó junto a las columnas corintias que soportan el frontón de este edificio de estilo neoclásico. Abordaron el coche oficial, que enfiló lentamente y con solemnidad hacia la Avenida de Pennsylvania, en dirección noroeste. Es el mismo recorrido que realizaron, en parte a pie, el ya lejano 20 de enero de 1993, cuando Bill acababa de alcanzar la más alta magistratura sobre la faz de la Tierra, tras la jura de su cargo.

Aquel día, ese camino de unos cinco kilómetros era el sendero de la gloria. Cinco años y ocho días después era como encaminarse hacia el patíbulo. Bill estaba mintiendo y Hillary, como mínimo, lo sospechaba. Probablemente lo sabía. Casi seguro, estaba convencida. Nadie mejor que ella conocía a su marido, aunque tiempo atrás, en el inicio de su mandato, le hubiera dicho a una amiga que tenía la esperanza de que el Despacho Oval refrenara los impulsos de Bill, porque allí estaría encerrado mucho tiempo, rodeado de demasiada gente y extraordinariamente controlado por la prensa. Esperanza vana.

En su recorrido hacia el 1600 de la Avenida de Pennsylvania, la dirección postal de la Casa Blanca, pasaron por delante de la sede del FBI. Los agentes de aquella agencia federal investigaban el caso Lewinsky, igual que años después investigarían el mal uso que Hillary Clinton hizo de un servidor privado de correo electrónico.

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