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5. La campaña » La Bestia llega a La Moncloa

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LA BESTIA LLEGA A LA MONCLOA

Podemos suponer que su sistema de aire acondicionado es poderoso, como todo lo que tiene La Bestia. Buena falta hacía. El 10 de julio de 2016 Madrid alcanzaba la estimable cifra de 37 grados a la sombra. La temperatura al sol resultaba disolvente, semidesértica. La buena noticia es que el asfalto aguantaba sólidamente sin derretirse. Todavía. Pero dentro de La Bestia (temperatura óptima, protección absoluta) el mundo es distinto. Es el sobrenombre con el que se conoce al coche del presidente de los Estados Unidos. Es un Air Force One que no vuela.

Sus puertas son tan anchas y pesadas como las de un Boeing 757. Los cristales tienen varias capas de blindaje. Las ruedas son casi como las de un autobús, reforzadas de tal manera que incluso pueden soportar un reventón sin impedir que el coche siga en marcha. El aislamiento de vehículo permite sobrevivir en su interior a un ataque químico. Dispone de equipamiento antiincendios, tanques de oxígeno y hasta una cápsula con sangre del presidente. Está preparado para responder a un ataque con lanzagranadas. Es el único coche del mundo que tiene un avión solo para él. Se trata de un C-17 Globemaster, fabricado por McDonnell Douglas, para el transporte pesado de larga distancia. Suele viajar junto con un Chevrolet Suburban equipado con material de comunicaciones para que el presidente esté conectado con la cúpula militar, si fuera necesario. La Bestia funciona con gasoil, porque así se reduce el riesgo de que explote el combustible. Su conductor no es un cualquiera. Está entrenado para conducir bajo todo tipo de condiciones y es un experto en huir de sitios complicados, si se da la circunstancia.

Cuando La Bestia abrió su puerta trasera derecha en la base de Torrejón de Ardoz para dejar paso a Barack Obama era la última vez que lo hacía en Europa. La Bestia ya tenía fecha de jubilación: el 20 de enero de 2017, día de la toma de posesión de Hillary Clinton. La nueva presidenta tendría su bestia nueva. Eso creían.

Barack Obama aterrizó en la noche del 9 de julio. Bajó las escalerillas a la carrera, dando saltitos de escalón en escalón. Se marchó de España veinte horas después, desde la base naval de Rota, subiendo las escalerillas a la carrera, dando saltitos de escalón en escalón. Así lo hizo siempre durante su mandato. Sorprendentemente nunca resbaló ni tropezó.

El mismísimo rey de España esperaba a Obama a pie de pista. Honores de Estado para una visita relámpago. Aquí te pillo, aquí te mato. Sonrisas y fotos a matacaballo. Entrevistas de a tres minutos por cabeza con Pedro Sánchez, Pablo Iglesias y Albert Rivera para hablar de la paz mundial, el bienestar universal y el desastre de la política española que, por aquel entonces, llevaba siete meses instalada en el caos, con un gobierno que cumplía doscientos días en funciones. Ridículo nacional, de ámbito planetario. Pero Obama, por fin, había venido. No recibíamos a un presidente de Estados Unidos desde hacía quince años. Se reunían en Madrid el presidente de un gobierno en funciones, Rajoy, que aún no sabía si sería investido de nuevo, con un presidente que estaba a punto de dejar de serlo, Obama, y que se aproximaba ya al momento en el que se le aplicaría la clásica y malvada definición que la política americana dedica a los mandatarios en circunstancias similares: un pato cojo (lame duck). Los americanos importaron esta expresión del Reino Unido, donde se aplicaba a los inversores que entraban en bancarrota. Después se trasladó a los políticos que caían en desgracia, o perdían poder (o el poder). Barack Obama era ya un candidato de libro para entrar en esa categoría. Pero daba igual. Obama había venido. Ya teníamos foto.

La visita se había quedado reducida a la mitad de lo previsto porque dos días antes cinco policías habían sido asesinados en Dallas por un antiguo militar norteamericano de raza negra, que aprovechó una manifestación pacífica que protestaba contra la violencia policial sobre los afroamericanos. Pero Obama no suspendió el viaje. Se limitó a eliminar la visita turística a Sevilla, y encogió como pudo los encuentros oficiales, aunque a Rajoy le dedicó más tiempo del asignado. Y tampoco evitó lo que más le interesaba: visitar a las tropas americanas en la base naval de Rota. Esa base y la de Morón de la Frontera conforman el verdadero interés estratégico que España tiene para Estados Unidos. Y ya. «No se puede pedir un mejor aliado que España», sentenció Obama ante los americanos destinados en Rota (cerca de 6000 personas, entre militares, civiles y sus familiares). El gobierno español había trasladado a la cohorte de Obama el interés de que nuestro país sea visto por Estados Unidos como algo más que una simple base militar, y se le vea con ojos de socio más político y económico. No hay datos que permitan aventurar avances en esa dirección.

Para entonces, Obama ya había dicho que deseaba una «España fuerte y unificada» (strong and unified Spain). Era la misma expresión que diez meses antes había utilizado en el Despacho Oval, en presencia del rey Felipe, y en pleno debate soberanista en Cataluña. Curiosa circunstancia: la misma frase dicha dos veces y con las mismas dificultades para encontrar la traducción correcta. En castellano hubiéramos dicho «una España fuerte y unida». Así lo tradujeron algunos. Pero otros insistían en matizar que dijo «unificada» (unified), y no «unida» (united). Y ¿qué significa «una España unificada»? ¿Era un matiz político? ¿Era una interpretación defectuosa?

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