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5. La campaña » Los emails, Anthony y el acoso a una niña de quince años

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LOS EMAILS, ANTHONY Y EL ACOSO A UNA NIÑA DE QUINCE AÑOS

«No sé cómo es posible que esos emails de Hillary hayan llegado al ordenador de Anthony». Huma ponía cara de haber visto fantasmas cuando el FBI reabrió el caso de los correos electrónicos, porque había «comunicaciones que parecen ser pertinentes de ser investigadas». Los caminos del Señor son inescrutables, como los del Buró Federal de Información: esos correos habían aparecido en el ordenador de Anthony Weiner, marido separado de Huma Abedin, asesora de Hillary Clinton y número dos de la campaña hacia la presidencia. Y los habían encontrado en el marco de las investigaciones que el FBI seguía contra Weiner por uno de sus escarceos sexuales. En este caso, especialmente punible, si se demostraba: mensajes de texto de contenido inapropiado a una muchacha de quince años del estado de Carolina del Norte. Quince años. Otro escándalo sexual se cruzaba en el camino de Hillary Clinton. Y esta vez por marido interpuesto: no el suyo, sino el de Huma.

El FBI consideró necesario comunicar el hallazgo de esos correos: «Si no lo hubiéramos comunicado nosotros de forma oficial, igualmente se hubieran filtrado a la prensa y se nos hubiera acusado de ocultar información esencial». Pero el FBI no especificaba la naturaleza de los emails, ni su relevancia penal, ni cuántos eran (aunque se hablaba de que pudieran ser miles), ni cuál era el motivo por el cual se accedió a esos correos firmados por Clinton cuando lo que estaba bajo investigación era el posible acoso sexual de un adulto a una adolescente. Podría haber menos motivos aún si, como informó la cadena NBC, se trataba de correos de Huma Abedin enviados a Hillary Clinton desde el ordenador de Weiner. Ni siquiera estaba claro si eran copias de correos que ya habían sido revisados en la investigación anterior y que, sin saberse el motivo, habían terminado en el disco duro del ordenador del exmarido de Huma.

Pero el director de la Oficina, James Comey, el mismo que precipitadamente había cerrado el caso de los emails en verano favoreciendo a la candidata demócrata, lo reabría igual de precipitadamente en octubre, cuando faltaban once días para la fecha de las elecciones, y cuando varios millones de americanos estaban votando ya en los 38 estados en los que se puede ejercer el derecho antes de la fecha fijada en noviembre, lo que llaman el early voting. La buena noticia para Hillary era que, en efecto, muchos americanos ya habían votado y no podían cambiar su voto aunque esta novedad sobre los emails les hiciera desearlo. La mala noticia era que aún faltaban por votar muchos millones de personas más.

Esta vez, quien veía el cielo abierto era Donald Trump: «Esto es peor que el Watergate», bramó en un mitin de campaña, desesperado ante los sondeos que le dibujaban como el perfecto perdedor. «Esto no es Watergate», dejó claro quien podía hacerlo con conocimiento de causa: Carl Bernstein, compañero de Bob Woodward en la investigación periodística del escándalo que acabó con la presidencia de Richard Nixon en los años setenta.

Pero el daño para la campaña ya estaba hecho. «La corrupción de Hillary Clinton es de una magnitud como nunca antes habíamos visto. Ahora no debemos dejarla llevar su plan criminal a la Casa Blanca», descerrajó Trump en las horas posteriores. Antes de la reapertura del caso de los emails, el candidato republicano era un cadáver político. Parecía tener cero opciones de ganar. Incluso algunos estados republicanos de toda la vida parecían balancearse hacia la canasta de votos electorales de Hillary. Los asistentes a los mítines de Trump recuperaron su viejo grito de guerra: «¡Enciérrala! ¡Enciérrala!», y el candidato redivivo empezaba, por fin, a conceder a los investigadores del sistema judicial americano el beneficio de la duda: «Quizá, finalmente, se haga justicia».

Hillary, aplastada por la noticia, pidió que, al menos, el FBI se diera prisa en aclarar la verdadera importancia de esos emails. Necesitaba que aquella marea pasara cuanto antes. No en días, sino en minutos. Su jefe de campaña, John Podesta, contraatacó poniendo el foco en la presión que los republicanos habían ejercido sobre el responsable del FBI desde que decidió cerrar el caso tres meses antes: «Es un intento desesperado de hacer daño a la campaña presidencial de Hillary Clinton». Sí, podía ser eso. Y sí, le hacía mucho daño: tres días después de que se reabriera el caso, los sondeos ya reflejaban que la distancia entre Clinton y Trump se había reducido de casi seis puntos a poco más de tres, en la media de las encuestas que realiza el portal de Internet RealClearPolitics.com. El diario The Washington Post reducía esa distancia a un solo punto en voto popular, y advertía de que el estado de Florida (potencialmente determinante para otorgar la presidencia) podía caer en manos de Trump si la situación no cambiaba en los últimos diez días de la campaña electoral. Aunque no en todos los estados en disputa los emails estaban provocando el mismo daño.

Pero otros tres riesgos añadidos empezaban a preocupar en el cuartel general de Hillary Clinton. Primero: que incluso ganando las elecciones, el escándalo beneficiara a los candidatos republicanos al Congreso que también luchaban por un escaño en noviembre, facilitando su victoria y dificultando así la eventual presidencia de Hillary. Segundo: que una victoria de Hillary se convirtiera en una presidencia (al menos en su inicio) condicionada por una investigación judicial contra la presidenta del país. Y tercero, y aún más importante: algunos sondeos lanzaban el aviso de que Donald Trump pudiera ser presidente debido a que el caso de los emails amenazaba con desviar votos demócratas hacia un tercer candidato.

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