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EL PELIGRO DEL TERCER CANDIDATO

Gary Johnson había sido gobernador de Nuevo México quince años atrás y ahora se había lanzado de forma quijotesca a por la presidencia, a lomos del Partido Libertario. Tenía cero opciones de alcanzar su objetivo, pero las circunstancias sí le podían situar ante la posibilidad de condicionar el resultado. No sería el primer tercer candidato que pasaba a la historia por destrozar las expectativas a otros candidatos que sí podían ganar.

Quizá Bill Clinton nunca hubiera sido presidente frente a George W. H. Bush en 1992 de no haber sido por los millones de votos que consiguió el tercer candidato (votantes de derechas que dieron el poder a un candidato más progresista), el ególatra conservador Ross Perot. Y Al Gore nunca hubiera perdido frente a George Bush en las elecciones del año 2000 si el ególatra ecologista Ralph Nader no le hubiera arrebatado cientos de miles de votos de izquierdas (que entregaron el poder a la derecha), especialmente en el decisivo estado de Florida. Esta vez, en 2016, el tozudo Partido Verde (tozudo, por presentarse una elección tras otra sin opción alguna de ganar, pero con opción evidente de dañar al Partido Demócrata y, por tanto, beneficiar al Republicano) presentaba a Jill Stein, una doctora por la Universidad de Harvard que, a pocos días de las elecciones, arrebataba un exiguo pero quizá decisivo 2 por ciento de los votos a Hillary Clinton. Para nada. Y Gary Johnson alcanzaba un 5 por ciento. Clinton tenía perdidos un total de 7 puntos porcentuales que ponían en riesgo su victoria y ayudaban a Trump a dividir la base electoral de su contrincante. Alerta roja para los demócratas. Alerta roja para el mundo.

El pánico se adueñó entonces del equipo de campaña de Hillary. Durante meses habían diseñado un cuento de hadas para los días previos a las elecciones. Tiempo atrás, ante la aparente evidencia de que Trump era un candidato inelegible, la estrategia era atacar con dureza cuando fuera necesario hasta debilitar las fuerzas del republicano y llegar a dos semanas de la cita con las urnas con una ventaja en los sondeos de una magnitud suficiente como para darse un lujo poco habitual en política: dedicar esos quince días finales a hacer una campaña en positivo, sin apenas atacar a Trump, sino centrándose en hablar de las políticas a aplicar en la presidencia virtualmente ganada y dejar al magnate cocerse lentamente en su propia salsa de insultos y bravatas. El director del FBI, James Comey, destrozó el plan con un certero e inesperado movimiento.

Durante meses, Hillary Clinton se había empeñado en una utopía que pocas veces consiente la realidad preelectoral: en vez de ofrecer tensión y enfrentamientos con el rival, pretendía lanzar una campaña que permitiera al país sentir que tenía algo positivo por lo que votar; no quería que los americanos fueran a las urnas solo para evitar la victoria de Trump. Pero los meses de duelo a muerte con su rival habían dejado el campo de juego inservible para las buenas intenciones. De repente, Clinton se vio a sí misma bramando en los mítines de final de campaña por impedir que el botón nuclear estuviera en manos de «ese hombre que no entiende por qué conviene evitar el uso de armas atómicas». Parecía un mensaje propio de los años cincuenta o sesenta, en plena Guerra Fría. Que a dos días de las elecciones el FBI volviera a decir que no tenía nada contra Clinton en el caso de los emails ya solo servía para alimentar melancolías políticas y odios hacia el responsable de la decisión, que parecía tomada para lavar su imagen. El mal ya estaba hecho: Hillary quería que sus últimos mítines de campaña fueran una sucesión de mensajes optimistas y esperanzadores. Pero aquel wishful thinking había quedado enterrado bajo una montaña de estúpidos emails.

Importantes dirigentes demócratas llegaban a decir, medio en serio, que si Trump ganaba (y ya no era imposible que eso ocurriera), el problema no iba a ser que erigiera un muro en la frontera con México, sino que Canadá levantara uno para evitar la huida en avalancha de millones de estadounidenses.

Huma Abedin, que nunca se separaba de Hillary, desapareció por unos días de la circulación. Temía que su imagen junto a la candidata tuviera efectos tóxicos. Pero, además, podía imaginar que su propia carrera política estuviera llegando a su final. Después del escándalo de los emails, si Clinton ganaba, ¿iba a nombrar a Huma para algún cargo relevante en la Casa Blanca? ¿Correría el riesgo de meter en su equipo una bomba de relojería, aunque solo fuese por el estúpido de su exmarido, Anthony Weiner?

Incluso aunque ganara el 8 de noviembre, el daño a la imagen de Hillary Clinton ya era un hecho. Y empezar así un mandato presidencial era lo menos deseable. Pero peor era perder. De manera que, sigamos adelante, decidieron en la campaña demócrata. A por todas.

Había estallado la segunda October surprise de la campaña. La primera, surgida unos días antes, parecía que iba a ser la única y definitiva. Había sido un torpedo lanzado con destreza de relojero a la línea de flotación de la campaña de Donald Trump. Una grabación mostraba a Trump siendo Trump de la manera más trumpiana. Y ocurrió en un momento muy delicado: en medio del periodo de tres debates que se celebran en cada proceso electoral. Pudo ser el FBI, la CIA, la NSA o simplemente un inocente documentalista que se puso a buscar grabaciones de Trump en la videoteca y encontró una joya. Pero la grabación existía y empezó a circular justo a tiempo.

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