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HOW ARE YOU, DONALD?

Ya con las cadenas conectadas en directo, Holt explicó las condiciones para el desarrollo del debate y los candidatos entraron en la sala. Hillary lo hizo con algunos pasos de adelanto sobre su rival. La candidata demócrata eligió un traje de pantalón y chaqueta de un rojo intenso (color de los republicanos), que contrastaba de forma eficiente con el fondo azul del decorado. Optó por un calzado casi liso, a pesar de la considerable diferencia de estatura con su rival. Prefería estar cómoda que elevarse unos centímetros más sobre el suelo. No parecía importarle ese aspecto que tanto preocupa a los candidatos varones cuando no alcanzan la altura de sus contrincantes, como si ese fuera un factor electoral a tener en cuenta.

El candidato republicano eligió un traje muy oscuro, una camisa muy blanca y una corbata muy azul (el color identificativo de los demócratas), con un tejido brillante. En el ojal, un pin con la banderita de los Estados Unidos, costumbre que no se ha perdido entre los políticos del país desde que se instituyó como mensaje patriótico después del 11-S. Trump se acercó parsimonioso, ceremonial, giró la cabeza para sonreír al público y se dirigió al encuentro de Hillary. Alargó el brazo para estrechar su mano con aparente afectividad. Clinton, bien preparada y más experimentada en el conocimiento de las claves político-televisivas, elevó la voz de forma deliberada por encima del ruido ambiente provocado por los aplausos y los gritos, y lanzó un audible how are you, Donald? (¿Cómo estás, Donald?). La cara de Hillary no era suficientemente grande para acoger el tamaño de su sonrisa prefabricada. Incluso aparecía con aspecto saludable, aunque habían pasado pocos días desde que se desmayó en la conmemoración del 11-S.

Trump respondió a Hillary, pero apenas se escuchó un murmullo indescifrable. Estrecharon sus manos. Donald palmeó suavemente la espalda de Hillary con la izquierda. Miraron juntos al público asistente y a las cámaras. Pero ella demostró mucha más familiaridad con el envoltorio propio de un debate electoral. Mientras él se mantenía estático y aparentaba nerviosismo, ella saludaba con la mano izquierda y apuntaba con el índice a alguien (probablemente a nadie), como si quisiera enviarle mágicamente un beso a través del dedo. Pero no. Lo único que quería era el gesto, la foto que siempre buscan los políticos americanos: la imagen del candidato apuntando hacia el futuro, como si fuera ese lugar que solo le pertenece a él. A ella, en este caso.

Hillary seguía manejando la escena. Fue Clinton la que dio el paso de acercarse a Lester Holt para estrechar su mano. Trump siguió el mandato. Y finalmente fue Clinton quien tomó el camino del atril, como ordenando que aquello tenía que empezar ya. Había llegado la hora de torpedear las opciones presidenciales de aquel magnate fanfarrón, que pretendía arrebatar a los Clinton lo que consideraban suyo, y solo suyo.

Lester Holt empezó por disculparse por lo que él ya suponía que iba a ocurrir: que no daría tiempo para ocuparse de todos los asuntos de campaña en los noventa minutos que tenían por delante. «Pero habrá dos debates más», recordó el moderador.

Hillary Clinton ganó posiciones. Parecía cómoda, mostraba soltura, reflejaba resolución en sus afirmaciones, estaba serena y firme, gesticulaba con maestría (ni mucho ni poco, lo justo), y llamaba Donald a Trump, algo que algunos que conocen bien al magnate habían dicho días atrás que le molestaba mucho; contaban que está acostumbrado a que en sus empresas le llamen siempre mister Trump.

Y Donald Trump hablaba en un tono que, siendo él, resultaba poco reconocible. Trataba de aparentar que era un candidato normal, pero no había sido la normalidad lo que le había llevado hasta allí. La tensión de la escena se notaba en su performance. De hecho, repitió cientos de veces durante el debate el gesto de tomar aire de forma muy sonora a través de la nariz, lo que se convirtió en motivo de chanza en las redes sociales y en los programas de entretenimiento en televisión. Trump no estaba cómodo. Hillary, sí. Al menos aparentaba estarlo, y eso era suficiente. Hillary consiguió lo que se pretende en un debate: parecer presidencial, que los televidentes se la imaginaran en el Despacho Oval y se sintieran cómodos con esa idea. Uno a cero. Y el debate había terminado sin que Trump hiciera lo que algunos esperaban que hiciera y otros temían que hiciera: mentar a Monica.

Un día antes del debate, el famoso periodista de Fox News Bill O’Reilly preguntó a Trump en una entrevista si iba a lanzar ataques de tipo personal a su contrincante. «No tengo ni idea», respondió Trump. «Si ella me trata con respeto, yo la trataré con respeto». O’Reilly subió un escalón en el interrogatorio y preguntó directamente a Trump si utilizaría el historial extramatrimonial de Bill Clinton. «Creo que no». Y no lo hizo. No, en aquel primer debate que había perdido según todos los analistas, salvo los del equipo más cercano a Trump. Y cuando se extiende la idea de que un candidato determinado ha perdido el debate, da igual cuál sea la realidad. Los debates se ganan o se pierden en el posdebate, en la capacidad del equipo de campaña para decantar su criterio en los medios, en las tertulias periodísticas… Es ahí, más que en el propio debate, donde se impone el titular que queda para la posteridad. Y para la posteridad quedó que Hillary había ganado con comodidad a Donald. Punto. ¿Por qué?

En los días previos, Hillary Clinton se había preparado muy bien y Donald Trump, no. No, al menos, lo suficiente. Su diferente forma de encarar el debate era el ejemplo perfecto de la gran distancia que había entre los dos: ella, entrenada y concienzuda hasta el mínimo detalle; él, confiado en su capacidad dialéctica instantánea, en la improvisación llamativa que tanto apoyo le había generado.

A Trump no le gusta perder el tiempo preparando debates, ni ninguna otra cosa. No lo había hecho durante las elecciones primarias republicanas y el resultado estaba a la vista: era el candidato. No tenía motivo para cambiar de estrategia. No iba a leerse cientos de páginas de un dosier sobre el historial de Hillary. Trump no es un fino estilista, sino un duro fajador. El fajador se limita a lanzar golpes fuertes en la confianza de que alguno irá bien dirigido, aunque solo sea por la ley de probabilidades, y provocará la caída del rival por KO. Apenas dedicó algún tiempo a ensayar con sus asesores, que le recomendaban no entrar en pequeñas batallas con Hillary, sino insistir mucho en las ideas que le llevaron a ganar las primarias: mensajes simples, comprensibles por cualquiera, fueran ciertos del todo o solo a medias o abiertas falsedades, y expuestos con ese lenguaje llano y brutal tan de su gusto y del gusto de muchos que le escuchan.

Clinton se encerró durante días para dedicarse en exclusiva al debate. Conformó un equipo de especialistas que ya habían trabajado años antes en debates con otros candidatos, como Barack Obama. Estudió, estudió y estudió informes muy detallados sobre las propuestas de Trump, el estilo de Trump, las debilidades de Trump, las fortalezas de Trump… Absorbió todo, como buena estudiante que siempre fue. Articuló su discurso con ensayos en los que tenía que ser capaz de compilar sus respuestas en no más de dos minutos, con frases certeras y claras.

Trump estudió menos, ensayó poco, pero sí dedicó tiempo a ver vídeos de otros debates de Hillary para familiarizarse con el estilo de su oponente y encontrar puntos débiles por los que atacar. También revisó algunos de sus propios debates, para recordar sus mejores y sus peores momentos. Pero lo suyo seguía siendo la extrema confianza en su capacidad para improvisar y sorprender. Ese era el secreto de su éxito y debía seguir siéndolo.

Hillary tenía que evitar esa imagen antipática que a veces es incapaz de frenar. Debía parecer inteligente, resuelta y preparada, pero era necesario que se cuidara de aparecer como la insoportable y repelente mejor estudiante de la clase, que cree saberlo todo. Encontrar el punto intermedio no es fácil, y menos cuando estás jugándote la vida bajo una intensa presión, en directo ante cien millones de personas. Y también era una prueba para su carácter: ¿cómo respondería si su rival buscaba el ataque por la vía de los asuntos personales?

Y esta era la ocasión de Donald Trump para mejorar su imagen de tipo bravucón y perdonavidas, con tendencia a soltar una falsedad en cada frase que pronuncia.

Clinton optó por «enfrentarse» a Phillipe Reines, un consultor político neoyorkino que fue su asesor en la Secretaría de Estado. Con anterioridad había participado en la fallida campaña presidencial de Al Gore, en 2000, y actuó como portavoz de Hillary durante sus años cuando era senadora. En algún medio se ha calificado a Reines como el demócrata con un carácter más parecido al de Trump. De ahí el «enfrentamiento»: Hillary decidió que fuera Reines su rival en los ensayos para el debate. Reines haría de Trump. Trump prefirió que nadie hiciera de Hillary en sus pocos ensayos. Hillary reunió en torno a sí a amigos y colaboradores como Ron Klain (demócrata de largo recorrido y experto en debates previos de Obama), John Podesta (colaborador de los Clinton durante años) o Jennifer Palmieri (jefa de Comunicación de la campaña de Hillary y colaboradora de los Clinton desde la presidencia de Bill). Trump contó con el apoyo del exalcalde de Nueva York Rudolph Giuliani, del gobernador de Pennsylvania Chris Christie, o del exjefe de Fox News Roger Ailes (destituido de la cadena por varios casos de supuesto acoso sexual).

Hillary ganó el debate según los medios tradicionales. Se publicaron sondeos hechos a la carrera, tan fiables como echar un vistazo a Twitter y considerar que las muchas insensateces que se escriben ahí representan a todo el electorado. Pero el establishment político-periodístico había elegido a un ganador oficial. Y la ganadora oficial fue Hillary Clinton. Faltaban dos debates más. El segundo estaba fijado en San Luis, Misuri, el domingo 9 de octubre.

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