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LAS REVELACIONES DE WIKILEAKS

Porque los emails de su servidor particular desviados al ordenador del marido de su principal asesora no eran los únicos correos que amenazaban con hacer descarrilar la campaña de Hillary Clinton. El portal WikiLeaks llevaba días publicando emails de contenido poco favorecedor para algunos de los responsables de la campaña demócrata, entre los que estaban el número uno del equipo de Clinton, John Podesta, y la número dos, Huma Abedin.

El líder de WikiLeaks, Julian Assange, llevaba por entonces cuatro años refugiado en la embajada de Ecuador en Londres, porque las autoridades judiciales de Suecia habían pedido su extradición. Le acusaban de violación y acoso sexual a dos mujeres en suelo sueco. Assange aseguraba que se trataba de una conspiración de la CIA para que el Reino Unido le entregara a Suecia y que Suecia, a su vez, le entregara a Estados Unidos para condenarle a muerte por revelar secretos que pudieron poner en riesgo la seguridad del país.

El día de junio de 2012 en que el fundador de WikiLeaks se encerró en la embajada de Ecuador confiaba en que un movimiento ciudadano mundial presionaría a las autoridades suecas y británicas para que se rindieran y renunciaran a su procesamiento judicial. Pero llegados al final de la campaña de las elecciones americanas, Assange seguía enclaustrado entre las paredes de la no muy amplia legación diplomática ecuatoriana por cuarto año consecutivo. Se contentaba con recibir filtraciones sobre Hillary Clinton y publicarlas, hasta que el gobierno de Ecuador, previsiblemente para no irritar más a Washington, optó por cortarle el acceso a Internet durante unos días. Pero ¿de dónde le llegaban las filtraciones que publicaba?

Definitivamente, a Hillary le hubiera resultado de gran ayuda que no se inventara Internet. Alguien, décadas atrás, puso mucho empeño y constancia en relacionar a los seres humanos mediante una red de comunicación tan novedosa. Y esa red se expandió. Y lo hizo gracias, entre otros motivos, a una decisión política adoptada por la administración de Bill Clinton en los primeros años noventa. Había que promover las que bautizaron como «autopistas de la información», y el encargado de dar el impulso fue el vicepresidente Al Gore, que, como todo vicepresidente de Estados Unidos, por definición no tiene nada que hacer.

En términos objetivos, nadie sabe muy bien para qué sirven los vicepresidentes de Estados Unidos. Su dura realidad es que la única utilidad que tienen es estar disponibles, tenerlos a mano, por si el presidente muere (ha ocurrido con varios) o dimite (ha ocurrido solo con uno: Nixon) durante su mandato.

Mientras eso no ocurre, los presidentes tratan de dar a sus vicepresidentes algo en lo que ocupar su tiempo, para que se entretengan, no molesten demasiado y no le quiten protagonismo. Clinton dio a Gore las autopistas de la información porque el simple concepto le debía de parecer una cosa curiosa y (visto en aquel momento) quizá inservible.

Pero, como bien dicen, cuando alguien inventa algo, en Estados Unidos se promueve, se incentiva, se ayuda al inventor, se le financia y se le aplaude, incluso cuando fracasa; en China copian el invento; y en Europa le ponen coto con regulaciones administrativas e impuestos. Y por eso el granero mundial del desarrollo tecnológico es Estados Unidos, mientras los demás (salvo los chinos, que se limitan a copiar) pagamos los royalties. Pero a Hillary aquel invento promovido por el vicepresidente de su marido se le fue de las manos.

La fiesta había empezado justo antes de la Convención Nacional Demócrata, y se había preparado a su medida. Su rival, Bernie Sanders, ya estaba entregado con las muchas armas y bagajes que había acumulado en su casi exitosa carrera de las primarias. El escándalo de los emails no estaba enterrado, pero sí recluido en un perímetro político teóricamente controlable por la sabiduría de sus estrategas de campaña y, sobre todo, por la inconmensurable capacidad política de Bill Clinton para enredar, maniobrar, ocultar y redirigir las crisis. Había mucho dinero disponible para los poco más de tres meses que quedaban hasta las elecciones del 8 de noviembre. Había elegido al senador Tim Kaine, un hispanófilo capaz de asegurar el voto de los hispanos y de ganar Virginia, su Estado, uno de los llamados swing states, de los que no está claro si «bailarán» con un candidato o con su contrario. Pero entró en juego WikiLeaks.

A pocas horas del inicio de la Convención Demócrata, la web de filtraciones colgó miles de emails de altos cargos del partido, en los que intercambiaban ideas sobre cuál sería la mejor fórmula para destrozar la campaña de Bernie Sanders en las primarias y favorecer a Hillary. Debbie Wasserman Schultz, presidenta del Comité Nacional Demócrata (DNC, en sus siglas en inglés), dimitió de inmediato. Si ser vicepresidente de Estados Unidos es una larga siesta que dura cuatro u ocho años (dependiendo del éxito del presidente), ser presidente del Comité Nacional de cualquiera de los dos partidos es casi como ocuparse de la logística, como el utilero en un equipo de fútbol. De hecho, muchos americanos supieron aquel día de la presencia en la Tierra de Debbie Wasserman Schultz. Ella era la responsable de lo que ya era conocido desde hacía tiempo: que la estructura del partido trataba de aupar a Hillary Clinton y derribar a Bernie Sanders. Pero ¿cómo llegaron aquellos emails a WikiLeaks?

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