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LA LARGA MANO DEL KREMLIN

La web de Assange funciona con las exclusivas informativas como la mayoría de los medios de comunicación. En buena medida, el mitificado periodismo de investigación es, en realidad, periodismo de filtración. Los grandes escándalos en países democráticos se hacen públicos porque a alguien le interesa que se conozcan y pone los datos en manos de algún periodista. Y ahí sí, una vez con los datos en la mano, el periodista profundiza en ellos mediante una investigación más o menos intensa. Pero sin filtración no suele haber investigación. ¿A quién le interesaba filtrar los emails del DNC? A Hillary, no. Y ya era un poco tarde para que le pudiera interesar a Sanders, porque sus opciones habían quedado por el camino hacía tiempo. Quizá tres o cuatro meses atrás aún le podrían haber abierto las puertas de la nominación. Pero llegados a la convención de finales de julio, todo el pescado que se había puesto a la venta ya estaba vendido de antemano. ¿Y qué tal a Vladimir?

El nombre de Putin siempre está a mano para darle lustre a cualquier buena teoría conspirativa. Un hombre que fue del KGB y que gobierna con puño de hierro, retocado con una pizca de barniz democrático-formal, es siempre un buen candidato para quedarse con el papel de malo de la película. Pero tan intensa fue la sospecha de veracidad que se dio a la especie, que Barack Obama llegó a convocar una reunión de expertos en seguridad de su administración para tratar el asunto. Si Rusia había hackeado los ordenadores del DNC es que algo se estaba haciendo muy mal. Las autopistas de la información promovidas por Clinton-Gore en los noventa eran un coladero para cualquier experto informático con malas intenciones. Y no hay servicio de inteligencia en el mundo que frecuente las buenas intenciones hacia sus enemigos.

¿Qué interés podía tener Putin en reventar la Convención Demócrata? Rebobinemos. Día 4 de diciembre de 2011. Los rusos estaban convocados a participar en las elecciones a la Duma, el parlamento del país. La Unión Europea y Estados Unidos fueron muy críticos con aquel proceso electoral. Se acusó a Putin de fraude, y el descontento en una parte de la sociedad rusa empezó a hacerse patente en las calles unos días después. Primero, con pequeñas manifestaciones. Más tarde, el 10 de diciembre, con la demostración de fuerza más importante de la oposición desde hacía veinte años. Las protestas se repitieron el día de Nochebuena, con muchos grados bajo cero en las calles de Moscú. Los manifestantes exigían la repetición de las elecciones y la libertad para los que consideraban como presos políticos. En el Kremlin temieron que aquel movimiento terminara por resultar tan exitoso como la llamada Revolución Naranja, que había puesto en jaque al gobierno de Ucrania unos años antes.

Putin estaba furioso. Unos jovenzuelos cuestionaban su poder. Y la culpa tenía nombre: Hillary Clinton («una mujer con pelotas», en terminología de algún diplomático ruso citado por la prensa americana). La entonces secretaria de Estado había cuestionado en esos días el resultado de las elecciones legislativas rusas. Desde Lituania, Hillary dijo que «el pueblo ruso merece que se escuche su voz y se cuenten sus votos, y eso significa que merece elecciones justas, libres y transparentes, y líderes que asuman sus responsabilidades». Ahí queda eso.

Putin acusó a la secretaria Clinton de dar dinero y respaldo político a los manifestantes, a los que a su vez denunció por recibir «apoyo del Departamento de Estado de Estados Unidos» para menoscabar su liderazgo. «Tenemos que protegernos de estas interferencias en nuestros asuntos internos», proclamó el presidente de la Federación Rusa. Putin llegó a protestar en persona ante Barack Obama por la actitud de Hillary Clinton, considerada especialmente dura hacia Rusia, incluso entre algunos de sus colegas de la Administración en Washington. Luego Putin se anexionó Crimea en 2013 («Putin actúa igual que Hitler en los años treinta», dijo Hillary), invadió el este de Ucrania en 2014, y se lanzó a la guerra de Siria en 2015. Todo ello, contra el criterio de Estados Unidos y de sus aliados.

Y en julio de 2016, Vladimir Putin observaba desde su despacho junto a la Plaza Roja de Moscú cómo su enemiga Hillary se acercaba al Despacho Oval de la Casa Blanca. Pudiendo perjudicar a Hillary y beneficiar a su alma gemela Donald, ¿por qué no hacerlo? Alguien en el servicio heredero de la KGB se debió de ganar un buen sobresueldo en aquel verano cuando acudió a ver a su excolega, el espía-presidente, y le puso sobre la mesa un montón de folios que conformaban el «Dosier DNC», el informe anti Hillary. En Rusia, la venganza siempre se sirve en plato frío, por obvias razones de temperatura ambiente.

En realidad, nadie sabe si es cierta esta tesis de la pista conspirativa rusa. Divertida sí es, y sirve para escribir novelas con efluvios de la Guerra Fría. Pero tampoco Putin podía demostrar que las manifestaciones de 2011 las organizaba Hillary desde Washington. La verdad es asunto muy menor en la política internacional, donde el interés particular es la única guía para actuar. Y a Hillary Clinton le interesaba dar pábulo a la pista rusa. Nada mejor para alimentar el patriotismo americano que reflotar los viejos aromas soviéticos, igual que algún dirigente de la izquierda española de la Transición acabó añorando los tiempos de la clandestinidad («contra Franco vivíamos mejor», decían). Muchos en Rusia y en Estados Unidos evocan con cariño los buenos viejos tiempos del pulso USA-URSS, cuando miles de misiles nucleares amenazaban nuestras cabezas, pero la estrategia de la mutua disuasión nos hacía sobrevivir día a día, y el mundo era más fácil de entender (los otros eran siempre los malos y nosotros, siempre los buenos) que en estos tiempos de yihadismo incontrolado. Esta línea de opinión tiene defensores muy firmes en ambos lados del mundo.

Pero hay un motivo más prosaico para entender por qué la campaña de Hillary Clinton creyó encontrar una buena noticia dentro de la mala noticia que incendió el inicio de la convención: había miles de americanos en estados clave para las elecciones de noviembre cuyo origen está en los países limítrofes con Rusia. Y cada voto cuenta, como pudo comprobar Al Gore en las elecciones del año 2000.

La relación de los responsables americanos con Vladimir Putin nunca ha sido sencilla. George Bush quiso hacerse el interesante al asegurar que él sí había conseguido «entender el alma» del presidente ruso. Hillary, por entonces senadora por el estado de Nueva York, se puso burlona y dijo que «por definición, un agente del KGB (Putin lo fue) no tiene alma». Una broma poco diplomática para quien unos meses después sería elegida por el nuevo presidente Obama como responsable de la diplomacia americana.

Dos años después, en 2010, Hillary y Vladimir tuvieron la ocasión de intimar en una visita que la secretaria de Estado hizo a Moscú. Putin sacó su pulsión más aduladora y la llevó a visitar una de sus residencias en las afueras de la capital rusa, en la que, según cuentan, tiene una sala repleta de cabezas de animales cazados por el líder, igual que Franco siempre pescaba la trucha más grande. Tanta galantería mal entendida solo era el preámbulo de una breve comparecencia posterior ante los medios, en la que Putin descargó su irá contra Estados Unidos por sus decisiones sobre asuntos comerciales.

Pasados los años y llegados al verano de 2016, ¿estaba Putin en condiciones de evitar la victoria de Hillary Clinton? ¿Lo pretendía? De momento, le bastaba con haber ayudado a que Hillary llegara a la Convención Demócrata con un sondeo según el cual el 68 por ciento de los americanos desconfiaba de ella. Lo que Putin quería con la supuesta filtración de los emails del DNC era demostrar su poderío ante quien parecía estar cerca de ser la presidenta de Estados Unidos: «Ojo, Hillary, que aquí estoy yo. Te espero. Sinceramente tuyo, Vladimir». Bienvenida a la Champions League. Y tú, Donald, también…

Se especuló con que cualquier día iban a publicarse correos electrónicos hackeados a los republicanos. Pero WikiLeaks ha demostrado en sus años de existencia que tiene un hilo de información muy fluido con Moscú para publicar documentos robados a Estados Unidos, porque no acaba de publicar nada relevante que pueda molestar a Rusia. Y allí, en Rusia, consiguió acogimiento el otro gran filtrador de los secretos americanos, Eduard Snowden.

A pocos días de las elecciones de noviembre los emails publicados por WikiLeaks ya habían pasado al fondo de armario de los asuntos polémicos de campaña, sin efecto real alguno. Y eran los emails de Hillary Clinton investigados por el FBI los que de verdad amenazaban a la candidata y los que podían reflotar las aspiraciones de Donald Trump. A esas alturas de la campaña ya no eran solo candidatos rivales, ni siquiera enemigos. Ahora se odiaban y buscaban la victoria por eliminación del adversario.

La noche del 8 de noviembre, los dos grandes protagonistas de esta increíble historia recordarían el episodio de los emails, porque el FBI había reabierto el caso unos días antes de las elecciones, había destrozado el intento de Hillary Clinton de acabar la campaña en positivo, había hundido sus expectativas, y cuando a cuarenta y ocho horas de las elecciones el Buró volvió a cerrar el caso, ya resultaba indiferente. El filo de la navaja había llegado tan adentro, que retirarlo ahora dañaba más que sanaba. En esa noche de gloria para Trump, los emails de Hillary eran solo una especie de flash que apenas se interponía levemente entre los datos del recuento, la angustia de quien lo iba perdiendo, y el entusiasmo (y se supone que el sentido de la responsabilidad) de quien lo iba ganando. Y no hubo que esperar para saber quién lo iba ganando.

Desde el principio, Donald Trump sumaba más votos que Hillary Clinton en los estados clave, los llamados swing states, esos que pueden bailar con republicanos o con demócratas, dependiendo de cuál de los dos candidatos esté dispuesto a ser más generoso con ellos; de cuál de ellos supiera captar mejor los deseos más íntimos de sus votantes. En algunos, el resultado era muy evidente, y no parecía haber marcha atrás. No la hubo, de hecho. Trump ganaba con holgura. En otros se imponía la prudencia, traducida en esa expresión tan propia de la política electoral americana, too close to call: demasiado igualado para anunciar la victoria de cualquiera de los dos contendientes. Varios estados se mantuvieron en esa situación durante largas horas de la madrugada, pero siempre con ventaja de Trump. Según avanzaba el recuento, no aparecía un solo indicio de que Clinton estuviera cerca de dar vuelta al resultado. Y no apareció. Donald Trump, empresario, lenguaraz, mujeriego, brillante operador de mercadotecnia, había derrotado a todos los políticos que se le pusieron enfrente durante un año y medio. No quedó uno solo en pie. Ni siquiera Hillary. Ni siquiera Bill. El imperio Clinton se había derrumbado. El imperio Trump, compuesto hasta entonces por hoteles, casinos, campos de golf, acciones en la bolsa y edificios de apartamentos, había tomado también la Casa Blanca. Trump White House. Trump Oval Office. Trump Empire.

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