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LOS BLANCOS Y EL RACISMO

Charles Nichols, de cuarenta y un años, funcionario, votó por Obama en 2008 y, por supuesto, no se considera racista. En 2016 votó por Donald Trump, «cansado de que se acuse de racismo a cualquiera que sea blanco» y «confiado en que el nuevo presidente pueda crear puestos de trabajo y dar la batalla al terrorismo». Nichols está feliz porque «por fin, con esta victoria, se termina con esa desagradable sensación de sentir miedo de hablar, con el riesgo de que cualquier cosa que digas sobre asuntos raciales se malinterprete porque eres blanco. Ser blanco no puede convertirse en algo malo».

Megan Johnson, treinta y cinco, administrativa de una empresa del sector de la distribución alimentaria, se considera parte de una porción de la sociedad americana, que niega ser del llamado «nacionalismo blanco», pero que sí cree que con la victoria de Trump es más cómodo tener piel blanca en Estados Unidos. «Estoy harta de lo políticamente correcto, de que me acusen de beneficiarme por ser blanca. Trump ha roto esa muralla y ahora me siento libre de hablar».

Chris Connor, cuarenta, pequeño empresario, optó por montar su propia empresa después de fracasar en su intento de conseguir un puesto en la Administración Federal. «Sobrepasé con creces las condiciones exigidas, pero ocupó el puesto alguien que pertenecía a una minoría: un afroamericano. La Ley de la Discriminación Positiva (affirmative action, en inglés) solo es positiva si no eres blanco. Por eso voté a Trump».

Y gracias a ese voto, Hillary, Donald ha podido colocar como jefe de su estrategia política a un tipo tan desenvuelto como Stephen K. Bannon. Le acusan de ser un racista, pero él y los suyos se hacen llamar «plataforma de la derecha alternativa» (alt-right). Ahí queda eso. Ya sabes, Hillary, que a los extremistas, sean del lado que sean, les encanta calificarse como alternativos. Ya no se es un fascista, sino de la derecha alternativa. Ya no se es comunista, sino de la izquierda alternativa. Los que odian lo políticamente correcto también saben encontrar eufemismos políticamente correctos para definirse.

Y no es un idiota. No lo es, Hillary. Este tal Bannon consiguió su graduación en la escuela de negocios de Harvard, y trabajó en un puesto importante en Goldman Sachs, además de producir películas. Luego trabajó en una web llamada Breitbart News, y en un programa de radio. Y llenó ambos, la web y el programa, de voces que, por ejemplo, advertían al mundo de la inminente invasión islámica que «de hecho, ya casi se está produciendo en Europa», según su testimonio. Es el «fascismo islámico», como lo ha calificado. También hay voces que criticaban a las feministas, a los homosexuales y a los negros que defendían apasionadamente sus derechos. ¿Parece un mensaje imposible de compartir? Parece que no, Hillary. ¿Verdad que muchos lo compartieron, Donald? Muchos lo comparten, de hecho. Y no solo en Estados Unidos.

Porque las cosas son más complejas de lo que parecen. O quizá no. Quizá sean más simples. Porque Bannon eligió en su día como asistente personal a una mujer de raza negra, y no a un hombre de raza blanca. Porque, aun habiendo sido acusado de antisemita, quienes le conocen aseguran que hay judíos en su familia.

Ya nada es tan burdo ni vulgar (ni tan directamente criminal) como el Ku Klux Klan quemando cruces en medio de un campo de Georgia antes de salir de caza a matar a un negro, como en aquellos tiempos del siglo XX. Ahora las cosas se han sofisticado, Hillary. Donald ha elegido a Bannon por eso, por su sofisticación. Por tener en la cabeza un método bien estructurado para conformar un estilo populista, en el que el extremismo no lo es todo, sino apenas una parte. Porque los extremistas, por sí solos, no ganan elecciones. Hace falta recoger el voto de muchas personas que tienen determinadas ideas simples pero muy firmes en su cabeza, a la espera de que un líder sea capaz de sacarlas de ahí y convertirlas en votos. Tan sencillo como eso. Y tan difícil. Tú has sido ese líder, Donald.

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