Trump

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1. ¿De quién fue la culpa? » Trump Tower

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TRUMP TOWER

Para empezar tenía que echar abajo el edificio de la tienda, de diez plantas. Ante las críticas que provocó el anunció de su derribo, Trump prometió salvaguardar algunas piezas que se consideraran relevantes por su valor artístico. Había, por ejemplo, un par de relieves en la fachada, a la altura de la octava planta, de dos mujeres semidesnudas en actitud de lucha. El joven aspirante a magnate anunció que donaría esos relieves al Museo de Arte Metropolitano. Pero aquello nunca ocurrió. Las esculturas desaparecieron en medio de las labores de derribo. Salvarlas costaba dinero, y era su dinero. La justificación que se dio es que esas supuestas obras de arte en realidad no lo eran tanto, y apenas tenían valor real. Trump asumió públicamente su responsabilidad en la decisión. Sí preguntó si podría perjudicarle esa medida tan drástica. Le dijeron que, en efecto, le perjudicaría. «No me importa, porque nunca voy a tener buena imagen ante el establishment. Ellos nunca intentarán hacer algo tan importante para esta ciudad como lo que estoy haciendo yo. Así que no me importa lo que piensen». Sin complejos. No los tuvo ni antes ni después. El Bonwit Teller ha muerto, viva la Trump Tower.

Estaba empezando a escalar la ola para llegar hasta la cresta. Se sentía gustoso de enfrentarse con las autoridades y de aparecer en los periódicos como un héroe de los que desprecian al poder. Era feliz en su piel de nuevo rico en ascenso, y empezó a darse gustos propios de los nuevos ricos. Contrató a un policía para que fuera su chófer, y al coche le puso una matrícula con sus iniciales DJT, Donald John Trump. Así todos sabrían quién iba a bordo de ese automóvil tan lujoso. Iba un triunfador.

Think big. Piensa a lo grande. Trump siempre ha seguido ese lema tan americano para alcanzar cada uno de sus objetivos, hasta llegar al más grande posible, que es la presidencia de los Estados Unidos. Y empezó a pensar a lo grande con su torre de Manhattan. Llamó a otro Donald: Donald Clark Scutt, conocido como Der Scutt. Había nacido en un pueblo de Pennsylvania en 1934, y era un reconocido arquitecto autor, por ejemplo, del edificio One Astor Plaza de Times Square, sede de compañías como MTV o Viacom. La idea era construir en la Quinta Avenida un rascacielos multiusos (viviendas, comercios y oficinas) de superlujo. Trump, a pesar de las cosas que años después dijo sobre las mujeres, eligió a Barbara Res para que fuera la supervisora de la obra, igual que lo había sido antes y lo sería después en otros proyectos del magnate.

El plan original de la Trump Tower tuvo algunos cambios a lo largo de la construcción. Finalmente quedó establecido que tendría cincuenta y ocho plantas. Y las tuvo. Pero el camino, como el de toda obra importante, fue complejo. Trump se peleó (y rompió sus acuerdos) con algunas de las empresas subcontratadas porque no le satisfacía su servicio, se peleó con los sindicatos que representaban a los trabajadores (hubo varias huelgas), se peleó con el alcalde Ed Koch por problemas fiscales relacionados con la torre, se peleó con los tribunales de justicia porque había utilizado un seudónimo (John Baron) para firmar algunos contratos, y tuvo un problema serio porque contrató a un grupo de trabajadores ilegales polacos.

Este enredo de los trabajadores polacos llegó a ser dañino para Trump. Le llevó a los tribunales, acusado de contratar a ciento cincuenta indocumentados para la demolición del viejo edificio de los almacenes Bonwit Teller. Les pagaba cuatro dólares por hora, y tenían que trabajar doce horas al día, siete días a la semana. Y con el añadido de que algunos aseguraban no haber cobrado nunca. La denuncia señalaba, además, que las condiciones de trabajo eran pésimas, que los indocumentados polacos tenían que dormir en la propia obra, y que a veces se pretendía que cobraran su salario en botellas de vodka, en vez de en dólares. La sentencia le condenó a abonar un millón de dólares. Sí, el mismo Donald Trump que en 2016 prometió cerrar las fronteras de Estados Unidos a los inmigrantes ilegales, contrató a trabajadores ilegales para su obra maestra: la Trump Tower.

Hubo al menos tres incendios durante las labores de construcción. Uno de ellos hizo dudar de que se pudiera terminar la obra. Se produjo el 29 de enero de 1982. Pero Trump supo resolver el problema en dos meses y la torre siguió creciendo, y buscando el cielo de Manhattan. Nada ni nadie iba a frenarle. Nada ni nadie impediría que erigiera su torre. Incluso consiguió el permiso para que el edificio tuviera las últimas veinte plantas concediendo a cambio que se considerara el atrio, con una altura de unas seis plantas, como un espacio público gestionado por el ayuntamiento, y con las tiendas de marca más caras del mundo.

La torre fue diseñada con el deseo de epatar a los visitantes. Y lo consigue. La decoración tiene tintes de un barroco moderno, con puertas doradas y paredes de mármol. Hay un ascensor específico para ir al apartamento de Trump, ventanales por todas partes, y una cascada interior. Todo parece asombroso. Es el mundo de Trump.

La Trump Tower fue abierta por tramos. Primero se inauguró el atrio, con sus tiendas, en febrero de 1983. Nueve meses después empezaron a funcionar las oficinas de las compañías que habían alquilado o comprado espacio en la torre. Incluso siguió funcionando durante unos años una tienda de Bonwit Teller, aunque mucho más pequeña que la original.

Pero el gran éxito fue la venta de los megalujosos apartamentos. Se vendió casi la totalidad. Los muy ricos parecían obnubilados ante la posibilidad de disponer de una residencia en la torre de Trump. Los que buscaron un pisito barato tuvieron que pagar 600 000 dólares por disponer de una salita de estar, un baño, una minicocina («nuestros compradores no suelen cocinar», explicaban los comerciales encargados de vender las viviendas de la torre) y una habitación. Y algunos no quedaron muy satisfechos. Sí, podían vivir en la Quinta Avenida de Manhattan, pero esos primeros apartamentos no tenían tanto lujo como el esperado. Los que quisieron hacer una demostración de soltura financiera se quedaron con las más caras. Se podía elegir entre pagar desde uno hasta doce millones. Eran los noventa y un apartamentos de mayor tamaño. Y allí sí se notaba la ostentación. Trump se quedó con el mejor: un tríplex en lo alto del edificio.

En 1984, el joven Trump ya se había convertido en una celebridad, después de la construcción de la Trump Tower, y despertaba la curiosidad de los medios. La revista GQ le dedicó una de sus portadas: foto de plano corto con el rostro del magnate en actitud entre pensativa y seductora, con el título «¿Cuán dulce es el éxito? El hombre que asume riesgos y gana millones».

La revista relata cómo, de repente, todos aquellos millonarios o empresas que querían adquirir propiedades en Manhattan iban a la Trump Tower. Tenía un efecto imán con el dinero de los demás. Donald Trump había sido considerado entre los clásicos del mercado inmobiliario de la ciudad como un advenedizo sin opciones. Mucho ruido y pocas nueces, pensaban. Se equivocaban. Sin duda el ruido era atronador, pero las nueces empezaron a caer en cantidades muy respetables.

Trump, con su ego en modo expansivo, empezó a poner su nombre allí donde podía, en la entrada de los edificios que se empeñó en construir o en rehabilitar. Y no fueron pocos. Ningún promotor tuvo tanto trabajo en Nueva York en aquellos años.

Poco después de la Trump Tower se puso a la venta la Trump Plaza del Upper East Side de Nueva York, un enorme rascacielos de viviendas. Y lo hizo también en Atlantic City, donde inauguró en 1984 otra Trump Plaza, en este caso un hotel casino muy bien situado en el paseo marítimo. «Bien situado» y «Trump» siempre van unidos. Donald tuvo muy claro desde el principio de sus tiempos que la clave en el negocio de la construcción y venta de edificios es location, location, location: lo primordial es dónde está o va a estar el edificio. «Es magnífico. Una megaestructura. Increíble. El mayor casino del mundo».

Trump consiguió en muy poco tiempo que su nombre fuera identificado con el lujo y el éxito, y todos los millonarios desean ser identificados y estar cerca del lujo y de quienes tienen éxito. Decir que eras propietario de un apartamento en la Trump Tower era una buena carta de presentación. Dinero llama a dinero. El marketing Trump empezaba a funcionar. Cualquier apartamento, hotel, casino o campo de golf (ha sido propietario o gestor de dieciocho) que llevara ese apellido era un lugar imantado: atraía a cualquiera que quisiera figurar, y eran legión. Hubo quien compró un apartamento en la torre gastándose una inmensa cantidad de dinero, invirtió aún más dinero para acondicionarlo, hizo construir una piscina dentro, y apenas pasaba una semana al año en el edificio. Pero podía ir por la vida diciendo a quien le quisiera escuchar que tenía un apartamento en la Trump Tower.

Trump se dio cuenta de lo beneficioso que era el marketing un día que estaba viendo en televisión la final del US Open de tenis que se disputa cada año en Nueva York. Ganó Martina Navratilova. Subió al podio, le entregaron el trofeo y un cheque con el premio económico al que tenía derecho después de vencer en la final de un Grand Slam. Y Martina, entusiasmada, cogió el micrófono y dijo ante las veinte mil personas que llenaban el recinto, y ante decenas de millones de personas que veían la escena por televisión en todo el mundo, que «ahora me voy con este cheque a comprar un apartamento en la Trump Plaza». Y eso fue exactamente lo que hizo. Y con ella, el famoso presentador de televisión Johnny Carson, la actriz Sofía Loren o el director de cine Steven Spielberg.

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