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1. ¿De quién fue la culpa? » «Mis proyectos se promocionan solos»

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«MIS PROYECTOS SE PROMOCIONAN SOLOS»

Trump lo explicaba sin prejuicio alguno en aquella primera mitad de los años ochenta: «Ahora, mis proyectos se promocionan solos. Y si hay una razón por la que eso es así es porque sé lo que la gente quiere, y soy bueno en situaciones difíciles. Lo que me gusta es que la gente me diga que algo no se puede hacer cuando yo creo que sí se puede. He tenido que tratar con personas muy inteligentes que se comportan como lobos, he competido contra ellos y he ganado». Lo había conseguido: su torre no solo era un lugar para vivir o para trabajar. La Trump Tower era ya un «escenario, y la gente viene desde cualquier lugar del mundo a ver ese escenario. Dicen que quieren visitarlo. Se ha convertido en una atracción. En todo el mundo hablan de este edificio y les encanta».

Como dice Michael D’Antonio, autor del libro La verdad sobre Trump, «muchas de las cosas de Donald son una pura ilusión. Pero la Trump Tower es real. Es un impresionante logro empresarial, de ingeniería y de arquitectura que no se le puede negar». «Soy un tipo de primera clase, solo voy de primera clase», se describía Trump a sí mismo en la revista GQ, en su momento de primer esplendor económico, en 1984. Think big.

En aquellos días, la revista Forbes estimaba que Trump y su padre Fred disponían de una fortuna que podía variar entre 400 y 500 millones de dólares. «Tengo mucho más que eso», decía Trump a quien quisiera prestarle atención, que era casi todo el mundo. Si algo ha intentado siempre (y conseguido muchas veces) es hacer suponer a los demás que su fortuna es mucho mayor que la real, y sus deudas mucho menores. Pero las deudas existían.

En una reunión con sus colaboradores, cuando trataban de reflotar el semihundido y bellísimo hotel Plaza, un abogado le dijo a Trump la verdad: que nunca podría recuperar los 407,5 millones de dólares que había pagado por ese hotel en 1988. Trump se había sentido en la gloria el día que puso esa cantidad de dinero en un cheque y se la entregó a los anteriores propietarios, la cadena Westin Hotels (los gestores de Westin Hotels, también). «No he comprado un edificio. He comprado una obra maestra, una Mona Lisa. Por primer vez en mi vida, no he realizado un acuerdo económico, porque nunca podré recuperar el dinero que pagué, sea cual sea el éxito que tenga en la gestión del hotel». Tenía razón. Toda la razón. Había comprado un capricho. Y su abogado también tenía razón cuando tiempo después, en la referida reunión, le dijo lo mismo. Además, tuvo que gastar otros 50 millones de dólares en reconstruir el edificio y acondicionarlo. Aun así, el hotel fue bien gestionado por su primera esposa Ivana, pero el incendio que provocaba el montante de la deuda anterior era muy difícil de sofocar.

En una de sus tradicionales arrancadas, Trump le soltó a su abogado que le pusieran «de inmediato al teléfono con el Sultán de Brunei. Tengo su garantía personal de que me sacará del Plaza con beneficios». Y entró en trance: «¿Dicen que el hotel Plaza vale 400 millones? —dijo a gritos—. Pues yo digo que vale 800 millones. ¿Quién demonios sabe cuánto vale? Te voy a decir una cosa: vale mucho más de lo que pagué por él. Esto es como lo de Forbes, que dice que todas mis propiedades valen 500 millones. Pues está bien, porque son 500 millones más de los que tenía cuando empecé».

No fue el sultán de Brunei, ni fue por 800 millones de dólares. Trump hizo un par de regates a un conglomerado de bancos liderados por Citibank para que se quedaran con el 49 por ciento del hotel, a cambio de perdonarle 250 millones de dólares y reducirle el tipo de interés del resto de la deuda. El hotel entró al poco tiempo en proceso de bancarrota. Era 1992, y en 1995 el príncipe saudí Al-Waleed bin Talal se quedó con el Plaza a cambio de 325 millones de dólares, 75 millones menos de los que pagó Trump, y 475 millones menos de los que hubiera pagado el sultán de Brunei si aquella llamada telefónica siquiera se hubiera llegado a producir. Pero el negocio de Trump sobrevivió. Cuando debes mil euros al banco, el problema lo tienes tú. Cuando debes mil millones, el problema lo tiene el banco.

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