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TRUMP, SUS DEUDAS, LOS BANCOS E IVANA

Con la Trump Tower hizo, al menos parcialmente, un negocio mucho mejor. Llegó a un acuerdo con el Chase Manhattan Bank para financiar la obra, pero antes de que estuviera terminada ya había vendido oficinas y apartamentos por casi el doble del valor del préstamo. «Esto es mejor que trabajar», bromeaba el magnate. Sin duda, lo era.

Y para entonces, Donald ya había encontrado a Ivana. Hay algunas dudas sobre qué caminos recorrió aquella joven de origen checoslovaco para terminar en los brazos (y con la chequera) de Donald Trump. Se ha dicho que era esquiadora y que fue seleccionada como suplente por Checoslovaquia para los Juegos Olímpicos de Invierno en Sapporo, en 1972. Pero hay dudas sobre la veracidad de ese dato. Se ha dicho que tuvo un breve matrimonio con un tal Alfred Winklmayr, pero que se divorció a los dos años para instalarse en Canadá con un amigo de la infancia que gestionaba una tienda de artículos de esquí. Y se ha dicho que pasado algún tiempo se mudó a Nueva York. Allí conoció a Donald durante una fiesta. Era 1976.

Apenas un año después les casó el reverendo Norman Vincent Peale, amigo de la familia Trump. Peale fue un hombre con ideas controvertidas. Defendió lo que él llamaba el «pensamiento positivo» en un libro muy vendido, aunque algunos especialistas en la materia tildaron esa teoría de fraude. Tuvo mucho éxito con un programa de radio llamado El arte de vivir, y se granjeó el respeto de varios presidentes. Entabló tanta amistad con Richard Nixon que llegó a oficiar la boda de su hija Julie con David, el nieto de Eisenhower. Y Ronald Reagan le concedió la Medalla de la Libertad, el más alto galardón civil de los Estados Unidos. Por el contrario, Peale participó en duras campañas contra el presidente Kennedy. El reverendo no lo sabía, pero aquel 7 de abril de 1977 estaba casando en Manhattan a otro presidente de los Estados Unidos. De aquel matrimonio nacieron Donald Jr. en 1977, Ivanka en 1981 y Eric en 1984.

Ivana se convirtió en una estrecha colaboradora en los proyectos inmobiliarios de su marido, hasta ser elegida como la responsable de decoración. De ella fue la idea, por ejemplo, de construir una cascada en el lobby de la Trump Tower, y llenar las paredes de mármol: «Echamos abajo una montaña entera de mármol. Veinticinco toneladas». Ivana también diseñó, al menos parcialmente, el apartamento de tres plantas de la familia. Fue gerente del casino Trump Castle, con bastante éxito. Fue también la responsable del mítico hotel Plaza de Nueva York. Y en 1990 fue elegida como hotelera del año.

Donald e Ivana eran la pareja perfecta. La revista Vanity Fair describía una escena de mediados de los ochenta en la mansión familiar de Mar-a-Lago en Florida. En una cena con invitados, los Trump estaban sentados en los extremos opuestos de una larga mesa, al estilo imperial, como si fueran el rey y la reina. Estaban en su mejor momento, llenos de gloria. En aquellos días era fácil encontrar a Trump en la televisión ofreciendo al gobierno sus servicios para negociar con los rusos. Y se hablaba de que podría lanzarse a la carrera por la presidencia. Mediados de los ochenta. Premonitorio. Pero también había una premonición menos política y más personal en aquella crónica del Vanity Fair: Donald e Ivana «se comportaban cada vez menos como marido y mujer y más como dos embajadores de países distintos, cada uno con su propia agenda».

El relato, cierto o mitificado, narra la historia de un marido, Donald, que maltrataba de palabra a su esposa, Ivana, incluso en público, con un tono despreciativo y degradante hacia ella. Y refiere a Ivana como una mujer capaz de soportar que su relación fuera esa, a cambio de sostener su tren de vida. Y no era cualquier tren de vida.

Cuando viajaban a su mansión de Florida lo hacían en un avión privado. Al aterrizar, un Rolls Royce se ocupaba de trasladar al matrimonio, mientras que los niños, sus cuidadoras y los guardaespaldas iban en una lujosa furgoneta habilitada al efecto. Si a las autoridades les parecía conveniente, incluso disponían de una escolta específica con la que se conformaba una larga caravana de motos y coches, como si se tratara de una alta autoridad pública.

Pero el tren de vida estaba a punto de descarrilar llegados a 1990. Donald Trump entró en pérdidas, tanto en el ámbito de los negocios como en el personal. Si no era capaz de evitarlo (y no lo fue) sus casinos y sus hoteles empezarían a caer en quiebra sucesivamente. Primero el Trump Taj Mahal, un hotel casino gigantesco que, según los expertos en casinos (Trump no lo era), resultaba imposible de llenar y de rentabilizar. Y, en efecto, ni se llenaba ni se rentabilizó. También se hundieron en la quiebra sus otros dos casinos: el Trump Castle y el Trump Plaza. Después, el hotel Plaza… Algunas estimaciones establecían los problemas económicos de Trump en una cantidad que podía rondar los 600 millones de dólares. Todo lo que llevaba su nombre parecía tener un fulgor incomparable. Pero todo lo que llevaba su nombre acababa quebrando. Deudas. Muchas deudas. Todos los bancos que hacía unos años se habían puesto en fila para prestarle dinero, ahora se ponían en fila para reclamar su dinero.

Trump buscaba desesperadamente una solución económica que evitara su ruina y el final prematuro de su imperio. Y, en paralelo, mantenía una aventura fuera de su matrimonio, que ya era del dominio público. Y en ese público estaba incluida su esposa. Ivana leía en los tabloides las noticias sobre su marido y su amante Marla. La humillación fue dejando poso en su interior. Eso se sabe con seguridad. Y al margen quedan los rumores. Entre esos rumores se llegaron a publicar supuestas conversaciones entre Donald Trump y su hijo mayor, Donald Jr., que apenas tenía doce años. Y se puso en boca del jovencito una dura acusación hacia su padre en una supuesta noche de discusión familiar: «¿Cómo puedes decir que nos quieres? No nos quieres. Ni siquiera te quieres a ti mismo. ¡Solo amas a tu dinero!». ¿Diría eso un niño de doce años? Aseguran que sí. Y aseguran también que la madre de Donald casi pedía perdón a Ivana preguntándose a sí misma: «¿Qué clase de hijo he criado?». Mito o realidad. Trump siempre ha vivido a medio camino entre ambos.

Lo que sí estaba perdiendo era la batalla de la opinión pública. Conforme la historia del trío Ivana-Donald-Marla se convirtió en cháchara de café, Ivana pasó a ser la preferida del gran público. La periodista Marie Brenner asegura que Trump le soltó en cierta ocasión una frase que define con propiedad su carácter: «Cuando un hombre deja a una mujer, especialmente cuando eso se percibe como que la has dejado por otro culo mejor, un 50 por ciento de la población querrá más a la mujer que ha sido abandonada». ¿Para qué matizar?

Pero Ivana había nacido en un país comunista, y estaba acostumbrada a la vida dura y sin matices. Se gastó algún dinero en reparar su aspecto físico, algo deteriorado por el inevitable transcurrir de los años (dicen que quedó irreconocible hasta para su propia familia), y contrató a un experto en imagen, para que llevara sus relaciones con la prensa en ese momento tan delicado. El objetivo era evidente. Dado que su crisis matrimonial era pública, resultaba necesario ganarse el favor de las masas para que, a su vez, eso influyera en el juez que se encargara del divorcio, al que iba a pedir algo muy sustancioso: buena parte de la fortuna de su todavía marido.

No era eso lo que habían pactado antes de casarse, aunque el pacto se firmó en contra de los deseos de Ivana. Faltaba poco para la boda cuando Donald puso delante de su novia un papel: «Fírmalo —le dijo—. Es un documento para proteger el dinero de mi familia». «No tenemos este tipo de documentos en Checoslovaquia», respondió Ivana con una ingenuidad candorosa. Ivana tendría derecho a 20 000 dólares al año. Pero cuando empezó a tener hijos, Donald sufrió un ataque de generosidad y decidió regalarle 250 000 por cada uno de ellos.

Cuando llegaron los malos tiempos matrimoniales, Donald tenía cuarenta y tres años, e Ivana cuarenta y uno. Habían estado casados durante cerca de trece años. «Es mi gemela», decía Trump en los tiempos de amor y rosas. Pero incluso durante esa época feliz, Donald parecía tener una notable amplitud de miras en su concepto de las obligaciones maritales: «No sabría qué contestar a eso», respondió a un periodista de Playboy cuando le preguntó si el matrimonio era sinónimo de monogamia. La vida respondió por él.

Y la vida quiso que precisamente en el hotel Plaza, el que había gestionado Ivana, se casaran en diciembre de 1993 Donald y Marla Maples. Dos meses antes habían sido padres de Tiffany. Llevaban cuatro años de relación. Y el rumor de ese affaire extramatrimonial circulaba por la ciudad a la velocidad de la luz. Las habladurías llegaron a conocimiento de Ivana. Pero el volcán estalló cuando, según el relato más extendido, Ivana y Marla se encontraron cara a cara en las pistas de esquí de Aspen, en Colorado. Era Navidad. Fue la última que Ivana y Donald pasaron juntos.

Ivana llegó a Aspen sin dejar nada atrás: dieciséis maletas y la cara recién estirada en una carísima clínica de cirugía estética. Se instalaron en The Little Nell, un hotel de lujo situado al pie de las pistas de esquí. Tenían una suite con dos camas en la habitación de matrimonio. No. Ivana pidió una cama grande para los dos: king size.

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