Trump

Trump


1. ¿De quién fue la culpa? » Negocios, caprichos y quiebras

Página 22 de 157

NEGOCIOS, CAPRICHOS Y QUIEBRAS

Dicen que Franco gobernaba España como si fuera un cuartel, porque es de lo que él entendía. Y Donald Trump prometió gobernar Estados Unidos igual que ha gobernado sus negocios, porque es de lo que entiende. Pero tuvo que trabajar duro para abrirse paso en ambos mundos, en los negocios y en la política. Las dos veces y en los dos ámbitos le trataron con desprecio cuando intentaba entrar, aunque es igual de cierto que él nunca llamó educadamente a la puerta. Se abría paso a empellones.

Cuando su padre Fred le puso un cheque en la mano en los primeros años setenta y le dijo que construyera su propio futuro, Trump tomó una decisión arriesgada, como haría tantas veces en su vida: cruzar el East River. Es el río que separa Brooklyn, la zona de negocio de Fred, de la isla de Manhattan. Donald quería trabajar allí donde se construyen los edificios altos, donde el suelo alcanza precios inverosímiles, donde la competencia es más virulenta y donde los intereses económicos y políticos son una redundancia. Quería jugar en la Champions League. Y quería ganarla. Tenía treinta y un años.

Pronto se granjeó entre los dueños tradicionales del negocio inmobiliario la fama de bocazas. Iba a por todas y nunca fue conocido por su delicadeza ni por su tendencia a dejarse pisotear. No tenía intención alguna de pedir permiso a los poderes establecidos, fueran constructores, financieros o políticos. Y, sobre todo, llamó mucho la atención de sus rivales la tendencia de Trump a ponerle su nombre a cada obra que construía. Cuando empezó a funcionar a velocidad de crucero, lo hizo como nadie lo había hecho antes: nunca un solo constructor había puesto en pie o reformado tantos edificios en un periodo de cinco años.

Empezó por reconstruir el Hotel Commodore junto a la estación Grand Central de Manhattan, para convertirlo en el Grand Hyatt. De repente, aquel edificio en decadencia se transformó en un lugar lujoso como pocos en la ciudad. Había llegado a un acuerdo con la famosa cadena de hoteles, y negociando, negociando, convenció al ayuntamiento de Nueva York para que le rebajara los impuestos durante cuarenta años, lo que supuso un ahorro de 160 millones de dólares. Uno de los mitos que rodean a Trump es el de jugar con las leyes fiscales para pagar siempre lo menos posible. Y, por lo que parece, siempre encuentra la manera de conseguirlo.

No estuvo mucho tiempo en la propiedad del nuevo hotel. En 1996 vendió su parte a Hyatt por 142 millones de dólares. Tenía que saldar muchas deudas. Le obligaron los bancos.

Trump mejoró el aspecto de la propia estación Gran Central, hizo un club de tenis, puso en marcha un centro de convenciones, construyó la Trump Tower y el Trump Plaza, y se expandió hacia Atlantic City con un hotel casino. Todo esto lo había conseguido antes de cumplir los cuarenta. La velocidad con la que actuaba, su arrojo, su descaro y su estilo extrovertido y descarnado atrajeron de inmediato a los medios de comunicación, siempre ávidos de nuevos personajes que la gente esté deseando ver y triturar. Los medios hacían negocio con Trump, y Trump utilizaba a los medios para hacer negocios. Donald estaba cada día en los periódicos, y a cada hora en las televisiones. El público quería saber cosas de él, y los bancos se dejaron seducir por ese arrollador personaje, que prometía convertir en dólares cada bloque de hormigón que ponía encima de otro. Todos querían darle dinero. Y él lo recibía con gusto para invertir, y para sus caprichos personales.

Donald Trump se compró un enorme yate de 85 metros de eslora, construido en Italia en 1980. Era uno de los más grandes del mundo en la época. Un rico no lo parece tanto si no tiene un yate. Y parece más rico de lo que es si el yate es desproporcionadamente caro. Le puso como nombre Trump Princess. Tenía cinco cubiertas, discoteca, sala de cine, once suites, helipuerto, piscina y necesitaba una tripulación de casi cincuenta miembros.

El yate había sido propiedad del megamillonario saudí Adnan Kashogi, que hizo fortuna vendiendo armas. Pero la venta de armas le llevó a los tribunales… y a vender su yate. Él lo había llamado Nabila, como su hija. Aquel yate, que estuvo atracado mucho tiempo en la lujosa zona marbellí de Puerto Banús y que apareció en una película de James Bond, acabó en manos del sultán de Brunei. Pero en 1988, el sultán se lo vendió a Trump por 29 millones de dólares (además de los 3 millones que se gastó en rehabilitarlo). Era muy buen precio, si se tiene en cuenta que Kashogi había pagado 100 millones por él.

El yate era de tal tamaño que hubo que dragar el canal de Atlantic City para poder atracarlo allí. Pero un yate como ese no era suficiente. Trump se propuso encargar la construcción de otro aún más grande y lujoso, «para dar cabida a todos los clientes de su casino».

Trump sí cerró un acuerdo con unos diseñadores de barcos de la localidad vizcaína de Guetxo: Oliver Design. Jaime Oliver, su fundador, estuvo a principios de los años noventa en el Salón Náutico de Florida, presentando sus ideas para construir barcos. Un día se le acercó alguien que aseguraba ser el secretario de Donald Trump. Al parecer, el propio Trump había pasado por allí horas antes y le gustó lo que vio. Quería que le diseñaran «no solo el yate más grande del mundo, sino también el más bonito». Íñigo, hijo de Jaime, se instaló durante un tiempo en Estados Unidos para desarrollar el proyecto. Se reunió con Trump varias veces en la Trump Tower de Nueva York y también en la mansión de Mar-a-Lago, en Florida. Los Oliver fueron, incluso, invitados al bautizo de Tiffany, la hija de Trump y Marla Maples. Y, sí, diseñaron un impresionante yate de 128 metros de eslora, con cuatro cubiertas, suites de lujo, piscina, jacuzzi, salones, helipuerto y una gran sala con palmeras para grandes celebraciones. La construcción del barco se empezó a negociar con Astilleros Españoles. Pero en 1994 se dispararon las deudas de los negocios de Trump (y también la deuda personal). El proyecto terminó ahí, aunque Trump sí pagó a los Oliver 170 000 dólares por el diseño. El segundo megayate de Donald Trump nunca se construyó. Y, como se verá después, pronto se quedó también sin el primero.

En aquel tiempo, nada ni nadie parecía estar en condiciones de frenar a Trump. Ni siquiera los problemas económicos, que como hemos visto los tuvo, y muchos. Sus empresas entraron varias veces en quiebra, aunque a menudo salieron bien paradas de la situación. El objetivo era eso que los economistas denominan, con esa capacidad tan suya para el eufemismo, «reestructurar la deuda». O, dicho en términos más coloquiales, que no pagas lo que debes, sino menos. Te regalan dinero porque eres demasiado poderoso y porque creen que el plan B es aún peor.

«Yo aprovecho las leyes, porque me sirven como herramienta para recortar la deuda de mis empresas», reconocía Trump, halagando su propio oído. Es lo mismo que dijo durante la campaña electoral sobre los impuestos: sabía aprovechar las leyes fiscales para pagar muy poco. Se supone que para pagar muy poco legalmente, aunque llegó al día de las elecciones sin que hubiera hecho públicas sus declaraciones de la renta. Fue el primer candidato en cuarenta años que se negó a presentarlas, pero a cerca de 63 millones de americanos no les pareció motivo suficiente para dejar de votarle.

De hecho, su gestión al frente de las empresas de su propiedad era, en sí misma, su campaña. Prometía generar riqueza y puestos de trabajo para el país, igual que lo había hecho para sí mismo durante más de cuatro décadas. Ya intentó vender esa misma idea, aunque con menos éxito, cuando en 2011 dejó correr el rumor de que quería competir con Barack Obama en las elecciones del año siguiente. Para ese momento, Trump ya había llevado varias veces a algunas de sus empresas a la ruina. La última, en 2009.

El diario The Wall Street Journal, que tanta ayuda le prestaría en la campaña de 2016, le entrevistó a finales de 2011 sobre sus supuestas aspiraciones presidenciales en ese momento. Trump no las desmintió. Pero tampoco le gustaron las preguntas. El periodista le planteó la duda de que alguien cuyas empresas han sufrido varias situaciones de quiebra fuera el mejor candidato posible para gestionar las finanzas de Estados Unidos. Trump respondió que sí, porque él lo único que hacía era utilizar las leyes para renegociar su deuda. Y entonces citó a otros empresarios que habían usado ese mismo mecanismo legal. El periodista, hábil y meticuloso, le recordó que ninguno de esos empresarios aspiraba a ser el presidente del país. La entrevista entró entonces en ebullición, porque a Trump le pareció que aquel juntaletras que le preguntaba se estaba comportando de forma poco confortable para sus intereses.

Al final, el magnate de la construcción sabía que los bancos no le podían dejar caer, porque la única manera que tenían de recuperar una parte del dinero que le habían prestado era mantenerlo a flote. Y a flote se quedó. A veces, entregando la mitad de sus propiedades a los bancos como contraprestación por haberle reducido el tipo de interés de la deuda y por devolverla en un plazo de tiempo más oxigenado, menos asfixiante. Sí es cierto que en una ocasión, para sobrevivir a un mal trance financiero, se vio obligado a vender su superlujoso yate Trump Princess (siempre aparece Trump en el nombre de todo), el barco en el que sedujo a Marla, su segunda esposa. Se lo vendió por veinte millones de dólares (perdió nueve millones con respecto al precio que pagó por él) al príncipe saudí Al-Waleed bin Talal, que lo renombró como Kingdom 5KR. El cinco es, según propio testimonio del príncipe, su número de la suerte. Y las letras K y R son las iniciales de los nombres de sus hijos. Todo muy familiar. Este mismo príncipe saudí compró el hotel Plaza cuando Trump fue incapaz de sacarlo de la quiebra.

Trump también tuvo que deshacerse durante un tiempo de su avión privado, y de la Trump Shuttle, líneas aéreas que controló entre 1989 y 1992 y que le costaron 365 millones de dólares. A los ricos les encanta tener aviones, pero se los tuvo que entregar al Citibank, que no supo muy bien qué hacer con aquello que Trump le entregaba. US Airways asumió los inconvenientes, quedándose con el control operativo de los aparatos, sin mucho éxito.

Ir a la siguiente página

Report Page