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REGALOS POR VALOR DE 190 000 DÓLARES

A la mañana siguiente, con el matrimonio expresidencial en su hogar de Chappaqua, en el estado de Nueva York, el diario The Washington Post, el mismo que años antes había convertido el caso Lewinsky en noticia, publicaba que «los Clinton se han llevado regalos por valor de 190 000 dólares». El relato era relativamente preciso sobre los bienes de los que disponían al terminar su mandato. Tenían más de un millón de dólares en una cuenta personal del Citibank, activos financieros por valor de otro millón de dólares, y algunas cantidades más. Pero también tenían una deuda no precisada de entre uno y cinco millones de dólares con dos firmas de abogados que habían defendido a Bill Clinton durante sus muchas, largas, tensas, durísimas y carísimas investigaciones judiciales que le llevaron hasta un juicio político del que salió con vida, pero lleno de heridas de gravedad.

La noticia del Post enumeraba parte de una lista de regalos recibidos por los Clinton durante la presidencia, y especificaba quiénes eran los generosos amigos que los habían enviado a la Casa Blanca. Figuraban, entre los más conocidos, el director y productor de cine Steven Spielberg y el actor Ted Danson.

El desglose aproximado de lo que se llevaron incluía 52 021 dólares en muebles, 71 650 en obras de arte y tres alfombras por valor de 12 282 dólares. Bill recibió varios objetos relacionados con su afición al golf. El actor Jack Nicholson le regaló un palo (un driver) que valía 350 dólares. Sylvester Stallone, unos guantes de boxeo, como parece de pura lógica. Pero estos eran solo algunos detalles curiosos. El grueso de la información tenía un fondo más profundo: la confusión entre lo público y lo privado, entre lo nuestro y lo de todos.

La polémica enturbió la salida de los Clinton de la Casa Blanca. No podían irse de otra forma que no fuera en la que habían vivido allí, que era la misma en la que habían llegado. Se abrió un debate sobre qué regalos de los que recibe un presidente se pueden considerar de la presidencia como institución, y cuáles como regalos personales. Y qué diferencia de valor económico se establece entre los unos y los otros. No es fácil.

Para frenar las acusaciones de robo, los Clinton trataron de tomar la iniciativa un par de semanas después de su marcha: devolverían parte de los regalos o los pagarían en efectivo. Primero enviaron a las autoridades 86 000 dólares. Días después enviaron de vuelta a la Casa Blanca objetos por valor de unos 48 000 dólares. Esa devolución incluía sofás y sillas valorados en casi 20 000 dólares, regalados por un generoso donante llamado Steve Mittman, quien aseguró que aquellos muebles los había entregado, no a los Clinton, sino para que permanecieran en la residencia presidencial después de la remodelación acometida en 1993. La confusión era tal sobre qué era y qué no era de los Clinton, que una parte de los muebles devueltos por la familia expresidencial fueron empaquetados de nuevo, subidos a un camión de mudanzas y enviados otra vez a la residencia privada de Nueva York. El National Park Service (responsable de vigilar el patrimonio de la Casa Blanca) consideraba que aquello sí era un regalo personal. Pero el episodio no terminaba ahí.

Un comité de la Cámara de Representantes consideró que era su obligación investigar la actuación de Bill y Hillary. Y el Congreso no iba a quedarse sin su plena satisfacción. Meses antes había trabajado sobre un informe que llegaba a describir con precisión el tamaño, forma, disposición y capacidades de los órganos sexuales del presidente del país. De manera que escrutar sus regalos no era para tanto.

La fotografía realizada por la comisión no dejaba a los Clinton en una situación cómoda ante la opinión pública. Esta vez, tampoco. Los legisladores dudaban de que determinados regalos tuvieran un valor tan escaso como el que le habían asignado Bill y Hillary. Es cierto que el problema, según reconocía el informe, no era achacable solo a ellos, sino a un sistema demasiado complejo e interpretable. Se había roto aparentemente la norma por la cual los presidentes no pueden pedir regalos, de lo que se deducía que sí los había pedido, o que había solicitado ayuda económica envuelta en la apariencia de un regalo. Se puede aceptar un presente, pero no pedir uno concreto. Eso dice la ley. Y no era una apreciación gratuita porque, no por casualidad, Hillary había recibido regalos por valor de 38 000 dólares en diciembre de 2000, justo un mes después de ser elegida senadora de los Estados Unidos y justo un mes antes de tomar posesión de su puesto (y dejar de ser la primera dama), y eso podía violar la normas que afectan a los miembros del Senado.

Esta pintoresca peripecia fue calificada como robo por una parte de la prensa. Y quizá no fuera exactamente así, pero lo podía parecer. Y, sin duda, era de lo más inadecuado. Tampoco era cierto, como se llegó a titular, que los Clinton fueron obligados a devolver casi 200 000 dólares. De hecho devolvieron unos 134 000 de los 190 000 en los que se valoró el material «desviado». Pero no lo hicieron porque hubiera una petición expresa, ni mucho menos una sentencia. Se adelantaron a cualquier eventualidad que pudiera arrastrar por el fango su ya deteriorada imagen.

Y no eran los Clinton los primeros en aparecer como sospechosos de «limpiar» la Casa Blanca y sacar provecho de su posición. Los Reagan, por ejemplo, sufrieron una investigación similar por varios vestidos y joyas de Nancy. Y tuvieron que poner de su bolsillo los 2,5 millones de dólares que unos amigos, cuyo nombre no se reveló, habían pagado para regalarles una mansión en la lujosa zona de Bel Air, en California.

Pero el caso de Bill y Hillary había llegado al Congreso y la comisión que investigó el asunto concluyó que sí se había producido una conducta discutible; que muchos objetos habían sido infravalorados en su cuantía económica, lo que provocaba dudas sobre el comportamiento de quienes les pusieron precio; que algunos regalos fueron trasladados de lugar o se extraviaron, lo que demostraría una preocupante falta de cuidado, «o quizá algo peor»; que se llevaron objetos que eran propiedad del gobierno de los Estados Unidos; y señalaba el ya referido aspecto colateral de la actitud de la nueva senadora Clinton (buena forma de iniciar mandato), lo cual fue considerado por los congresistas «al menos, inquietante». El informe oficial terminaba con una sentencia demoledora por lo que insinuaba, más que por lo que afirmaba: «Los servidores públicos, incluido el presidente, no deberían poder hacerse ricos con regalos lujosos».

Quince años después, a pocas semanas de las elecciones en las que Hillary Clinton se jugaba la presidencia de los Estados Unidos, se publicaban documentos clasificados sobre su periodo como miembro de la administración de Barack Obama. Un agente de la seguridad de Hillary había certificado oficialmente que en sus primeros tiempos como secretaria de Estado, la señora Clinton y algunos de sus colaboradores se habían llevado a su casa de Washington muebles y lámparas de la sede del Departamento de Estado. El agente decía no saber si aquellos objetos habían sido devueltos después. El gobierno negó tales acusaciones.

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