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¿DÓNDE ESTÁ LA UVE DOBLE?

Mientras aquel 20 de enero, último día de su mandato, Bill Clinton se sentaba delante de su mesa presidencial del Despacho Oval y firmaba los ciento cuarenta perdones presidenciales incluido el de Marc Rich, varios centenares de miembros de su staff vaciaban sus despachos y llenaban cajas de cartón con sus pertenencias. El trabajo había terminado. Llegaba una nueva administración. Y los miembros de esa nueva administración iban a encontrarse con algunas sorpresas. Había papeles, cajoneras y libros tirados por las oficinas y los pasillos. Se habían pintado grafitis en las paredes.

Ari Fleischer, portavoz de Bush, hizo un listado bastante completo que incluía la desaparición de cinco placas de identificación con el sello presidencial, cinco teléfonos conectados intencionadamente a las tomas de pared equivocadas, seis máquinas de fax reubicadas donde no correspondía, diez líneas telefónicas cortadas, un 20 por ciento de escritorios y muebles tirados en el suelo o puestos del revés, y un montón de material de oficina sin usar que estaba en la basura. Además, según Fleischer, alguien con mucha guasa había colocado en la bandeja de una fotocopiadora papel con fotografías de personas desnudas, que salían cada vez que se utilizaba la máquina. Pero había algo aún más ingenioso: unos cien ordenadores no tenían la letra W. La habían hecho desaparecer de los teclados en «honor» al nuevo presidente George W. Bush.

La mayor parte de estos desperfectos se había producido en el Eisenhower Executive Office Building, conocido por todos en Washington como el Old Executive Office Building. Está junto al Ala Oeste de la Casa Blanca, y es donde trabajan muchos de los «fontaneros» de la presidencia, que fueron acusados de vandalismo por los nuevos ocupantes de aquellos despachos.

Como es de rigor en Estados Unidos, se creó una comisión para investigar qué había de cierto en esas acusaciones y encontrar a los posibles responsables. El informe final reducía en parte la gravedad de los hechos, pero sí confirmaba algunas de las denuncias. Año y medio después de ocurridos los hechos, un documento de 220 páginas relataba el resultado de la investigación. Habían desaparecido sesenta y dos teclados de ordenador, veintiséis teléfonos móviles, dos cámaras, diez pomos de puertas que tenían algún valor por su antigüedad, varias medallas presidenciales y placas de oficina con el sello de la Casa Blanca. Todos esos daños tenían un valor aproximado de 20 000 dólares. Se establecía que muchos de aquellos estragos habían sido claramente intencionados pero que no se podía determinar quién era el responsable.

Los miembros de la administración Clinton dijeron entonces que las acusaciones previas habían sido exageradas, y que los daños eran los mismos que ellos se habían encontrado al llegar a la Casa Blanca después de la presidencia de Bush padre.

Pero los desperfectos en la Casa Blanca (asunto menor), el pintoresco asunto de los muebles y las obras de arte tomados a «préstamo» de la Casa Blanca (asunto mediano) y, sobre todo, el perdón presidencial a Marc Rich (asunto mayor) convirtieron la salida del poder de los Clinton en el lamentable epílogo de una presidencia sin igual. Su imagen resultó destruida hasta un extremo tal, que el desprecio general quedó reflejado en un detalle lleno de significado: cuando Bill se instaló en Nueva York con la ya senadora Hillary Clinton, trató de inscribirse en varios clubes de golf. Cuatro de ellos rechazaron la petición de todo un expresidente de los Estados Unidos. No querían verle por allí para no espantar a sus socios.

Y en esas apareció Donald Trump. El magnate tenía un campo de golf en la zona de Westchester, cerca de la residencia de los Clinton. Lo remozó para reabrirlo con el nombre de Trump National Golf Club. Bill fue admitido de inmediato como socio, y varias fotografías suyas colgaban en las paredes del recinto. Bill y Donald jugaban juntos a menudo, y Trump alimentaba con donaciones la fundación de Clinton, igual que había inyectado dinero en la campaña electoral de Hillary. ¡Qué felices éramos en 2002, Donald! ¡Sí, Bill!

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