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OBAMA CONTRA HILLARY

«Fue Hillary Clinton quien alabó a Ronald Reagan por su política económica y exterior. Respaldó el NAFTA (el acuerdo de libre comercio norteamericano), que tantos empleos ha costado en Carolina del Sur. Y, lo peor de todo, fue Hillary Clinton quien votó a favor de la Guerra de Irak de George Bush». El texto entrecomillado aparecía en un spot de la campaña de Barack Obama en las primarias de 2008. Y terminaba con un slogan demoledor: «Hillary Clinton dirá cualquier cosa, pero no cambiará nada». El cambio, otra vez el cambio.

¿Quién se cree que es ese estirado de Barack para desafiar a Hillary? ¿Por qué lo hace? Aún es joven y puede esperar unos años más para tener una mejor oportunidad.

Esa preocupación no existía en el hogar de los Clinton el 20 de enero de 2007, cuando la web de Hillary anunció su campaña por la presidencia. Tampoco resultó preocupante que Barack Obama, compañero de escaño de Hillary en el Senado, pusiera en marcha su propia candidatura unos días después, el 10 de febrero. Solo tenía cuarenta y seis años, apenas llevaba dos como senador y era negro. Se trataba, pensaron, de una candidatura más reivindicativa que real. Solo pretende llamar la atención, asomar la cabeza en el partido y ganar algo de fama para el futuro. No es rival, Hillary. No lo es, Bill.

Hillary dominaba sin sombra los sondeos sobre las primarias. La distancia respecto a sus rivales era tal que nadie los consideraba, en realidad, rivales. Pero el 3 de febrero de 2008 el primer termómetro de las primarias demócratas puso la temperatura por encima del nivel indicado para la fiebre. Inesperadamente, los simpatizantes demócratas del caucus de Iowa otorgaron a Barack Obama el 38 por ciento de los votos. Otro candidato, John Edwards, fue segundo con el 30 por ciento. Hillary Clinton quedó en tercera posición con el 29 por ciento. Frustración, sorpresa. Obama entró aquel día por primera vez en el hogar de muchos americanos, que se preguntaban quién era ese tipo tan atractivo y que habla tan bien que ha ganado a Hillary… ¡Y eso que es negro!

Ese maldito 3 de febrero, la senadora y exprimera dama perdió el cartel de candidata inevitable. Su equipo de campaña entró en estado de pavor paranoico. Ya nada sería igual desde entonces.

Obama repitió buenos resultados en las inmediatas primarias de New Hampshire, Nevada y Carolina del Sur. Iowa no había sido una excepción. Estaba construyendo su candidatura a toda velocidad. El mensaje de cambio que aportaba era difícil de contrarrestar con el mensaje de experiencia que trataba de emitir Hillary. Los demócratas no solo querían cambiar a un presidente republicano (Bush) por uno demócrata. También querían que el nuevo presidente demócrata fuera realmente eso, nuevo, y Hilllary no daba ese perfil.

Bill Clinton decidió entonces pisar el barro de la campaña con todo su instrumental bélico. Durante algunas semanas, la retórica de las primarias no la mantuvieron Hillary y Barack, sino Bill y Barack. Trataba de dibujar a Obama solo como el candidato de los negros, una condición que hacía aparentemente imposible llevarle hasta la Casa Blanca. Hillary resucitó en algunos estados, alcanzando victorias esperanzadoras para su causa. Y cuando Edwards retiró su candidatura, la batalla por la nominación demócrata se convirtió en un mano a mano intenso, apasionado y belicoso entre Clinton y Obama.

El crecimiento de las expectativas del senador frente a la senadora se tradujo en una ofensiva por las donaciones económicas. Y hasta en eso Obama llegó a adelantar a los Clinton, considerados como los magos de las recaudaciones de campaña. El intercambio de golpes fue durísimo. Hubo debates entre ambos cargados de insultos personales… hasta el 3 de junio de 2008.

Aquel día se celebraban las últimas elecciones primarias en Dakota del Sur y Montana. Hillary ganó en Dakota del Sur, pero Barack ganó en Montana. Era suficiente. Entre los delegados conseguidos en las primarias y los superdelegados (cargos públicos del partido) que dieron su apoyo público al senador de Illinois, Obama había superado la línea: disponía ya de los 2117 delegados cuyos votos necesitaba para ser elegido como candidato demócrata en la inminente Convención Nacional.

El 5 de junio, Hillary Clinton envió un email a sus seguidores anunciando que apoyaría la candidatura de Barack Obama a la presidencia de los Estados Unidos. Dos días después, dio un discurso en Washington: «Hoy suspendo mi campaña y felicito a Barack Obama por su victoria y por la extraordinaria carrera electoral que ha realizado. Le daré todo mi apoyo». El desastre se había consumado. Lo imposible había ocurrido. Quienes odiaban a los Clinton eran felices. Los Clinton se sumergieron en el fracaso más duro e inesperado de sus vidas. Hasta entonces.

¿Acabaría Donald Trump ocho años después con su última esperanza de alcanzar la cima del poder?

Hillary estaba convencida de que eso no ocurriría por segunda vez. No con Trump. Tan segura estaba, que poco después de la Convención Demócrata que la entronizó como candidata en 2016, el equipo de campaña empezó a ocuparse de dos cosas: la campaña en sí, y el programa de gobierno que pondría en marcha nada más tomar posesión como presidenta el 20 de enero de 2017. Hillary Clinton no solo quería ser presidenta, sino que se notara que lo era. Y había que preparar bien el camino. En casa de los Clinton aún recordaban las enormes dificultades que tuvo Bill para conformar su administración en 1993, y lo extraordinariamente mal que inició su mandato.

El primer y más difícil trabajo consiste en elegir a los varios miles de cargos públicos que trabajan para el gobierno. Y son, por tanto, varios miles de posibilidades de equivocarse con alguno/s. Como relataba The Washington Post, Hillary necesita «organizar de forma efectiva el equipo de la Casa Blanca para mantener el foco puesto en sus políticas prioritarias, y minimizar las controversias que siempre han perseguido a Clinton y a su marido». Muchas. Muchísimas…

Para organizar su presidencia, Hillary contaba con una ventaja: había sido primera dama, conocía bien la Casa Blanca; había sido senadora, conocía bien el Congreso; y había sido secretaria de Estado, conocía bien el gobierno y las relaciones exteriores. Perfecto. Pero no le serviría de nada. Aunque nadie lo sabía entonces, y aunque nadie quisiera imaginarlo, su derrota del 8 de noviembre de 2016 había empezado once meses antes: el 1 de febrero en el estado de Iowa.

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