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UN NO-POLÍTICO ENTRE POLÍTICOS

Sus nueve rivales de aquella noche del primer debate eran o habían sido cargos públicos. Solo él era un tipo venido de fuera de la política. Por eso, los nueve restantes tenían ese apego natural a no quedar mal con los compañeros, por mucho que fueran sus rivales en ese momento. Trump no tenía problema alguno en romper esa tradición. Lo hizo nada más empezar. Uno de los moderadores pidió que levantara la mano quien no se comprometiera a apoyar a aquel que resultara finalmente nominado, y que renunciara a presentarse como independiente para competir en las urnas contra ese nominado. Solo uno de los diez levantó la mano: Donald Trump.

El pabellón entero estalló entonces en un silbido de reprobación o asombro, o ambas cosas, hacia Trump, al que no pareció importarle, porque ya desde el mismísimo primer minuto de su larga campaña hacia la presidencia de los Estados Unidos había conseguido que todo el mundo le prestara atención. Era el protagonista. Dijo que sí se comprometía a no concurrir a las urnas como independiente, pero que no se comprometía a apoyar a otro candidato republicano que no fuera él. Otro de los candidatos le acusó entonces de haber financiado campañas de políticos de varios partidos, y de ayudar con esa afirmación a la victoria de Hillary Clinton. La campaña más dura en decenios acababa de empezar.

Y aquel día dejó sentadas algunas bases de su posterior victoria. Consiguió un aplauso general del pabellón cuando dijo que «uno de los grandes problemas es que hay que ser políticamente correcto y este país no tiene tiempo ya para ser políticamente correcto. Ya no ganamos a nadie. Perdemos con China, perdemos con México, perdemos con todo el mundo por los acuerdos comerciales… Francamente, yo digo lo que digo, y si a alguien no le gusta, lo siento (…). Necesitamos fuerza, energía, necesitamos ser rápidos, y necesitamos cabeza para darle la vuelta a la situación». Explicó a voz en grito que había que construir un muro en la frontera con México, para evitar la inmigración ilegal, «porque nuestros líderes políticos son estúpidos, y los mexicanos nos envían a lo peor de su gente». Y se burló de sus compañeros de escenario, asegurando que les había dado dinero para sus campañas electorales previas. No era cierto. No en todos los casos. Pero la verdad ya no tenía el menor interés. No lo tuvo entonces, y no lo tuvo después durante el resto de la campaña. La mentira se impuso. El impacto era lo único que importaba.

Y consiguió el impacto que buscaba cuando explicó con crudeza la realidad del funcionamiento del sistema que él quería derribar entrando en política: «Yo doy dinero a todo el mundo. Me llaman y me piden dinero. Yo se lo doy. Y después, cuando pasa un año o dos o tres y yo necesito algo, les llamo, y allí están disponibles para mí. Ocurrió con Hillary Clinton. Yo le di dinero, y luego le dije que asistiera a mi boda, y vino a mi boda. ¿Saben por qué? Porque no tenía otra opción, porque yo había dado dinero para su fundación. Y no sé en qué se lo gastarían después».

Donald Trump abrió el debate. Donald Trump protagonizó el debate. Donald Trump cerró el debate. Había muchos candidatos, pero solo Donald Trump se hizo oír allí.

Seis meses después, el 1 de febrero de 2006, Ted Cruz conseguía la victoria en los caucus del estado de Iowa, por delante de Trump. Eran las primeras elecciones para seleccionar al candidato republicano a la presidencia de los Estados Unidos. Fuegos artificiales. Antes de que terminara el mes, Donald Trump había ganado en New Hampshire, Carolina del Sur y Nevada. Y antes de que terminara el mes, el favorito Jeb Bush, que había recaudado ya 150 millones de dólares en donaciones para su campaña, retiraba su candidatura. Fracaso mayúsculo. Un rival menos. Y muy importante.

En el llamado supermartes del 1 de marzo, con once estados en disputa el mismo día, Trump ganó en siete, frente a tres de Cruz y uno de Marco Rubio (senador de Florida). A mediados de marzo se habían celebrado primarias en quince estados más, con victoria de Trump en diez, algunos tan importantes como Florida, Illinois o Michigan.

Para finales de marzo, de los diecisiete candidatos que iniciaron la carrera ya solo quedaban tres: Trump, Cruz y John Kasich. De las doce primarias en las que compitieron los tres, Trump ganó ocho. Kasich no ganó ninguna, y a primeros de mayo se retiró. Ted Cruz hizo lo mismo.

Donald Trump había ganado. Sería el candidato del Partido Republicano a la presidencia de los Estados Unidos. Solo faltaba que se hiciera oficial en la Convención Nacional Republicana, a celebrar entre el 18 y el 21 de julio en el Quicken Loans Arena de Cleveland, Ohio. El mismo lugar en el que once meses antes había iniciado su carrera política en aquel primer debate entre diez candidatos republicanos. Se cerraba el círculo. Había ocurrido lo increíble, lo que no podía ocurrir.

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