Trump

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LA NOCHE DE TRUMP

Tú, Donald, parecías tranquilo cuando apareciste en el escenario con toda la familia y con tu llamativa corbata roja republicana, siempre más larga de lo que las normas de la elegancia recomiendan. Más que ganar la presidencia pareciera que acababas de cerrar un contrato para construir otro rascacielos con tu nombre en la entrada principal. Teníais todos un aspecto estupendo, aunque ya era tarde: casi las tres de la madrugada. El joven Barron Trump, tu hijo pequeño de solo diez años, parecía algo despistado a tu lado, con aquella corbata blanca de primera comunión. Tenía sueño. Normal.

No te fiabas del resultado, o quizá esperabas que Hillary se hubiera rendido de una forma un poco más explícita y pública que con una simple llamada telefónica privada. Aunque fue amable contigo, eso se lo tienes que reconocer. Hillary sabe hacer esas cosas cuando no le queda otro remedio que hacerlas.

Eso sí, Donald, no tenías muy trabajado tu discurso. Reconócelo. Quizá porque a ti te pasaba lo mismo que a los demás, que dabas por hecha tu derrota y, siendo como eres hombre ocupado, no tenías que perder el tiempo ni hacérselo perder a nadie preparando un detallado discurso de presidente electo para la historia.

«Ha llegado el momento de que América cierre las heridas de la división. Tenemos que unirnos», dijiste. ¡Cuánta razón tenías! Después de romper al país en dos mitades durante una campaña electoral cargada de los peores instintos, uno de los dos responsables de la fractura, tú mismo, pedía a todos que ayudaran a recomponer el jarrón y dejarlo como nuevo, cuando había quedado hecho añicos. Ahora no iba a ser fácil recoger la pasta de dientes derramada y devolverla al interior del tubo. Y era culpa tuya, Donald, aunque no solo tuya. Pero también tuya.

Y en tus palabras quisiste dejar claro eso que ya había dicho tu amigo Bannon, que «lo nuestro no ha sido una campaña sino un enorme e increíble movimiento, en el que participan millones de hombres y mujeres que trabajan duro, que aman a su país y que quieren el mejor futuro para sí mismos y para sus familias». ¿Quién podría no estar de acuerdo con desear lo mejor para la familia? «Un movimiento —dijiste— formado por estadounidenses de todas las razas, religiones, antecedentes y creencias, que quieren y esperan que nuestro gobierno sirva a la gente». Sí, la gente. ¡Cuántos portavoces y representantes le ha salido a la gente en medio mundo últimamente! Por lo que parece, los que votaban antes de que ellos llegaran no eran gente.

Te comprometiste a renovar el sueño americano, a reconstruir el país (que, por lo que aseguras, debía de estar destruido), y dijiste que pondrías en práctica como presidente las mismas tácticas y estrategias que seguiste como hombre de negocios al frente de tus empresas. «Tenemos un potencial tremendo», lanzaste en esa costumbre tan habitual de los recién llegados de creer que nada había o nada se hizo bien antes de ellos. Adanismo es el nombre de la especie. Cuarenta y cuatro presidentes anteriores durante doscientos cuarenta años quedaron en paradero desconocido con solo pasar a la siguiente página del discurso.

Y entonces llegó tu mejor momento, Donald. Ese en el que descubrías ante el mundo el secreto de tu victoria, el punto fundamental que, en su ceguera, habían sido incapaces de ver los analistas, los periodistas, los políticos, los lobbystas, los diplomáticos, los sociólogos y las élites económicas: «Los hombres y mujeres olvidados de nuestro país, nunca más quedarán en el olvido». Fue ahí, en ese momento de la madrugada, cuando muchos se dieron cuenta de su error. Habían olvidado a los olvidados. Y esta vez los olvidados había decidido dejar de serlo.

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