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3. Ruta hacia la Casa Blanca » El senado y el cónclave

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EL SENADO Y EL CÓNCLAVE

Hay quien ha dicho que el Senado de los Estados Unidos es el club más exclusivo del mundo, junto con el cónclave de los cardenales que tienen la responsabilidad de elegir al papa siempre que hay sede vacante. El Senado lo conforman cien honorables ciudadanos norteamericanos que han conseguido llegar muy cerca de la gloria. Hay dos senadores por cada uno de los cincuenta estados de la Unión. No se tiene en cuenta lo numerosa que pueda ser la población de cada estado. Todos tienen el mismo número de senadores. En España, un senador es, en términos políticos, menos que poca cosa. Un senador de los Estados Unidos es alguien muy poderoso, que ha conseguido llegar todo lo alto que se puede llegar en política, si exceptuamos la presidencia. Un cardenal ha conseguido llegar todo lo alto que se puede llegar en la Iglesia, si exceptuamos el papado.

Sanders es hijo de inmigrantes judíos que habían sufrido las consecuencias del nazismo en Europa. Nunca fue muy religioso. Se casó con una católica. Ambos admiran el discurso del papa Francisco. Sus inquietudes políticas fueron tempranas. Llegó a ser detenido en los años sesenta por participar en manifestaciones. Su discurso ha variado poco desde entonces: está contra los ricos. Y ya. Está en contra de todo aquello que pueda beneficiar a quienes más tienen.

En abril de 2015, Sanders hacía oficial que se presentaba a las primarias demócratas para ser el candidato del partido a la presidencia de los Estados Unidos. Lo hizo con su discurso de siempre, protestando porque «los millonarios se han apropiado del proceso político» en Estados Unidos. Y dando un consejo a quienes le observaban con escepticismo: «Creo que la gente debería cuidarse de no infravalorarme». Y, en efecto, quien le infravaloró se equivocó. Sanders ganó las primarias o los caucus en veintidós estados, y consiguió trece millones de votos, para sufrimiento de Hillary Clinton y sus seguidores. Bernie Sanders se convirtió en una pesadilla para ella durante meses.

Pero tenía todas las opciones para no conseguirlo. Y, de hecho, no lo consiguió. Aun así llegó muy lejos. Recorrió un camino mucho más largo del que cualquier observador avezado hubiera podido imaginar al principio de la carrera, porque es muy difícil que una suficiente masa crítica de votantes elija como mejor opción para liderar al país a un hombre de esa edad. El presidente que alcanzó el cargo con mayor veteranía fue Ronald Reagan, que llegó a la Casa Blanca con sesenta y nueve años y doscientos cuarenta y nueve días, cuando la media de los presidentes de Estados Unidos en el día de su acceso al poder es de cincuenta y cuatro años y once meses. Si Sanders hubiera ganado las primarias y las elecciones presidenciales, habría llegado a la Casa Blanca con setenta y cinco años y cuatro meses. Y, ampliando la especulación a futuro, de haber renovado su posición en las elecciones de 2020, terminaría sus dos mandatos como presidente con ochenta y tres años. Habría batido récords.

Pero el factor edad no era el mayor freno a sus opciones. De hecho, Hillary Clinton se presentó a las primarias sabiendo que si alcanzaba su objetivo sería la segunda en la lista de personas con más edad en llegar a la presidencia. El 20 de enero de 2017, día de la toma de posesión, Hillary Clinton iba a sumar sesenta y nueve años y ochenta y seis días, no muy lejos de la marca de Reagan.

La edad de Sanders, por tanto, era un freno, pero menor. Hillary Clinton era el freno mayor. ¿Quién podía pararla? ¿Cómo iba a perder por segunda vez, cuando todos daban por hecho que ya iba a ser presidenta en su primer intento, ocho años atrás? Obama había acabado con las opciones de Hillary Clinton en 2008. Sanders quería hacerlo en 2016. «Creo que la gente debería cuidarse de infravalorarme». Ya lo había advertido.

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